Más fe que poesía

 Cruz

En esta ocasión Mijail Lamas nos entrega una breve reflexión en torno a la poesía religiosa de Manuel Ponce a propósito de la reedición de su Antología poética de 1980.

 

MÁS FE QUE POESÍA

 

 

Si una de las funciones ideales de la crítica es enseñarnos qué leer y cómo, la reedición de una obra literaria se erige, entonces, como un acto crítico, ya que plantea que la obra reeditada puede presentársenos como un modelo a seguir o podrá proveer aquello que en la literatura contemporánea no se encuentra. A su vez, la reedición de un libro plantea la actualización de los juicios que sobre él se hayan elaborado.

      Ambas posibilidades nos ofrece la coyuntura de esta edición de la Antología poética (FCE, México, 2008; colección Poesía) del sacerdote Manuel Ponce (1913-1994), preparada por Gabriel Zaid y originalmente publicada en 1980 por el mismo sello. Esta edición moderna de la ya conocida selección, nos da la oportunidad de leer una poesía de temática religiosa —al lado de alguna reelaboración de los mitos griegos—, construida a partir de combinaciones métricas y estróficas de la versificación clásica que el grueso de los poetas contemporáneos no suelen visitar de manera frecuente. Asimismo, en la poesía de Manuel Ponce asistimos a una búsqueda experimental dentro de estos mismos patrones de conocida rigidez.

      Ponce busca enriquecer la uniformidad melódica del poema de versos clásicos mediante combinaciones acentuales (el uso del endecasílabo dactílico, los versos en terminación aguda, etcétera) y, en algunas ocasiones, con la no uniformidad métrica, pero sí de rima, en estrofas como el soneto y la octava real; sin embargo, a causa de esta búsqueda, es común que el autor no logre proveer una delicada cadencia a su verso, tornándolo ríspido.

      No es el caso de la “Fábula de Eurídice y Orfeo”, en la que encuentro una musicalidad más sostenida, por clásica. El poema está elaborado con el modelo estrófico de la octava real, pero también se encuentran aquí una combinación de endecasílabos y heptasílabos, lo que da pie a una musicalidad que recuerda a la lira, por ejemplo:

 

“Oye, pastor de ovejas espumosas,

que apacientas el cándido rebaño

sobre el movible paño

de prados y colinas ondulosas,

donde una vez las rosas

de Venus fueron cráteres de estaño

de cuya dulce lava  

bebió el mar y la tierra se hizo esclava”.

 

Con esta actualización del mito órfico se aleja Ponce de su temática religiosa; sin embargo, este ejercicio no tiene el mismo vigor lírico que las reelaboraciones hechas a partir del mito de Narciso que hicieran anteriormente los poetas de Contemporáneos (Gorostiza, Cuesta y Ortiz de Montellano, esencialmente).

      Entre las figuras más identificables en la obra del religioso michoacano, encontramos la aliteración y algún uso de la asonancia, figuras muy utilizadas por escritores de vanguardia, pero que Ponce toma de primera mano de San Juan de la Cruz: “…queda la sola soledad serena”, “El mar aquel ¡qué cónclave de espumas!”. Reflexiona Zaid sobre este último verso:

 

“Y en este caso no es una aliteración bonita por sí misma, separable como el ‘no sé qué que quedan balbuciendo’ de San Juan de la Cruz o el ‘a qué quejarse de qué’ de Pedro Garfias. Es una aliteración que opera dentro de un conjunto de efectos más amplio: la pausa sintáctica introducida por la admiración, el aumento de intensidad, la concentración de oclusivas (q, q, c, c, d, p), la dificultad de pronunciar la aliteración, se suman para el efecto de una lentitud admirativa que aumenta de tensión y que estalla, como una ola”.

 

Al final, incluso después de esta emocionada y sugestiva interpretación, lo que persiste es la sensación de dificultad y lo áspero de su melodía.

      En Ciclo de Vírgenes (1940) Ponce muestra el alma en estado de inocencia e inviolabilidad, pero tomando sustancia, un poco tenue todavía, pues sus vírgenes vaporosas serán convertidas en muchachas de carne y hueso, corruptibles y de rasgos eminentemente lúbricos: “Las vírgenes sin esclavinas / llevan contornos de fluidos / galvanizada sombra”, “¡Miradla! / La miraban. Un solo guiño / de los oscuros lobos / le despojó el vestido”. En este y otros ejemplos del trabajo poético de Ponce la elaboración del tema místico no deja de aparecer con sus siempre contradictorias tonalidades de sensualidad. Pero estos poemas apenas lograrán elevarse un poco por encima de las expectativas del lector, para después revelarse como un intento tímido, si se le opone la fuerza expresiva de la “Virgen suicida” de un Alí Chumacero en plenas facultades poéticas:

 

“Ni sombra hacía sobre el mal su cuerpo

acaso porque, yerta en esplendor  

de súbito desastre, del sonido

pasaba a la evidencia de la espuma”.

 

Cierto que el poema de Chumacero es posterior, lo que puede significar que la pauta sugerida por la poesía de Ponce habría dado lugar a un camino más fecundo.

      Afirma Gabriel Zaid que En misterios para cantar bajo los álamos (1947), Ponce halla “una poderosa combinación de eficacia artística y autenticidad religiosa”. En este libro se presentan los “Misterios”, breves poemas seguidos por sus posteriores variaciones. Particularmente prefiero las primeras, cándidas y musicales quintillas. Considero que las variantes sucesivas y su construcción orientalizada implican un arduo ejercicio de síntesis, que no logra, con todo, expresar de manera efectiva el complejo tema de la divinidad y sus misterios más elevados o terribles. Sin embargo, hay momentos felices en dicha investigación:

 

“No está lejano el día

en que me siembren surcos de claveles”.

 

Hay también en estas variaciones una incorporación de vocablos que quieren denotar modernidad, palabras como telegrama, aviones, jazz-band, etcétera, que en una lectura actual lucen avejentadas.

      La poesía de Manuel Ponce anda tras las afinidades de Dios y mientras lo hace eleva una construcción a veces sólida, que quiere plasmar lo fugaz del contacto místico, contacto que será producto de la reflexión e introspección intelectual a través de la que se realiza un diálogo con Dios y que se contrapone a la irreflexibilidad del arrobamiento místico; en este sentido, la poesía de Ponce resulta mucho más calculada y desapasionada.

      Al final parecería que la obra poética de Manuel Ponce logra ubicarse dentro de nuestra tradición más por su filiación católica que por su calidad poética, aunque es indiscutible que su poesía sobresale de la escrita por otros sacerdotes de su tiempo. Pero si nos aventuráramos a un análisis comparativo, prerrogativa no injusta del crítico, podríamos descubrir, sin mucho esfuerzo, que la gran poesía de temática religiosa del siglo XX mexicano –exceptuando, tal vez, al padre Alfredo R. Placencia al que identificamos más con el siglo XIX- está en los versos de poetas laicos como Ramón López Velarde y Carlos Pellicer.

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