Futbol y Poesía. A propósito del Granada F.C.

Granada-FC[1]

En esta nueva entrega de Combate, Alí Calderón presenta el epílogo a “‘No vuelvas a decir que es imposible. Tragedia y milagro del Granada Club de Futbol”, el libro que ha escrito el poeta Fernando Valverde celebrando el ascenso de su club a la primera división española. Este miércoles se presentará el libro en la Ciudad de Granda.

Futbol y Poesía.

A propósito del Granada Club de Futbol.

A Luis Martínez

Jorge Mendoza Romero

y Álvaro Solís

porque el futbol nos ha hecho.

Jorge Luis Borges tenía razón cuando afirmaba que “la vida está hecha de poesía”. Pienso en España, en donde la expresión “el minuto 116” se ha convertido, por desplazamiento metonímico, en sinónimo de gloria, de triunfo, de magia, de potencia que alcanza la calidad de acto. Qué duro es llegar a ese minuto pero cuando se alcanza cuánta dulzura y qué lejos quedan entonces el sufrimiento, la angustia y la impotencia. En el minuto 116 Rodrigo de Triana miraba, desde un mástil, lo que creyó Cipango; ese mismo minuto ganó Don Juan de Austria la batalla de las batallas.

Doce de junio de dos mil once. El Estadio “Nuevo los Cármenes”. El visitante pierde uno a cero. El Celta de Vigo se ve destrozado moralmente porque, como ha dicho Jorge Valdano, un equipo es un estado de ánimo. El árbitro Lesma López acaba de pitarles un penalti en contra. El mejor del otro equipo se acerca al punto penal. Los Filipinos contienen la respiración porque están curtidos en desilusiones y mil veces mil el grito de gol se les ahogó en la garganta. La diferencia de dos tantos calificaría al Granada para jugar la final por el ascenso a primera. A miles de kilómetros de ahí, muy lejos de los carteles publicitarios de Don José, en medio de un embotellamiento digno de Cortázar, escucho Radio Marca Digital. Es la Ciudad de México y yo también contengo la respiración. Dani Benítez da uno, dos, cinco, siete pasos y falla con grandísima displicencia. Nadie ha sufrido tanto como los granadinos, dice el comentarista en la radio. El estadio se silencia. El embotellamiento, la desesperación. Hace falta un largo camino para llegar al minuto 116. Ronda el fantasma de Tasotti por el estadio. Otra vez esa sensación: el estupor, la inmovilidad. Quizá Luis Enrique vuelva a caer, ahora en Andalucía.

Albert Camus alguna vez dijo: “lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Tenía razón. Y este Tragedia y milagro del Granada Club de Futbol que ha escrito el poeta Fernando Valverde, me lo ha recordado de nuevo. En sus páginas, más que conocer la historia trágica del club, asistí a una alta lección de moral. Todos soñamos con el minuto 116 pero solemos morir en el codazo de Tasotti. El Granada se ha levantado una y otra vez del fango, ha mordido el polvo, suele llegar tarde a las alegrías de este deporte. Pero esa desilusión ha templado el carácter de su afición y quienes sobreviven a la tragedia habitan una especie de dimensión desconocida: la melancólica dignidad.

Conocí la derrota en el futbol desde muy pequeño y esa sensación de orfandad, de desengaño, de ilusión destrozada ha sido mi compañera constante en las gradas, la barra de un bar o frente a la televisión en una sala vacía. Cada partido actualiza lo infausto. Era el verano de 1994 y dos viejos rivales de la liga española se veían las caras en octavos de final. Hristo Stoichkov orquestaba a su equipo y Hugo Sánchez hacía acopio de resentimiento desde la banca. Desde ahí vio cruzar un disparo que no pudo detener Jorge Campos, el portero de los atuendos coloridos. México perdía uno a cero.

Un penalti nos devolvió la esperanza y empatamos. Fuimos mejores esa tarde. El técnico de mi selección habló con Hugo Sánchez. Podías oler el miedo de los búlgaros, se les desencajó el rostro cuando vieron al líder de la quinta de los machos levantarse para los ejercicios precompetitivos. Hugo era una leyenda en Europa. Pero el entrenador tuvo miedo de desacomodar a sus jugadores y no lo hizo ingresar. “Tengo miedo, Hugo, tengo miedo”: una cámara exhibió la intimidad de su diálogo. Llegaron los tiempos extras y con ellos los penales. Recuerdo la expresión de los tiradores mexicanos: el estupor del “Beto” García Aspe cuando voló la esférica, la culpa de Marcelino Bernal y el rencor de Jorge Rodríguez cuando Borislav Mikhailov detuvo sus envíos. Me tocaba sufrir en carne propia “la maldición de los penales”. Cada vez que hay una tanda de tiros desde los once pasos México pierde. Invariablemente. Otra vez los malditos penales. En cuartos de final del mundial 86 jugamos contra Alemania. Nos anularon un gol válido y volvimos a caer desde el manchón penal de nuestra propia casa (alguna alteración aún no descubierta en el genoma de los mexicanos nos hace incapaces de cobrar certeramente estos tiros). Una tragedia. Una injusticia terrible. Y entonces el llanto de los cien millones de mexicanos de aquel tiempo agobiados también por un terremoto y una crisis económica de dimensiones apocalípticas. No existe la justicia.

Sophia de Mello dijo: “la poesía es lo que me implica, lo que me hace ser en el estar y me hace estar en el ser”. El futbol es poesía porque nada te implica más que una tragedia en la cancha. Y podríamos recordar aquel día en que el Granada descendió a tercera. ¿Qué se sentía entonces? ¿Qué habrán sentido los brasileños cuando Obdulio Varela levantó la Jules Rimet en el Maracaná? ¿Cómo se habrá sentido ser italiano aquella noche fatídica en San Paolo cuando Caniggia peinó ese balón y Goico pasmó el corazón de Donadoni? Futbol y literatura comparten la finalidad gemela: el estremecimiento y la conmoción.

Cuando se logra volver de la tragedia aparece la épica. Por eso el futbol es una alta lección de moral. Hugo Sánchez fue humillado en las canchas españolas cuando jugaba para el Atleli y durante los primeros años en el Madrid. Cuántas veces la afición le gritó “indio” y cuántas veces, suspendido en el aire, con verdadera natura angélica, de tijera o de paloma, de tiro libre o estando en el momento preciso y en el lugar indicado le calló la boca a la tribuna. Cuando veo en youtube los goles del 9 y su cabriola clásica, en serio, pienso en Nietzsche, pienso en el superhombre y en la voluntad de poder. Pienso también en los claroscuros y, nuevamente, en la tragedia. Hugo le falló a México como futbolista y como entrenador. Pero esa es otra historia.

Alta moral cuando Diego Armando Maradona, lo más cercano a un moderno Aquiles, un Arjuna, un caudillo como Mario, como Aníbal, un San Martín Kitsch, de algún modo, sí, de algún modo, reivindica a su gente y devuelve a los ingleses un poco del dolor que dejaron en las Malvinas. Ningún gol fue más justo y aún legítimo que aquel de la mano. Qué bien sabe la historia del pícaro timando al gran Señor. Cuántos regates maravillosos, superiores a los de Messi o a los de Ronaldo, nos habría regalado el Lazarillo de Tormes si hubiera pisado el Bernabéu, la Bombonera, el Morumbi.

En el México prehispánico, el vencedor, el mejor jugador de pelota, era sacrificado a los dioses, ávidos siempre de gloria y de sangre. Cuando a la vuelta de los años miro nuevamente cómo sale Diego de la cancha de Foxboro, tras vencer a Nigeria y se dirige al antidoping de la mano de una mujer, no puedo sino pensar en la piedra de los sacrificios. Entiendo que cortar las piernas de Maradona equivale a una sublimación. Su caída es también su cumbre.

Se ha repetido hasta el cansancio que el futbol es una metáfora de la vida. No podía ser de otro modo. En el siglo XVI un adjetivo designaba a los mejores hombres: “esforzado”. Hernán Cortés y Gonzalo de Sandoval, versiones en carne y hueso del Amadís de Gaula, conquistaron el imperio más grande de América. Eran “esforzados”. Este adjetivo sólo puede aplicársele en nuestros días al káiser Frantz Beckenbauer. En el llamado partido del siglo contra la Italia de Gianni Rivera se dislocó un hombro y vendado y disminuido ofreció el partido más grande en la historia de este deporte. Esforzada es también la selección de Uruguay, con qué orgullo juega, con cuánto valor. Más que el “jogo bonito”, el “futbol de potrero” o el “tiqui taca”, envidio la “garra charrúa”. Alta lección de moral.

¿Y qué decir del Capitán Lucena? ¿Qué decir del hombre que ha jugado con el Granada desde esas canchas del infierno en tercera división y alcanzó con el club el paraíso? No cabe duda, es un esforzado. Alta lección de moral.

Si la poesía es recordar lo olvidado, como quería Borges, este libro de Fernando Valverde es pura poesía porque me ha recordado que la magia existe y que el futbol está tocado por esa temperatura especial de las cosas, por el brillo singular de lo inigualable. Porque poco menos que inigualable es la atajada de Gordon Banks a un cabezazo de Pelé en México 70, inigualables son las vaselinas de Raúl, los zapatazos de Eder o del mítico Jorge “Mortero” Aravena. Inigualable la clase de George Best y la codicia del bombardero Gerd Muller. Son inigualables las serpentinas y el confeti del Monumental de Núñez en aquel partido contra Holanda, inigualable es el rugido del dos veces mundialista estadio Azteca.

El propio Borges, que tanto despreciaba el futbol, creía con todas sus fuerzas que la poesía radica en la intensidad de la experiencia estética. Y nada más bello o más intenso que Maradona desparramando defensas merengues y entrando con la pelota al arco. Pocas cosas tan hermosas como el despliegue técnico de Zico, el vigor de Fernando Hierro o el tesón de Julio Salinas. Hay belleza en los perros de presa: en Gentile y en Bergomi. En el juego aguerrido del Athletic de Bilbao o del Osasuna del Vasco Aguirre hay belleza también. No hablaré aquí de Robben ni de la estirada de Iker Casillas. Eso está más allá, mucho más allá…

Hay veinte millones de mexicanos trabajando en Estados Unidos. Los indocumentados sufren vejaciones que alcanzan el nivel de lo indecible. Se les paga poco y hay restaurantes donde no pueden incluso tener un sitio. A principios del siglo XX, Pancho Villa se indignó porque nuestros trabajadores eran rociados con insecticida al cruzar la frontera. Así comenzaba para ellos el sueño americano. Por eso, cuando la picardía de la selección mexicana derrota y aún humilla al equipo norteamericano nada me parece más hermoso. Cambiaría la noche de gloria de Johannesburgo por destrozar una y otra vez a los sajones, por esconderles el balón, hacerles un sombrero, un caño, quebrarles la cintura en un regate, golear… darnos repetidos abrazos de gol.

En el futbol hay una agudeza muy digna de Baltazar Gracián y por eso descubrí en la cancha el significado de la palabra “insólito”. Insólito es el tiro libre de Roberto Carlos ante la mirada atónita de Fabian Barthes. Insólito es lo sucedido aquella tarde soleada en Logroño a pase de Rafael Martín Vázquez, insólitos, los regates de Garrincha, la precisión de Schuster y la suerte maldita de Martín Palermo.

Pero lo verdaderamente insólito ha sido contado por Fernando Valverde en este libro. Le doy las gracias por hacerme partícipe de la alegría y el sufrimiento de su club. Estoy maravillado por la Historia del Granada, por su sufrimiento y me fascina ahora verlos reír.

El sociólogo Luis Martínez Andrade me dijo un día que el “capital” ha corrompido una de las actividades más poéticas de la tierra: el futbol. ¿Cuántos millones de euros hay detrás de una sonrisa de Cristiano Ronaldo o de la humildad fingida de Lío Messi? Mucha gente ha perdido la fe en el futbol y en sus valores más nobles. Aquí radica la maravilla del libro de Fernando: nos hace creer otra vez.

Yo soy hincha del club más grande del mundo (cada aficionado dirá eso de su equipo): el Club Deportivo Guadalajara, también conocido como las Chivas o como “El rebaño sagrado”. Es el equipo más popular de México y tiene más de cincuenta millones de aficionados regados por todo el mundo. Este agosto hicimos algo que, más allá de las circunstancias, ni por asomo ha soñado hacer el Real Madrid de Mou: goleamos 4-1 al Barcelona, al Barcelona de Guardiola, sí, al mejor equipo de la historia.

Soy hincha del club más grande del mundo pero guardo hoy un profundo respeto por el Granada y, sobre todo, por los Filipinos, viejos espartanos. Me siento feliz porque han llegado al minuto 116. Pronto cantaré con ustedes esperando el inicio de nuestra participación en Champions. Estoy seguro. Para los Filipinos es este texto. Para ellos y para Fernando, cuya pasión contagia, para el Granada Club de Futbol, para ustedes, para la afición más grande de que se tenga memoria, son estas palabras.

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