Galería de ensayo mexicano: Manuel Ponce: el misterio risueño, de Armando González Torres

Armando González[1] Presentamos un texto de Armando González Torres, que ha merecido el Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes” y el Premio Nacional de Ensayo “José Revueltas”.

 

Manuel Ponce: el misterio risueño.

 

 

La biografía excéntrica

Existe un divorcio entre el canon de la poesía mexicana contemporánea, gobernado por categorías como la originalidad y la ruptura deliberadas, y ciertas formas poéticas tradicionales, populares o religiosas, que no alcanzan a ser asimiladas e integradas por “no estar al día”.  La exclusión de Manuel Ponce de la mayoría de antologías y recuentos críticos de su época refleja esta limitación de la crítica de poesía, frecuentemente circunscrita a los estrechos contornos de la moda, la corrección política y el mundillo literario.  Poeta católico, conservador y experimental a la vez, Manuel Ponce (19 de febrero de 1913-5 de febrero de 1994) nació en Tanhuato, un pequeño pueblo de Michoacán, ingresó al Seminario de Morelia casi niño y se ordenó sacerdote muy joven.  Permaneció en el Seminario por más de 20 años dando clases, dirigió la revista Trento, estableció diversas asociaciones culturales y de asistencia, escribió algunas monografías regionales y estudios sobre arte y literatura, fundó la Comisión Nacional de Arte Sacro, fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, llegó a ser nombrado capellán del Papa y participó a cuentagotas en la vida literaria mundana colaborando en unas pocas revistas.  Los testimonios de quienes lo conocieron retratan un carácter cordial y bondadoso, una vocación devota y, en general, una vida sencilla y ascética que contrasta con el arquetipo pasional e intenso del escritor moderno.   Entre 1940 y 1968, en ediciones breves y limitadas, publicó el grueso de su obra Ciclo de Vírgenes, Cuadragenario y Segunda Pasión, Misterios para cantar bajo los álamos, El jardín increíble, Cristo, María y Elegías y Teofanías, todos ellos cuadernos de hondo fervor religioso donde recrea las formas y la métrica clásica pero también experimenta con nuevos ritmos e imágenes.   Inmerso en la vida eclesiástica, Ponce permaneció siempre como un poeta marginal,  aunque comenzó a ser más extensamente difundido a partir de los años 80 con la antología de su obra preparada por Gabriel Zaid,  con la ulterior antología elaborada por Javier Sicilia y Jorge González de León, con algunos homenajes en revistas y suplementos y con la publicación de dos libros, de escasa circulación, sobre su obra debidos a Tarsicio Herrera Zapién y María Teresa Perdomo.  Nada de este modesto éxito transformó su jovial penumbra, pero si lo convirtió en uno de los olvidos literarios más gozosos de reparar para los lectores.

 

Las dos vocaciones

Manuel Ponce cohesionó dos vocaciones que, pese a su aparente cercanía, entrañan no pocos conflictos, la de sacerdote y la de poeta católico.   Si como sacerdote Ponce debía obedecer el dogma católico, como poeta debía recrearlo y, con ello, celebrarlo pero también exponerlo a la mala interpretación y al equívoco.   Muchos sacerdotes que hacen poemas eligen la rigidez de la forma y el fondo para preservar la univocidad del significado que pretenden transmitir, pero en Ponce la devoción religiosa y la vocación poética  encuentran en la libertad formal la mejor manera de coincidir. La obra de Ponce no es la expresión mojigata del guardián de la fe, sino el despliegue de audacia del poeta que recorre todas las gamas de la experiencia, que experimenta con la sonoridad y el sentido  y que no desdeña el humor como instrumento de recreación del misterio, pues acaso asume que Dios no sólo se revela en los misterios graves, sino en los misterios risueños. Ponce parte, pues, de la doctrina, las imágenes y la imaginería católica, pero rebasa ampliamente sus referentes y más que una poesía doctrinaria, produce una poesía a secas o, mejor, una magnífica poesía que propicia la errancia del significado, el vuelo de la imaginación y el placer de los sentidos.    La poesía de Ponce  es un diálogo, amplio y documentado, con la poesía culta de Occidente y, al mismo tiempo, con la mejor tradición religiosa y poética popular. La poesía de  Manuel Ponce despliega una rica carga telógica, sin embargo, su belleza, musicalidad y originalidad le brindan un carácter entrañable y hospitalario, capaz de seducir a diferentes tipos de lectores desde los más simples hasta los mas refinados.   Porque su poesía es recreación intelectual de los misterios, pero también despliegue de fe, exaltación divina y mariana, juego, festejo, canto: (“Pastorcillos de Belén: ¡Todo mundo a la posada con los ases del jazz-band!”).

 

La modernidad controvertida

La poesía de Ponce, como una expresión de su fe, se orienta a buscar la revelación, en experiencias que van del goce sencillo de las cosas simples al horror sublime de lo innombrable. Con todo, Ponce entiende que la revelación no sólo precisa una voluntad religiosa, sino también una voluntad artística, un trabajo racional y laborioso de elaboración poética, de orquestación musical y de mesura intelectual.  Y en este despliegue de voluntad artística es donde quizá radica la controvertida modernidad de Ponce, pues la poesía de este autor, como lo ha argumentado Zaid, es moderna, pero no pertenece a esa modernidad pirotécnica y parricida, tal vez demasiado consciente de sí misma, sino a esa modernidad espontánea que nace de la asimilación y la relectura extensiva del pasado.  En este sentido, la novedad de Ponce es una modulación de una tradición clásica que pasa por el mundo helénico y latino, por la Italia renacentista, por el siglo de Oro español y se prolonga en unas cuantas obras en la época moderna.  De estas fuentes se nutre Ponce para construir una poesía rica en bagaje simbólico, estimulante intelectualmente y, sobre todo, ejemplar e innovadora en su ejecución formal. Porque la originalidad de algunos de sus metros, la perfección y audacia de su ritmo, sus juegos de palabras, su utilización de las vocales, sus giros ya arcaicos, ya novedosos incrustados de manera inaudita en el poema, su festejo del lenguaje y su búsqueda incesante de un más allá verbal son rasgos que, pese a la brevedad y al carácter casi monotemático de su obra, hacen de Ponce uno de los poetas mexicanos más rigurosos y originales.

 

Lo sobrenatural de la poesía

La poesía de Ponce encanta a partir de su elaboración literaria y, como dice Jorge Von Ziegler en “A la muerte de un poeta”: “Encanto, ciertamente, es una palabra cuyos diversos sentidos son justos aquí: la poesía de Ponce nos encanta,  suspende nuestra acción y nuestro juicio, nos embelesa en la contemplación de lo bello, nos cautiva con su resplandor y su música y nos sitúa, por la gracia de las palabras, en el orden, aunque nunca abandone la naturaleza, de lo sobrenatural”.  Porque tal vez lo sobrenatural no es sino lo cotidiano, lo personal visto desde otra perspectiva, desde esa gracia (de origen artístico o divino) que otorga al hombre una familiaridad con lo esencial, la cual jamás podría alcanzar por medio de la razón.  Si, como señala Maurice Blondel en sus Exigencias filosóficas del cristianismo, “Lo sobrenatural es, en efecto, aquello que como verdad, como vida, como fin, se halla infuso, es decir, dado por Dios sin que ninguna industria humana pueda detectar la presencia o procurar la acción de ese elemento, de ese fermento inaccesible pero puesto al mismo tiempo en lo más íntimo de nosotros mismos”, la poesía de Manuel Ponce hermana con lo sobrenatural, devuelve el misterio al mundo y al devolvérselo descubre un sentido, pues una elocuencia divina se expresa en los acontecimientos más insospechados. Pero para alcanzar el entendimiento de esa elocuencia hay que practicar primero el silencio, educar la mirada y el oído, despojarse de adornos y vanidades y realizar un ejercicio de despojamiento personal y poético.  Sólo así la poesía podrá vislumbrar lo sobrenatural en el apartamiento de los mares o en la curación del desahuciado, pero también en la vida breve del insecto, en el sabor de la comida  o en el ruido revelador de la lluvia: “…la lluvia está cayendo sobre los tejados/Madre: todos tus niños, los siete/ ya murieron grandes. Los volviste/a poner en su cuna/Tú también ya no estás. No importa/La lluvia está cayendo sobre los tejados/Voy a prender la luz. No hay luz o el foco/estará fundido. La única/ luz que no se funde/está por llegar. No importa./La lluvia está cayendo sobre los tejados/No es posible que el corazón de Dios se licue tanto./ No es posible que el corazón de Dios se licue tanto./ No es posible que el corazón de Dios se licue tanto./Y suene así de blando./La lluvia está cayendo sobre los tejados”. 

 

 

 

Datos vitales

Armando González Torres. (México, D.F., 1964) Poeta y ensayista. Estudió en El Colegio de México. Publica en numerosas revistas y suplementos culturales de México y el extranjero. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores. En 1995 ganó el Premio Nacional de Poesía “Gilberto Owen”; en 2001, el Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes”; en 2005, el “Premio de ensayo Jus 2005, Zaid a debate”, y en 2008 el Premio Nacional de Ensayo “José Revueltas”. Es autor de cuatro libros de poesía  La conversación ortodoxa, (Aldus, 1996), La sed de los cadáveres, (Daga, 1999), Los días prolijos (Verdehalago, 2001) y Teoría de la afrenta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008); de los ensayos Las guerras culturales de Octavio Paz (Colibrí, 2002) ¡Que se mueran los intelectuales! (Joaquín Mortiz, 2005) y El crepúsculo de los clérigos, (Terracota, 2008) y del libro de aforismos Eso que ilumina el mundo (Almadía, 2006).

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