Realidad en la carencia: Enrique Molina. Ensayo de Audomaro Ernesto Hidalgo

 Enrique MolinaEl poeta y ensayista tabasqueño Audomaro Ernesto Hidalgo (Villahermosa, 1983) nos presenta un muy interesante ensayo sobre la poesía del poeta argentino Enrique Molina, unos de los mayores poetas de su tradición en el siglo XX. Audomaro Ernesto Hidalgo mereció el Premio Nacional de Poesía “Juana de Asbaje” 2010.

 

 

REALIDAD EN LA CARENCIA: ENRIQUE MOLINA

 

Con la misma intensidad sostenida en cada uno de sus libros, Enrique Molina (Buenos Aires, 1910) es un poeta que posee una visión honda de la realidad, amparada en un impulso lírico que va del control necesario a la desmesura, de la nostalgia por un espacio mítico (el de la infancia) a la exaltación total de los poderes del mundo, o sea, una voz que pasa de la poesía al Canto. Los grandes poetas son los que, entre otras cosas, mantienen el tono vital a lo largo de su trayectoria, basta un demonio que guíe sus pasos para que corran seducidos detrás de él sin alcanzarlo. Así es el mundo para Enrique Molina, tantálico, siempre en fuga, constante seducción, deseo de posesión, orfandad. Antes de que Molina descubra la vastedad del mundo, percibe la callada energía de los objetos: “Arde en las cosas un terror antiguo, un profundo y secreto soplo, un ácido orgulloso y sombrío que llena las piedras de grandes agujeros, y torna crueles las húmedas manzanas, los árboles que el sol consagró”; evoca la memoria de la niñez sin obtener nunca una respuesta satisfactoria: “Hoy quiero volver a mi corazón natal, al grillo del atardecer (…). A ese mundo guardado por palomas, con el misterio apenas siendo un vidrio o la lluvia (…). ¡Oh, relato de espumas! ¡Oh, inaprensible aroma! (…). Es inútil contemplar por sus vidrios destruidos / las casas olvidadas”; se pone de acuerdo con su pasado para seguir adelante: “Aquí estoy con el sueño y el deseo (…). Sé que de nuevo un día, como el polen / perdido de una flor a la pradera, he de volver a esa reunión inmóvil / de espejos y desiertas golondrinas”. Este es el escenario de su primer libro, Las cosas y el delirio (1941), en donde además el espacio es cerrado (la casa familiar, la infancia); en los siguientes libros los lugares, al igual que su escritura, extienden sus límites hasta descubrir la intemperie en Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951) y sobre todo, en Amantes antípodas (1961).

En Las cosas y el delirio encontramos una nota constante en esta poesía: es la fuerza absoluta y cegadora de las imágenes, concebidas por una conciencia muy precisa en los detalles y las descripciones, alejadas de un plano meramente real: 

(…) y los vestidos caen como un seco follaje a los pies de la mujer desnudándose, abriéndose en quietos círculos en torno a sus tobillos,

como un espeso estanque sobre el que la noche flamea y se ahonda,

recogiendo ese cuerpo suntuoso,

arrastrando las sombras tras los cristales y los sueños tras los semblantes dormidos…  

 

Molina concibe un territorio adánico que compara con la infancia, perdida a causa del inexorable paso del tiempo que deteriora la materialidad de las cosas y las vuelve opacas; frente a esto la persistencia de la memoria, precaria al final de cuentas, se alza como el único recurso, no como simple recuerdo del pasado por el pasado, tal y como fue, sino traído desde un presente que acontece dentro de la realidad intemporal que funda el poema:

Repetid, sin embargo, madre mía, las nocturnas canciones,

las mágicas consejas.

La tierra ha crecido, morada, y el tiempo ha pasado por tus manos,

y de aquel que acunasteis un radiante demonio se apodera…

Repetid, repetid otra vez los yertos cantos.

Apenas si una lágrima os responde…

Y qué pequeños labios os están despidiendo de tan lejos,

allá, la final del sendero solitario, junto a los álamos mojados…

 

Un detalle: casi todos los poemas de Las cosas y el delirio “terminan” con puntos suspensivos, es como si el final quedara sugerido, pero en realidad no concluyen, son el inicio. Molina, en sus últimos libros, volverá sobre sus pasos, optará por el punto final.

 

Por el tono celebratorio que adquiere su poesía en Pasiones terrestres (1946), no es difícil percibir ecos lejanos de Saint-John Perse. Molina era un ferviente lector de poetas franceses, especialmente de los hijos del infierno, Rimbaud, Nerval, Baudelaire. Para 1941, año en que aparece el primer poemario del poeta argentino, Perse había publicado Elogios (1911) y Anábasis (1924). Es probable que Molina haya leído estos libros y los siguientes, Exilio (1942), Lluvias (1943), y todavía Pájaros (1963). Curiosa coincidencia: dos símbolos, el agua y las aves, sustanciales dentro de la visión del mundo de Molina.  Pero la gesta de Molina no es épica, como en Perse, sino terrestre. “En tal sentido, aunque él sea más instintivo (Molina) y, por cierto, menos “cultural”, su poesía se aproxima a la de Perse (…). No sólo por el lenguaje ceremonial, exultante y ponderativo-idioma de homenaje; también porque la materia del mundo, en estos poetas, no es la mera solidez de las cosas, sino su energía y fluidez, el impulso imaginario y finalmente mítico (¿místico también?) que se apodera de ella[1]”.

Enrique Molina tradujo Prosa de un transiberiano, de Blaise Cendrars, Casanova, el anti-don Juan, de Felicien Marceau, El amor loco, de Breton. Junto a Oliverio Girondo hizo una versión de Una temporada en el infierno. No es casual que se haya fijado en estos libros. Al igual que el fugitivo Arthur Rimbaud, Molina abandonó casa y familia, olvidó el título de abogado, y partió a trabajar durante siete años como marino mercante en un barco noruego, el Betancuria. Conoció lugares inimaginables, recorrió los mares y las costas del planeta. Estuvo en Brasil, Chile, Bolivia y Perú. La experiencia como viajero hace que se sienta identificado con la obra de Cendrars. Entre los poetas hispanoamericanos de su tiempo, sólo a uno como Enrique Molina le era dado traducir Prosa de un transiberiano, no por desconocimiento literario ni mucho menos por falta de habilidades de otros como traductores, simplemente por la empatía vital y el carácter aventurero que unía a estos dos escritores.

Si conocemos una lengua que no sea el español, podemos intentar versiones de un puñado de poemas o en el caso más afortunado, un libro entero de éste o aquel poeta, para ello antes deberá atraernos, decirnos algo similar a lo que creemos y pensamos; al traducir a otros también nos ayudamos a entendernos nosotros mismos. Sí, traducimos por placer, por “ocio”,  pero también por afinidad espiritual.

Hasta donde sé-que es poco- los estudios que se han hecho en torno a la obra de este poeta son escasos. Salvo el penetrante ensayo “La belleza demoníaca del mundo” de Guillermo Sucre, y el artículo, no carente de agudas observaciones, “En el errante corazón del tiempo” (Letras Libres, enero de 2006) de Juan Malpartida, la crítica ha preferido el silencio. No importa, lo que sabemos de él está en sus poemas y es suficiente. Al hablar de un amigo marinero en el poema “Hermano vagabundo muerto”, parece que Molina se dice a sí mismo estas palabras: “toda tu biografía sin cabeza ni honras fúnebres como no sea tu alma insaciable y toda la vecindad explotando con su escándalo como una lámpara estrellada contra el muro”; su vida la podemos “conocer”, o al menos entrever, en sus poemas. Uno titulado “Experiencia” dice:

 

Extraño fue vivir,

penetrar en la noche, amanecer,

el amor, el olvido.

 

(…)

 

Realicé actos insólitos,

pasarme la mano por la boca, tocarme una oreja,

dormí en lugares clandestinos,

¡Oh Dios mío! Encendí fuego, atravesé

la densa espera de los matrimonios

 

(….)

 

Circulé en medio de mujeres pintadas

(…)

 

Besé cuerpos tibios y poderosos, llenos de hechizos,

ornados con pulseras y collares,

con medias transparentes,

con una súplica amenazadora, con un sentencia,

con un perfume peligroso en la nuca.

 

(…)

 

Estuve al sol, con mi extraña condición,

en ciertas músicas, en aposentos,

 

(…)

 

He estado en lugares que invadió la langosta,

en los que había caballos, perros, vacas,

en fin, seres y cosas

en poder de una bruja polvorienta.

Tras un mudo homenaje

he despedido a un muerto

con exaltada furia

por la luz insondable de las venas.

He sido idólatra, he bebido, he soñado.

 

(…)

 

Sentí manos acariciantes

resbalar por mi cuerpo

o blancas piernas me enlazaron

en la piedad de su poder desierto.

Estuve ante los límites infranqueables

de la mujer,

en todas las discordias del corazón.

 

No sé en dónde he estado. 

 

Después de leer fragmentos de este poema, ¿se necesita dar razones para decir por qué Molina tradujo Casanova?

En Pasiones terrestres se comienza a vislumbrar la intemperie, pero antes se da el re-conocimiento de la naturaleza: testimonio tangible y manifestación delirante del mundo. Lugares específicos de un país,  Argentina, y del continente americano; el poeta canta y celebra al río Paraná, la lluvia de Misiones, los dioses de América, las islas y los puertos, incluso a la negra Vahíne, personaje de un cuadro pintado por Gauguín. Se ha desplazado de un territorio personal  a un espacio más amplio, sin llegar a ser todavía el universo en comunicación constante con los discretos milagros de la tierra. La naturaleza y la mujer son equivalentes, se corresponden. La primera como un vasto cuerpo animado lleno de signos magnéticos en constante atracción; la segunda, como follaje carnal que abre las puertas al paraíso y revela el infierno:     

 

Es una miel sombría de mulatas

en un país de grillos,

tras las ocres persianas de palmera,

comiendo su jaiba tristemente en la lumbre nocturna,

en medio de cortinas voluptuosas

donde los días yacen como una sal dormida…

 

(…)

¡Esa hermosura!

Marismas de prostíbulos y llamas

bajo las alas mórbidas del trópico

que aletean sin fuerza tal un adiós incierto

en el desdén remoto de las olas.

                                                    Red colmada

por sus frutos brutales. Arrabal del océano

donde vaga la luna con los labios brillantes

como un reina loca, errando entre los médanos

con su pobre campana de ladridos.

Un canto de nostalgia, en la expiación del año,

nacido del fulgor de las adormideras,

como un eco de cosas que ya ardieron

en la sal del espacio.

 

 

 

En su tercer libro, Costumbres errantes o la redondez de la tierra, nos dice:

 

Con noches en cuyo fondo se ven niñas en llamas

O la enferma sentada bajo la luz del plátano

Cubierta de yesos y de magnolias sombrías sobre su alto trono de tortura

                                                                                         [que ha labrado el fracaso

Pero más bella que toda primavera y que toda victoria sobre el mundo

¡La gran ala de plumas inmortales que nace en todo aquello destinado a la muerte!

 

Hay un punto de inflexión en la obra de todo poeta, en el que se condensan y desarrollan sus obsesiones, sus sueños y desvelos. Algunos lo alcanzan pronto y después de fundar y cruzar ese límite, es necesario abrir otra puerta, crear una vía alterna para llegar al mismo sitio del que se partió; otros tardan más en alcanzar ese estado de espíritu total en un libro o en un poema único. Uno debe buscar modos de expresión con los que pueda hablar de su verdad personal. Si pensamos en los grandes poetas de nuestro continente, Vallejo, Neruda, Paz, Orozco, Montejo, Bonifaz, podemos darnos cuenta de que su poesía nos seduce y deslumbra por la honda visión de la realidad que plantean, por el testimonio vital que nos heredan. Quizá el único sentido que la poesía puede otorgarle a la vida del poeta sea el de la vigilia, el de la constante espera de algo que nos inquieta y nos mantiene alerta. Esa es la sensación que tenemos al leer la obra de Enrique Molina. Aunque a veces lo gana su lirismo desbordado y se repita, sus poemas surgen de un permanente “estado de furor”, desde el primero hasta el último de sus libros su impulso nunca decae. Esa característica no se adquiere, se nace con ella, con el paso del tiempo se afina. En esta poesía hay mucho de poderosa naturaleza verbal no descriptiva, de mar y de luz; pero también está presente la parte sombría, “la belleza cruel del mundo”. El infierno y el paraíso sólo están a un paso de distancia. La reconciliación intenta establecerse en cada imagen, en cada verso, en cada poema. Los extremos que rigen la poesía de Enrique Molina son, como dice Sucre, Tánatos y Eros, pero también Apolo y Poseidón:

Mi brazo de mar no cabe en la cocina mi otra mano del Golfo de México tiene una fosforescencia de travesía y un garfio de estibador clavado en la palma y se abre como un  delta para derramar su reguero de luciérnagas y estremecimientos

Maldito sea y tampoco mis labios tienen conducta ni sentido como una herida desesperada que mezcla en la sombra todas las brazas del ocio y de la noche y tan ávidos

que bajo sus besos suelen dormir bellos cuerpos inciertos ¡tantas llamas exhalando el destello de la demencia y el olor de las dársenas!  

 

El punto más alto y crítico en la poesía de Enrique Molina es Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951) y Amantes antípodas (1961), libros de plena madurez humana y poética. En ambos, pero sobre todo en el segundo, el lenguaje es explosivo y expansivo, delirante; la escritura se libera de los signos de puntuación, es el doble del universo a través del ritmo, del versículo, de las imágenes. En este sentido Enrique Molina es un poeta cósmico, para el cual los seres y las cosas más ínfimas están vinculados con los movimientos del cosmos. “Muerte de una mosca” dice así: Planeta fulminado / con un reverbero de vendaval de flores devorado por la pestilencia / A través de las piernas de Orión / Y de la aterradora belleza de la Gran Osa ha caído sobre el mantel / Junto a mi plato / El abismo de su millón de ojos ciegos…

Molina busca “el brillo nómade del mundo”, es su bendición, pero también su condena. Nunca se podrá poseer del todo lo que anhelamos, y si lo conseguimos, es para perderlo de inmediato, el único refugio, aunque precario, vuelve a ser  “el humo tierno y pobre que exhalan los lugares taciturnos de la memoria”.

Es curioso que entre sus dos libros más importantes, por la tensión verbal, por la hondura poética que alcanza, por el desarrollo amplio y variado de un conjunto de ideas y creencias que dan coherencia a la visión que Molina tiene de la realidad, hayan transcurrido diez años de silencio, como si el poeta hubiera preferido pensar, dejar a las palabras sin voz un tiempo. Bien planteadas y estructuradas coherentemente, la realidad real y la realidad onírica, permiten acceder a un sentido más profundo de la existencia. Por esta razón Enrique Molina es heredero del surrealismo, de algún modo él mismo lo dice: “Yo creo que ningún poeta puede dejar de querer al surrealismo. De algún modo es la encarnación de un mito de la poesía, que perdura y le da un sentido muy especial a la tarea del poeta. Porque no se trata de una escuela literaria, sino de una concepción total del hombre y del universo: un humanismo poético, en cuyo centro está el hombre”.

No hay que olvidar que él y Aldo Pellegrini crearon A partir de cero, revista de corte surrealista. Estos poetas, junto con Francisco Madariaga y Olga Orozco, la llamada “Generación del 40”, sentían una profunda devoción por la corriente fundada por André Breton, prueba de ello es la aparición en 1981 de la famosa Antología de la poesía surrealista, con selección, prólogo y traducción de Pellegrini. Todavía más, existe una versión que éste último hizo de Los cantos de Maldoror de Lautréamont.

Enrique Molina cree en un más allá que está aquí: “Hay instantes en que todo el ser está como un puente, como el cuerpo de un pájaro entre dos alas, como una ecuación total del mundo de las apariencias y lo absoluto. Esos instantes mágicos son para mí de un contenido profundamente revelador y creo que la poesía, actividad sin resignación y sin esperanza, no tiene otro mecanismo”. Las huellas surrealistas son evidentes en Costumbres errantes o la redondez de la tierra y Amantes Antípodas, como el  privilegiar la imagen, cargada de sensualidad y crueldad, por medio de una capacidad sensorial afinada en el trazo que permite oler, tocar, ver, sentir eso que el poeta evoca; el desdoblamiento de una escritura no automática sino libre con una coherente acumulación y asociación de elementos distantes:

Abanicos de plátanos que se abren en la noche

las bordas del cielo con las calabazas del amazonas y el olor de los jíbaros

fértiles cabelleras que desbordan los hombros de servidoras salvajes como sueños

paisajes nocturnos ardorosos como machos

espacios y ortopedias anónimas perdidas en aires de provincia

muebles sofismas cónyuges artesanías gualdrapas  catecismos

y falsas ceremonias dominicales

mercaderías tropicales escalinatas estaciones baldías y nupcias en pueblecillos deshabitados a los que arriban  lentos fardos por el río con pájaros embalsamados y ebrios de campaña cubiertos de orquídeas y puñaladas

(…)

¡Oh recuperación de la inocencia cosas en libertad desnudez de fin del mundo corriente de sargazos y de límites que se desfondan!

(…)

Es un conglomerado de nubes y de relaciones instantáneas una vacilación de reinos una tierra indecisa poblada de linternas cuyas luces atraen a esas mulatas abrasadoras formadas un instante por el aliento de la estación y el brillo del camino bajo la luna

(…)

Vínculos inusitados objetos deformes y lugares hirvientes entre los muros de un ataúd de fuego

(…)

¡Y tantas maniobras del oleaje tanto territorio que se desvanece en espumas alrededor de mi lecho derramando todos sus milagros y sus confusiones en este gran cuenco nocturno de antes de dormirse en el gran cielo central de la mujer lejanísima que ahora respira  una vez más como una isla de pasión entre mis brazos!

 

Después de pasar por la experiencia radical que representan los libros de 1951 y 1961, después del desbordamiento del océano verbal que nos ha dejado en ellos, Enrique Molina publica Fuego libre (1962), poemas escritos en forma de romance. Este volumen significa una pausa, un descanso casi obligado después de la “alta marea” contenida en los dos anteriores. El poeta ha perdido el largo aliento pero no la  vitalidad. Así como en el poema “Luz de patíbulo” fue capaz de confesar, con sesenta y seis años: “¡No quiero morir! me digo a menudo como un imbécil descorriendo los paños agrios del amanecer sobre mis máscara de mono”, así también en Fuego libre nos dice: “Mi implacable dios me protege / con deseo con sed con desdichas”. Una particularidad: este libro anuncia el tono nostálgico que el resto de su obra, salvo Monzón Napalm (1968), acentuará: Las bellas furias (1966), Los últimos soles (1980), El ala de la gaviota (1985). Mención aparte merece su novela-poema en prosa-ensayo Una sombra donde sueña Camila O´ Gorman (1973), donde el lenguaje corre con ojos sonámbulos y en su mirada transcurre una vertiginosa historia en sus dos vertientes, real y onírica. 

Enrique Molina muere en 1996. Al año siguiente aparece El adiós. El poeta sabía que se acercaba el final, que era necesario ahorrar fuerza. En sus últimos libros el verso dejó de ser caudaloso, se le impuso uno más corto sin perder su intensidad. El adiós es insistentemente-actitud que cansa por la repetición de las mismas ideas e imágenes-una voz de nostalgia por el pasado mítico del poeta, aunque en el poema que cierra El ala de la gaviota  se diga a sí mismo con asumida resignación: “No volverás nunca a ese país con olor a mar”.

Los poemas de El adiós dejan sentir una angustia que reclama “un día más, sólo un minutos más, para estar vivo / y despedirme de cuanto amé”. Pero también una alegre tristeza que detiene, un segundo, la caída inminente: “una reunión de amigos, para celebrar juntos el estar vivos”. Destaco uno que finaliza con un detalle que cobra mayor fuerza porque es visto con los ojos del primer asombro. Estamos “en el centro del planeta, en la totalidad de lo oscuro, todo desembocaba; todo llegaba allí lentamente difuso: países, temperaturas, viajes largo tiempo emprendidos” y hacia el final de esa oscuridad, como una estrella luminosa y cercana, “la mujer tendida también a mi lado, dándome la espalda. Poderosamente hacia atrás la cabellera / dispersaba su oleaje / de indecible sensualidad / dejando libre el hombro / extrañamente desnudo en el centro de la noche”.

 

 

 

 

 Datos vitales

Audomaro Ernesto Hidalgo (Villahermosa, Tab. 1983). Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tabasco, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, de la Fundación para las Letras Mexicanas, y del Programa de la Unión de Universidades de América Latina. Hizo estudios de Comunicación en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, y de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina. Autor del libro El fuego de las noches, con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Juana de Asbaje” 2010. Organizador y coordinador de la I Asamblea Nacional de Poetas Jóvenes. Generación del 70 y 80, realizada en Tabasco.

 

 

 

 

 


[1] Sucre, Guillermo. “La belleza demoníaca del mundo”. La máscara, la transparencia. FCE. Pp. 366

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