Un cuento de Felipe Ríos Baeza

Felipe RíosEn el marco de la antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos un cuento de Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escribe cuento y ensayo. Estudió el Doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.

 

 

Arpegio

 

 

Cosa no hay por mínima que sea

que no quiera tener perenne estado

Camöens

 

Para comprender, me destruí.

Comprender es olvidarse de amar.

Pessoa

 

Se llamaba Greta

como la famosa actriz

ni tan rubia

ni tan suelta

ni tan frágil

ni tan falta de complejos

ni tan ágil de reflejos

ni tan llena de carmín

Pedro Guerra

 

1

 

De espaldas en la cama. De espaldas, sin camisa y con un Gitanes encendido. De espaldas y fumando, enredado en las sábanas, Bernardo Subirats escucha cómo se acaba un viejo disco de Leonard Cohen, then love itself, love itself was gone, y sobreviene de pronto el pretérito en las formas de Greta, su espalda blanca recortada por el vestido rojo perdiéndose en dirección a las escaleras, al fondo del pasillo, y él desde la puerta susurrando otro quédate hondo y lastimero, un quédate que ya no ruega, hasta que ambos acaban por darle la espalda a todo y a todos, y regresan del corazón a sus asuntos, como si nada.

Así de sencillo. Hace un rato, Greta Lindberg, la Sueca, la flamante mademoiselle G., ha dicho bye, bye. Para Subirats sólo queda la estela, apenas el aroma de una película de Alain Tanner, una novela escrita juntos, y sobre todo el trino de su guitarra, guardada en un estuche negro y duro y ahora arrumbada en el rincón junto a la ventana.

No ha sido Greta, sino su espalda la que le ha dicho adiós. Para Subirats, la Sueca fue un amor importante. También, la mejor escritora que ha conocido. Fue ella quien le propuso escribir –a dos, a cuatro manos– una novela llamada Adagio, la primera de una trilogía que comprendería los títulos consecutivos de Molto vivace y Allegro ma non troppo. Adagio era la historia de un hombre mayor, recién jubilado, quien al organizar el ático de su casa descubre el ajado diario de vida de una antigua inquilina, una adolescente que se había embarazado del más fugitivo de sus amigos. Esa novela, que escribieron con mucho punsch y cerveza y veintipocos años en el cuerpo durante todo un verano en Varberg, se ambientaba en Lisboa, una ciudad que no conocían pero que les había llegado imantada por la fascinación que Tabucchi y que Tanner le habían impreso. Ahora, Subirats no recuerda si el anciano encontraba a la muchacha. Tampoco si se quedaba con ella o con su hijo, o si el hijo aparecía como personaje en la novela y buscaba a su padre, topándose, en el último capítulo, con el anciano. En fin, no estaba entre los deseos inmediatos de Bernardo recuperar esa novela del fondo del cajón. Lo único que parece importar es que la mitología que hicieron de Lisboa se desmoronó justo en el minuto en que Subirats decidió viajar desde España a Portugal y proponerle a mademoiselle G. que vivieran juntos.

Porque ahora es octubre y es otoño y es Lisboa, niebla y chocolate, pan horneado, charcos en las calles, y es un avión que la está devolviendo en este minuto a Göteborg, de donde vino únicamente para marcharse, con ese vestido rojo y esa calma. Bernardo Subirats ya no respirará de su boca el olor a cerveza y caramelo, le quedará sonando por algún tiempo la melodía que canturreaba al acomodarse los pechos de regreso al sujetador, leerá sus viejas cartas como quien descifra un mapa, paseará con la bicicleta cromada por los alrededores de la Praça Luís de Camões. Esperará el olvido. Aguantará hasta el olvido.

 

2

 

Greta esperó un año para dejar su Suecia natal y marcharse a Lisboa. En ese lapso, no se hablaron nunca por teléfono –ambos repudiaban ese aparato que altera las voces y suprime las distancias–. En cambio, prometieron escribirse cartas llenas de cursilerías y groserías y tropelías. Durante ese año, las cartas de la Sueca fueron siempre una buena noticia para Bernardo. Hablaban de Göteborg con un cariño que Subirats no sentía por Barcelona y eran profusas en recetas de cocina, monumentos locales, poetas olvidados en el mar o en el desierto, escrituras y lecturas atrasadas. Leer a Greta era leer a una mujer siempre al borde del abismo, como si el tiempo no le alcanzara para componer todas las canciones y escribir todos los poemarios que bullían en su cabeza.

Greta Lindberg se levantaba a las cuatro de la madrugada para leer, acompañada únicamente de una frazada y un tazón de té negro sin azúcar. Se bañaba, se jabonaba sin pudores en la ducha, se ataba un pañuelo a la cabeza y se iba a la facultad. En el período en que comenzaron a sostener correspondencia regular, andaba loca por escribir novelas de ciencia ficción, aunque sin aprender ninguno de los códigos que las gobiernan. Hablaba de cruentas rebeliones de robots y de la imposibilidad de viajar a otros planetas porque ya habían sido degradados antes que la Tierra. Como creía mejor que Subirats en su destino de escritora, juraba que moriría sin descendencia y que no se ataría jamás a hombre alguno hasta bien entrada la cuarentena. A esa edad, decía, vendría su decadencia, la culpa, la amargura, y alguien tendría que cuidarla.

            Por un segundo, sólo por un ínfimo, diminuto segundo, Bernardo estuvo a punto de levantar la mano y ofrecerse para hacerlo. Pero se descubrió teniendo bien aceitados los mecanismos de defensa.

 

3

 

Una vez, Greta le envió a Subirats una cinta con dos canciones que había compuesto en el lapso de una semana. La primera se llamaba «Tempestad» y la segunda llevaba sus iniciales, «B & G». Las había registrado en una vieja grabadora sentada a los pies de su cama, con la guitarra sobre el muslo izquierdo, según narraba con voz divertida al principio de la cinta. La primera hablaba del paso del tiempo que se lleva algunas cosas, las mejores, y deja otras que sólo ayudan a sacar las cuentas del desastre. La segunda decía que no podía amarlo estando lejos, pero que creía que estando cerca todo se derrumbaría.

            Bernardo cometió la primera de las muchas imprudencias de la relación. Le escribió una carta de cuatro folios intentando persuadirla de lo contrario. Al mes siguiente, ya estaba recibiéndola en el aeropuerto de Portela con dos enormes maletas,  varias cajas con libros y su guitarra al hombro. «Salir sin mi guitarra es como salir sin aretes», le dijo una vez. Ahora Subirats mira esa guitarra arrumbada en su departamento de Portugal. Al parecer, luego de ese amor, Greta se acostumbró a andar por la vida sin alhajas.

Cuando Greta llegó a vivir con Bernardo, ambos sabían que aquello tendría fecha de caducidad. El noble papel aguanta todo (carta de amor igual a carta suicida), pero otra cosa es lidiar cada mañana y cada noche con saludos obligatorios, con panoramas forzosos, con diálogos que Subirats no tenía costumbre de entablar. Y es que se hablaban mejor escribiendo. Y es que escribiendo todo parecía someterse a un orden esperanzador. Cuando el vértigo de la vida cotidiana se volvió intolerable, ambos se hicieron el propósito de escribirse aunque estuvieran en la misma casa. Las notas empezaron a inundar la puerta del refrigerador, la puerta del baño, la puerta de entrada, y las palabras de antaño ya no fueron puertas, sino canceles.

 

4

 

A menudo Greta sacaba su guitarra y entonaba a Cohen, a Dylan, algunos temas de cantantes suecas, como Emilia Rydberg, y otros que ella misma había compuesto, pero en ninguna de esas canciones su voz sonaba como en la cinta. A ratos pulsaba únicamente un arpegio. Hacía el acorde de la menor, lo tocaba, ascendente y descendente, jugaba con una escala sobre esa nota, aceleraba el proceso y después lo dejaba. Subirats pensó, de golpe, que ésa era la metáfora perfecta de su relación: un arpegio en la menor de una canción de Leonard Cohen.

Sin embargo, hubo un tiempo, entre que terminaban Adagio y Bernardo estaba por marcharse a Portugal, en el cual tuvieron entre las manos algo parecido a la felicidad. Una llama apenas, un Aleph delicadísimo. Cotidianeidades, escritores por descubrir, tranvías en los que se colaban por la puerta trasera ante la falta de monedas; noches en las que, mientras ella encendía otro cigarrillo y se frotaba los ojos por el humo, él dibujaba con una pluma halcones, serpientes, jaguares en su vientre, justo sobre el monte de Venus. De fondo, Cohen cantaba eso de well I see you there with a rose in your theet, una y otra vez, la canción perfecta para no levantarse, para acariciar los lomos de todos los libros que todavía no habían leído, y volver al amor.

El hombro blanquísimo de ella recortaba el estuche negro de su guitarra. El silencio era un regalo. Pero a veces Greta se ponía a hablar con una suave voz nasal acerca de sus manías y sus complejos, de su relectura de Requiem, de Tabucchi, de no hacer planes para el futuro sino para el pasado –no aceptaba las cosas como fueron, como Subirats no las acepta ahora y por eso autofabula un pasado probable–. Él prefería el silencio para que ella estuviera sin estar, pero Greta insistía en que si habían coincidido en ese habitáculo, debían hablar.

Quiso darle algunos toques hogareños a esa room of one’s own que hacía un mes él había alquilado para sí y para dos gatos que recogió en la Rua Serpa Pinto, a un costado del Teatro Nacional. El primer toque era, precisamente, echar a los gatos a la calle. «Soy alérgica», le dijo al entrar, «estos gatos no pueden andar por toda la casa». Sobre la cama, Subirats había colgado un letrero con consignas de mayo del 68, que releídas a la luz del siglo xxi daban vergüenza y ganas de llorar. «La sociedad es una flor carnívora»; «decreto el estado de felicidad permanente»; «el arte ha muerto: liberemos nuestra vida cotidiana»… Bernardo le indicó una frase precisa de la lista. A regañadientes, ella acabó por comprender: en el Imperio del Cuarto Propio estaba prohibido prohibir.

Aparte de los gatos, Greta no solía criticar demasiadas cosas. Cuando escribía cuentos o canciones, Bernardo procuraba no hacer ruido e irse a otro cuarto a lo mismo, o bien salía a vagabundear por una Lisboa espléndida en invierno, a riesgo de convertirse irreprochablemente en un personaje de novela. 

 

5

 

Y estaban los viajes, que ella disfrutaba tanto como él. Subirats había viajado siempre con una maleta grande, donde metía su ropa y muchos libros. Pero pasado un tiempo, hasta el peso de los volúmenes se le hizo insoportable, así que Greta le enseñó a no cargar más de tres o cuatro, inventando un modo curioso para deshacerse de ellos: dejarlos justo en el sitio donde acabara de leerlos. Ese sistema les divertía. Les gustaba pensar que el próximo que reservara el cuarto de hotel donde ellos se habían hospedado, o se sentara en la banca de aquella plaza, o entrara al último cubículo del baño de aquel bar, se extrañaría al encontrar un libro subrayado.

Era estimulante pensar qué destino tendrían los libros que abandonaban. ¿Los cargaría alguien por todo el lugar preguntando «son suyos, son suyos»?, ¿los dejaría en el mismo sitio?, ¿se los llevaría, no sin cierta culpa? Una sola vez Greta y Bernardo se quedaron a constatar el destino de un libro. Fue durante un viaje extenuante que hicieron por Sudamérica, desde Caracas hasta Buenos Aires, del que regresaron con diez dólares en el bolsillo y diez kilos de menos. Ocurrió en una banca del Parque Bustamante, en Santiago de Chile, uno de los parques más hermosos en los que ambos se hubieran sentado a leer. Abandonaron allí, a su suerte, un ejemplar de La dama del perrito y otros cuentos y se pusieron a fumar en la banca de enfrente. Al momento pasó un hombre de mediana estatura, robusto, de anteojos estrafalarios. Tenía la boca hundida en una bufanda escocesa y las manos abrigadas en los bolsillos. Se detuvo. Contempló la portada. Miro a todos lados. Levantó el libro, un ejemplar pequeño con un dibujo horrible de la dama en cuestión, lo hojeó y se lo metió al bolsillo. «Que aproveche», celebraron.

Pero después una mujer gritó su nombre desde la terraza de una cafetería, «¡Federico, Federico!». Al hombre se le iluminó la cara, y devolvió el libro donde estaba. «Cómo estás, Paulina», le escucharon decir a Federico, sentándose delante de ella. Parecían felices. Eran felices, con un café y un cigarrillo cuyos humos cortaban el aire del invierno santiaguino. No, ellos no hacían tonterías con los libros. Tampoco escribían pensando que así podrían descifrar el secreto de la vida. Se tenían el uno al otro, y con eso bastaba.

Y allí, como un cuento ruso en una noche blanca, acabó todo. No sólo se había roto la oportunidad única de que los destinos de Gurov y Ana Sergeyevna se cruzaran otra vez, sino el gusto que sentían por ese tipo de cosas. Greta lo notó y escondió la cara entre las manos. Bernardo echó la colilla al suelo y la piso hasta hacerla añicos. Más hubiera valido ver el libro de Chéjov bajo algún temporal, deslavando su tinta, taponando una coladera. La indignación fue tal que ya nunca más se quedaron a averiguar qué destino tendrían los libros que desamparaban.

Para qué hablar de los libros: ellos mismos acabaron desamparándose.

 

6

 

Después de ese viaje a Chile, volvieron a Portugal con un agujero en el lugar del corazón. Aunque él estaba bien allí, subrayando libros y oyendo discos, y sintiendo una que otra noche cómo los muslos de Greta lo aprisionaban a la cama, pronto se descubrió sin poder salir a la calle, o del país, a la hora que quisiera y cuando quisiera. Ella, en cambio, se sorprendió ocultándole los nombres de sus amigos, las cartas de otros sujetos, el panorama sin él los sábados por la noche. Greta se convertía, con sus guisados y sus recriminaciones, en una figura que Bernardo pretendía dejar atrás, en su pequeña casita de Travessera de Dalt, en Barcelona, una figura de canas y delantal de flores. Él se convertía, para ella, en el prototipo indigno del gigante bajo el dintel, con los brazos cruzados, preguntando quién era ese muchacho que le silbaba en la ventana y la esperaba abajo.

Una mañana, mientras Subirats preparaba un desayuno muy frugal y ella tocaba la guitarra, la felicidad terminó por agriarse: la oía con gusto, pero creyó preferir a la Greta de la grabación, una Greta a la distancia. Creyó comprender, finalmente, que lo suyo no era más que un arpegio en la menor.

Antes de salirse a la calle a pensar, Bernardo respetó el acuerdo de las anotaciones y apuntó en un papel una frase de George Steiner, a quien había leído poco y mal: «Los árboles tienen raíces, yo tengo piernas». Se la dejó en la mesa de la cocina. Por la tarde, regresó a encontrarse con lo esperado: el armario, los cajones, la ilusión, todo vacío. Los libros de Greta se habían esfumado, quién sabe si en una banca de plaza o en el baño de un bar. Al modo clásico, en respuesta a su cita de Steiner, Bernardo encontró una nota apoyada en el florero de la mesa: «No tengo frases artificiales para darte, sino un mensaje: el muchacho de la calle, el que silba en la ventana, se llama Thiago y me voy con él a Cuba. Viviré como cubana, a ver qué se siente. Te escribiré, lo prometo, pero no me sigas. Y si me sigues, avísame con tiempo para escapar».

Pegó la curiosa nota de adiós en su tablero de consignas de mayo del 68. Sin duda, Greta Lindberg seguía siendo una escritora espléndida.

 

7

 

Y es aquí donde el derrotero de Greta se acelera, se estanca, se retrasa. Las primeras cartas que le llegaron a Bernardo estaban fechadas en La Habana y en Pinar del Río. La Sueca había comenzado a hacer trabajo comunitario. Iba todas las mañanas al río Guamá a lavar la ropa a palazos, con una sola pastilla de jabón que compartía con otras quince cubanas, y luego se regresaba a alfabetizar a los trabajadores de las tabacaleras. Su dieta consistía en arroz, frijoles y plátanos fritos, y vivía con Thiago en una azotea de la calle Tulipán. «Lo que más me agobia no es el hambre ni el trabajo: son las tardes eternas en las que nada ocurre», le contaba a Bernardo. «Es la costumbre del tedio. Y es también la costumbre de acostumbrarse a todo: el otro día vi a dos cubanitos haciendo el amor en el descanso de la escalera, cubiertos por una frazada que apenas les tapaba la espalda. La gente pasaba, los miraba como si se tratara de dos perros, y seguía su rumbo. Increíble». Subirats leía sus cartas en caliente, apenas le llegaban, y luego las releía con más calma sentado en una banca de la Praça Luís de Camões. Le divertía que todo fuera para Greta una sorpresa, un regalo, una bofetada, una maldición. Pero de la divertida crónica urbana dio paso, con los meses, a los párrafos definitorios. «No niego que a veces quisiera comprobar si el dorado del horizonte, que contemplo al ponerse el sol en el Caribe, es el mismo que tu verías»; «un nieto de Roberto Faz me ha enseñado a tocar sones, guaraches y danzones, y sobre esos ritmos he compuesto algunos temas. Me encantaría que los oyeras, sobre todo aquel que dice: “Se quedó solo el poeta/a la luz de las velas/sin tener más recetas/para cocinar sus novelas”». 

Meses después llegó su última carta cubana. Era muy breve, apenas un folio. Allí contaba que luego de una clase de alfabetización, mientras guardaba en su morral el cuaderno y los libros de texto, uno de los trabajadores de la tabacalera se acercó por detrás y apretó su cuerpo contra el suyo. Le echó su aliento a ron barato al oído. Alabó su belleza. Dijo que le gustaba su acento, su piel blanca y sus cabellos rubios, y comenzó a acariciarla. Greta dudó un minuto, pero acabó acostándose con él en la trastienda de la fábrica. Se lo contaba a Bernardo porque no tenía a quién decírselo, pero agregaba: «Piensa lo que quieras de mí», como si en el arrepentimiento encontrara, a su vez, la redención y la excusa perfecta para dejar a Thiago.

Al haber cedido a la presión del cubano, Greta había roto un código muy privado y muy extraño, que a Bernardo le costaba comprender: las ciudades ya no son tan hermosas cuando se han cometido en ellas algunas faltas. En cualquier caso, la ecuanimidad no era una de las virtudes de Subirats, y se alegró de que hubiera cambiado a Thiago por el trabajador de la tabacalera. Lo que en cambio le produjo una profunda tristeza fue que aún estuviera resolviendo sus errores con huidas. «Me voy a Canadá. No puedo ni quiero decirte más», concluía. Así que en los siguientes meses, Bernardo recibió cartas de Quebec, de Trois-Rivières y Montréal. Greta alababa el orden de los canadienses, aunque lo consideraba «enfermizo». Comentaba que se quedaba horas enteras observando a los mendigos que dormían al interior de los cajeros automáticos. «Nadie tiene reglas tan fijas como los vagabundos: se despiertan a la misma hora, rastrean en los mismos botes de basura, organizan sus cachivaches con una minuciosidad de relojero. Son magníficos. Ya no quiero ser escritora, Bernardo, quiero ser una clochard».

Por un momento, Subirats imaginó a la Sueca en la miseria, cargando bolsas llenas de papel picado y trapos sucios, pidiendo limosna en los semáforos. Le resultaba divertido fabular a partir de los leves detalles que ella deslizaba en sus cartas. De hecho le eran útiles, pues por esas fechas él había comenzado a tomar apuntes para una novela-río que nunca llegó a escribir, pero que llevaría por título una inicial: G. No describiría a Greta, sino la persona en la que nunca iba a convertirse; la única salida, a la fin, de los amantes envidiosos.

Sin embargo, a un año de la despedida, Bernardo ya no podía seguir viviendo de evocaciones, y las cartas empezaron a dilatarse en el tiempo hasta que finalmente desaparecieron. En las últimas contaba que había conocido a Edouard, un canadiense de Ottawa muy alto, muy rubio, muy caballeroso, aunque un pésimo amante que compensaba su insipidez en la cama con el pago de los caprichos de Greta en los restaurantes y las discotecas de moda. Edouard quería casarse con mademoiselle G., pero Greta comenzó a llevarse bien con la ex novia de él, Valérie, quien le habló de problemas aún más serios que la disfunción. Le contó que Edouard estaba fichado por la policía por tenencia de marihuana. Había pasado varios meses en un centro de rehabilitación por consumo de metilendioximetanfetamina. Si bien Greta pensó en un comienzo que Valérie le decía todo eso para regresar con Edouard, pronto descubrió que deseaba sinceramente protegerla de un adicto. Sin embargo, un día el muchacho se enteró y regresó a casa de Greta con la mano ensangrentada y temblorosa. «Es una historia muy triste, muy triste», contaba en la carta: «Edouard le ha desfigurado la cara a Valérie. Y ha sido por mi culpa».

Después del episodio con Edouard, quiso marcharse a trabajar de camarera a Las Vegas. ¿Lo hizo, no lo hizo? Es ahí donde Bernardo le pierde la pista, o no desea recordar. Por ese entonces, aunque no estaba en condiciones de mantener relación alguna, Subirats había conocido a Luciana, una artista plástica portuguesa con la que pudo congeniar. Luciana quería realizar una obra muy parecida a la de Edward Hopper, pero con escenas lusitanas. Se hablaron por primera vez cuando ella cargaba una maleta en el metro de Lisboa, y todo acabó cuando llegó a su departamento con esa misma maleta y una sonrisa tendenciosa. Después, Bernardo viajó por la Republica checa y por Polonia en compañía de una chica negra, una etiope hermosísima que conoció en el avión de ida y que sólo hablaba amárico y francés. Luego del viaje, se dijeron adiós en el aeropuerto de Varsovia y nunca más volvieron a verse.

Pero ahora Bernardo ya no importa sino como un cuerpo que fuma Gitanes y escucha un viejo disco de Leonard Cohen, then love itself, love itself was gone. La última misiva de Greta era apenas una frase, que también acabó por colgar en el pizarrón de consignas de mayo del 68: «Los textos impresos alcanzan al hombre en soledad, lejos de las ceremonias que reúnen a la comunidad (Ricoeur). Fin de las transmisiones».

 

8

 

Con el tiempo, Greta se había vuelto para Bernardo un programa de televisión con error, cruzada de rayas y ruidos y ganas de apagarla. Hasta que un día apareció de nuevo por su departamento de Lisboa. Llevaba un vestido rojo y tenía la piel muy blanca, como si hubiera querido desprenderse de todo el sol cubano usando la nieve canadiense y el neón de Las Vegas. Subirats llevaba puesto únicamente unos jeans negros, rotos en las rodillas. Él dejó la puerta abierta y se tumbó otra vez en la cama. Ella se quedó un momento esperando, intrigada.

—¿Vas a invitarme a pasar?

—Depende de cuánto quieras quedarte.

—Sólo quiero saber una cosa. Después me marcharé.

—¿Otra vez?, ¿dónde fecharás las cartas ahora?, ¿en Moscú, en Tanzania, en Malta?

—Ya terminé de buscar —dijo bajando los ojos y tocándose con mucha delicadeza el estómago—: ahora regreso a Suecia.

Bernardo se incorporó en la cama. Aquello no lo esperaba, realmente. No quiso complicar más el momento con preguntas absurdas. Le hizo una señal para que se tendiera a su lado y le ofreció sus brazos para que llorara toda la fatiga acumulada antes de desembarcar en Ítaca. Until it reached an open door, then love itself, love itself was gone. Entre Leonard Cohen y sus sollozos, Subirats se sintió profundamente abatido. Hicieron por última vez el amor, y acabaron con todo juntos.

Muy entrada la madrugada, Bernardo se atrevió a preguntarle:

—¿Aún quieres ser escritora?

—No. Ya tengo otras cosas de qué preocuparme.

—Yo también tengo algo que decirte: he empezado, en esta Moleskine que ves aquí, una novela llamada G.

Su mirada pareció brillar en la noche portuguesa:

—¿Por los viejos tiempos?

—No, no creo en los viejos tiempos. Sólo creo en lo que pudo haber sido. Ésa es la única máxima verdadera para convertirse en escritor.

Ella lo miró un momento, como comprendiendo ese verso de Sabina de los puntos suspensivos, y luego se levantó. Se puso la tanga de encaje y el vestido, alisándose los pliegues. Bernardo tardó en comprender lo sucedido: la enorme ciruela de su corazón se había arrugado como una pasa.

Greta fue al baño y se lavó la cara. Al regresar, le dio un beso en los labios y se acercó a la puerta.

—¿Quieres que te pregunte lo que vine a preguntarte?

Subirats encendió otro Gitanes. Una punzada en el pecho lo inmovilizó en la cama.

—Creo saberlo. Y la respuesta es no.

—Me lo imaginaba —dijo Greta, y luego agregó, apuntándose el estómago—: De este error ya no puedo huir.

—Haces bien. Escríbeme desde Suecia. Escribe siempre, que de eso tampoco puedes huir.

La Sueca se volteó y Bernado ya no pudo verle la cara nunca más.

Bye, bye. Pudo haber sido algo grandioso —dijo mademoiselle G.

—Pudo.

Entonces, desapareció con el vestido rojo de fiesta que se había puesto para celebrar su propio adiós a las armas, y Lisboa se abrió como el abismo se le abre al suicida. Cohen acabó con eso de I’ll try to say a little more y el equipo de música emitió un arpegio y el silbido final. De pronto, Bernardo lo comprendió todo: la vida real necesita de la literatura para ser corregida. En G, las últimas circunstancias de la relación acabarán con el ruido de la aguja de un tocadiscos, o no acabarán del todo.

Greta fue un amor importante. También, la mejor escritora que Bernardo ha conocido. Lo único que ahora lamenta es que ella ya no escriba el reverso de la historia, con esa habilidad innata que tenía su prosa de voltear los calcetines para verle las costuras.

Su última lección fue ésa, sin duda: enseñarle a descreer bien de los viejos tiempos.

 

 

Datos vitales

Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Maestro en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (Universidad Autónoma de Barcelona). Experto en teoría literaria postestructural, docente en las cátedras de Literatura Contemporánea, Teoría Literaria, Seminario de Análisis Literario y Filosofía y Literatura, además de impartir el Taller de Creación Literaria, promovido por la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP. Miembro del Cuerpo Académico “Márgenes al Canon en la Literatura Hispanoamericana” de los siglos XIX al XXI. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y se encuentra preparando su tesis doctoral acerca de la noción de margen en la narrativa de Roberto Bolaño.

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