El Cíclope Chino, cuento de Jorge Vázquez

Jorge Vázquez

En el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos un cuento de Jorge Vázquez Ángeles (D.F., 1977), autor de la excelente novela “El jardín de las delicias”, editado en 2009 por IUS. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del FONCA.

 

 

El Cíclope Chino

 

Martinete: s.m. Mex. Llave de uso prohibido en la lucha libre mexicana que tiene por objeto lesionar las vértebras cervicales del contrario. Se realiza de la siguiente manera: se lanza a la víctima contra las cuerdas; al rebotar, el agresor lo sujeta de la cintura y lo hace girar como rehilete colocándolo de cabeza. Así, el agresor salta, flexiona las piernas como si se hincara en el aire y sobreviene el golpe del cráneo contra la lona, siendo altamente probable que la víctima quede paralitica o muera por asfixia.    

(Diccionario del Uso común y corriente del Español, editorial Tancredo y Somoza, 2008.)

 

 

 

 

 

 

 

Apareció detrás de una pesada cortina negra y saludó a la multitud. El ojo único de la máscara roja con ribetes amarillos miró hacia el graderío y permaneció fijo, concentrado en algún punto impreciso. El poderoso torso del luchador resplandecía bajo los reflectores de la arena, cuyos rugidos estremecían al comandante Arturo F. Segovia. Lo observó caminar hacia la escalinata como un pavorreal henchido, y le pareció extraordinario el efecto que la escandalera causaba en los músculos del luchador, haciéndolos inflarse de manera súbita hasta casi estallar. Luego el comandante se concentró en su indumentaria. Llevaba puesto un calzón negro encima de las mallas de látex rojas, en combinación con un par de botas lustrosas, también negras, adornadas con dragones chinos. Antes de pisar el primer escalón, levantó los brazos como Moisés lo hizo al abrir el mar Rojo y obtuvo como respuesta el alarido del respetable. Descendió lentamente, flanqueado por dos edecanes de cuerpos escultóricos que apartaban con sus manos, discretamente, las caricias que buscaban con descaro posarse sobre sus glúteos. El luchador brincó por encima de la tercera cuerda y caminó hacia el centro del cuadrilátero, al tiempo que el presentador gritaba hasta la afonía: ¡¡El estudioso de la milenaria cultura que nació detrás de la gran muralla!!… ¡¡El Cíclope Chinooo!!

Para liberar la tensión, el Cíclope Chino corrió hacia una de las esquinas, ejecutando en el camino una vistosa vuelta de carro combinada con una machincuepa mortal hasta quedar en cuclillas al pie del poste. Luego sus enormes manos —cada una colocada a ambos extremos del esquinero—, sujetaron la primera cuerda y se impulsó hacia arriba con ambas piernas hasta quedar recto como una plomada, de espaldas al poste. Se mantuvo en esa posición durante más de quince segundos, soportando con los brazos bien extendidos los más de ciento cincuenta kilos de puro músculo que conformaban su humanidad, temblando ligeramente por el esfuerzo que hinchaba las venas a lo largo de sus músculos extraordinarios y letales. Según su propio testimonio, recogido durante alguna de las múltiples funciones en que había participado, realizaba ese movimiento porque “la sangre me sube de golpe a la cabeza y me pongo más bravo”.

Segovia se rascaba su incipiente barba, sentado en una butaca de ring-side. Había tomado una decisión difícil, controvertida, vital para el caso que estaba por resolver. Al igual que Picho y El Santi, miembros de su escuadra, iba desarmado. Antes de entrar a la función de lucha libre, los tres agentes de la Procuraduría General de la República habían dejado sus pistolas calibre .38 especial dentro de la patrulla. Ante la incredulidad de sus compañeros, Segovia les había explicado que si llegaban armados a la arena, los guardias de la entrada detectarían las pistolas con sus escáneres y les impedirían el acceso. Además, cabía la posibilidad de que alguien alertara al Cíclope Chino. La operación debía realizarse discretamente, sin mostrar charola ni repartir cachazos o patadas como acostumbraban Picho y El Santi. 

Sin embargo, dadas las condiciones físicas del Cíclope Chino no sería fácil convencerlo de que los acompañara. Si el gladiador se ponía difícil ni siquiera las malas mañas de El Santi lo doblegarían. Segovia sintió que había tomado una decisión a lo pendejo. Por eso estaba jodido: jamás había hecho algo chueco en su vida, y a la hora de la verdad, en el instante en que más valía romper las reglas si no quería resultar herido o muerto, sus principios, su decencia y su inalterable propósito de hacer cumplir la ley lo hacían actuar como un boy scout en medio de una batalla. 

Cuando volvió a concentrarse en la lucha, Averno, el rival del Cíclope Chino, había tundido a patadas al poderoso luchador y prácticamente le había deshecho la máscara. El combate se niveló gracias a la habilidad del Cíclope Chino para zafarse de las llaves que Averno le aplicaba con la maestría y exactitud de un constructor de relojes. El combate entró en una fase decisiva a ras de lona que finalmente ganó Averno, tras aplicarle la llave preferida del Santo, el enmascarado de plata: la de a caballo.

Durante el minuto de descanso, Segovia prefería suponer que las cosas no se saldrían de control. La lucha libre era un show bien estructurado, donde nada se dejaba al azar. Lances, piruetas y payasadas eran estudiadas minuciosamente por los gladiadores, quienes, como actores de teatro, seguían al pie de la letra el libreto escrito por los empresarios o por la televisión. Antes del silbatazo, Segovia observó a la gente a su alrededor. Detrás de él, un chamaco con sobrepeso no se cansaba de hacer sonar una descomunal matraca cuyo traqueteo le recordaba las prácticas de tiro con ametralladora. En la butaca contigua, un hombre de aspecto lúgubre, ataviado con una playera negra que decía “1,000% guapo”, sacaba fotografías tanto a los luchadores como a los glúteos de las edecanes. A pocas butacas de la suya, una anciana le mentaba la madre a Averno, haciendo las delicias de la concurrencia. Segovia pensó que algún día él también sería viejo. ¿Disfrutaría de espectáculos como éste? ¿Se acostumbraría al penetrante olor a meados que saturaba el ambiente de la arena? ¿Le daría por asistir a las luchas para ver enmascarados y panzones lanzándose por encima de la tercera cuerda? ¿Vibraría de emoción al contemplar una “Tapatía” en todo lo alto? ¿Sucumbiría al deseo de hacerse una manuela viendo por televisión los contoneos de las edecanes?

La segunda caída no duró mucho. Gracias a las complacencias del réferi que apoyaba descaradamente las marrullerías del Cíclope Chino, Averno no pudo recuperarse de un certero tope suicida.

A diferencia del comandante Segovia, El Santi y Picho parecían disfrutar de la función. Armados, eso sí, con sendos vasos de cerveza clara y un cucurucho lleno de pepitas, los agentes se unían al coro que gritaba a Averno “¡puto, puto”!, quien escuchaba con atención las indicaciones de su second. Si bien Segovia les había sugerido que actuaran con naturalidad, su afán por mimetizarse con los aficionados le parecía demasiado exagerado y de mal gusto. Los dos agentes parecían indiferentes ante el hecho de que estaban a un paso de capturar al peligroso asesino del Martinete —miembro activo de una peligrosa banda de sicarios que asolaba a la ciudad de México—, autor material de cuatro brutales asesinatos que habían escandalizado y fascinado a la sociedad, debido a la firma sui géneris del criminal: después de aplicarles el mortal martinete y dejarlos despatarrados como muñecos de trapo, les orinaba la cara. El método de ajusticiamiento mostró un sendero que se extendía hasta la arena de lucha libre. El Santi, como nunca revelaba sus fuentes ni sus métodos policiales, de alguna manera consiguió del sospechoso una muestra de orina que contenía altos niveles de cocaína de muy mala calidad. La autopsia practicada a la cuarta víctima, un narcomenudista de baja estofa que se había atrasado en sus pagos, reveló que la orina encontrada en su boca contenía rastros de la misma cocaína con que comerciaba.

No había dudas: el Cíclope Chino era uno de los sicarios.

La tercera caída fue más intensa que las anteriores. Ambos luchadores se enfrascaron en un combate de toma y daca que les hizo emplearse a fondo. Los tres agentes atestiguaron el nutrido repertorio de ambos gladiadores, quienes sacaron a relucir llaves como “La Gori especial”, “La Casita” y “La Huracarana”, que finalmente le dio la victoria al Cíclope Chino, nuevo monarca del Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL).  

Arriba del cuadrilátero, el presidente del CMLL entregó personalmente el cinturón al Cíclope Chino y le pidió que siguiera siendo un ejemplo para todos los niños de México. A petición de un cronista de Tele México, el monstruo del entretenimiento, el luchador tomó el micrófono para agradecer a sus fieles seguidores por tantos años de apoyo, reconoció la calidad “luchística” de Averno y finalizó su intervención dedicando el triunfo a dos personas: a su madrecita y a Aida, la luz de su vida, a quien llamó varias veces para que lo acompañara arriba del cuadrilátero, pero la mujer jamás apareció.   

La escalinata se llenó de pronto de hielo seco y el Cíclope Chino fue subiendo lentamente, al compás de We are the champions, sin separarse jamás del estorboso cinturón del CMLL. Se dio tiempo para tomarse algunas fotos o firmar autógrafos. A pesar de su victoria era evidente que algo lo inquietaba, pues no dejaba de mirar hacia las gradas, quizá buscando a la luz de su vida. Minutos después, desapareció detrás de la cortina negra.

Había llegado el momento de la acción. Segovia se levantó de su asiento y se encaminó hacia la escalinata, seguido por Picho y El Santi. Antes de subir, un guardia les impidió el paso. Sin inmutarse, el comandante Segovia levantó su placa dorada. El sujeto contempló el metal con nerviosismo —como si hubiera visto una serpiente venosa—, se hizo a un lado y con un ademán los invitó a subir. Antes de atravesar la cortina, Segovia se estrelló contra el pecho de un hombre descomunal, vestido completamente de negro. Llevaba puesta una gabardina con botones dorados, sombrero tejano y un par de botas con espuelas, cadenas y estoperoles. Segovia levantó la vista para ver su rostro, y se topó con dos ojos dorados que lo miraron fijamente. Sin decir nada, el sujeto se abrió paso entre Picho y El Santi, descendió por la escalinata y se mezcló entre la gente que ya abandonaba la arena. En medio del tumulto, la elevada estatura del hombre de negro y su corpulencia lo hacían verse como un pesado destructor atravesando un océano tranquilo. Los tres agentes se miraron entre sí, pero no dijeron nada.  

Detrás de la cortina negra observaron un pasillo estrecho y mal iluminado por el cual caminaban con dificultad reporteros, fotógrafos, cubeteros, y algunos caza-autógrafos que tocaban las puertas metálicas de los vestidores. Los agentes se abrieron paso entre el gentío. Más adelante, El Santi preguntó secamente a otro guardia dónde estaba el Cíclope Chino. “Puerta derecha al final del pasillo”, respondió. Segovia se adelantó y le ordenó a Picho que permaneciera fuera del vestidor. —Tú entras conmigo, Santi—. Vio la última puerta a escasos dos metros, su corazón se aceleró, apretó su placa dorada y pensó en la calibre .38 especial que había dejado dentro de la patrulla. Le faltaban cuatro pasos para llegar hasta la puerta pintada en color gris, iba a tocar con los nudillos pero ésta se abrió intempestivamente. Averno apareció, dio un paso afuera del vestidor y gritó “¡Háblenle al doctor!”.

Segovia apartó a Averno de la puerta y se quedó petrificado al observar al Cíclope Chino sin máscara, tirado sobre el piso. Aún llevaba puestas las mallas rojas de látex y sus botas negras. Picho entró al vestidor y verificó los signos vitales del luchador. No había pulso ni en el cuello ni en las muñecas. —Está muerto —, dijo, mirando al comandante Segovia. El Cíclope Chino tenía la cabeza exageradamente ladeada y a simple vista resultaba evidente que tenía roto el cuello. Iba a abrir la boca para expresar la primera conclusión que le pasó por la mente, pero El Santi se le adelantó:

—A este wey le aplicaron el martinete.

 

Una vez acordonada la escena del crimen, Segovia se concentró en el cadáver. Debía actuar rápido antes de que los servicios periciales llegaran y lo echaran de ahí. El Cíclope Chino estaba tirado boca arriba, con los ojos bien abiertos. Su cabeza apuntaba hacia la puerta y sus brazos habían quedado extendidos. El vestidor era un estrecho espacio de dos por dos metros, ventilado a través de una estrecha ventana enrejada por donde nadie hubiera podido escapar. Al fondo y del lado izquierdo había un pequeño baño con retrete y regadera sin puerta ni ventana. La máscara despedazada del Cíclope Chino estaba tirada sobre el piso, hecha bola en una esquina del vestidor. A su lado, una bolsa de plástico contenía vendas y un frasco de la pomada “del Tigre”. Sobre una silla metálica de Corona descansaban una camisa de manga larga color beige y un pantalón de terlenka negro. Debajo de la silla los zapatos del luchador parecían mirar con nostalgia el lastimoso estado de su extinto dueño. El comandante Segovia se sintió desilusionado. La captura del Cíclope Chino hubiera significado un paso importante en la desarticulación de la banda de sicarios, y muy probablemente habría ganado un ascenso y unas merecidas vacaciones. A partir de esta noche, no dormiría las ocho horas reglamentarias. Tendría más trabajo por delante.

            Cuando llegaron los servicios periciales, Segovia se disponía a interrogar a Averno. Armado con su pistola reglamentaria —Picho había ido hasta la patrulla por las armas—, se sintió seguro al colocarse la sobaquera. Averno lo esperaba en otro vestidor, sentado en un camastro similar a los que hay en los consultorios médicos.

Antes de iniciar el interrogatorio, Segovia le ordenó que se quitara la máscara. Averno contestó que no podía hacerlo. —Debo cuidar mi identidad —dijo, y cruzó los brazos.

—Entiendo que es parte de tu trabajo, pero tienes que quitártela…

—Ya le dije que nadie debe conocer mi identidad…

—Ya te dije que me vale madres, quítatela o lo haré en los separos…

            Averno se quitó la máscara. “En la madre”, pensó Segovia al observar la frente del luchador, una especie de tablero para resolver crucigramas. Las cicatrices lo hicieron reflexionar sobre la verosimilitud de las luchas y los riesgos que implicaba cada llave o lance. Averno era un sujeto que no rebasaba el metro con setenta centímetros, pero su carrocería impactaba por el arduo trabajo en el gimnasio.

—¿Cómo te llamas?

—Ernesto Meléndez.

—¿Qué estabas haciendo dentro del vestidor del Cíclope Chino?

            —Le fui a dar un abrazo. Era mi amigo.

            —Arriba del ring parecía lo contrario. Además te ganó la lucha.

            —No, jefe, es puro show. Lo hacemos por necesida. El Cíclope no era malora.

            —¿Tenías que cerrar la puerta para verlo?    

—Es que cuando abrí la puerta ya estaba tirado. La mera verdad es que el Cíclope era adicto a la coca y pensé que se había dado un pasón. Afuera siempre hay muchos fotógrafos y pos ni modo que dejara que lo vieran así.

            —¿Luego qué hiciste?

            —Como vi que no respiraba salí por el doctor.

            —¿Cómo le hiciste para romperle el cuello?

            —¿Qué pasó, jefe?

            —Yo soy el que hace las preguntas ¿Tenía enemigos?

            —Que yo sepa no. 

            —¿Hace cuánto lo conocías?

            —Desde que debutó en la Arena Tula, hará como tres años.

            —¿Además de la lucha a que otra cosa se dedicaba?

            —Pus que yo sepa sólo a esto.

            —¿Sabías que tu amigo andaba en malos pasos?

            El luchador dudó en su respuesta.

            —La mera verdad no, jefe. Éramos amigos dentro de la chamba…

            —En tres años nunca viste nada raro.

            —Pus a veces lo buscaban en el vestidor gentes medio extrañas.

            —¿Por qué extrañas? ¿Qué notaste de raro?

            —Pus de esas cosas que la gente se calla cuando uno abre la puerta.

            —¿Tenía pareja, novia?

            —Pos andaba con muchas, jefe…

            —¿Viste a un hombre muy alto, vestido de negro y con sombrero?

            —No, jefe.

            —¿Estás seguro?

            —Seguro.

            —Está bueno. Voy a verificar todo lo que me contaste. Si nos estás diciendo mentiras te meto al tambo por obstruir la justicia. En la procuraduría hay gente que sabe pegar más fuerte que tú, aunque estés muy mamado.  

            El comandante Segovia le ordenó a Averno que anotara sus datos en una hoja y que por ningún motivo saliera de la ciudad. Ya lo llamaría más tarde.

            Por su parte, El Santi interrogaba al representante del Consejo Mundial de Lucha Libre respecto al sujeto vestido de negro. Averiguó que era un luchador llamado “El Remolcador”, famoso por emplear un soplete con el que quemaba a sus contrincantes. Una vez que tuvo todos sus datos, El Santi solicitó el apoyo de una patrulla de la policía del Distrito Federal para que se trasladara al domicilio del sospechoso, ubicado en la Unidad Plateros, edificio “P”, departamento 204.   

            Segovia se reunió con sus compañeros. Picho iba a decir algo pero uno de los técnicos periciales lo interrumpió. Sin decir nada, les mostró dos pequeñas bolsas de plástico. Una contenía dos astillas de madera. La otra, un estoperol plateado.

—¿De qué se trata? —dijo Segovia, extendiendo la mano. 

            —Estaban dentro del vestidor.

            —¿Encontraste alguna huella digital? —preguntó El Santi.           

—Hay una colección de huellas y mucho polvo. No van a servir de nada.

            —¿Y en el estoperol? —preguntó Segovia.

            —Nada. Está bien limpio.

            —¿Cómo murió?

            —Hay que hacerle la autopsia primero pero de algún modo le rompieron el cuello. Presenta un golpe muy fuerte en la cabeza, en esta región del hueso frontal —el técnico señaló su frente—. Es como si lo hubieran dejado caer contra el piso.     

            El técnico entró de nuevo al vestidor. Los tres agentes se miraron entre sí.

            —Le aplicaron el martinete —dijo Picho.

—Fue el de las botas negras, comandante. Ese cabrón sí pudo levantarlo —dijo El Santi.

Antes de irse a descansar, el comandante Arturo F. Segovia interrogó al encargado de los vestidores, un anciano calvo y jorobado que no dejaba acomodarse la dentadura postiza. Provisto de un pesado racimo de llaves, Segovia le ordenó que abriera el vestidor contiguo a la escena del crimen. Una vez dentro percibió un fuerte olor a encierro. El vestidor era idéntico al del Cíclope: al fondo el baño con retrete y regadera, sin puerta ni ventana; la estrecha ventila enrejada. El mobiliario: una silla metálica y una banca de madera.

—¿A dónde da la ventana?

—A la colindancia, jefe. Mientras no construyan algo más alto por ahí se ventilan algunos vestidores.

Iba a continuar con las preguntas pero El Santi se asomó por la puerta y le pidió que saliera un momento.

—El Remolcador no ha llegado a su casa. Se me hace que ya se peló.

—Ordena que la patrulla se quede ahí toda la noche y que te avisen cualquier cosa.     

Cuando se fue El Santi, Segovia continuó hablando con el anciano.

—¿El Cíclope siempre ocupaba ese vestidor? —Segovia señaló con el pulgar la pared que dividía ambos vestidores.

—Depende del espacio, jefe. Hoy le tocó ahí.

—¿Sabe si Averno era su amigo?

—Sí, cómo no, su mero valedor.

—En la lucha le pegó de a feo.

—Aquí entre nos le digo que los luchadores no se hacen daño aunque sean de bandos opuestos.

—¿El Cíclope tenía enemigos luchadores?

El anciano lanzó un suspiro e hizo rechinar la dentadura postiza.  

—Siempre tuvo broncas con el Remolcador, el luchador más fuerte que haya yo visto en mis cuarenta años de chambear aquí. Antes de la lucha se pelearon en el estacionamiento.

—¿Qué fue lo que pasó?

—La mera verdad no sé. Yo siempre estoy acá arriba limpiando los vestidores, pero seguro Averno le puede decir qué pasó. Siempre llegaban juntos a las funciones.

El comandante Arturo F. Segovia sintió una punzada en el estómago. El pinche Averno le había mentido.

—¿Por qué traían pleitos?

—El Remolcador le rompió una pata hace dos años. Lo atoró en una butaca y bajó el asiento hasta quebrarle el hueso. Siempre le ha tenido mucha envidia y desde entonces cada que se ven se agarran a golpes.

            El enojo del comandante se eclipsó un poco. Al menos ya tenía el posible móvil: una vieja rencilla que derivó en homicidio.

            Segovia recordó que cuando el Cíclope Chino tomó el micrófono, luego de la premiación, llamó a una mujer que jamás apareció.

—¿Sabe si el Cíclope tenía novia?

            —Huy, un titipuchal. Todas de quita-pón.

            —¿Cómo de quita-pón?

            —Sí, o sea, las alquilaba, se las ponía y las tiraba…

             —¿Putas?

—Yo creo sí.

El comandante Arturo F. Segovia se quedó sin más preguntas. Le dolía la espalda y sentía entumidas las piernas. A las tres de la mañana él y sus compañeros se fueron a descansar.

 

A las doce del día, Segovia tenía sobre su escritorio el primer informe preliminar sobre la muerte del Cíclope Chino. La autopsia demostró que el luchador, quien en realidad se llamaba Gervasio Gómez Arista, había muerto por asfixia. Al momento de romperse las cervicales, de la C2 hasta la C6, la tráquea quedó obstruida. De nueva cuenta se habían hallado en su sangre restos de cocaína de ínfima calidad, idénticos a las grapas que comerciaba su última víctima mortal. Por otra parte, el nivel de esteroides era alto y se encontró un gran volumen de sangre en el cerebro, lo que demostraba que al luchador lo habían puesto de cabeza para aplicarle el mortal martinete. Dos horas más tarde, Segovia recibió en su oficina a las diez edecanes que habían trabajado en la última función del Cíclope Chino. El aroma de sus perfumes impregnó la gris oficina del comandante, quien hubo de aceptar que la vista era inmejorable. Se disculpó por no tener sillas suficientes y comenzó a interrogarlas. Picho, sin decir ninguna palabra, extasiado por esas bellezas inalcanzables, se acomodó en un rincón de la oficina.

—¿Alguna de ustedes recuerda haber visto algo extraño al término de la función? ¿Vieron al Cíclope entrar con alguien al vestidor?

Ninguna contestó. Únicamente negaron con la cabeza. Las diez mujeres estaban incómodas. Desde su llegada a la PGR se sentían acosadas por las jaurías de judiciales que no dejaron de silbarles, mientras las miraban con babeante lubricidad. 

             —¿Alguna otra de sus compañeras asistió a la función?

Recibió la misma respuesta. Sin embargo, notó que una de ellas se movió ligeramente de su asiento, como si un resorte de la vieja silla se hubiera encajada en su nalga izquierda. Era una mujer de cabello castaño oscuro, completamente chino. Usaba una minifalda que permitía contemplar sus largas piernas. Segovia se dirigió a ella. 

            —¿Estás segura que no viste nada sospechoso?

            —Vi salir a una mujer del vestidor del Cíclope.

—¿La habías visto antes?

            —No. Era la primera vez.

            —¿Recuerdas cómo era? ¿Qué ropa usaba?

            —Era alta, de tez blanca. Creo que iba de pantalones de mezclilla y zapatos de tacón. Recuerdo que usaba una blusa muy escotada.  

            Segovia les agradeció profundamente su colaboración. Picho no dejó pasar la oportunidad y les pidió sus datos, “por si tenemos que llamarlas otra vez”, les dijo, sin saber hacia dónde mirar. 

            Mientras tanto, Segovia observó detenidamente una fotografía tomada desde la puerta del vestidor, donde se apreciaba el cuerpo del Cíclope Chino rodeado por una gruesa línea de tiza blanca. La placa permitía observar la ventana enrejada. “Nadie pudo escaparse por ahí. Una mujer no pudo matar al Cíclope”, concluyó.

            Se esforzaba por entender qué había pasado ahí dentro. El Remolcador seguía sin aparecer. Averno le había mentido. Era hora de ir visitarlo. Se levantó de la silla, tomó su chamarra del perchero y cuando se disponía a llamar a Picho para que lo acompañara, sonó el teléfono. Era el médico forense.

            —Acaba de llegar el resultado de otra prueba de sangre, Segovia…

            —¿Algún indicio de somníferos, veneno o…? —no pudo terminar porque el forense lo interrumpió.

            —Nada de eso, Segovia. El Cíclope Chino tenía VIH.

            “¿Cuántos caídas tendrá esta investigación?”, pensó Segovia quien aspiró profundamente, deleitándose  por última vez con la mezcla de aromas que habían dejado las edecanes.

           

Segovia y Picho se encontraron con El Santi en el vestíbulo de la PGR. Había acudido a catear la casa del occiso en busca de pistas o indicios que señalaran al responsable de su muerte. Únicamente encontró una fotografía enmarcada de la tal Aida, la mujer que nunca subió al cuadrilátero para festejar con el Cíclope Chino. —La encontré en un altar, junto a una imagen de San Martín de Porres. Está buenísima.     

Segovia tomó la fotografía. No tuvo que concentrarse demasiado para estar completamente de acuerdo con la expresión de El Santi. En la fotografía posaba de cuerpo entero durante algún partido en el estadio Azteca vestida con un traje de licra azul marino que denotaba sus encantos. A ojo de buen cubero calculó que sus medidas eran perfectas, y se vio a sí mismo verificándolo milímetro a milímetro. Segovia dobló la fotografía y la guardó en la bolsa de la chamarra.

—¿Qué más encontraste?

La alegría de El Santi se evaporó de pronto. Sacó de la bolsa de su camisa una hoja cuadriculada. Sin desdoblarla se la entregó al comandante. Segovia la abrió y le costó trabajo comprender que estaba leyendo su propio nombre, así como la dirección de su casa. Alguien le había puesto precio a su cabeza. Con asesinato del Cíclope Chino había escapado de una muerte segura y de una certera meada en la cara.

—Al parecer estoy en la lista negra —dijo, tratando de no ponerse nervioso.

Picho y El Santi se quedaron mirándolo, sin saber qué decirle.

—El Remolcador sigue sin aparecer —dijo por fin El Santi.

—Sigue buscándolo.

 

Averno habitaba un húmedo cuartucho de azotea en un edificio de Santa María la Rivera, a pocas cuadras del Kiosco morisco. Picho golpeó con fuerza la puerta de lámina, pero nadie respondió. Se quedaron un rato más en la azotea, cubriéndose del sol debajo de un viejo tejado. Quince minutos después llegó Averno, sosteniendo una bolsa de mandado. Al ver a Segovia se sobresaltó. Dejó caer la bolsa y trató de huir, pero Picho le salió por detrás.

—Así que el Cíclope no tenía enemigos, cabrón —le gritó Picho.

Averno buscó refugió detrás unos lavaderos.

—¿Por qué no me dijiste que El Remolcador y el Cíclope se pelaron antes de la función? —preguntó Segovia.

—No quería meterme en broncas, jefe.

 —Pues ya te metiste, galán. Te voy a acusar de complicidad y de obstrucción de la justicia. ¿Por qué se pelearon?

—Siempre que se encontraban se daban de madrazos.

—¿Quién empezó la bronca?

—El Remolcador. Cuando nos bajamos del coche ya lo estaba esperando. Descontó al Cíclope y aventó a su novia. Después se…

—Tampoco me dijiste que el Cíclope venía con su novia—dijo Segovia tomándolo por el cuello de la camisa—. ¿Qué pasó después?

—Los separamos y el Remolcador le dijo lo iba a matar.

—¿Estás seguro que lo amenazó de muerte?

 —Se lo juro, jefe.

—¿Qué hicieron después?

—Cada quien se fue a su vestidor.

—¿Ésta es la novia del Cíclope? —Segovia le mostró la fotografía que El Santi había encontrado.

—Sí, jefe, esa es.

—¿Cómo se llama?

—Aida…

—¿Aida qué?

—No sé, jefe.

—¿Dónde vive?

—No sé.

—¿Qué hizo ella después del pleito?

—Se fue a ver la función.

—¿Qué hizo cuando terminó la lucha?

—No lo sé, jefe, yo me fui a cambiar. De seguro fue a buscar al Cíclope a su vestidor.

—Como no confío en ti nos vas a acompañar a la Procuraduría hasta que esto se aclare…

Picho iba a esposar al luchador cuando sonó el teléfono celular del comandante. Era El Santi.

El Remolcador acaba de llegar a su casa.

—Te salvó la campana, galán. Mañana te espero en mi oficina.

 

Al comandante Arturo F. Segovia le sorprendió mucho que El Remolcador, cuyo nombre verdadero era Thimothy Dalton, los hubiera invitado a pasar a su departamento con una amabilidad insospechada. A pesar de sus pequeñas dimensiones, el lugar resultaba acogedor y contrastaba con la impactante carrocería del luchador, quien en un par de zancadas llegaba a la cocina y al baño. Les ofreció algo de beber pero los dos agentes declinaron el ofrecimiento. El Remolcador ya no traía puestos los lentes de contacto que convertían sus ojos en dos círculos dorados. Llevaba puesta una ajustada playera amarilla, sin mangas. En ambos hombros tenía tatuajes de formas caprichosas. El Remolcador se acercó a una ventana que estaba abierta y comenzó a fumar.

            —Voy a ir al grano, Remolcador. Eres sospechoso de haber matado al Cíclope Chino. Sabemos que te peleaste con él la noche del crimen y que lo amenazaste de muerte…

            —Esa noche lo fui a buscar a la arena para aclarar un asunto.

            —¿Qué asunto?

            —Una de sus viejas me dejó un recado en el celular.

            El Remolcador tomó un teléfono celular que estaba sobre una mesa. Tecleó su clave personal y buscó el mensaje. Le extendió al comandante el aparato para que escuchara:

            —Pinche puto, si eres tan hombre ven a buscarle la cara al Cíclope Chino, tu mero padre, cabrón… Te espera el viernes en el estacionamiento. Maricón de mierda.

            La llamada se había efectuado desde un teléfono público y la voz, quizá disimulada por un pañuelo, no permitía saber si era de hombre o de mujer.

            —Y por este mensaje le fuiste a partir la madre…

            —No era la primera vez que lo hacía. Siempre metía a sus mujeres.

—¿Dónde estuviste estos días?

            —En Puebla. Fui a ver a mi madre.

            El Remolcador sacó de su cartera un par de boletos de autobús.

            —¿Te fuiste a Puebla después de la función?

            —Me gusta viajar de noche. Y como puede ver en el boleto regresé hace un rato.

—Si esa noche no luchaste, ¿qué estabas haciendo en los vestidores? Yo mismo te vi salir al término de la función.

—Fui a ver la función y luego me dieron ganas de ir al baño…

—Y después mataste al Cíclope…—dijo Picho.

—¿Cómo le aplicaste el martinete?—preguntó Segovia.

—No, no. Después del pleito no lo volví a ver. Tengo lastimada la espalda. No puedo levantar nada.

            —¿Dónde están las botas que traías el día de la función?

            El Remolcador señaló hacia una de las recámaras. Picho entró a la habitación y encontró el par de botas dentro de un armario. A excepción de las espuelas, que el Remolcador había guardado en un buró, los estoperoles y las cadenas estaban completos. Los dos agentes se alejaron hacia un rincón y Segovia le mostró las botas a Picho.

            —No les falta ningún estoperol. Aunque pudo haberlas arreglado después. Quizá se lastimó la espalda después de levantar al Cíclope.

           

La investigación había llegado a un punto muerto. El Remolcador efectivamente estaba lastimado de la espalda, de acuerdo con la revisión médica a que fue sometido. Era una lesión que se había causado mientras entrenaba en el gimnasio, una semana antes del homicidio, hecho que demostró entregando un comprobante médico. Dentro del vestidor, además del estoperol y el par de astillas que fueron encontradas, se localizaron algunos cabellos del Cíclope Chino así como de al menos cinco personas más, pero ninguno pertenecía al Remolcador. La prueba forense más contundente reveló que nadie había levantado al Cíclope Chino. El cuerpo del occiso no presentaba huellas de forcejeo alguno. Un fantasma le había aplicado el martinete.

Averno y el Remolcador pasaron la prueba del detector de mentiras,  y fueron puestos en libertad.

            En prevención de algún atentado, el comandante Segovia se había mudado a un hotel. Dormía con la pistola debajo de la almohada, como en las películas. Se sentía ridículo haciendo eso, pero en realidad tenía miedo. Acostado en la cama del Hotel Atlante, ubicado en avenida Martí, esperaba la llamada de El Santi, quien en esos momentos averiguaba la dirección de Aida, quizá la última persona que vio con vida al Cíclope Chino. Posiblemente ella había visto o sabía algo. Necesitaban algo, una pista que destrabara la investigación.

Una hora más tarde, El Santi se reportó para informarle que la novia del Cíclope Chino, Aida Ferrer, trabajaba como edecán en una feria de muebles en el World Trade Center. Segovia tomó su arma, se puso la chamarra y salió del hotel. Una vez en la feria, con sólo verle el cuerpo supo que era ella. Repartía volantes a los visitantes y se retrataba con algunos curiosos. La fotografía que El Santi había encontrado en casa del Cíclope Chino no le hacía justicia. Aida Ferrer medía un metro con setenta y cinco centímetros. Poseía un rostro de cutis perfecto y facciones finas, apenas maquillado, que denotaba cierto aire de inocencia que se desvanecía al contemplar las circunferencias de su cuerpo saludable, diseñado para pertenecer a una edecán. Segovia la abordó haciendo gala de sus mejores modales. Aida lo miró de arriba abajo, con una sonrisa sarcástica. Supuso que el comandante era otro manolarga que intentaba hacerle la plática para acostarse con ella.

            —Lo siento. No podemos aceptar ninguna invitación de los visitantes—. Aida le dio la espalda y continúo repartiendo los volantes.

Segovia sonrió. Sacó su placa de la procuraduría y se la mostró. Entonces Aida Ferrer se puso seria.

            —Sólo quiero hacerte unas preguntas sobre Gervasio Gómez, tu novio.

El comandante le sugirió que fueran a tomarse un café, con el ánimo de tranquilizarla. Dentro de la feria había una cafetería. Un mesero les tomó la orden y el comandante pensó que salir con una mujer como Aida Ferrer debía ser casi una hazaña. ¿Cuánto dinero ganaría un luchador? ¿Bastaría su sueldo de policía judicial para tener contenta a una mujer como Aida Ferrer?

            —Háblame de Gervasio, el Cíclope Chino.     

            Los ojos de Aida Ferrer se llenaron de lágrimas que trató de detener para que no le descorrieran el maquillaje.

—Lo amaba como a nadie… —dijo entre sollozos.

—¿Cuándo lo viste vivo por última vez?

—El viernes, en la función.

—¿Conoces al Demoledor?

—Sí, es un hijo de la chingada que siempre quiso matar a Gervasio.

—¿Estuvo él en la arena el día de la función?

—Sí, ese día se pelearon en el estacionamiento. Le dijo que iba a matarlo y cumplió su palabra.

—¿Qué pasó después?

—Cuando terminó la lucha fui a felicitar a Gervasio, pero discutimos porque se estaba metiendo una línea de coca. No soportaba verlo drogado.

            —¿Y luego?

—Me fui a mi casa.

—¿Cómo te enteraste de la muerte de tu novio?

—Vi la noticia por la televisión, esa misma noche.

—¿Notaste algo extraño antes y después de salir del vestidor?

            —El Demoledor andaba afuera de los vestidores, pero iba tan encabronada que hasta me dieron ganas de pedirle que le rompiera la madre, por coco.

            —¿Hace cuánto que salías con Gervasio?

            —Llevábamos año y medio.

            —¿Qué hacía una mujer tan hermosa como tú con un tipo como él?

            —¿Eso que tiene que ver en la investigación? —preguntó, indignada.

            Segovia comprendió que la pregunta estaba fuera de lugar, pero la había lanzado para ver si saber si existía un método eficaz para atraer mujeres como Aida Ferrer.

            —Todo tiene que ver en la investigación, Aida.

            Aida se tomó su tiempo. Levantó su taza de café capuccino, dio un largo sorbo y miró a sus alrededor:

—Me gustaba por ser un hombre de a de veras.

            “Bueno, por ese lado creo que sí califico”, pensó el comandante.

            —¿Puedes ser más explícita?

            —Era un hombre completito. Incansable. ¿Me entiendes?

            Segovia asintió al tiempo que recorrió de un vistazo los enormes seños de Aida Ferrer.

            —¿Sabes si tenía enemigos?

            —No que yo sepa.

            —No quiero incomodarte pero tu novio tenía relaciones con otras mujeres, ¿lo sabías?

            Los ojos de Aida Ferrer se quedaron fijos en los del comandante. Segovia percibió un estremecimiento en sus senos. En la mirada de Aida Ferrer se dibujó la cólera.

            —Otro de sus pinches vicios. A pesar de hacer mucho ejercicio y dárselas de muy sanote quién sabe por qué carajos le gustaban tanto las putas…

            —¿Sabes que estaba infectado de VIH?

            El rostro de Aida se transformó en una mueca lastimera llena de terror.

            —¿Qué está diciendo?

            —Tu novio tenía VIH. Más vale que te hagas una prueba lo antes posible. En caso de ser necesario regresaré para hacerte más preguntas. ¿Dónde vives?

            Tras anotar en una servilleta el domicilio de Aida Ferrer, Arturo F. Segovia salió de la feria y se marchó de vuelta a la procuraduría. “Esta vieja no pudo matarlo”, concluyó.

La investigación continuaba bloqueada. Sin salidas posibles y lógicas, no quedaba más que esperar una señal o un golpe de suerte.     

 

Esa noche, en el hotel Atlante, Segovia se dio cuenta que llevaba tres días sin ir a su casa. El papel donde había leído su nombre aparecía en su mente como una señal macabra que lo asustaba. Jamás había deseado la profesión de policía judicial. Soñó alguna vez con trabajar en un bufete de renombre pero el destino lo había exiliado en la isla podrida de la impartición de justicia, en la trinchera, cerca de los madrazos. No era la primera vez que su vida corría peligro. En otras ocasiones y gracias a sus compañeros de armas, ninguna bala lo había alcanzado aún, pero sabía que sólo era cuestión de tiempo. Se levantó de la cama King-size y fue a lavarse los dientes para dormirse de una vez. Encendió la luz del baño y luego de echarse agua en la cara se dejó caer sobre una pequeña banca de madera. Repasó de nuevo los pocos elementos de que disponía. ¿Quién había levantado al Cíclope Chino para aplicarle el martinete? ¿Por dónde había escapado el asesino? Pensó en el pequeño vestidor, en la ventanilla enrejada, en los objetos personales del luchador. A su mente llegó la imagen del Cíclope Chino descendiendo por la escalinata, presumiendo sus músculos, el salto por encima de la tercera cuerda, las maromas mortales y la facilidad con que se había puesto de cabeza. ¿Si el estoperol no era de las botas del Remolcador, qué hacía dentro del vestidor del Cíclope Chino? ¿Quién lo había dejado allí? Recordó el par de astillas. Hasta ese momento no había pensado en ellas. ¿Le habrían roto las cervicales con una tranca? Quizá el Remolcador no pudo cargarlo, pero sí acomodarle un palazo en la nuca. Al levantarse de la banca, la vieja madera rechinó agudamente. El crujido sonó como la queja de un anciano que está siendo aplastado arriba del transporte público. Entonces se le ocurrió una idea. El latigazo de su hipótesis lo dejó perplejo unos instantes. Salió del baño a toda prisa, descolgó el teléfono del buró y llamó a El Santi, quien contestó casi de inmediato. Le dijo que pasara por él cuanto antes, pues sabía quién era el asesino del Cíclope Chino. Cuando colgó, tomó su chamarra del colgador de detrás de la puerta y salió al estrecho pasillo. De camino al elevador la idea le pareció absurda, pero en el fondo lo que más deseaba era dormir en su propia cama esa misma noche. Se arriesgaría a hacer el ridículo. “¿Quién iba a pensar que el pendejo del Cíclope Chino se mató solito?”, pensó.

 

El periódico La Tribuna destacó en su primera plana la aprehensión del autor intelectual y material del asesinato del Cíclope Chino. Sin embargo, muy lejos estaba el comandante Arturo F. Segovia de desarticular la nebulosa y escurridiza banda de sicarios. Aunque parecía increíble la forma en que había muerto el luchador, no quedaban dudas de la culpabilidad de Aida Ferrer, quien desde la ventanilla de prácticas de Santa Martha Acatitla confesó que, al realizarse un estudio de rutina, le informaron que por su sangre fluía el virus del VIH. Aterrada primero por el oscuro panorama que la vida le deparaba, Aida Ferrer encontró en la venganza el antídoto que no le daría la ciencia médica. Con destreza y habilidad liquidó a un hombre que pesaba noventa kilos más que ella.

Mientras Segovia y El Santi entraban de madrugada al edificio contiguo a la arena, Picho aguardaba afuera del domicilio de Aida Ferrer, a la espera de la orden del comandante para presentarla como indiciada ante el ministerio público. Con no pocos trabajos lograron colarse a la azotea y justo debajo de la ventanilla enrejada del vestidor que había ocupado el Cíclope Chino, hallaron los restos de una pequeña banca de madera que correspondía a las astillas halladas en la escena del crimen. Segovia llamó a Picho, quien minutos después trasladó a Aida Ferrer a las instalaciones de la Procuraduría. Cuando inició el último y definitivo interrogatorio, Segovia admiró la sangre fría de la mujer y su habilidad para mentir y no caer en contradicciones. Pero ya el comandante sabía bien por dónde apretar y lo hizo poco a poco para no tener ninguna duda.

—Te contagió el VIH y le ibas a cobrar sus infidelidades. No sé cómo le habrás hecho, pero de alguna manera lo convenciste de que se pusiera de cabeza sobre la banca de madera que ya habías aflojado. Y así lo mataste. Se aplicó el martinete él sólo y su propio peso hizo el resto. Después echaste los pedazos de la banca por la ventanilla, y tiraste un estoperol, para incriminar al Demoledor. Te apuesto a que fuiste tú quien lo llamó para que fuera a la arena esa noche. Mi única duda es por qué se puso de cabeza. ¿Qué le dijiste?

Aida Ferrer se tomó su tiempo para contestar. Suspiró antes de que las lágrimas le resbalaran por el rostro y dijo: “Le dije que hiciéramos el amor dentro del vestidor” “¿Y luego?, insistió el comandante. “Siempre, antes de tener relaciones, Gervasio se ponía de cabeza porque según él, cuando la sangre le subía de golpe a la cabeza, cogía con más ganas”.

 

Acostado sobre su cama, el comandante Arturo F. Segovia pensaba que aún no habían conseguido herirlo. Había esquivado al Cíclope Chino por una casualidad que quizá jamás volvería a aparecer en su camino. Faltaba mucho por hacer y sicarios sobraban en toda la ciudad. Tenía demasiadas preguntas al respecto, muchos quiénes y muchos dóndes y muchos cómos, pero esa noche no hallaría las respuestas ni se le antojaba hacerlo. Sólo quería dormir y soñar con esa hermosa casa que se le aparecía en sueños, y no con el interminable laberinto de estaciones del metro de donde nunca podía salir. Tres horas y media después, soñaba candentemente con una mujer que jamás había visto, pero a quien él llamaba Aida.

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