Carlos Ramírez Vuelvas: Vino y poesía

De los cuadros poéticos en los que aparece el vino, uno de mis favoritos es el que evoca la batalla entre lapitas y centauros. El pasaje sucedió en una región montañesa al norte de Grecia, donde acontecería la boda entre Pirítoo, un descendiente real del linaje de los magnetes y rey natural de los lapitas, y la bellísima Hipodamía, hija de Butes, rey de la poderosa población de Argos. Los organizadores del matrimonio cometieron el error terrible de olvidarse de invitar a los dioses Ares y Érida. Las divinidades, recelosas por el desdén, depositaron vino en las copas de los invitados más singulares, los centauros que eran inexpertos en el consumo de fermentos.

En la celebración, los centauros ocupaban sitio al interior de una cueva, hasta donde fue Hipodamía para agradecer su visita. Eurito, uno de los más jóvenes y salvajes, enfebrecido por el vino, saltó encima de Hipodamía, la raptó y huyó frenético entre las montañas. El acto fue seguido por los demás, que de inmediato poseyeron sexualmente a todas las criaturas que estaban cerca de ellos, y sólo fueron contenidos por la férrea batalla con la que se opusieron los lapitas, anfitriones y comensales.

Este hermoso cuadro (mejor cantado por Ovidio en Las metamorfosis) contiene casi todos los atributos simbólicos de la vid: la fertilidad, la vitalidad, la fuerza y la pérdida de la inteligencia racional a cambio de una vertiginosa intuición. El vino también es símbolo de alianza entre iguales, y ardorosa arenga líquida que sólo es comparable con la sangre enardecida. El pasaje de la batalla entre los lapitas y los centauros excluye el sentido de la vid como brebaje necesario para el descenso a los infiernos y la reencarnación, aunque Pirítoo, cultivador de vino, lo hará en otro pasaje de su vida, acompañado por el héroe Teseo, cuando decidió raptar a Perséfone, diosa del Inframundo, para casarse con ella.

Independientemente de que conozcamos el hecho histórico que recrea esta leyenda (el pleito entre dos pueblos adoradores de caballos y excelentes arqueros, en la disputa por dominar las montañas griegas), la pelea fue minimizada por los moralistas para convertirla en un pasaje que pretende evidenciar la nimiedad de los pleitos juveniles de quienes se embrutecen con el embriagante. Ellos olvidan que las agresiones también existen, y peores, entre los beodos mayorcitos.

Por obvias razones es inevitable que durante la juventud nos asalte la primera experiencia tremebunda con cualquiera de las variantes del alcohol. Yo repaso en la memoria que, entrado a los 16, un primo y yo realizamos una travesía a bordo de un descomunal vocho blanco, alrededor de la Costa Alegre. Sólo llevábamos algunos cambios de ropa y una dotación generosa de cervezas. El viaje fue fascinante para mí y, a su modo, equivale al rito de iniciación espiritual que los japoneses imponen a sus jóvenes a la entrada de la edad adulta: el trayecto en bicicleta de Kyoto a Tokio, o viceversa, que simboliza un viaje místico.

Mi camino comenzó en las playas de Tenacatita pero el final del viaje fue esplendoroso. Luego de recorrer la costa llegamos a uno de los poquísimo viñedos de México, en Zacatecas, donde la familia de la novia de mi primo siembra las parras de su vino, de la marca Cacholá. Ahí pude observar los soberbios viñedos de french colombard, chenin blanc y ruby cabernet, con las que preparan un dulce caldo afrutado, de aroma suave (quizá un poco lánguido) y agradable al paladar. Pero debo asociar la imagen de los verdes lampos sobre la tierra roja, el final de la travesía iniciática mar afuera, y una degustación prematura del arte del vino, con una confusión mayor luego de paladear la copa de Cacholá, cuando Cristina, de recuerdo en oro y sepia, fundió el mosto de su boca con una ligera escisión en mis labios. El beso es una variante de la mordida, diría Amado Nervo.

Sólo en un lugar como en el Paraíso pudo germinar por primera vez la vid. No en la América del palta y el jitomate, ni en la Europa de las aceitunas y los olivos, sino en el litoral bañado por el Tigris y el Eufrates, donde asegura el Génesis bíblico se asentó por vez primera el Jardín del Edén. Desde entonces sabemos que todo Paraíso es un delta húmedo. En el tercer día, “Dijo Dios: ‘Prodúzcase la tierra, pasto y hierbas que den semilla y árboles frutales que den sobre la tierra fruta con su semilla adentro’. Y así fue. La tierra produjo pasto y hierbas que dan semilla y árboles frutales que dan fruto con su semilla adentro según la especie de cada uno. Y vio Dios que esto era bueno.” (Gn, 1: 11-13)

Cuando Dios creó la fauna debió surgir la vid que pobló la tierra hasta el tiempo del Diluvio universal, cuando el agua lo consumió todo. Pero después de aquella inundación, la vid volvió a germinar probablemente con la ayuda de Noé, un antiguo rey mesopotámico (en otras tradiciones aparece con los nombres de Xisutrhos, Atrahasis y Utanapistim) que debió extender el cultivo de los viñedos.
Él y las parras (entre otras especies) sobrevivieron por gracia divina a la tempestad, y en los primeros días de la restitución de la tierra se embriagó con el jugo de su cultivo. Así debió de labrarse el primer vino, unos 5 mil años antes del nacimiento del Rey Jesús. Al menos así parece aseverarlo Moisés, el hipotético autor del Génesis y del Deuteronomio, en el que exclama en un bellísimo cántico, memorando al linaje de Noé:

Sólo Yahvé lo guiaba,
no estaba con él ningún dios ajeno.
Lo hizo subir por las alturas de la tierra,
lo alimentó con frutos del campo,
le dio a gustar la miel de una peña
que sale como aceite del hueco de una roca.
Les dio la crema de la vaca y la leche de las ovejas,
con la flor de los granos de trigo
y por bebida, el jugo fermentado de la uva. (Dt, 32, 12:14)

Pero en realidad fue Isaac, descendiente de Noé, mucho antes de Moisés, el primer poeta en realizar una composición donde el mosto es, al mismo tiempo, apoteosis y bendición (por la coronación del príncipe Jacob, que lo sucederá y quien suplantó a Esaú). Por su belleza elemental me permito una trascripción completa:

¡Oh!, el olor de mi hijo
es como el de un campo fértil
que Yavé ha bendecido.
Dios te dé el rocío del cielo
y la fertilidad de la tierra,
y abundancia y trigo y mostos.
Que te sirvan pueblos y naciones
y se inclinen ante ti.
Sé el señor de tus hermanos;
que los hijos de tu madre
se inclinen ante ti.
Sea maldito quien te maldiga
y bendito quien te bendiga. (Gn, 27:28)

Mientras la viña se consolidaba como un producto sagrado en el mundo judeocristiano, otro rey, asociado con el Dios Dionisio o Baco, desarrolló la industria temprana de la parra en Occidente. De acuerdo a la versión del genial mitólogo Robert Graves, “la clave principal de la historia mística de Dionisio es la difusión del culto de la vid por Europa, Asia y el norte de África (…). El triunfo de Dionisio consistió en que el vino acabó sustituyendo en todas partes a las demás bebidas alcohólicas”.

¿Cuáles otras? La ambrosía, un bebedizo primitivo, el alimento sagrado de los dioses y la causante del trance de las ménades (las mujeres que en sus rituales orgiásticos desmembraban a los sacrificados), que derivaría en aguamiel y en cerveza; además del ícor, que después sería el licor, un líquido que se extraía de la sangre misma de los dioses. Según Graves, la vid era el décimo árbol del sagrado año del árbol y le correspondía el mes de septiembre, cuando tenía lugar la fiesta de la vendimia.

Sin duda, este otro pasaje, Dionisio entregando el vino a los hombres, es el más representativo en la tradición de la excitación vinícola y ha sido registrado por numerosos poetas, desde la antigüedad hasta nuestros tiempos. Este episodio es exactamente opuesto al que refiere a Prometeo entregando el fuego (que simboliza el poder) a los hombres. Por el contrario, el padre Dionisio prefirió para los seres humanos una bebida espirituosa con la fermentación de la vid, que otorga una altísima sensación liberadora y que, sin embargo, es capaz de perder a la insensatez.

Fue Nono de Panópolis (oriundo de la misma región donde se adoraba al dios Pan, otro acompañante en los rituales báquicos) en el siglo IV después de Cristo, quien en su libro Dionisiacas teje con finas hebras el discurso de cómo Dioniosio enseñó a los sátiros la elaboración del vino: arrancan las uvas, las llevan en cóncavos canastos al lagar de piedra, y allí proceden a exprimirlas con los pies y a beber de múltiples formas, entre ellas sirviéndose de un cuerno. A continuación se entregan a un delirio báquico y, dominados por el vino, se lanzan en pos de ninfas, ansiosos de unirse a ellas.

Unos 800 años antes del nacimiento de Jesucristo, otro inigualable poeta, el profeta Isaías, escribió un cántico más en honor a la viña, en la que la compara con el pueblo de Israel oprimido por Egipto y Babilonia. La hermosa viña de la sociedad israelita debía liberarse de sus tiranos a menos que se preparara a soportar la ira de Dios en la cólera de sus enemigos. Claro que el poema está más cercano a una arenga para el espíritu de los judíos que una epifanía sobre la vid, pero estas escrituras demuestran la veneración que ellos sentían hacia esta planta, ya considerada como sagrada, en especial para los judíos y, a través de ellos, para los griegos. Además, la exaltación espiritual es una constante en las comparaciones poéticas del vino, lo que hace a la alocución de Isaías una sorprendente traslación espiritual entre el sentido del símbolo (la uva) y la función que habría de ejercer en el destinatario (el pueblo de Israel).

Probablemente este mismo discurso, que relaciona la idea de libertad eufórica con el culto a la viña, fue el indicio para establecer estatutos de prohibición que poco a poco, con el paso del tiempo, se le impuso, aunque moderadamente, al consumo del vino. Así, por ejemplo, en Proverbios, del siglo II antes de Cristo, se puede leer la siguiente sentencia: “En el vino hay vulgaridad y en la bebida atrevimiento; el que se pierde en él no llegará a ser sabio” (Pr, 20: 1).

De regreso al “Canto XIII” de las Dionisiacas de Nono de Panópolis, después de su lectura se puede argüir que la implantación del vino como una industria ya fortalecida, se consolidó desde el siglo III después de Cristo. Para el establecimiento de la industria del viñedo, también se debe considerar la difusión de los evangelios del Nuevo Testamento en los que aparece la obligatoriedad de ingerir vino durante el ritual que enseñó Jesucristo a los hombres. De hecho, por este simbolismo, en el que un hombre prepara una doctrina con fundamento en la ingerencia del jugo de la parra asimilada como sangre, previo a su ingreso al Infierno y su posterior resurrección, Jesús es considerado una versión moderna del Dionisio Zagreo oriental.

Nono de Panópolis se ocupa de otras fuentes para escribir su poema, desde la observación vasijas y grifos mesopotámicos hasta los poemas de Nemesiano, Apolodro, Ovidio y Silio Itálico (quien también canta a la vendimia), en los que se recrean el pasaje de Dionisio enseñando el cultivo de la uva a los sátiros. La nueva asociación entre vid y comercio nos demuestra que la cosecha de viñedos destinados al negocio comenzó desde unos cincuenta años antes de la llegada de Cristo, cuando Horacio ya escribía en sus perfectas Odas:

No plantes, Varo, ningún árbol
antes que la sacra vid,
en torno a los muros de Catilo
y en los campos fértiles de Tíbur.
Pues el dios envía a los abstemios
de una pena a otra sin descanso:
no hay otro modo de poner en fuga
la inquietud que el ánimo corroe.
¿Quién recuerda cuando bebe la pobreza
o el rigor de la vida militar?
¿Quién no prefiere, padre Baco,
hablar de ti y de la graciosa Venus?
Pero que nadie olvide la mesura
cuando Líber lo obsequia con sus dones,
como enseñan lapitas y centauros
en la boda ensangrentada por el vino.

En su forma moderna, el vino apareció alrededor del año 70, al menos así se puede inferir con la lectura de Lucius Junius Moderatus Columela, de quien tenemos el primer vestigio completo de una receta para preparar vino, escrito en su obra “Los trabajos del campo”, que recientemente se reprodujo en una edición de la revista británica Archeologia. Gracias a la pericia del enólogo Abbot, a partir de esta fórmula se elaboró un buen mulsum, un vino especiado de 12 grados.

“In vino veritas” puso Platón en boca del poeta ebrio Alcibíades, en la sección del “Banquete” (dedicado al amor y sus placeres) de sus célebres Diálogos. “En el vino, la verdad” se ha dicho para confirmar que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad, porque en aquel pasaje platónico, luego de sesudas dilucidaciones sobre la naturaleza del deseo, Alcibíades, sonrojado por el vino, propuso un receso al convite para dedicarse al placer y no al conocimiento.

El vino también es arma de doble filo, pistola cargada en la ruleta rusa de ciertos festejos. Recuerdo que en las andanzas por el inframundo de los barrios bajos del DF, un amigo que hacía las veces de Virgilio en Tepito, donde sobrevivió la infancia, y que lleva el nombre providencial de Salvador, me condujo por algunos callejones para que percibiera “la atmósfera” del lugar. Un grupo de borrachos asentaban sus reales en una esquina. Al lugar se le conocía como Los Escuadrones de la Muerte.

Abandonados por completo de la vida, ellos se autodestruían -como el personaje de Nicolas Cage en Adiós a Las Vegas– dedicados al consumo, consumados, del alcohol sin que nadie pudiera detenerlos, bajo ninguna circunstancia. Si alguien intentaba podía ser asesinado por los mismos compañeros del brindis mortuorio. Tiempo después, algo de esta imagen de dolor interno me dictó el siguiente poema:

Bebo aguardiente

No hay amigo mejor que a solas te acompaña
a luchar
contra uno mismo

No hay mejor destilado
sino este que mana
veneno en nuestro pecho

Que uno prueba sorbos
como quien bebe fuego
y mira en el fondo del vaso
su reflejo.

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