El oro ensortijado. Poesía viva de México. Reseña de J.A. Sánchez

El oro ensortijado

El poeta y ensayista J.A. Sánchez (D.F., 1974) nos presenta una lectura crítica respecto a la antología “El oro ensortijado. Poesía viva de México”. El texto apareció en La cultura en México de Siempre!  J.A. Sánchez fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Actualmente estudia la Maestría en Literatura Mexicana en la BUAP.

 

EL ORO ENSORTIJADO. POESÍA VIVA DE MÉXICO

 

 

 

Algunos tienen desgracias; otros, obsesiones.

¿Quiénes son más dignos de lástima?

 

E.M. Cioran

  

¿Es prudente –a estas alturas–  seguir usando el término antología? ¿Qué es? ¿Un capricho? ¿Una urgencia social? ¿Estética? ¿Una forma de justificar ciertas presencias? ¿Un trabajo por encargo? ¿Conformar una cofradía? Estas son preguntas que parecen derivarse, así como muchas otras, en cuanto aparece una antología literaria; sobretodo, si se trata de poesía. Es probable que todos y cada uno de los cuestionamientos tenga respuesta. Y es probable, por otra parte, que lo verdaderamente importante sean las preguntas.

    Una obsesión parece animar la antología El oro ensortijado. Poesía viva de México (aparecida a finales del año pasado, y editada con el apoyo de la Secretaría de Cultura de Puebla, Círculo de Poesía, la Universidad de el Paso, Texas, Ediciones Eón y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, Perú): mantener viva nuestra tradición poética. Y hablar de tradición (palabra que en nuestro espectro literario empieza a sonar trillada y demasiado manipulada), nos remite a una ineluctable dicotomía: la tradición impuesta por Octavio Paz (y continuada por su legión de seudoimitadores) y la tradición de los otros. Quizá sea tiempo de re-definir el concepto mismo de tradición, pues han prevalecido –por encima de lo literario– interese de todo tipo a la hora de conformarla; no es el objetivo de esta reflexión hablar de eso. Lo hacen de manera minuciosa y atinada los compiladores de El oro ensortijado (Mario Bojórquez, Alí Calderón, Jorge Mendoza Romero y Álvaro Solís) en el prólogo y presentación.

    En todo caso, los antologadores logrean mantener una tradición más honesta y verdadera: la tradición de compartir. Si la poesía es el lugar del encuentro con el otro, la otra, y, por ende, el más alto punto de comunión, El oro ensortijado es una muestra palpable de ello. El poeta chileno Omar Lara ya lo dijo de manera esplendida en su poema Encuentro en Portocaliu: ¿la poesía para que puede/servir sino para encontrarse?

    Y, como es natural, una antología que rompa con los cánones impuestos por las máximas autoridades del gusto y decoro poético en nuestro país, puede provocar una desgracia, un drama que en México sólo aspira a ser a una suerte de gritos, lloriqueos y pataleos: quiénes están, quiénes no, por qué unos sí y otros no, con qué derecho una caterva de mozalbetes se atreve a publicar una lista de nombres (muchos de ellos, incuestionable su presencia: Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Eduardo Lizalde, Gerardo Deniz, José Emilio Pacheco, Francisco Hernández, entre otros) que consideran Poesía viva; pero, ¿qué se puede esperar de un ejercicio que estará siempre marcado por la subjetividad?

    Los encargados de la selección apelan más que a nombres, a obras, textos que por sí solos representen una ”poesía signada por la precisión expresiva y por la pasión, la emotividad, la síntesis de lo apolíneo con lo dionisiaco” (p. 25). Es en ese sentido, y con una sólida argumentación para defender su causa, que los compiladores de El oro ensortijado resumen su propósito: mostrar lo diverso (otros nombres, otras lecturas) guiados por el gusto y el juicio. Diversidad, gusto, juicio, son palabras que, como es de esperarse, generan otros cuestionamientos.

    El oro ensortijado. Poesía viva de México, representa un ejercicio encomiable y, seguramente pasará a engrosar las filas de la tradición de las antologías, que a pesar de actitudes autoritarias y mezquinas, se mantiene viva. Por último: un reproche que sirva para cerrar-abrir las ideas que motivaron este texto: pensemos seriamente si usar la palabra antología no representa una necedad que históricamente ha demostrado su falta de credibilidad (muestra[1] o selección son términos que podrían servir mejor para re-nombrar y re-definir un compromiso de tal calibre). Lo mismo con el término tradición. ¿Cuál tradición? ¿La de quién?

    Ojalá (y lo más deseable) que la última palabra la tenga quien verdaderamente importa: el lector, muchos lectores.

   

 

 


[1] Sirvan como ejemplos, más o menos recientes, dos textos que han optado por esta palabra: la tristemente célebre El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002 (editada por CONACULTA, 2002, y cuya selección estuvo a cargo de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela), en ésta, los autores usaron de manera tramposa el término muestra para encubrir sus ínfulas autoritarias: con el argumento de “el reconocimiento de una conciencia escritural que desembocara en un mínimo decoro poético” (p. 409) decidieron quiénes eran poetas y quiénes no; la vejatoria lista de poetas con “obra en ciernes” (409) al final de la “muestra”, evidenció su mezquindad. Por otro lado, en 2005 la UNAM editó la muestra de poesía joven Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (1971-1983), selección que estuvo a cargo de Carmina Estrada. La pluralidad de voces y “el gusto de transmitir el placer de su lectura” (p. 11) hicieron de dicha muestra un ejercicio sencillo, honesto e inteligente, de esos que casi no hay y se agradecen en demasía.

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