Un cuento futbolero de Reinaldo Marchant

Reinaldo Marchant I

En seguida presentamos, a propósito de los tiempos que vivimos, y ante el excelente juego que ha mostrado la roja, un cuento del narrador chileno Reinaldo Marchant ((Santiago, Chile, 1957). Ha merecido el Premio Internacional Nuevo Cuento Latino, EE.UU., 1985; Premio CMI de Novela, Suiza, 1986; Antonio Pigafetta, 1987; Andrés Bello, 1988, etc.

 

MARSELLESA FUTBOL CLUB

  

               Había que ser guapo para jugar en la Cancha de La Línea, contra los locales, el Marsellesa Fútbol Club. En su corta trayectoria, estaban invictos. Apenas unos cuantos equipos sacaron un empate, a base de sudor y sangre. Sudor por la entrega inhumana. Sangre porque nunca fue fácil disputar un balón con un asesino de verdad, con un ladrón de verdad y un pirómano de verdad. El Marsellesa era una institución atípica, compuesta por delincuentes de reconocido prestigio, que se hacían respetar en la cancha y, al menor roce, a la primera molestia, sacaban sin problemas un puñal y amenazaban al árbitro, o a aquellos atacantes que se pasaban de listos con sus gambetas.

 

Varios clubes temían jugar contra estos irresponsables.

 

El requisito para entrar a esa peculiar institución era haber cumplido una pena aflictiva sobresaliente en algún penal de alta seguridad de la nación. A los nuevos socios los recibían de acuerdo al grado del delito cometido. Los criminales y asaltantes gozaban de un trato especial. De ingreso inmediato. Luego venían los “lanzas”, que son tipos que extraen carteras y billeteras, y escapan a una velocidad increíble con el botín en las manos. Estos tenían asegurado un puesto por las bandas, para aprovechar la rapidez de sus pies y piques endemoniados. Aquellos especialistas en robar animales, los famosos cuatreros, jugaban atrás, en la última línea, junto a los asesinos. El golero era siempre aquel solitario asaltante de banco, un tipo raro, proclive a la meditación y malos pensamientos, capaz de enfrentar la adversidad solo, sin pedir ayuda. Los violadores, proxenetas y pedófilos eran rechazados de plano, por estatutos y normas de buenas costumbres… Sí, el club tenía una reserva de valores morales que, desgraciadamente, la población desconocía.

 

Para no discriminar a sus colegas de fechorías menores, también jugaban rateros, cuenteros, ladrones de cuantías pequeñas y estafadores mediocres. Aunque, a decir verdad, el fuerte del Marsellesa residía en los que menos sabían jugar fútbol, pero eran perversos: los rivales, al enfrentarlos, les entregaban la pelota como seguramente hubieran pasado su dinero en un fortuito encuentro nocturno.

 

Para confundir a la policía, la mayoría de los ex reclusos se inscribían con nombres adulterados. Sólo había unos pocos legalmente anotados, que actuaban como “palos blancos”. Querían jugar tranquilos. Sin sobresaltos. La única identificación que tenían eran sus apodos: “el Tuerto”, “la Sombra del Chupao Marino”, “Papas fritas”, “el Lagarto”, “Cabeza de Ajo”, “el  Cara de Fantasma”, etc. Como se ve, eran apodos simples y naturales. De uso común. Al menos en San Miguel.

 

El temible club ganaba los partidos  usando la maldad, las trampas y el acoso constante. De partida, todos los árbitros venían arreglados. Cobraban faltas imaginarias, tiros libres inventados, penales inexistentes y expulsaban injustamente a dos o tres contrarios por pleito. La gente, que no es tonta, se daba cuenta que en la mayoría de los lances salían airosos gracias a la descarada ayuda de los  jueces. Y al uso indiscriminado de artimañas.

 

Cuando el partido se complicaba, tiraban animales vivos a la cancha: gatos negros, chanchos, pavos reales, perros feroces, gallinas, conejos. Lo hacían para amedrentar y confundir a los rivales. Cierta vez mandaron a un loco de verdad, de ojos revueltos y carácter vehemente, quien  persiguió ¡con un tenedor! a los futbolistas, hasta hacerlos desaparecer del lugar: sin tardanza los del Marsellesa reclamaron la adjudicación del pleito,  por abandono y no presentación de equipo contrario. Aquel  partido lo perdían tres a cero: luego de una encendida discusión, para no exagerar la desigualdad deportiva, los dirigentes de la Asociación de Fútbol dictaminaron un empate.

 

Usando esas argucias mantenían el invicto.

 

Cuando jugaba el Marsellesa, la Cancha de La Línea se repletaba. Era un espectáculo. Causaba atracción popular. Ganas de verlos en acción. Además, siempre pasaba algo interesante, que una pelea, el robo de una cadenita de valor, un puntapié en la espalda, un gol con la mano. Para opacar al rival, entraban al campo sin camisetas, mostrando con orgullo letal esas enormes cicatrices que les cruzaban como mapa las paredes del estómago, pecho y espalda. Con ese ardid, los rivales ya empezaban en desventajas. Y si este truco no funcionaba completamente, usaban la segunda parte del plan: se presentaban buscando el cara a cara, la cercanía física,  y ahí nuevamente perdían los rivales, por el halo homicida que despedían, los tic nerviosos, los gestos hostiles, los tajos en el rostro, esos granos en la nariz, y el derrame de la jerga y el lenguaje que se aprende en las cárceles, más los escupos hacia el lado, impronta de los guapos en serio.

 

Muchos  partidos los ganaron a trompadas ¾en el mejor de los casos¾ y con trampas de conocimiento público, pero que nadie veía… Extrañamente, cuando el resultado les favorecía, se ponían cobardes y hasta soportaban que los perdedores les pegaran, y se quejaban como niños atemorizados ante el árbitro. Algunos hasta lloraban: lo hacían de emoción por lograr un  triunfo legítimo, no de miedo.

 

El año 1975 el Marsellesa vivió su momento de gloria. Haciendo famosas trampas llegaron  a la final. Derrotó ¾más bien “abatió”¾, con buenas y malas armas, a una  parte significativa de los equipos que osaron pisar su reducto. La hazaña que estaban logrando llegó a oídos del mundo gansteril, quienes aparecieron en la sede del club ofreciendo “sus servicios” para conquistar el esquivo trofeo del campeonato. Quiso la suerte que durante la competencia nadie fuera detenido y el plantel se mantuvo íntegro hasta el último tramo del campeonato. Su rival serían sus vecinos, la Unión Milán. Había mucha bronca entre ellos.

 

Y aquí viene lo insólito de la historia.

 

El partido fue esperado con ansia. Se hicieron apuestas. Vino gente de otras comunas, periodistas deportivos y directores técnicos de clubes grandes. Curiosamente, los muchachos del Marsellesa no hablaron, no prometían nada, casi no se vieron en el barrio. Algunos decían que querían estar concentrados para el decisivo cotejo. Era la explicación más razonable que se escuchó. El día del cotejo, cundió la incertidumbre: pasaban los minutos y no aparecían. Se ignoraba dónde se encontraban, qué planeaban. Había una norma que señalaba que si no se presentaban, Unión Milán se consagraría campeón. Sus adeptos no sabían qué hacer. Qué pensar. Preguntaban por qué tardaban en llegar. Después se sabría algo: resulta que un dirigente foráneo reveló a la policía los nombres legales de los integrantes de ese equipo… De inmediato, con fotos y retratos, los agentes encubiertos prepararon un ardid  para detenerlos en masa. Algunos de ellos eran requeridos por la justicia por delitos menores: robos con intimidación, fraude al fisco, giro doloso de cheques, atraco a mano armada, cosas así.

 

El tiempo transcurría.

 

El árbitro ¾el único que se atrevió a dirigir¾, caminó hasta el centro de la cancha. Miró la hora. Cuatro de la tarde. Hizo sonar el pito, llamando a los equipos. Entonces se apersonó donde el jefe de los policías, un tipo al que nadie ubicaba. No era del barrio. Ni jugaba fútbol. Tenía excelente apariencia. Hablaba correctamente, con educación. Quizá era un profesor. Dijo ser mensajero del club Marsellesa. De palabras cortas y precisas, explicó que ya sabían de la presencia de la “cana” y quería pactar un trato muy simple: que permitieran disputar la final y luego los jugadores se entregarían voluntariamente. Hubo consultas a los altos mandos. Dudas. Caos. El tipo, para apurar el acuerdo, remató:

 

¾Si no hay trato, no tendrán presos…

 

El tipo tenía razón. La policía aceptó, y procuró tomar todas precauciones del caso.

 

Aquel ignoto personaje, elegantemente vestido, exhaló una sonrisa, prendió un cigarro negro, subió a su auto y, haciendo chirriar las ruedas, levantando polvo, desapareció. Iba a comunicar la decisión. Al rato, saltando unos muros, bajando de los tejados de las casas colindantes, saliendo de unos escondites, aparecieron los peculiares futbolistas del glorioso  Marsellesa. Seres desaliñados. Oscuros. Que caminaban escupiendo a la vez, con el cuerpo engrifado de odio, enojados con ellos mismos y con todo el mundo. La policía, al verlos, se friccionaba la manos.

 

Sería la primera vez en la historia de ese club que jugarían un partido decente, sin hacer trampas ni cometer actos ilícitos. Más encima, después se irían a la capacha. ¡Tenían una rabia descomunal! Esto último no era inédito: en varias ocasiones la policía sacó de la cancha a más de un delincuente intensamente buscado, que pillaron in fraganti divirtiéndose, mientras ellos se devanaban los sesos detrás de sus huellas.

 

La gente, en mayor cantidad, se puso a favor del Marsellesa. Los animaban con cánticos, cuyas letras hablaban de la esperanza y la libertad absolutas.

 

Antes de comenzar la brega, los muchachos del Marsellesa hicieron un solo grupo, abrazados entre sí, ¿qué se dijeron? Nadie lo supo. Lo que sí quedó claro, que intentarían alargar el pleito hasta el máximo: si había empate, iban a un alargue de treinta minutos adicionales. Y en caso de persistir la igualdad, definían a penales. Todo eso extendía  su permanencia en la sociedad, único fin que ahora defendían.

 

Sin embargo, el trámite del partido desde un principio no les favoreció: a los veinte minutos ya perdían dos a cero. No se desesperaron. Tampoco, disputaban la pelota con mala fe. Jugaban de manera limpia. Sin meter codazos a mansalva. Respetando al rival. No reclamaban  nada. Parecían niñitos buenos. Santos. Que no quebraban un huevo y que cumplían con todos los sanos deberes de la patria. A decir verdad, estaban jugando el mejor partido que se les había visto. Tocaban de primera. Encaraban bien, en velocidad. Generaron excelentes jugadas. Eso sí, cuando el balón caía cerca de donde se hallaba la ”cana”, ni locos iban en busca de la pelota. Se dieron el lujo de celebrar una hermosa diana antes de terminar el primer tiempo. El público aplaudía a rabiar.

 

El entrenador del Unión Milán reprendió a sus jugadores por su juego displicente.

 

Por su parte, los muchachos del Marsellesa se juramentaban mejorar el resultado y dilataron con exageración el regreso al segundo tiempo, que jugarían con los dientes apretados. ¡Resultaba impresionante verlos inhalando aire libre! Tenían que aprovechar, cómo no.

 

Nunca imaginaron una reanudación más feliz: a los tres minutos “Cabeza de Ajo” embocó un tiro de cuarenta metros. Dos a dos. Largo rato celebraron la conquista. El director técnico del Unión Milán aprovechó de realizar dos cambios. De ahí el partido fue una vorágine. Una sucesión de errores recíprocos. Había nerviosismo. Poca sutileza en el trato del balón. Sobraba la fuerza. La energía. Faltando diez minutos para el término, iban cuatro a cuatro. Un resultado inesperado. Increíble. La policía creía que el Unión Milán estaba coludido ¾ignoraban cuál era la finalidad¾ con el Marsellesa. Un par de minutos después, sucedió algo todavía más extraño: autogol a favor del Marsellesa… El público festejaba. Gritaba. Lloraban. Los muchachos estaban consiguiendo una proeza. Podían ser campeones en buena ley, aunque suene extraño decirlo. ¡Es un milagro del Señor!, llegó a decir un creyente. Ahora tocaba aguantar y listo, la copa quedaría en sus manos. Sin embargo, los jugadores del Marsellesa pensaban otra cosa…

 

Faltando un minuto para la finalización del pleito, un defensa descaradamente lanzó la pelota a su propio arco. Empate cinco a cinco. Fueron al alargue de treinta minutos. Nadie comprendió aquel acto irracional, suicida, de autoproferirse un gol en contra. Los comentarios y balbuceos tapizaron aún más de misterio aquella geografía humana.

 

El calambre real e irreal les permitió tomarse un cuarto de hora de descanso. No estaba contemplado, pero qué se le iba hacer. Era un apreciado tiempo en libertad, para respirar aire limpio, tocar la tierra, chapotear en el escaso pasto, mirar el horizonte y sentirse formando parte de sus coterráneos. Se prometieron dejar la vida en la cancha para mantener la igualdad hasta el final, pues aquel  resultado permitía definir el partido a penales, y eso no es rápido, toma su tiempo, y seguramente la tarde ya habría caído…

 

Definitivamente estaban jugando bien. Con experiencia. Seguridad. Irónicamente, era el Unión Milán el que cometía fouls, bueno, esto le convenía a los astutos del Marsellesa: se quedaban más rato simulando las faltas. Y la hora avanzaba, dejando entrever esas líneas nocturnas que se alargaban por el firmamento como esperanza de un domingo pobre. No hubo más goles. Ninguno de los dos equipos quiso arriesgar. Fueron a los penales. La incertidumbre se transformó en angustia. Familiares de los malhechores encendían velas a las animitas. No las encendían para que se consagraran campeones del torneo, sino para que Dios apurara el descenso de la penumbra…

 

Astutamente, el capitán del Marsellesa eligió el arco más cercano a un muro.

 

Lo que vino enseguida sucedió de manera muy rápida. La gente se aglutinó alrededor del arco. Espontáneamente armaron una especie de muro de contención, para favorecer la huía de aquellos facinerosos. El resultado fue obvio: Unión Milán ganó cuatro a dos. Campeón. La policía, en cambio, sólo pudo detener a cinco reos. El resto escapó ágilmente, gracias a la ayuda de la incipiente noche y de los fanáticos. En este partido, se puede decir que el Marsellesa venció seis a cinco a los agentes federales.

 

 

Datos vitales

Reinaldo Edmundo Marchant (Santiago, Chile, 1957) se dio a conocer en la década de los ochenta como integrante de la Nueva Narrativa. Desarrolló en esos años una prolífica labor literaria y periodística. En 1988 remitió cinco novelas inéditas al concurso Andrés Bello, logrando el primer lugar con su libro El Abuelo; dicho certamen se dirimió sólo días después del histórico “Triunfo del No del 5 de Octubre”. Con la publicación del texto ganador, sedujo de inmediato a la crítica especializada, la buena prosa le brota espontánea a Marchant; tiene buenos reflejos de lenguaje narrativo y su escritura lleva la marca de la alegría, (Ignacio Valente, Revista de los Libros, El Mercurio), “pareciera estar escribiendo o pensando, es un escritor que no escribe, que no redacta. Será uno de los grandes escritores de Hispanoamérica” (Enrique Lafourcade, La Tercera), “La obra de Marchant nos hace pensar la lengua de modo distinto y ver el mundo con otros ojos” (Jaime Hagel, La Epoca). Junto a su actividad creativa, escribió durante años los días domingo en la Revista Temas del diario La Epoca. También fue articulista de revistas políticas y editor de dos semanarios municipales. En 1994 es nombrado agregado de cultura y prensa en la Embajada de Chile en Uruguay, donde realizó tres Antologías de autores binacionales, una de ella en co-autoría con Mario Benedetti, trabajo que le significó ser nombrado Miembro Correspondiente de la Academia Uruguaya de Letras ( 1997), siendo el más joven en su historia. En 1998 ocupó el mismo cargo en Colombia. Hijo de familia políticamente de izquierda, el menor de cinco hermanos, Reinaldo Edmundo Marchant se destacó primeramente en el fútbol – “La pelota, mi primer oficio”, semanario Artes y Letras, Uruguay, 1995, formando parte de la serie inferiores de Palestino y del plantel Cuarta Especial y Reserva del Club Deportivo Aviación, actividad que abandonó a los 17 años luego de salir exiliado el 10 de mayo de 1974 junto a un sobrino del diputado socialista Mario Palestro y otros jóvenes dirigentes. A su regreso a Chile, realizó estudios universitarios en la Facultad de Letras de la Universidad Católica y, posteriormente, obtuvo un Diplomado en Comunicación y Gestión Cultural. Sus libros y cuentos merecieron más de una docena de premios literarios, entre los que destacan el Concurso Universidad Católica, 1983; Concurso Nacional “Cuentos de mi País”, Bata, 1984; Premio Internacional Nuevo Cuento Latino, EE.UU., 1985; Premio CMI de Novela, Suiza, 1986; Antonio Pigafetta, 1987; Andrés Bello, 1988; Premio Asociación Uruguaya de Escritores, 1994; XV Concurso Anual de Novela Ciudad de Pereira, Colombia, 1999.

 

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