Un cuento de… Manuel R. Montes

Manuel R. Montes

A continuación presentamos un cuento de Manuel R. Montes (Zacatecas, 1981). Ha escrito las novelas Infinita sangre bajo nuestros túneles (Premio Nacional “Juan Rulfo” para Primera Novela 2007) y Llanto de Lisboa (Premio Nacional de Narrativa Joven “Salvador Gallardo Dávalos” 2009). Escribió el libro de relatos Loquios en el Fondo Editorial Tierra Adentro.

 

Kiosco

 

a Jair Cortés

 

Hoy, peleará.                                  

     A qué hora incalculable, con quién, persuadido por cuáles ofensas. Dónde… Yo no lo sabría si me lo preguntara. (No, no me lo preguntará porque no presiente aún el advenimiento del reto, lo cercano del puño sin misericordia que habrá de conjurar su cobardía, su iniciación en los meandros de lo brutal.)

     Sé, dolorosamente, que hoy va a pelear.

     O quizá peleará otro día, mañana, la semana próxima. O nunca. Pero no, todo aplazamiento es imposible y la Pelea se manifiesta temprano que tarde, como espectro invencible que concita en la sangre un alud de anguilas despavoridas. Sé, con angustia y rabia y con alborozo infanticida, que va a pelear y que no podré alterar nada ni debería nadie interponerse para impedir que lo provoquen, para evitar que su piel incube simultáneas a millones de insaciables hormigas en los poros, erupciones eléctricas meciéndolo, roble joven al que achispan los filos dentales de una tormenta que persistirá en rugir hasta incendiarlo.

 

(Pelearás. Lo sé porque no deseas pelear y porque no tendrás las agallas para enfrentarte. Lo sé porque no te presentarás a los citatorios capitales y postergarás con algo de poca astucia el principio del desenlace nunca prefijado en el que la mano enemiga y exacta te atajará con cálculo y surtirá los efectos sorpresivos de su intimidación, emergiendo de los ópalos secretos de un atajo por el cual hasta entonces no cruzaste y por el que todos han cruzado alguna vez y entre cuyos muros no ha incumplido jamás el que aguarda… Lo sé porque no lo sé, porque ignoro para qué tendrías que pelear, para qué y pelear de cualquier manera, irremediablemente.)

    

Aquellos que han peleado alguna vez saben de lo que hablo: quien es llamado a pelea y no es quien llama, sucumbe. Y a él lo han llamado. No. Todavía no lo llaman. O ha sido él quien convoca y codicia vencer y revertir sus fobias pero no, no, él no lograría consumarse victimario. La proeza se prolongaría lo que una furia renovada demorara en extraviarlo dentro de los otros, infames, inacabables laberintos de la ira. 

      

Hoy peleará.

     El incidente es tan abrumador como inevitable y no puede enunciarse con indolencia ni lástima fútil: hoy peleará y es innecesaria, absurda, la pelea; sin embargo, debe y no debe pelear: dos prisas inciertas le exigen apurar el siniestro y ralentizarlo. Tampoco sé que peleará ni lo sospecho, pero estoy convencido de que peleará como de la más indefectible de las verdades. Y él, sin palidecer ni resentir la inminencia del miedo, me inspira un miedo atroz, como si fuera a pelear contra mí, como si yo fuera a pelear contra mí mismo o él contra sí mismo y me tentara por cada uno de estos duelos hipotéticos la bajeza impersonal de congraciarme con el Oponente.  

 

Sé con desconsuelo y con amor inmensurable y sé que se me juzgaría vil porque sé, con espanto, que peleará; y prefiguro las agrias minucias. Sé que en torno a sus sentidos expuestos a la gravitación del pánico, una estampida de demonios bramando en círculos hará jirones su primer reflejo auténtico y conciente de defensa, y sé que no podrá más que dejarse amotinar, crucificado.

     Me atenacea la esperanza –una esperanza, más bien, hipócrita– de que lo envenene la toxina que destilarán sus venas incontenibles y de que apronte un cabezazo, encaje un codo, una rodilla, pues el eco del arrastre de un íntimo lagarto estrellará el espejo de sus nervios al menor titubeo y sé que la maquinaria rotunda del retador aproximándose lo hará pedazos a cada guiño, aun sin tocarlo.

     No se dará cuenta de que pelea. (Los que han peleado alguna vez habrán de recordar que no recuerdan sino fragmentos inconexos de un colapso que enturbia la totalidad de las especulaciones de la memoria.) No sabrá que el par de brazos suyos obedeciendo un precepto de gimnasia inaprehendida intentarán, torpes, en sus evoluciones lánguidas y natatorias, contrarrestar la desenvoltura predadora, casi panorámica, del pura sangre que lo derrote. Contemplará con la indiferencia y el pavor sumiso de un condenado, desde un silencio a la deriva, desde un silencio, de madera hueca, quemada, sus tácticas improvisadas para esquivar, sus de pronto ágiles tobillos manteniendo un equilibrio parecido al de los tallos del centeno cuando no los arranca una ventisca frenética.

     Se juzgará poderoso y ciego y los códigos de sufrimiento emitidos por el oleaje de brasas dentro de su masa encefálica desaparecerán como hielos inmediatos. No sabrá qué hacer con el furor amargo que le contagien y neutralizará sus apetitos de violencia. Optará por la inmovilidad o la farsa. Fingirá que pelea y se desenvolverá de acuerdo a las expectativas del sicario tenaz y esperará con paciencia y vértigo indisociables a que un último contacto, a que un derramamiento cinematográfico de sangre signen la saña.  

     Y al distinguir, de reojo, a un difuso transeúnte, columbrará con un sentido de captación prodigiosa el momento en el que detenga el paso para consultar su reloj de pulsera mientras, ya derribado, un puntapié en la mandíbula disipe su anhelo de que el desconocido se apreste a compadecerse y dé por terminada, con amenazas elocuentes y aspavientos de filántropo maduro, la férrea golpiza.

     Luego no querrá ponerse de pie, se engañará creyendo que ya no lo soporta y estará convencido a un tiempo de que es capaz de soportar más, en tanto el verdugo decida allanar los límites de su pasiva resistencia. (Quienes han peleado saben que la vocación del cuerpo para el daño es adictiva.)

 

Pero también sé, con absoluta perplejidad y abatido por el reflujo que me aprisiona en el vértigo de las contradicciones, que se levantará vuelto una criatura distinta…

 

…y prefiguro las agrias minucias…

    

…de la hora indefinida…

     (Pelearás a eso de los tres versos de la melodía que musite tu madre en la cocina, justo en el instante en que seque la tersura de sus manos en la punta impecable del delantal, cuando, afeada y pálida, como nunca la imaginarías, interrumpa su arrullo impersonal y contraiga una mueca de disgusto y náusea, al confundir el tufo de un condimento vertido apenas en el guiso con la peste repentina de una muerta rata negra, endurecida bajo los pilotos encendidos de la estufa, o más abajo, yerta y pesada sobre la alfombra de inmundos hollines con que se atavían los insectos.)

 

…del enemigo…

     (Pelearás ante un coloso uniformado, de medidas y proporciones incomprensibles. Menor o mayor que tú. Más fuerte o más débil. Exponencial o miserable. Su estatura irrisoria o monstruosa te velará el retrato de las facciones. Demasiado alto, demasiado diminuto. Nada, nadie. O la totalidad encarnada de la fuerza sin amarras. Un gigante a escala de tus traumas. No sabrás configurar su apariencia luego de la afanosa tortura. Un orgullo metalúrgico, cicatrizando heridas, lo tornará olvidable. Pero él se acordará de ti a perpetuidad. Se acuerda de ti ahora y te abomina. Lo hayas o no descoyuntado. Si lo humillaste al dominarlo: si lo humillaste al permitir que te dominara. Desde la proliferación de sus nidos de venganza o desde las tracciones temperamentales de su arrepentimiento. No acortarán sus ondas de rabia los imanes que fundió para detestarte.)

 

…de la causa…

     (Pelearás porque naciste. Un perseguidor anónimo determinó que tu aire lo asfixiaba como el más irrespirable de los miasmas, que tus desplazamientos a capricho contaminaban su cuarta dimensión, que tus latidos lo aturdían, agudísimos torzones de vaca enferma, hasta desquiciarlo. Porque tu rostro es deslumbrante o grotesco. Tus ojos pardos o lacustres, matutinos. Porque tu voz embravece los ríos de óxido biliar que se le arremolinan en las sienes. Porque pronuncias tu nombre. Porque pronuncias tu nombre cuando, sin tú saberlo, afila sus olfatos y entonces le apeteces. Porque eres repulsivo, deseable. Porque lo ignoras y no cejará en demostrarte que la sombra es una planta mortífera que se retuerce, ávida, si la desdeñas. Porque te ha observado sonreír y tu hilera de frontales semeja el muro que implora desmembrar con sus herramientas instintivas.)

 

…del sitio…

     (Pelearás en la periferia de la soledad, adonde no arriban bienhechores. Un paraje que atestan edificios inhóspitos, perforados, que han de absorber los ecos de tu alarido y de tu llanto elemental en las angustias de requerir auxilio. Desembocará el bullicioso cortejo en un kiosco de cantera ennegrecida al que acudirán decenas de escolares, para vitorear la mutilación. En los baldíos al rojo de una coordenada insalubre que extraviará tu caminata de reo. (Ahí pelearás.) Donde no haya brisa que sofoque los apabullantes zarpazos caniculares. Te atisbará, cenital, la muchedumbre, impregnado de sudores copiosos y convulsiones daltónicas de las que burilan un fulgor conmiserativo en las retinas de toda víctima insalvable… Bajo las sábanas húmedas de tu cama, en tus escondites fallidos y en la guarida secreta que juraste invisible, en el ángulo habitual de tu alcoba, destinado a las lecciones y los escarmientos, en las minuciosas encrucijadas de la pesadilla que no desarticula el tiempo y frente al espejo infiel de la pared, cabizbajo, de espaldas al sempiterno castigador, ahogado, a contracorriente, en los veneros del alma propia que se sabe aborrecida.)

 

*  *  *

 

Conversaremos en el transcurso de ida sobre los novedosos aromas del forro traslúcido de sus cuadernos a rayas, sobre la inútil fastuosidad de las serpentinas multicolores que excretó su lento sacapuntas y sobre el espacio conveniente, geométrico, de su amplia mochila, a la cual compararemos con una lámpara de genio, con un sombrero mágico…

     En el transcurso de vuelta guardaremos silencio… porque sé, anticipadamente sé, con jactancia y malevolencia, afrontando el quebranto de mi costilla paternal inficionada… lo sé y sé que, de no ocurrir lo que pronostico, mi desilusión fulminará el pacifismo vacilante al que me allego en circunstancias críticas… Con resentimiento y acuciosa felicidad, con alevosía y cinismo, espíritu pedagógico y satisfacción indecible… sé que hoy, virginal y huérfano, desventajosamente huérfano, huérfano, huérfano, peleará…

 

 

Datos vitales

Manuel R. Montes (Zacatecas, 1981). Licenciado en Letras por la UAZ. Autor de El inconcluso decaedro y otros relatos (FECAZ, 2003), traducido parcialmente al inglés por Toshiya Kamei; Loquios (FETA, 2008), en proceso de traducción al portugués por Sergio Molina; Infinita sangre bajo nuestros túneles (Premio Nacional “Juan Rulfo” para Primera Novela 2007) y Llanto de Lisboa (Premio Nacional de Narrativa Joven “Salvador Gallardo Dávalos” 2009). Dirigió durante cuatro años La Cabeza del Moro, revista literaria del IZC, y ha publicado prosas narrativas en México, Venezuela, Estados Unidos e Inglaterra. Actualmente cursa la Maestría en Literatura Mexicana en la BUAP y coedita el sitio de narrativa “Portal de Soares”, de la revista Círculo de Poesía.

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