Notas para una relectura de la poesía mexicana. Un diálogo.

Alí Calderón y Álvaro Solís

Presento hoy un diálogo sobre la poesía mexicana que mantuve con el poeta Álvaro Solís en la revista chilena Trilce, dirigida por Omar Lara.

 

Alí Calderón: Considerando que hay tradiciones literarias en donde la figura de algún poeta central es una especie de gran árbol cuya sombra “impide” o “dificulta” el crecimiento de poetas emergentes (pienso en Neruda y Chile, en Vallejo y Perú) ¿cómo crees que “sufre” la poesía mexicana a Octavio Paz?

Álvaro Solís: Ante la figura tan dominante que en vida y aún hoy es Paz, creo que “la poesía mexicana” experimentó una especie de liberación. Los reflectores poéticos del mundo apuntaban a Paz. Muy pocos notaban la presencia de otros poetas también importantes para nuestra tradición como es el caso de Eduardo Lizalde, Jaime Sabines, que a pesar de ser muy reconocido en nuestro país, no lo es tanto más allá de nuestras fronteras. Es el caso también de Rubén Bonifaz Nuño. Son poetas tan buenos como Paz y que ahora están siendo revalorados y proyectados hacia otros países. Sin duda, la proyección que la figura de Paz dio no sólo a la poesía sino a la literatura en general es algo que le debemos todos los que incursionamos en el mundo de la escritura. Ahora faltaría completar el mosaico de una tradición poética tan importante, para la lengua como es la mexicana.

 

AC: He pensado que, precisamente, estos son los dos puntos centrales de la discusión actual sobre poesía en México: el valor de Octavio Paz en nuestra historia literaria y la reconstrucción crítica de nuestra tradición poética. Me explico. Por un lado, Octavio Paz, su quehacer, su magisterio cultural, establece una suerte de paralelo con el sistema político mexicano durante el siglo XX. En México tuvimos un partido de estado, una dictadura blanda, dirían algunos. Todo estaba controlado por el PRI (Partido Revolucionario Institucional). Se trataba de una organización absolutamente corrupta que penetró en todos los órdenes de la cultura. En la poesía, Octavio Paz fue una especie de tirano. Dominó todo el panorama lírico. Quiero decir, impuso sus visiones, favoreció a sus cercanos. Dictó justicia y dictó canon. Era una especie de Capo de la mafia. En ambos campos, la democracia no existió. En ambos casos la imposición y la muestra de músculo dominaron. Esto, por supuesto, tiene consecuencias en nuestra percepción de la poesía. En 1966, Paz publica junto a José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y Alí Chumacero, Poesía en movimiento, una antología que introdujo en México un nuevo canon, el de la experimentación, el de la ruptura. A partir de entonces, lo innovador, lo experimental, “lo vanguardista”, fue emparentado con “la calidad”. Aunque podemos advertir a todas luces que esta correspondencia no tiene fundamento alguno. El problema radicó en que este canon degeneró en una valoración de lo literario. Valoración que aún hoy es muy poderosa en México. Incluso, he venido sosteniendo que es debido a esto que en el país se ha falseado el gusto. Hay escritores, cercanos al grupo de Paz, que han creado clientelas y que, bajo estos presupuestos pretendidamente vanguardistas se han apropiado del sistema cultural y sus privilegios (acceso a becas, premios, publicación en editoriales de prestigio). Por ello, pienso que es urgente para la poesía mexicana releer y repensar su tradición. Crear métodos de valoración que puedan ofrecernos una imagen de lo que llamamos “poesía mexicana”, una imagen estetizante y no sociologizante.

AS: Es cierto. Hay grupos que ocupan lugares de privilegio dentro del sistema cultural en nuestro país. También es cierto que se han abierto nuevos espacios que ofrecen nuevas posibilidades para el desarrollo de los que nos dedicamos a la escritura. Pienso en la Fundación para las Letras Mexicanas que ha venido a ocupar el lugar que dejó vacante el Centro Mexicano de Escritores, que junto con las Becas del FONCA, ofrecen espacios para el desarrollo de diferentes tipos de proyectos, las becas de los estados, los numerosos premios. Es decir, México es uno de los lugares de privilegio en este sentido. Hace algunos meses, comentaba con la poeta italiana Silvia Favaretto acerca de todas las posibilidades que hay en México para alguien que ha decidido dedicarse a la escritura. Ella se asombraba, pues viviendo en un país del “primer mundo” y con una tradición literaria enorme, como es la italiana, no encontraba allá algo semejante a la situación cultural en nuestro país. En la cuestión editorial, este avance no ha sido equitativo. Salvo en el Fondo Editorial Tierra Adentro, es muy difícil publicar en editoriales de prestigio, pues para ello hace falta alguna recomendación. Ese aspecto de la vida literaria mexicana es en donde quizá se siente más la influencia de ciertos grupos que se han apoderado de ciertos espacios. Aunado a todo esto, me parece que el marcado centralismo que hay en nuestro país es dañino para la vida cultural de los que decidimos vivir en provincia. Si en la Ciudad de México es difícil colocar algún libro en una editorial de prestigio, hacerlo desde la provincia es, naturalmente, mucho más difícil. Entonces habría que buscar nuevos mecanismos que reviertan, de alguna manera, el centralismo para poder acceder a las mismas oportunidades, literariamente hablando, que los que viven en la capital del país.

AC: Claro, estoy de acuerdo. Una democratización de los espacios fundada en la calidad del trabajo y no en la adscripción a una clientela. Y tienes razón, México, heredero de algún modo del estado de bienestar, tiene un aparato cultural bondadoso. Quizá ese sea el problema de la poesía mexicana actual. En torno a un poema se mueve dinero. Hay dinero en los más de cincuenta premios literarios del país, dinero que va de los 500 dólares a los 25, 000. Hay dinero en las distintas becas, para jóvenes y para creadores con trayectoria. Es decir, en la poesía mexicana no sólo se mueven poemas sino dinero y prestigio. Por eso se trata de un círculo vicioso. En México todo está empañado por el vaho de la corrupción: el otorgamiento de un premio o una beca por ejemplo. Esto permite la creación de clientelas, de grupos literarios que se favorecen. Por ello, pienso que es de capital importancia crear vehículos de valoración. Vehículos críticos. Decía hace un momento que uno de los criterios más fuertes es el de la “ruptura”, la experimentación. Es casi irónico que en 42 años no hayamos podido crear nuevos criterios, más sólidos, de mayor validez o incluso honestidad. Se dice que la tradición hispánica no es sólida desde el punto de vista crítico porque tuvimos un muy intrascendente siglo XVIII. Creo que es momento de pensar críticamente el pasado y también el presente. Preguntarnos lo básico. ¿A qué poetas admiramos? ¿Por qué lo hacemos? ¿De veras la poesía experimental nos explica? ¿El criterio de ruptura da cuenta de la sensibilidad de nuestro tiempo? Los preceptos de la vanguardia ¿siguen siendo válidos? ¿Están trasnochados? A la par, considerar siempre que tras la aparición de un poemario, tras una reseña, tras la obtención de un premio se esconde un tejido de relaciones sociales. No hay que olvidar esto. Y te extiendo la pregunta. ¿Qué fragmento de la tradición lírica reconoces como tuyo?

AS: Para no extendernos, te comento en torno a la tradición que floreció en el siglo pasado. Comienzo naturalmente con Ramón López Velarde. Este poeta que de manera tan trágica, truncó una de las carreras literarias más trascendentales para la poesía no sólo de nuestro país, sino del ámbito de la lengua. Pienso en los contemporáneos. Xavier Villaurrutia es un poeta que tomó de otras tradiciones mucho de lo que desarrolló en su poesía, todo matizado por el tema que lo obsesionó siempre: la muerte. Uno de los temas “mexicanos” por naturaleza. Tenemos a José Gorostisa, un poeta que si bien escribió poco, todo lo que publicó es de una calidad superior. Carlos Pellicer, tabasqueño también, que no sólo valoramos por su propia obra, sino por su magisterio. Fue maestro de varios escritores, uno de ellos, Jaime Sabines. Éste quizá, el poeta más popular en de nuestro país, mucho más popular incluso que Octavio Paz. La gente aún ahora, después de varios años de su muerte, sigue recitando sus poemas de memoria, algo que por desgracia se ha perdido. Aquella relación del lector con la poesía parece alejarse del horizonte. La poesía parece más una labor que tiene que ver más con las ideas que con la expresión de una emoción. Pienso también en José Carlos Becerra, nuestro poeta siempre joven, que dejó uno de los libros más trascedentes y renovadores para nuestra tradición: Relación de los hechos. Alí Chumacero es también un poeta que reconozco con una fuerte presencia no sólo en el ámbito de la escritura, sino en el de la vida editorial de nuestro país. Por supuesto, don Rubén Bonifaz Nuño, y todo el desarrollo de lo “mexicano” no sólo en las tematizaciones que motivan sus poemas, sino en el uso del lenguaje. Su obra es el fruto de la asimilación de las culturas clásicas de occidente y lo más íntimo de nuestra naturaleza. Fuego de pobres y Albur de amor son obras donde se refleja con claridad. Esto también está presente en la figura del héroe, pero no elevada a algo propio de divinidades, sino que humanizada. Para él, el héroe es el hombre común, el que sale todas las mañanas a su trabajo el que se enamora y sobre todo, el que sufre. Eduardo Lizalde es un poeta con una enorme potencia verbal. Sus temas tan duros, adscritos también a la tradición occidental de la poesía, encuentran en sus libros la maestría. Quizá su libro más importante sea El tigre en la casa, publicado por la Universidad de Guanajuato. Y bueno, después vienen generaciones tan importantes como la de los 40 y 50.

AC: Me parece importante recordar dos aspectos de lo que podemos llamar Poesía mexicana. Ramón López Velarde, como decías, uno de nuestros mayores poetas, creía en la poesía de la pasión, en las palabras que nacen de la combustión de los huesos; poesía que busca el estremecimiento. Por otro lado, Pedro Henríquez Ureña pensaba que lo mexicano estaba tocado por el tono otoñal o la melancolía. Creo que estos son senderos importantes por los que ha transitado nuestra lírica. Al margen de eso, recuerdo y tengo muy presentes las palabras del maravilloso poeta cubano Waldo Leyva al referirse a la poesía de México: siempre preocupada por encontrar la palabra precisa. Entonces, creo que esta es la tríada que da personalidad a nuestra poesía: Pasión-melancolía-delicadeza de expresión. Nuestro modernismo estuvo tocado por esta delicadeza, por esta precisión. Pienso, por ejemplo, en Luis G. Urbina. La pasión, por otro lado, explotada por el mismo López Velarde, por Novo en Nuevo amor, por monstruos como Sabines, Lizalde o Bonifaz. Y por el propio Octavio Paz en los que reconozco como sus mejores momentos: Semillas para un himno y La estación violenta. Estos registros se han consumado o asentado en las generaciones recientes. México estudia las generaciones de poetas no por la década en que comenzaron a publicar sino por la década de su nacimiento. Los poetas nacidos en los años cuarenta son importantes en nuestro presente poético. Francisco Hernández y su intensidad, José Vicente Anaya y su poesía vertiginosa del delirio y la fragmentación, Marco Antonio Campos y su registro cultista y apolíneo o el propio David Huerta, favorito de Paz en su juventud; un poeta simbólicamente poderoso en nuestro país. Su Mejor poesía fue la que se alejó del neobarroco y creyó en la pasión. Los años cincuenta, por otro lado, nos entregan a la que considero la mejor generación de poetas del siglo. José Luis Rivas y Efraín Bartolomé, quizá dos de los mejores poetas de nuestro tiempo. Héctor Carreto y su poesía irónica, Eduardo Langagne y la meditación poética, Mario Calderón con una poesía como modo de conocimiento, que reflexiona en torno a la estructura de la realidad, Arturo Trejo y su poesía amorosa, José Javier Villarreal y su poesía narrativa. Con todo esto quiero decir que esta generación nos ofrece gran cantidad de registros, algunos muy valiosos. De los poetas nacidos en los sesenta, por ejemplo, ¿quiénes te gustan?

AS: Llama la atención el hecho de cómo se configuran las generaciones de poesía en México que, como ya decías, no es por el año en que se publica el primer libro, sino por el año en que se nace. Si fuera por el año en que se publica el primer libro, como es en la mayoría de los países, Lizalde y Bonifaz, por ejemplo, pertenecerían a la misma generación, pues ambos publican su primer libro en esa década. Bonifaz Nuño publica Imágenes en 1953 en el Fondo de Cultura Económica y Eduardo Lizalde publica La mala hora en la editorial Los presentes, dirigida por el exquisito editor Juan José Arreola. En fin. La generación de los 60, ha sido antologada por Juan Carlos H. Vera. El número de integrantes de esta generación es numerosa pero resalto algunos nombres como Mario Bojórquez, que ha escrito dos libros fundamentales para el nuevo panorama de la poesía en nuestro país: El Diván de Mouraria y El Deseo postergado, libro con el que obtuvo en el 2007 el Premio de poesía Aguascalites, el máximo reconocimiento al que puede aspirar un poeta en México. Jorge Fernández Granados, un poeta con un perfil ya definido. Los hábitos de la ceniza es su libro más celebrado por la crítica. El leguaje en sus poemas es coloquial, con tendencia narrativa. Emplea, asimismo, un buen número de personajes. Creo que es un poeta emparentado fuertemente con Jaime Sabines en el sentido del uso del lenguaje. Deriva éste del habla cotidiana. María Baranda es una poeta que utiliza el lenguaje perfectamente decantado, de carácter narrativo. Sus poemas han recibido la influencia de la poesía de lengua inglesa, señalada desde el título de uno de sus libros más importantes, Dylan y las Ballenas. Jeremías Marquines es un poeta importante de esta generación que por desgracia no ha tenido la proyección que merece su poesía. Ha ganado innumerables premios, pero aún así no ha podido ingresar al “selecto grupo de poetas” que publican en las editoriales importantes. Sus libros casi son rarezas Otro autor que ha atraído la mirada de la crítica no sólo en nuestro país es José Eugenio Sánchez. El rasgo fundamental de sus poesía es el humorismo además de una fuerte carga narrativa ¿Te parece si te ocupas de la generación de los 70 y 80 que constituyen hoy por hoy la cara más joven de nuestra poesía?

AC: La poesía mexicana de los años noventa del siglo pasado estuvo dominada por dos tendencias estéticas que se convirtieron, a la postre, en un grupo de control político. Me refiero a la llamada prosa de Guadalajara, poesía cultista, de buen manejo del lenguaje, exquisita; y a la poesía de lo que se conoce en México como “vanguardia trasnochada” impulsada por Eduardo Milán. En torno a estas tendencias creció un grupo de escritores que dominó la escena durante los siguientes años. Quizá, fue en 2004 cuando estos puntos de vista centrales comienzan a diluirse. Se comienza a cuestionar la calidad de estas tendencias y se abre el abanico a nuevas posibilidades expresivas. En este proceso de renovación y democratización es muy importante la figura de Mario Bojórquez (1968), quizá el poeta más vital de nuestro presente poético. Junto a él, otros poetas, otras voces comenzaron a ganar un reconocimiento cada vez mayor: Roxana Elvridge-Thomas (1964), Rogelio Guedea (1974), Jair Cortés (1977). Se trata de poetas que han ejercido la crítica literaria y que han cuestionado a los grupos literarios que fundaron su prestigio en la proximidad al poder y a la asignación de los recursos institucionales. Creo que los poetas nacidos en los años setenta son jóvenes aún pero ya nos han entregado muestras de su capacidad. Rogelio Guedea es un poeta que trabaja distintos registros pero cuya poesía amorosa es muy atractiva. Balam Rodrigo (1974) es un poeta que ha hecho del neologismo toda una forma de expresión. Es un poeta de sensibilidad barroca. Un poeta emotivo que vale la pena leer. Lo mismo sucede con Jair Cortés, poeta de decir vertiginoso y fragmentario. Un poeta que penetra en las sensaciones humanas, un poeta que explora el dolor. Dos son los poetas que me parecen remarcables dentro de la última promoción, los años ochenta. En primer lugar Ivan Cruz (1980), un poeta clásico, epigramista. Un poeta agudo, un poeta social. En segundo término, Carlos Ramírez Vuelvas, un río de poesía, emotivo, intenso, profuso. Es difícil hacer un recuento de poetas. Me queda claro que nombramos sólo algunos de los más interesantes. Al margen quedan, por supuesto, poetas cuyo prestigio no en todos los casos coincide con la calidad de sus obras. Esa es precisamente la labor de las nuevas generaciones de poetas y de críticos: valorar con justicia, con honestidad y con herramientas cada vez más sólidas nuestra poesía.

AS: Sin duda. Quiero señalar un rasgo que llama la atención en cuanto a los poetas de las nuevas generaciones, el hecho de llevar paralelamente el ejercicio de la escritura junto a la vida académica. Si bien, no existe propiamente una universidad donde alguien pueda “aprender a ser poeta”, el conocimiento de los mecanismos de interpretación literaria son sin duda valiosísimos para la comprensión del propio quehacer.

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