Escribir en cama: Clarice Lispector. Ensayo de Brenda Ríos

Pintura- Víctor ArrudaPresentamos a continuación un ensayo de Brenda Ríos (Acapulco, 1975) sobre la escritora de culto, Clarice Lispector. Brenda Ríos fue becaria de la Primera Generación de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo y del Fonca, jóvenes creadores 2009-2010.

 

Escribir en cama: Clarice Lispector.

 

 

“por eso toda palabra mía tiene un corazón donde circula sangre”

C.L.

En la versión de Sagarana de 1984 de Editora Nova Fronteira hay una carta de Guimarães Rosa dirigida a João Condé, donde el escritor brasileño más importante del s. XX cuenta sobre su proceso de escritura:

O livro foi escrito – quase todo na cama, a lápis, em cadernos de 100 f ôlhas – em sete meses; sete meses de exaltação, de deslumbramento. (Depois, repousou durante sete anos; e, em 1945 foi “retrabalhado”, em cinco meses, cinco meses de reflexão e de lucidez).

Guimarães Rosa no habla de estar enfermo pero sí dice de la exaltación, escribir en cama como un transcurso de fiebre, de recuperación o de desvarío.  En entrevista[1] con Affonso Romano Clarice Lispector confiesa asuntos de escritura y de vida; a la pregunta digamos clásica de qué había leído de joven ella cuenta una historia con El lobo estepario: “Lo leí a los trece años. Me volví medio loca, me entró una fiebre terrible, y empecé a escribir. Escribí un cuento que nunca se acababa y que yo no sabía muy bien cómo hacer, entonces lo rompí y lo tiré”; más tarde, cuando leyó Crimen y Castigo, le dio una fiebre real. Ejemplos sobran y aún así, este contacto con lo desconocido, con lo otro, provoca una reacción que va más allá de la sorpresa o el espanto o la conmoción: se refleja en el cuerpo, para no olvidar que tenemos un cuerpo, una reacción natural ante lo que nos sucede.

La fiebre sucede cuando tenemos una infección, y se considera como un buen indicio porque avisa que hay algo mal con el cuerpo, que hay un elemento de extrañeza y de desconocimiento. Al no reconocer el fenómeno insólito el cuerpo se calienta como un motor hasta que se encuentra la causa y se le ataca con antibióticos u otros recursos. La fiebre opera como una estrategia de protección. El cuerpo reposa y se repone, se reconstituye. Hay una escena en un cuento de Clarice: Devaneo y embriaguez de una muchacha. En esta escena la protagonista no sabe qué tiene y se queda en cama hasta encontrar en ella su motivo:

Durante todo el día se quedó en la cama, escuchando la casa tan silenciosa, sin el bullicio de los niños, sin el hombre que hoy comería en la ciudad. Durante todo el día se quedó en la cama. Su cólera era tenue, ardiente. Sólo se levantaba para ir al baño, de donde volvía noble, ofendida. La mañana se volvió una larga tarde inflada que se volvió noche sin fin, amaneciendo inocente por toda la casa.[2]

 

La muchacha se busca en sí misma, como un autor. Y este buscarse comienza a ser otra cosa, comienza a ser un objeto que se piensa, se recompone, se reduce:

Ella todavía estaba en la cama, tranquila, improvisada. Ella amaba… Estaba amando previamente al hombre que un día iba a amar. Quién sabe, eso a veces sucedía, y sin culpas ni dolores para ninguno de los dos. Allí estaba en la cama, pensando, pensando, casi riendo como ante un folletín. Pensando, pensando. ¿En qué? No lo sabía. Y así se dejó estar.

De un momento a otro, con rabia, se puso de pie. Pero en la flaqueza del primer instante parecía loca y delicada en la habitación que daba vueltas, daba vueltas hasta que ella consiguió a ciegas acostarse otra vez en la cama, sorprendida de que tal vez fuera verdad. « ¡Oh, mujer, mira que si de verdad enfermas!», se dijo, desconfiada. Se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre.[3]

 

La escritura es una inmersión en el cuerpo, una paradoja, porque para ingresar en él hay que estar en otra parte; acomodar la cabecera y una vez en reposo el cuerpo, en su languidez e inmovilidad, puede echar a andar la máquina. Escribir en cama es un asunto de desprendimiento corpóreo -de altruismo auténtico- en la intención de asir otro cuerpo, el de la escritura misma.

En esa misma entrevista a Lispector le preguntan si ha leído a los existencialistas, y ella responde a partir del tema de la náusea:

 (…) mi náusea es diferente de la náusea de Sartre. Mi náusea es verdaderamente sentida porque cuando era pequeña no soportaba la leche y casi vomitaba cuando tenía que beberla. Me echaban gotas de limón en la boca. Es decir, yo sé qué es la náusea en todo el cuerpo, en toda el alma. No es sartriana.

 

Varios de los relatos en Clarice tienen que ver con esta indefinición de ago que pasa en el cuerpo pero no tiene nombre, un malestar que aqueja desde su confidencial representación y su oscuridad. La búsqueda en la escritura es una búsqueda con todo el cuerpo: la sensación del porvenir de la palabra y de la estancia sagrada del creyente. Sobre este mismo tema, la cama y la escritura, Víctor Montoya apunta –y nosotros con él-acertadamente: 

Entre la variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos, que el individuo habita por completo y donde saca a traslucir su estado más natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que Miguel de Unamuno y Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos.[4]

Montoya no se limita a la recreación de atmósferas y autores y  afirma como si hubiera estado ahí:

Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba siempre destendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.

Proust es el primero que viene a nuestra mente si decimos escritura y cama, recordemos que el inicio de Por el camino de Swann el protagonista está en cama tratando de conciliar el sueño y recordando el día recién transcurrido. Surgen, pues,  en la imaginación estos autores obesos –descuidados en su imagen- escribiendo en mangas de camisa o en bata; ajenos al trajín del día, al trasteo de la vida diaria. Clarice Lispector, sin embargo, está a una considerable distancia de esta imagen: escribe en cama porque está enferma, no decimonónica. Enfebrecida de una dolencia particular: muere a los 56 de cáncer. En el año que muere, 1977, dicta más que escribe, dos novelas que hace al mismo tiempo; alcanzará a ver una de ellas publicada: La hora de la Estrella. Soplo de Vida saldría póstumamente.  

En una carta a su querida amiga y biógrafa Olga Borelli en 1972, Clarice escribe: “El paso de la vida a la muerte me asusta: es igual como pasar del odio, que tiene un objetivo y es limitado, al amor que es ilimitado. Cuando me muera (modo de decir) espero que tú estés cerca. Tú me has parecido una persona de enorme sensibilidad, pero fuerte”.[5]

Un Soplo de Vida fue escrita en agonía, según le confesó la autora a Borelli. Un soplo de Vida y La hora de La estrella, son distintas en tonos pero no tanto en la demarcación territorial del tema: la creación. En Un Soplo de Vida la autora tiene a un autor sin nombre que crea para dialogar consigo mismo un personaje que es una mujer: Ángela Pralini, con una vida íntima tan fuerte que acaba volteando al narrador-autor hombre. Uno recrea al otro, pero él siempre quiere volver al hecho de que ella –como objeto creado- le pertenece. Ángela toma vida propia y cree en Dios como él, el autor, cree en darle un soplo de vida a algo que no existía antes de él. 

Así mismo en La hora de la estrella hay un narrador hombre llamado Rodrigo S.M. que crea un personaje mujer: Macabea, pero, en este caso, el autor-escritor nos recuerda todo el tiempo que ella es un personaje salido de su imaginación, que uno como lector no debe guardarle cariño ni sentirse identificado con ella porque ella, en primer lugar, no es real. A su vez,  en Un Soplo de vida los límites de la vida real y ficcional del narrador se desdibujan, no importan, se convierten en vínculos de algo más: el proceso creativo es un proceso de dualidades: entre el ser  que crea –que a su vez fue creado por algo o alguien- y que siente la necesidad de tener algo para reflejarse en ello, para odiarlo como sucede con Ángela Pralini, que es tan ella misma que se desprende de su propio creador:

Por dentro siempre me he perseguido. Me he vuelto intolerable para mí misma. Vivo en una dualidad desgarradora. Tengo una libertad aparente: estoy presa dentro de mí. Yo quería una libertad olímpica. Pero esa libertad sólo se les concede a los seres inmateriales. Mientras lo tenga, mi cuerpo me someterá a sus exigencias. Veo la libertad como una forma de belleza y esa belleza me falta.[6]

Sobre todas las novelas de Clarice Lispector Un Soplo de vida es una indagación sobre la muerte, un estado de gracia que se comparte mientras se aprende a comprender, mientras se aprende a lidiar con la certeza única que acompaña al que vive. Como la protagonista de La pasión según G.H: ella misma también se ofrece: “Dame tu mano desconocida, que la vida me está doliendo, y no sé cómo hablar —la realidad es demasiado delicada, sólo la realidad es delicada, mi irrealidad y mi imaginación son más pesadas.”

El inicio de la novela misma es una apertura de misterio, de alguien que enfrenta algo, de alguien que, antes de desvanecerse, comienza: “Esto no es una lamentación, es el grito de un ave de rapiña. Irisada e inquieta. Un beso en la cara muerta.”

Escribir como una larga carta de despedida. El mecanismo que empuja a algunos a escribir y buscar dentro de sí mismos es tentador; insistía en que las palabras son más que palabras, en que ellas son instancias, son demarcaciones y maneras de tocar a los demás, de hacerse presente. Hay una fijación por la presencia. Una certeza de que lo que dice puede durar más que uno mismo, en la flexibilidad que es uno mismo, en el tiempo al que fuimos arrojados a cumplirnos.

Dice Clarice en Un soplo de vida “Porque lo que se habla se pierde como el aliento que sale de la boca cuando se habla y se esfuma para siempre”. ¿Cómo detener lo dicho? ¿Cómo conservarse en lo que se dice? La pérdida de los sagrado que es comunicar. Esta posibilidad de ir más allá de los límites, de convertir lo que se dice en lo que pueda ser, en la posibilidad del estar remite también  a una característica notable de la tarea literaria: escribir es hablar de lo que no es pero podría ser, de lo que está pero no está, del fantasma mismo del nombramiento de las cosas.

 “Escribir puede enloquecer a las personas.  Deben llevar una vida apacible, holgada, burguesa. Si no, enloquecen.”[7]  La escritura es una transición fatídica, un trance no imperativo mas necesario, un lugar de salvación y de curación. O, si llegamos a creer  en ello, un lugar de recuperación. Escribir también es una enfermedad, una patología voluntaria, una esquizofrenia espiritual y física. Una entelequia del alma por decirlo de alguna manera: algo que se refiere a sí mismo en su propiedad, en su fin, en su búsqueda.

La escritura como una elaboración alegórica a partir del cuerpo. Un sabotaje importante y crucial con un ser que se debate entre descansar y desfallecer y otro que quiere vivir, más allá de todo. Escribir es respirar y adormecer. Estremecerse y recomenzar. Despertar de un largo sueño y vivir despertando. Uno escribe –entre tantas razones y azares- porque tiene que encontrar su lugar aunque su lugar sea quedarse buscándolo siempre. Escribir es dibujar árboles: no recrearlos, recordarlos, pero que no suceden fuera de su elemento. Las palabras principalmente ocultan.

Escribir para salvar la vida de alguien, como dice C.L. en Un Soplo de vida, probablemente la suya propia. La escritura de salvación, una oración larga, una carta anónima, un agradecer de lejos que se encuentran los cuerpos sin tocarse. 

 


[1] Entrevista publicada en Coleção Depoimentos, Iª Série, nº 7, Fundação Museu da Imagem e do Som, Rio de Janeiro, 1991 y grabada el 20 de octubre de 1976 en la sede del Museu da Imagem e do Som (RJ). Actuaron como entrevistadores la periodista y escritora Marina Colasanti; el poeta, crítico y profesor Affonso Romano de Sant’Anna y el entonces director del MIS, João Salgueiro. Publicación en castellano: Revista Anthropos Extra 2, Clarice Lispector. La escritura del cuerpo y el silencio, Barcelona, 1997. Traducción: Elena Losada Soler.

 

[2] Clarice Lispector, “Devaneo y embriaguez de una muchacha” en Cuentos reunidos,  México, Alfaguara, 2001. pp. 38-39

[3] Ibídem., p. 39.

[4]Revista de literatura Los Noveles No. 18. Sep-oct-2004:  http://www.losnoveles.net/palabra10.htm.

 

[5] Cita en “Clarice Lispector.  En las tinieblas de la escritura”, Ida Vitale, Letras Libres, Octubre, 2003.

[6] Clarice Lispecor, Un soplo de Vida, Siruela, 2001, p. 132.

[7] Clarice Lispector, Un soplo de vida, p. 53.

 

 

Datos vitales

Brenda Ríos (Acapulco, 1975) es poeta y ensayista. Fue becaria de la primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo. Es autora del libro Del amor y otras cosas que se gastan por el uso. Ironía y silencio en la narrativa de Clarice Lispector (México, Tierra Adentro, 2005). Actualmente estudia el Doctorado en Letras en la UNAM

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