Del Aleph a Guernica, cuento de Juan Marcelino Ruíz

Juan Marcelino Ruiz

En el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea presentamos un cuento del poeta y narrador chihuahuense generación de los sesenta, Juan Marcelino Ruíz. Ha publicado el poemario Derrepentes (UACH, 1998). Ficticia acaba de publicar su libro de cuentos Del aleph a Guernica.

 

 

DEL ALEPH A GUERNICA

  

Luego de los aplausos finales, los invitados a la presentación del libro escrito por Facundo Calvo se acercaron a la mesa donde los esperaba el habitual brindis de honor. El incipiente escritor se entretuvo un poco firmando los escasos ejemplares que logró vender.  Se dio cuenta de que, como siempre, a la mayoría de los asistentes los motivaban tan sólo tres razones para estar ahí: mantenerse al tanto de los últimos chismes del movimiento cultural en la ciudad; aparecer en la foto del diario para conservarse frescos en el ambiente y, de paso, trincarse un vinito blanco que, aunque nunca era de la mejor calidad, tenía la ventaja de ser gratis y abundante.

Mientras vaciaba la copa escuchando los buenos augurios y parabienes que se lanzaban para su primer libro, reflexionó acerca de lo que habían manifestado los comentaristas en torno a los cuentos que conformaban la obra. 

―Se perciben algunos ecos borgianos ―dijo uno―, aunque con un toque personal que les da un valor propio.

Otro de ellos opinó que, el mundo de misterio que creaba el joven Calvo en su narrativa, era matizado por elementos similares a los de Rulfo, aunque coherentes al propio contexto del autor.

Un tercero recalcó que el ritmo de la prosa presentaba una métrica tradicional, herencia de la riqueza poética del Siglo de Oro español, tal y como lo hace Daniel Sada en sus escritos.

La tertulia se extendió alegre y bulliciosa hasta altas horas de la noche, con pláticas que saltaban de un tema a otro; sólo el festejado se mantenía en silencio y se limitaba a sonreír o a contestar con monosílabos cuando era requerido; su mente se encontraba demasiado ocupada tratando de rebatir o de justificar, al menos para sí mismo, las apreciaciones que aquellos escritores, supuestamente con mayor experiencia, habían externado. 

Aunque en lo general los comentarios eran satisfactorios, le había fastidiado la retahíla de comparaciones, lo hacían sentir como si a su obra le faltara originalidad, voz propia.

Por meses había trabajado los textos que ahora publicaba, siguió en lo posible las recomendaciones que le hicieron en el taller literario, eliminó frases e ideas que mostraran de manera franca la influencia de sus múltiples lecturas, descartó incluso aquellos escritos que su olfato nato de escritor le indicara que no estaban al nivel de la publicación y ahora le salían con que su estilo se parecía a tal o cual, y poco se veía de Facundo Calvo.

Una vez que los bocadillos se agotaron y las botellas de vino vieron fondo, el interés decayó de forma considerable y la concurrencia inició la retirada.

El joven cuentista salía acompañado de Raquel ―su amante en turno― cuando un amigo se acercó para decirle:

―Deberías usar seudónimo, lo de Calvo no te va con la melena que cargas.

Facundo sonrió e hizo una seña de despedida con la mano, pero al dar la espalda, su puño se cerró con fuerza, dejando sólo el dedo medio en posición vertical como una rotunda y silenciosa acotación de lo bien que le cayó tanto la broma como el bromista.

Aquella noche, ni las inteligentes caricias de Raquel, ni el atractivo cuerpo de la joven, fueron capaces de despertar ese instinto salvaje que los llevara de manera continua a noches de amor indescriptibles.  Él se encontraba inmerso en el sopor de sus propios pensamientos, masticando y tratando de asimilar cada una de las palabras que retumbaban, ahora en ecos interminables, como sentencias de un tribunal omnipotente, desnudándolo a la vista de una muchedumbre mordaz y también inquisidora.

Raquel se levantó molesta y mientras recogía sus ropas, herida en su orgullo más íntimo de mujer, lo enfrentó a gritos:

―Te dijeron que todo estaba bien. ¿Qué querías? ¿Que te dieran el Nóbel?

Facundo no contestó y se limitó a empinarse de nuevo la botella y a tragar con una mezcla de desesperación y rencor el humo del enésimo cigarrillo; la ceniza le cayó en el pecho luego del portazo que diera la mujer indignada, sacudiendo por completo el pequeño apartamento. Ni eso lo sacó de su marasmo.

Por cuatro días no contestó. Ni a la puerta ni al teléfono. Y casi a escondidas realizaba continuas incursiones para abastecerse en el expendio de licores más cercano; las botellas vacías y las colillas fueron poblando su habitación; en su narcosis, llegó a pensar que tenían razón aquellos que no encontraron en sus escritos lo que él había sido incapaz de plasmar; llegó a sentirse un plagiario de los tantos que abundaban en el medio, pero al fin de cuentas, la vida era sólo eso: plagios; de una forma u otra, pero sólo plagios. 

Sólo que él, desde niño se había jurado que ser escritor y, la presente caída, si pudiera considerarse así, serviría para avivar ese apetito feroz hacia la gloria de contemplar su nombre impreso. Estaba dispuesto a llegar más allá de donde todos suponían, y de encontrar ese tono en sus escritos que lo hiciera diferente a los demás.

La originalidad sería el distintivo de Facundo Calvo.

Aquella tarde entró al baño y, por primera vez en días, reparó en su aspecto descuidado que se reflejaba en el espejo. Se hizo a sí mismo una seña obscena y tambaleante, cerró su mano para dispararla sobre el rostro que, con una mueca estúpida, lo observaba más allá del cristal. Una telaraña de grietas se extendió  por el espejo sin que los pedazos llegaran a desprenderse del marco que los sostenía. Vio entonces su imagen repetida en ángulos distintos y dijo para sí, arrastrando las palabras.

―Cuanta idiotez multiplicada.

Le llamó la atención la infinidad de figuras geométricas que las aristas provocadas por el golpe habían formado, y cómo en ellas las líneas de su rostro tomaban un cariz completamente distinto al acostumbrado. Hizo gestos, saco la lengua, torció labios y ojos, se volvió a un lado y a otro; por unos minutos permaneció frente al cristal roto, con el gusto desmedido de un niño que, por primera vez, se enfrenta a la magia ingenua de un calidoscopio.  Luego tomó el espejo entre sus manos jugando con la distancia y los ángulos que reflejaba. Su interés, en lugar de decrecer, lo llevó a experimentar las poses y los ademanes más absurdos; después de un buen rato, de pronto, lo arrojó a la basura, creyó haber encontrado lo que necesitaba; golpeando suave y lentamente con el puño sobre la mesa fue marcando las sílabas de lo que sintió era la frase de mayor importancia que había formulado en su vida.

―Voy a ser un “Escritor Cubista”

Esa noche Facundo durmió como hacía mucho tiempo no lo hacía, soñando que podía soñar lo que se le antojara, y que la nueva visión que tenía del mundo le permitiría transformar esos sueños en páginas luminosas de una originalidad sin precedentes.

Por la mañana, renovado, al menos de espíritu ―ya que la resaca acumulada le hacía temblar de pies a cabeza―, se dispuso a guardar en cajas los libros que por años habían constituido su más fiel compañía. Salió de casa con el poco dinero que le quedaba para regresar, luego de varias horas, con un bulto de papeles bajo el brazo. Copias fotostáticas, algún póster, hojas que mostraban en sus bordes la violencia con que habían sido arrancadas del acervo de la biblioteca pública, pero todo en relación a un solo tema: el cubismo.

Los muros de la habitación se cubrieron de manera metódica con muestras de la obra pictórica de Juan Gris, Georges Braque y, muy especialmente, Pablo Picasso. Estaba convencido de que rodeándose de un ambiente semejante, sus tendencias artísticas, aunque éstas fueran literarias, sufrirían un vuelco de alcances inesperados. Apollinaire, con sus mal logrados caligramas, no había tenido la capacidad de concebir historias completas, tomando como base la metodología visual que él, Facundo Calvo, lograría gracias a sus nuevos maestros, y lo mejor de todo es que ni sus lectores, ni los críticos que surgieran a su paso, podrían echarle en cara influencia literaria alguna. Sólo sería cuestión de tiempo para que el espíritu de un arte completamente nuevo terminara de incubar en su interior.

Días después, hubiera sido difícil que lo reconociera aun la propia Raquel; hay quien dice que los ojos son las ventanas del alma, pero, por mucho empeño que se pusiera, era inútil encontrar en los de Facundo Calvo algún rastro de lo que fue, aunque resultaba aún más inútil pensar que esos ojos volverían a ver cosa alguna con la misma perspectiva de semanas atrás.

Permanecía horas enteras, al centro de la habitación, entre líneas y formas, moviéndose tan sólo lo necesario para poder observar todas las imágenes, perdiendo por completo toda noción del tiempo y quién sabe si también del espacio.

Uno de esos días se levantó de la silla con una navaja, sacó punta a un lápiz número dos y, sobre una hoja en blanco, escribió unas palabras; se detuvo y tomó la goma de borrar; los vértices de la letra “E” debían ser un poco más pronunciados; corrigió y se sintió satisfecho. En voz baja leyó para sí mismo:

“Érase una vez…..”

 

 

Datos vitales

Juan Marcelino Ruiz nació hace varios años de causas naturales en Cd. Juárez, desde hace 20 radica en Cd. Cuauhtémoc, Chih., tierra de el queso y la manzana. Profesor de educación primaria, de cuando en cuando aporrea el teclado de una vieja computadora para exorcizar los insomnios que producen la crisis y las reumas. Ha publicado en algunas revistas del norte del país cuento y poesía, el poemario Derrepentes por la UACH (1998) y en coautoría Quinteto para un pretérito ICHICULT 2000. Ficticia acaba de publicar su libro de cuentos Del aleph a Guernica.

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