Nueva narrativa colombiana No. 12: Fernando Gómez

FERNANDO GÓMEZ

En el marco del dossier Nueva narrativa colombiana, preparado por Federico Díaz Granados, presentamos un capítulo de novela de Fernando Gómez (Palmira, 1974). Es narrador y periodista. Autor de las novelas ¡Salta cachorro! (Seix Barral, 2007) y Microbio (Planeta, 2010). En 2007 ganó el premio de periodismo Simón Bolívar.

Lina agonizaba. Sólo llevaba puesto un camisón de algodón y su piel ardía al rojo vivo. Su cuerpo –que en otro momento y en otro lugar había sido considerado una pieza de exhibición tan memorable y tan sublime como una escultura griega– se había transformado en un nido de llagas y horrores y en un auténtico icono de la todopoderosa iglesia católica: una foto suya podía encajar en una serie de cuadros con los martirios de Jesús –su piel estaba más lastimada que la espalda del nazareno– y podía decir –sin miedo y sin temor a la blasfemia– que sufría más que el diácono del papa, San Lorenzo de Huesca, santo patrón de los cocineros que, por avaro y por tacaño, por no entregar los bienes de la iglesia al emperador romano, fue asado vivo –con el culo en las brasas calientes– en una parrilla gigante.

Lina habría entregado todo. Tenía que mantener los brazos abiertos para que los pellejos que cubrían sus axilas no hicieran contacto y el dolor no fuera más intenso; en el interior de sus muslos el panorama era peor y escondía un sinfín de ampollas listas para explotar. La planta de sus pies estaba destrozada por un hongo descontrolado que las había convertido en una superficie porosa y maloliente. Su piel era una colección de suplicios que no soportaba ni siquiera el contacto de las gasas y las cremas. Su mal era una combinación imposible de enfermedades nuevas y viejas; para curarse de sus heridas, según los cálculos clínicos más optimistas, debía tomar una cantidad tan poderosa y desproporcionada de antibióticos y antimicóticos que perdería el hígado y el páncreas con apenas las primeras dosis. Los médicos no podían explicar el mal, pero ella sabía qué había pasado y por pudor y por vergüenza, no se atrevía a hablar.

Diego, su novio, estaba encajonado en una silla al frente del vidrio de seguridad del cuarto de cuarentena, tenía un tapabocas y una mirada desolada y perdida. Después de hacer todas las diligencias y de oír todas las explicaciones que podían darle sobre la enfermedad, se había derrumbado sobre la primera silla que vio y llevaba 40 minutos prácticamente inmóvil. Había aplastado el mentón sobre los nudillos de sus manos y lo hacía oscilar hacia adelante y hacia atrás como una escoba en movimiento con las cerdas destrozadas; no se había afeitado esa mañana y la angustia hacía que su cara luciera los estragos de una semana de insomnio. “Nadie”, pensaba Diego, “se deteriora de esta manera en una sola noche”.

La apariencia de Lina era la de una víctima simultánea del ébola y la peste negra. Habían tenido una pelea por un asunto estúpido, nada que no se pudiera solucionar con un trago o con una película triple X un viernes en la noche; había dicho que no lo soportaba y se había largado de su apartamento con una mochila en que la recogió su cepillo de dientes y su ropa interior.

– No me puedes decir inmadura, idiota. Mírate en el espejo, ¿qué haces con el pelo largo y una camiseta desteñida de Jim Morrison?, ¡Tienes 30 años, imbécil!.

Veinticuatro horas después una enfermera lo había telefoneado del hospital. “Buenas tardes”, dijo, “¿hablo con el señor Diego Beltrán?”. “Soy yo”, respondió Diego. “Lo llamo de la Clínica de Occidente por un asunto urgente”, dijo la enfermera, “hay una paciente que pregunta por usted”.

Los médicos no le permitieron entrar en el cuarto; no podía abrazarla ni tocarla, pero todavía tenía una ligera esperanza de verla levantar la cara para saludarlo.

– ¿Cuánto tiempo lleva inconsciente? –preguntó.

– Está despierta –dijo el médico encargado. Diego sintió la tentación de golpear el vidrio con los puños. “Todo el hospital está en jaque”, le había dicho el doctor, “las biopsias viajaron a Estados Unidos esta mañana; no vamos a dejar que se muera”. “Yo tampoco”, pensó Diego; sabía que Lina respiraba por inercia y que mantenía los ojos cerrados para soportar mejor el dolor, sabía que él estaba ahí y no quería saludarlo, ¿pero para qué lo había llamado? Se mantuvo firme en su silla durante otra media hora, cada tanto se levantaba y manchaba con su aliento el vidrio de seguridad, estaba a punto de darse por vencido cuando Lina trató de incorporarse; iba a llamar a los médicos pero ella le indicó que se quedara donde estaba, tenía que decirle algo que nadie más podía saber, le pidió que leyera sus labios y Diego no tardó demasiado en descifrar el mensaje:

– Fue Camilo.

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Datos vitales

Fernando Gómez (Palmira, 1974). Es autor de las novelas ¡Salta cachorro! (Seix Barral, 2007) y Microbio (Planeta, 2010). Es editor de la revista DONJUAN y columnista de El Tiempo. Ha trabajado en Semana, La Gaceta de los Negocios y Rolling Stone. Fue editor y parte del equipo fundador de Gatopardo y la revista  Mundo. Es autor de la historia original del cortometraje Alguien mató algo, de Jorge Navas y fue co-editor del libro Bogotá Cinco Sentidos. Estudió periodismo en la Universidad del Valle, fue becario de la Fundación Carolina en Madrid y ha participado en varios talleres de la FNPI. En 2007 ganó el premio de periodismo Simón Bolívar.

 

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