Bajo la mirada de la luna, cuento de Eduardo Antonio Parra

Eduardo Antonio Parra

Presentamos, dentro de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, este magnífico relato de Eduardo Antonio Parra (León, 1965), en el que la tensión narrativa nunca desciende al contar la invasión de un predio por unos paracaidistas, cuyo fondo mítico nos recuerda la diáspora de los judíos.

 

 

Bajo la mirada de la luna

Ahora volvemos a caminar. Y a mí

se me ocurre que hemos caminado

 más de lo que llevamos andado.

Juan Rulfo

 

Una nube cubre el ojo solitario de la luna y quienes van adelante se disuelven de un borrón al tiempo que me cae encima una losa de cansancio, carajo, como si la luz amarillenta de hasta hace unos segundos me hubiera estado dando fuerza para continuar y ahora su ausencia hiciera surgir los calambres: un temblor punzante me presiona el chamorro y disminuyo el paso en tanto los ladridos de los perros del rumbo, no los nuestros, se quedan atrás, apagados, semejantes al tamborilear lejano de unos matachines, señal de que todos, incluso los de la retaguardia, abandonamos las proximidades de la zona poblada para meternos al llano donde serán otros animales los que nos acechen; aunque quizá esos últimos ladridos ya no eran ladridos, sino el resonar de nuestros pasos en el silencio, cientos de pies machacando los granos de arena recalentados por el sol durante el día, levantando este polvo fino que adivino rojizo, arcilloso, cuando se convierte en cristal molido entre las muelas y me enloda la saliva y lo escupo con rencor, igual que si te escupiera a ti, Ramsés; nunca entendí por qué te llamas Ramsés, será porque eres del desierto, o porque tus padres te destinaban a guiar multitudes: somos muchos, a pie o en las carretas tiradas por burros famélicos que no tardan en volverse comida para los más jodidos, o trepados en bicicletas y triciclos, o en los dos únicos camiones que se deshacen en lamentos de animal enfermo con su carga de ancianos, embarazadas, escuincles, heridos y quienes ya no pueden andar esta noche que creímos sería nuestra noche y quedará como la del gran fracaso porque te equivocaste, porque hubo un error en tus cálculos y nos llevaste al sacrificio como quien lleva una recua de mulas a un rastro clandestino, ¿por qué?, quisiera preguntarte el hombre a mi izquierda, o aquella gorda que apenas puede y se retrasa a cada paso, pero en esta oscuridad no te miran, vas muy lejos y entre nosotros se atraviesan demasiados cuerpos, espaldas vencidas, siluetas con la cabeza gacha bajo el peso del sombrero por esa flaqueza que dejó en ellas la esperanza frustrada, los sueños rotos, ¿por qué, Ramsés?, tú eres el líder, deberías saberlo.

Porque llegó nuestro momento, dijiste al bajar de aquella tarima improvisada que te habían armado los hermanos González. Está todo listo. Esos terrenos siguen ociosos y llevan años en litigio, así que el alcalde no va a molestarse en defenderlos. Lo sé de buena fuente. Me lo aseguraron en el partido. Hasta parecía que aún no bajabas del estrado: tu tono era de discurso político, repartías sonrisas y apretones de brazos y hacías con los dedos la ve de la victoria como si estuvieras enmedio del gentío que minutos antes te ovacionaba. ¿Entonces mañana?, preguntó Roque y tú lo miraste despacio, con cierta burla bajo esas tus cejas tejidas en peluche. ¿No le quedó claro, compañero? Mañana, en amaneciendo, salimos a llevar a cabo la invasión. Mañana, y recalcaste las sílabas con tono triunfal, vamos a fundar nuestra propia colonia. Basta de estar arrimados en la Rodolfo Fierro. Aunque los camaradas se han visto generosos, necesitamos espacio propio. Al pronunciar estas palabras miraste alrededor en espera de un nuevo vitoreo, pero nomás quedábamos junto a ti Roque, Herminio Zertuche, la Beba y yo, tus incondicionales. Los demás habían corrido a las viviendas donde les daban arrimo a alzar sus bártulos y armar sus petacas. No querían que los sorprendiera la hora de la mudanza con el equipaje a medias. Entonces, al verte sin público, fijaste la mirada en el rostro de la Beba. ¿Cómo ve, compañera? ¿Qué se siente estar a punto de vivir en un chante para usté sola? Ella se acercó a ti, te pasó el brazo por el cuello, repegó su cuerpo al tuyo y te dijo al oído con suficiente voz para que los demás oyéramos: Y se lo debemos a usté, mi líder, a ver cómo le hacemos luego pa corresponderle. Yo preferí voltear hacia las casas cercanas. La Rodolfo Fierro hervía de trajín. Quienes partían lo hacían contentos pues su anhelo de poseer un terrenito con jacal propio se iba a cumplir; los que se quedaban porque se quitarían de encima la monserga de los arrimados. Aquello parecía hormiguero. Hombres y mujeres cargaban bultos de ropa, muebles, ollas, sacándole la vuelta a los montones de chatarra, a las llantas huérfanas que desde el suelo miraban las alturas con su enorme cuenca vacía, a las pilas de ladrillos, a los perros famélicos cuya cola no paraba de agitarse entre tal movimiento. Los niños perseguían gallinas en el suelo erizado de varillas, alambres y latas oxidadas con el fin de encerrarlas en huacales. Hasta los ancianos andaban alebrestados y pastoreaban puercos con sus bordones, mientras los vecinos contemplaban el trajín en cuclillas, a la sombra de sus tejabanes, gargajeando y escupiendo sobre la tierra yerma. Quienes tenían bicicleta o bestia de montar las aprontaban para la marcha, y un grupo de señoras gordas con sus infaltables canastas se fue arrimando a la avenida a esperar los camiones de redilas que llegarían de madrugada. A partir de otro día, la vida pintaría distinto. Te alejabas con la Beba del brazo rumbo a la casa que te prestaban desde hacía meses, cuando se te acercó Rubio, el líder de la Rodolfo Fierro. Oiga, compadre, ¿y ya se le ocurrió nombre pa la nueva colonia? Yo tengo una propuesta, se adelantó la Beba sobándote el lomo como si fueras su caballo favorito en una carrera. ¿Qué tal si le ponemos el apelativo de su fundador?, preguntó mirándonos. Colonia Ramsés Cantú… suena bien, ¿no? Roque rió y dijo sí varias veces con la cabeza, Herminio enseñó los dientes y yo no hice nada. Fue tu humildad fingida la que rechazó la idea. No, nada de nombres propios. Ni de revolucionarios ni de mártires de la izquierda que nadie conoció. Nuestra colonia es la tierra prometida y se va a llamar Paraíso, ¿qué no? Paraíso, repitió la Beba para sus dentros, me gusta. Pos no se hable más, concluiste dándonos la espalda en tanto acariciabas la cintura de la Beba con un manoseo despacioso en el que tus dedos a veces bajaban en busca de las nalgas. Tus últimas palabras sonaron mochas por la calentura, o a lo mejor nomás porque nos llegaron deshilachadas en el aire sin que te viéramos la boca: Vamos a aprontarnos, mañana es el día.

Pero ahora es noche y nuestros pasos apesadumbrados restallan al raspar el tepetate mientras la luna poco a poco se desprende de la nube que la cegaba y vuelve a darle forma definida a este ejército de muertos vivientes, eso somos, hombres y mujeres en apariencia enteros cuando por dentro se les murió hasta el resuello, ¿no lo piensas así, Ramsés?, ya te distingues, puedo contemplar cómo tu espalda se vuelve un punto luminoso entre las sombras como si te iluminara por dentro el martirio de esta gente, no sé, será a causa del sudor que brilla en tu camisa o a que la luna también te descubrió y centra su luz en ti, vas encorvado, amontonado entre tus huesos, escuchando el gemir de tus músculos como única expresión de la derrota, disminuyes el ritmo y hago lo mismo, no me interesa caminar cerca de ti, me atraso y miro cómo pasan Octavio y Cristiana con aspecto de haber sido rotos a mazazos hasta desmoronarse, llorosos, sí, esas sacudidas de hombros no pueden ser sino accesos de llanto, seguro se acuerdan de que hace apenas unas horas sonreían a pleno sol y le decían a quien quisiera oírlos que iban a construir la mejor casa del Paraíso, bonito nombre, ¿se te ocurrió, Ramsés, con el fin de recordarles a estas personas que saldrían del infierno adonde ahora regresan?, Paraíso: un paraíso terrenal a la medida de tus ambiciones y de las esperanzas de tu gente, a la medida de los deseos del pobre Julián, quien me rebasa con cara de no querer acordarse de que él iba a resguardar el orden en la nueva colonia, voy a ser la ley, decía, el mero jefe de cachuchones, me lo prometió Ramsés, pero ahora se aleja cabizbajo, vigilando sus pies para no caer en un agujero de serpiente, un paraíso al gusto de los hermanos González, quienes habrían de trazar las calles y repartir los lotes según el tamaño de la lealtad del colono hacia su líder, y no dudo que el nombre se te haya ocurrido cualquiera de los ratos que pasaste en brazos de la Beba, hundido en su cuerpo hecho para huir de los problemas y aflojar las tensiones, de esa Beba que habría sido la encargada de conseguir alumbrado público, agua y pavimento, pero en este instante deambula con traza de haberse arrojado llena de furia a una batalla en la que por poco pierde la vida, mírala, Ramsés, vagando enmedio de este ruido de pisadas continuas semejante al arrastrarse de un pesado vientre por el suelo, acaso piensa que las redondeces de su cuerpo y esa su capacidad para dar placer van a desperdiciarse a partir de hoy en hombres mediocres, sin el poder de otorgar permisos ni concesiones ni títulos de propiedad, hombres como tú y yo: un oscuro secretario de comité y un líder caído en desgracia que jamás podrá levantarse de nuevo y se quedará en el piso sin que nadie se acerque a ofrecerle una mano, como en aquella ocasión me acerqué yo.

¡Déjelo, comandante!, grité y me interpuse entre los dos. Tú gemías en el suelo con la cara manchada de tierra y sangre, respirando con dificultad por el dolor. Fonseca jadeaba a causa del agotamiento. Aun así, intentó hacerme a un lado para arrimarte otra patada, pero me planté firme y no pudo moverme. Entonces tronó. ¡Quién chingaos te crees, Contreras! ¡Quítate! ¡A mí ningún pinche madrina me va a impedir ponerle una chinga a un rojillo! No me aparté y el siguiente puñetazo fue directo a mi rostro. El pómulo se me llenó de piquetes de insecto, mi vista se enturbió y sentí que caía, mas en ese momento un bofetón impidió mi derrumbe. Fonseca se había olvidado de ti, Ramsés. Concentraba en mí su rabia, y si no me tumbó de inmediato fue porque había gastado sus fuerzas contigo. Sin embargo, no es hombre que suspenda las cosas a medias. Al verme aún en pie, paró de golpear con los puños, sacó su escuadra del sobaco y me sorrajó cachazos hasta que me vine abajo. ¡Nomás eso me faltaba, hijo de tu chingada madre! ¡Que me salieras traidor! Cortó cartucho y me encajó el cañón en la frente. Nunca supe si el gemido salió de mi garganta o de la tuya, lo único que recuerdo es el agujero de la pistola, negro como la boca del infierno, que parecía estar vivo y olfatearme en el aire antes de soltar el plomo. Yo había visto a Fonseca matar. Apreté los párpados. Pensé en la muerte. Y la muerte venía cargada de rumores, pasos presurosos, amenazas, gritos. Al abrir los ojos vi que el comandante se retiraba despacio, pistola en mano, temeroso de tus camaradas que venían a la carrera desde los linderos de la Rodolfo Fierro, saltando bardas y esquivando construcciones en tanto agitaban garrotes y cadenas de bicicleta por encima de la cabeza. Ni se te ocurra volver a la comandancia, pinche traidor. Donde te vea te mato, dijo Fonseca mientras abordaba la patrulla. Arrancó justo antes de la llegada de tu gente. Te alzaron del piso en andas y ya te regresaban a la colonia cuando les ordenaste que me recogieran. ¿Recuerdas, Ramsés? Ese hombre me salvó, dijiste, y a pesar del dolor tu voz brotó autoritaria. Pero Ramsés, dijo alguien cerca de mí, este tipo es judas, yo lo he visto con los otros. No importa, tráiganlo. Luego las palabras se me disolvieron en un dolor de cabeza y no supe más.

¿Dónde están quienes te levantaron esa tarde?, ¿dónde va Herminio, dónde Federico, dónde Melchor?, a Roque lo vi hace un rato por la entrada del llano, iba mentando madres a los cuatro vientos, amenazaba a los perros de la lejanía, pateaba a los que vinieron con nosotros y echaba espumarajos por la boca, mira, Contreras, me dijo al pasar, esos cabrones me rompieron toditito el hocico, y me mostró la palma de la mano donde traía tres dientes, ¡qué diferencia con la mañana de hoy!, entonces Roque se cargaba un escándalo de chiflidos y buenos deseos, se acercaba a los demás y les palmeaba la espalda, sonriente, con sus dientes completos, pero el día se fue en un suspiro, se desvaneció en las tinieblas como si los acontecimientos lo hubieran fulminado, y ahora no sé dónde anda Roque, se habrá subido a un camión con los heridos, ahí viene Federico, camina con zancadas largas como buscándote, Ramsés, me rebasa, ya va al frente, esquiva un puerco perdido y se aleja siempre tras de ti, ¿se atreverá a reclamarte?, ¿al menos a pedirte una explicación?, no creo, ha crecido al amparo de tu sombra y se contentará con lo que le digas, así son estas gentes, no tienen nada y por eso se aferran a lo que les ofrecen, así sean miserias; Roque aun sin sus dientes sería capaz de seguirte a la cárcel o hasta a la misma muerte, como los González, como Herminio, ¿como la Beba?, quizá, quizá no, Herminio, por fin lo escucho, va detrás de mí, me alcanza mas no se detiene, al contrario, acelera furioso alejándose en unos cuantos trancos y allá va, enorme y soberbio, nada provoca una impresión de soledad tan clara como un gigante que camina entre enanos, qué solo está Herminio, parece un ánima en pena que jamás descansará, seguro ya piensa en otros predios, en la próxima invasión, cómo luchó hoy, cómo se defendía y te protegía de las macanas de los azules, de los bates de los porros, con diez hombres así, duros y arrojados, sin miedo a nada, habrías conquistado ese pedazo de desierto, Ramsés, te habrías cubierto de gloria igual que un general o un rey al frente de sus tropas, lástima que tu ejército esté formado por puro muerto de hambre, puro pobre de espíritu, borregos a quienes el hambre y el sudor de la frente les diluyeron hace muchos años la rebeldía y las ganas de pelear, ancianos, mujeres grises, bruscas, hurañas, cuyas manos sólo sirven para extenderse pidiendo limosna, con este contingente lo único que podías alcanzar es la debacle, el retorno al infierno donde otros menesterosos nos harán la caridad de prestarnos un rincón para convalecer de las heridas.

Tras la golpiza, desperté en una vivienda minúscula con paredes de lámina, alumbrada por una lámpara de gas en torno de la cual revoloteaba una nube de moyotes. Sobre el piso de tierra, liso por el constante roce de pies descalzos, huaraches y botas industriales, se amontonaban varios hombres y mujeres. El bochorno sofocaba y nos derretía en sudor. Mis heridas lucían vendajes sucios. Tus camaradas me escrutaban con desconfianza, hasta que apareciste tú, también lleno de curaciones, y por un segundo imaginé que no eras sino mi reflejo paseándose por aquel cuarto. Inició el interrogatorio. ¿Por qué andas de madrina? Quería ser judicial, pero no se me va a hacer; usted oyó al comandante. ¿Cómo te enrolaste con Fonseca? Me recomendó un compañero de la facultad. ¿Cuál facultad? Derecho. ¿Eres abogado? No, no terminé el séptimo semestre. Luego te informé que las órdenes de Fonseca consistían en hostigarte, meterte miedo, porque de arriba había venido el pitazo de que organizabas gente con miras a una invasión. No tenían idea de qué predio ibas a expropiar, sólo de que andabas en eso, y decidieron solucionar el problema antes de que fuera imposible pararte. Eso lo sabías. Estabas preparado para agresiones como la del comandante. Lo que te interesó de mis palabras fue que yo conocía de leyes y podía serte de utilidad. Entonces me ofreciste un puesto en el grupo, dentro del mero comité. Al notar mis dudas, pues nunca me interesó la política, y menos ubicarme del lado de quienes siempre pierden, me hablaste de los baldíos que habías descubierto por el lado del desierto, cerca del Bravo, a unos pasos de los gringos. Me dijiste que dirigías a cientos de familias oriundas sobre todo del sur, migrantes devueltos del gabacho que deseaban probar suerte en la maquila. Mencionaste tus contactos dentro del partido, tu amistad con líderes sindicales y tus planes para ir ganando mayor presencia en la ciudad. Presencia de la que da poder, de la que con el tiempo nos puede llevar hasta el mero palacio municipal, y de ahí en delante nadie nos para, compañero, fueron tus palabras. Al paso de los días, en tanto nos recuperábamos de los golpes de Fonseca, me seguiste insistiendo. Cuando al fin acepté la secretaría del comité, lo hice porque me habías convencido de que el futuro junto a ti no pintaba nada mal.

La luna se coloca de nuevo el parche en el ojo y vuelvo a perderte, otra vez se oyen ladridos: son nuestros perros escandalizando, carajo, uno pasa a la carrera y me roza las corvas con su costillar saltado, ¿o fue un marrano?, las piernas no me dan, Ramsés, si no fuera porque al frente, todavía lejos, alcanzo a distinguir la telaraña de focos de una colonia me tumbaría en la arena a descansar aunque haya víboras y escorpiones y ratas, ¿sería una víbora lo que enfureció a los perros?, no puedo verlos pero escucho su enjambre rabioso de gruñidos y dientazos, cuánto furor, allá corren varios hombres, gritan en la oscuridad y sus alaridos liberan la impotencia, ¿dónde vas, Ramsés?, ¿dónde vas, Beba?, seguro los dos traen la cabeza hecha bolas, los pasos sin brújula y los recuerdos girando veloces, tú, Ramsés, piensas cómo hallar de nuevo ese camino empedrado de triunfos rumbo a las alturas, la ruta que imaginabas llena de luz con su pavimento recién puesto y dos hileras de mansiones a los costados, semejante a esas avenidas que nacen en la zona de los ricos y desembocan en el centro de la ciudad, un camino luminoso, no este desierto negro sin senderos por donde nos movemos a duras penas igual que procesión de enfermos y tullidos en pos de su santo patrono, cualquiera que nos mirara evocaría las columnas lastimosas que peregrinan a Espinazo para pedirle mercedes al Niño Fidencio, nadie pensaría en los paracaidistas que hasta hace unas horas marchaban orgullosos al asalto de la tierra, impulsados por las voces de quienes nos dieron asilo estos meses, no, nadie pensaría eso, ni siquiera ahora que hombres y perros se persiguen, se arremolinan y enseguida se disgregan entre gritos y maldiciones como si estuvieran linchando a su líder.

¡Vamos, hombres!, se desgañitaban las mujeres de la Rodolfo Fierro, ¡a conquistar la tierra! Era tal nuestro entusiasmo que ni siquiera disminuyó al ver que de los camiones prometidos por tus amigos sindicalistas sólo habían llegado dos. La caravana se hallaba dispuesta. Como en un desfile militar, cada uno ocupaba su sitio en el arranque de la marcha. Al frente, tú, Ramsés. Aunque la caminata duraría horas, llevabas una pala en la mano para poner con ella la primera piedra de la colonia. Ese gesto me gustó. Es parte de la teatralidad de un dirigente. Faramallas así han hecho que la gente se entusiasme contigo y te siga adonde sea. Procuraré aprendérmelo. Un poco atrás íbamos Herminio, Roque y yo. Los hermanos González se habían rezagado. ¡Es hora de que el pueblo agarre lo que a los ricos les sobra!, gritaban los hombres repitiendo tus consignas. ¡Vayan por ese predio, camaradas! Tanto me excitaba ese torrente de euforia que no reparé en la ausencia de la Beba. Nos sentíamos igual que los bisabuelos al ir a partirse el alma en la revolución por el mismo motivo: un pedacito de tierra. Pero nosotros íbamos sin armas, nomás con unos cuantos palos y otras cuantas herramientas para apuntalar los primeros tejabanes. Dejábamos la Rodolfo Fierro y los pasos redoblaban en la avenida ante la curiosidad de los mirones, cuando la Beba nos dio alcance y se te colgó del brazo, sudorosa, con una sonrisa llena de promesas en el rostro. Era temprano, el calor aún no rabiaba. Los edificios altos del centro nos ocultaban el sol, sumiéndonos en una sombra engañosa. La gente a los lados de la calle nos animaba y aplaudía como si supiera a dónde y a qué íbamos, mientras nosotros oíamos el ritmo firme de los pasos y nuestra respiración acompasada, regular. Cruzamos parques industriales ahogados en las emanaciones de las maquilas y, en tanto los gritos animosos de los mirones se volvían escasos, pasamos el puente de un río sin agua para doblar por un camino periférico, pues habías decidido dar un rodeo para no alertar demasiado a las autoridades. El sol subía, sus rayos nos zumbaban en la oreja igual que voladero de moyotes, pero nos sentíamos fuertes, llenos de ambición. De pronto desembocamos en los dominios del desierto. Los perros que hasta entonces trotaban en orden cerca de sus dueños se lanzaron a correr por la arena, a olfatear chaparros y chamizos, a buscar víboras y ratas. Los puercos también quisieron desbalagarse, pero los amos los encarrilaban a bordonazos. Nos pegaba en plena cara la brasa del sol, y a lo lejos se oía de vez en vez el sisear de los torbellinos. La ciudad se alejaba despacio. Las áreas pobladas por las que pasábamos eran colonias de paracaidistas similares a la que fundaríamos. El desierto arrojaba su vaho sin olores en lengüetadas secas y el bochorno nos hacía entornar los ojos al sentir pulmones y sangre llenos de aire caliente. El sol había descrito ya la mitad de su arco y, al fondo del llano, el Bravo lucía inmóvil en su cauce atestado de moscas, intensificando el remolino áspero del calor. Pero yo no tenía ojos para ese paisaje monótono y familiar. Veía a la Beba, Ramsés, los veía a ustedes dos. A ti abrazándola. A ella toda oronda de caminar bien amarradita del mero chingón. Por la manera en que clavaba la vista en ti al oír tus palabras, supe que te había dado cobijo entre sus piernas durante la noche entera hasta ponerte pando de satisfacción y de orgullo y de esa vanidad inflada que cualquier hombre precisa para acometer las grandes empresas.

No, no están linchándote, se trata de un triste tlacuache, los veo ahora que la luz de la luna logra filtrarse a través de la nube y sacando fuerza de la curiosidad aprieto el paso y avanzo adonde se amontonan hombres y perros, todos miran a ras del suelo como si se disputaran un balón de futbol, patean, algunos perros reciben patadas y chillan y tiran tarascadas al aire sin atreverse a morder, sí, es un tlacuache, corre aterrorizado entre decenas de piernas humanas y mandíbulas caninas, lo golpean y cae y enseguida vuelve a levantarse para seguir su huida, además de coces, los tipos más sádicos le lanzan garrotazos, lo insultan, se desquitan del rencor que les inspira el mundo, Herminio se suma a la persecución, empuja a los demás, se abre paso y consigue centrar a la bestia hundiéndole en el vientre una patada que lo hace volar varios metros, se desploma con un sonido bofo y de su interior sale un chirrido agónico que me pone los pelos de punta y se impulsa apenas a tiempo para esquivar los colmillos de un perro enorme, ¿por qué no dices nada, Ramsés?, ¿por qué no detienes esta carnicería?, ¿no eres su líder?, no te veo entre los perseguidores, ni más allá, la luna no alumbra bastante, sus rayos sólo alcanzan para distinguir cómo el tlacuache sale otra vez disparado por un pie certero, ¿habrá sido de nuevo Herminio?, y gime y solloza con su vocecilla de roedor cuando ya no puede ponerse en pie y los demás le caen a pisotones igual que si se tratara de uno de los agresores de hace rato, un uniformado o un judicial o un porro, no se mueve ya y sin embargo vuela porque otro puntapié levanta el cadáver del suelo y cae de nueva cuenta adonde los perros furiosos se lo disputan arrancándole los miembros, descuartizándolo antes de largarse cada uno con un trozo de carne en el hocico, carajo, cuánto odio hay en ellos, Ramsés, cuánta desesperación, cuánto resentimiento, cuánta saña, carajo, carajo, carajo, asusta, da mucho miedo la posibilidad de caer bajo ese rencor, ¿no lo sientes, Ramsés?, sí, por eso no te veo, debes estar lejos de estos salvajes y de sus perros para que no se les vaya a ocurrir seguirle contigo luego de hacer garras al tlacuache, lejos, igual que la Beba, a distancia los dos del estallido de furia, la Beba, mientras vaga entre estas sombras a la deriva, ha de ir piense y piense que más le habría valido quedarse en segundo plano en vez de andar paseándose con el líder, cocoreando la lujuria de los machos y la envidia de las mujeres, porque después de un fracaso esa lujuria y esa envidia se transforman en muina, lo sabes, ¿verdad, Beba?, por eso ya sin el aura dorada de ser la favorita del mero mero procuras pasar junto a la gente sin ser vista, para que no te señalen y digan miren, ai va la güila esa, la cabrona que le reblandeció los sesos a Ramsés a fuerza de puterías, la que lo engatusó con el fin de distraerlo de sus obligaciones, por eso pasó lo que pasó, por eso debemos regresar, por eso los sueños hechos polvo y este cansancio y el dolor dentro del pecho que no nos deja nada aparte de las ganas de matar, carajo, pobre Beba, tú tan joven, tan bonita y ahora con el peso de esta responsabilidad para siempre, más te habría valido no andarle buscando los alebrestes a Ramsés, más te habría valido quedarte junto a mí.

Aquella noche, en tanto la esperaba recordando las últimas semanas, pensaba en ti, Ramsés, que me la habías presentado. Mira, Contreras, quiero que conozcas a la nueva camarada. Se va a sumar al movimiento para hacerse cargo de las gestiones con el municipio. Tiene experiencia y desenvoltura. Hola, dijo la Beba y al saludarme retuvo mi mano en la suya. Mucho gusto, me encantará trabajar contigo. Desde el primer momento adiviné que se trataba de una arribista. ¿Tú no, Ramsés? No, tú no te dabas cuenta de nada. Te sentías muy por encima de los demás y aceptabas la adulación como elogio sincero a tu labor y a tu personalidad política. Por eso al principio los halagos de la Beba no te hicieron mella, los considerabas normales, semejantes a los del resto de tu gente. Ella entonces ideó el modo de llegar a ti a través de otro. Por medio de Herminio, imposible: a él le sobran las viejas y la Beba hubiera sido una más. Los hermanos González no tienen tiempo para mujeres, sólo piensan en construir y desmontar. Roque es medio pendejo y ella se hubiera evidenciado. Quedaba yo, y hacia mí enfiló sus baterías. No supe cómo caí en sus insinuaciones ni por qué olvidé la opinión que tenía de ella. Tú lo habías dicho, es desenvuelta y experta en gestiones. Me atrajo rápido a su piel y me dejé conducir sin pensar mucho en el asunto. Vivimos en pareja un par de meses, durante los cuales supe que en verdad vale la pena la lucha si en ella hay mujeres así. Tú advertías mi expresión de macho enculado y se te alborotaban los entresijos de envidia. La Beba me hablaba de ti siempre con respeto y simpatía y yo te pasaba al costo sus comentarios con los cuales te engordaba el orgullo sin imaginar que todo era producto de sus cálculos. Constituías su objetivo al ser el líder. El secretario de comité nomás servía de peldaño en la subida. Estabas a punto de morder su anzuelo, donde yo fui el cebo, y no escatimó mañas para el último asalto. Una madrugada llegaste a buscarme porque querías revisar unos documentos y ella, que nunca dormía, saltó de la cama y te abrió casi desnuda. Cuando levanté los párpados lo primero que vi fueron tus ojos recorriendo su cuerpo a la luz de la lámpara de petróleo. Te entretenías en sus pechos plenos calcándose en el camisón y sonreíste nervioso al fijar la vista en el triángulo negro entre sus muslos. Ay, qué pena. Déjeme taparme, mi líder, dijo con falso pudor. No sé qué hago poniéndole enfrente mis miserias. Tú murmuraste una disculpa cortés mientras ella se echaba un vestido encima y yo me ponía los pantalones. Después saliste conmigo con aire de indiferencia, pero yo comprendí que no podrías olvidar el cuerpo que acababas de entrever y que en ese instante había nacido algo entre tú y ella. Días después la Beba empezó a desaparecerse con frecuencia y a volver tarde a nuestro cuarto cada vez con pretextos más absurdos. En eso pensaba aquella noche, cuando por fin la vi acercarse al cantón. ¿Y ora tú? ¿Dónde anduviste todo este rato? Aunque lo sabía, pues ella no era hembra para esconder su voluntad, tuve que preguntarle, reclamar, representar el papel de marido celoso. Llevo cuatro horas esperando y ni tus luces. La Beba masticó varias veces el chicle que le inflaba el cachete. Abrió la boca, sacó la lengua para dirigirlo y lo escupió. Comenzó a hablar y sus palabras vibraron lentas, oscuras. Mira, Moy, vine a decirte que lo que había entre nosotros no da pa más. Ya me aburrí de ti, la neta. Y pos, ¿pa qué andar con hipocresías, no? Mejor que ai muera. Me quedé mudo, enmedio de un temblor larguísimo. No es que la quisiera. No. Apenas me estaba acostumbrando a ella. Pero cómo me gustaba. De verla así, con ese gesto entre distraído y triste con el que hablaba, empezó a correrme un cosquilleo en las tripas. Sin embargo nada hice en tanto ella envolvía sus trapos en una sábana y guardaba sus papeles en una caja de cartón. No sentí coraje, ni dolor. Nomás ganas. Deseo frustrado. ¿Te vas con Ramsés, verdad?, le pregunté al verla alejarse. Sí y no. Voy a vivir sola para gozar mi libertad, aunque a lo mejor lo voy a estar viendo. Tampoco te odié a ti, Ramsés. La vida es así y punto.

La matanza del tlacuache les quitó el aliento, caminan despacio, con pasos inseguros y cortos, arrastrando la arena, algunos de plano se detienen con una pierna engarrotada e intentan flexionar la rodilla sin éxito, a estas alturas, con el alumbrado de la colonia cada vez más cerca, con ladridos aún lejanos ahuyentándonos o dándonos la bienvenida, después de quince horas de caminata falla el resuello de los pulmones, los músculos se entumen, los ligamentos se tensan, caen los huesos en una indiferencia cruel y arden las plantas de los pies, sangran los descalzos, cojean quienes usan botas, nunca resulta tan pesada la marcha como al divisar el destino, algunos hacen un último esfuerzo y aceleran, pero en unos metros vuelven a desfallecer, las bicicletas y los triciclos se nos emparejan con gemidos de cadenas mal engrasadas, el rumor de los camiones se acerca, detrás de nosotros queda una inmensa, monótona sucesión de accidentes, enfrentamientos, huidas, decepciones, estallidos de cólera, kilómetros de arena convertidos en sudor y cansancio, al frente sólo hay frustración y la vergüenza de suplicar acomodo en algún rincón ajeno, una carreta llena de mujeres y niños rechina a mi lado, miran al cielo donde las nubes buscan mejores horizontes dejando en libertad la luna redonda y las estrellas titilantes, constelaciones cuyos nombres ignoran y no les marcan ninguna ruta, no prestan atención a los crujidos de los muelles rotos, ni a ese bamboleo agudo de las ruedas carcomidas por la intemperie y cientos de cargas de chatarra y cartones viejos, ni a las mulas que continúan su andar en un trance sonámbulo, sigo la carreta un buen trecho y me envuelve una sensación de quietud casi verdadera, su avance es tan lento que parece flotar, y no obstante se arrastra y abre surcos en la arena enmedio de una atmósfera de sueño, con un vaivén caótico de rechinidos que de vez en vez obliga a las mulas a sacudir las orejas, me detengo agotado y la contemplo alejarse con una parsimonia desesperante hasta que primero se confunde con el desierto y después desaparece entre las sombras, nadie habla, todos usan el aire que les queda para dar unos pasos más y ganarle otro kilómetro a la arena, me sorprendo al descubrir a Ramsés a mi lado, su caminar es sonámbulo, semejante al de las mulas, ha sumido la cabeza para siempre, sus ojos deben estar huecos, como si oyera voces del pasado o no pudiera concentrarse sino en el fluir de su sangre: lo único en decirle que sigue vivo, has perdido el valor, Ramsés, tu voluntad se quebró, no te resta nada, tampoco a la Beba quien ahora se te acerca, camina en silencio junto a ti y luego señala con la mano hacia donde ya se distinguen las primeras casas de la Rodolfo Fierro, llegaremos a la colonia no por la avenida, sino por atrás, por la orilla entre la ciudad y el desierto, no respondes, Ramsés, y la Beba insiste en consolarte, de pronto se estira y planta un beso sonoro en tu cara, cerca de los labios, enseguida disminuye el paso y deja que te adelantes, mas tus zancadas son parcas y temblorosas y ella debe permanecer quieta unos minutos para perderte de vista.

¡Éste es el paraíso!, gritaste de cara a la multitud tras arribar adonde el desierto se une al río Bravo. ¿Para esto nos afanamos tanto?, preguntó una voz con desilusión. El paraje lucía desolado. ¡Ahorita no hay nada, compañeros! ¡Pero es nuestro! ¡Lo vamos a llenar muy pronto de casas, calles pavimentadas, tuberías y postes de luz! ¡Es nuestro!, repetías viendo cómo varios hombres y mujeres se contagiaban de tu entusiasmo. El sol quemaba con rabia tal que parecía haberse venido abajo al tiempo que el cielo se echaba hacia atrás perdiéndose en el infinito. El Bravo desparramaba entre nosotros ese tufo de humedad, de lama estancada y pudrición que de inmediato hace pensar en tierras fértiles y abundancia. El olor excitó a los puercos. Gruñían estremeciéndose e intentaban meter el hocico en la tierra seca. Los nuevos colonos exploraban el arenal, primero tímidos, luego con cierta confianza, tanteando el terreno cuyos límites eran dos picachos escarpados. En el centro del predio había dos cabañas grandes con hoyos en el tejado y muros de troncos carcomidos. Por lo menos los niños y los viejos no dormirán al aire libre, dijo una mujer al verlas. Con el fin de evitar la dispersión, la Beba hizo señas llamando a la gente a tu alrededor. Ora sí, mi líder, te dijo. Cúbrase de inmortalidad. Es hora de la inauguración. Ponga la primera piedra y saque unas palabras de su ronco pecho. ¡Arrímense! Hubo chiflidos y aplausos. Herminio se acomodó aína a tu derecha, quizás imaginando cámaras y flashes. Los hermanos González y Roque hicieron acto de presencia. Yo me ubiqué junto a la Beba y vi que se hacía notar mucho. Con el rostro colorado por el calor y la emoción, manoteaba llamando a los demás, te señalaba y reía con una risa de niña en fiesta de cumpleaños. Sin embargo, tanto sus aspavientos como su expresión sugerían un nerviosismo agudo, como si ya conseguidos sus propósitos no supiera cómo manejar el triunfo. Tú estabas igual de tenso y emocionado y eufórico y sonriente, satisfecho de haber conducido a esa multitud con bien a la tierra prometida. Alzabas la pala que desde el momento de salir traías en la mano para que todos la vieran. Después aspiraste hasta llenar tus pulmones con el olor del desierto, y ya ponías semblante solemne para echar tu discurso cuando te interrumpieron un griterío y un tropel de pasos. Eran los porros. Aparecieron de la nada.

La Beba se demora como si no deseara llegar al mismo sitio de donde salió por la mañana, sin embargo tú continúas por un sendero cada vez más difícil, lleno de piedras, Ramsés, una inercia resignada te empuja las piernas, primero la izquierda, enseguida la derecha, con ese caminar angustioso de las bestias erguidas sobre sus patas traseras que no puede durar mucho, sólo faltan unos cuantos metros, los camiones y carretas se han rezagado, quizá recogiendo a los que no pueden moverse, o a lo mejor porque los burros, las mulas y los motores acabaron por dar de sí y desde hoy pasarán a formar parte del paisaje como cascarones de chatarra y esqueletos descarnados en el desierto, un poco más, casi llegamos, ya se delinean bajo los faroles que hacen palidecer las tinieblas algunas siluetas de vecinos, allá brilla una falda roja en el marco luminoso de una puerta, seguro están sorprendidos, no esperaban nuestro retorno, creían haberse librado de la carga y ahora observan desde lejos la columna con ojos iracundos, impotentes ante las reglas de la solidaridad entre menesterosos que los obligan a ayudar a los camaradas en desgracia, qué diferencia con la mañana de hoy cuando en sus caras se notaba el alivio, en fin, será por pocos meses, se dirán, nomás mientras invaden otro predio o se deciden a volver al pueblo del que llegaron, no hay mal que dure, y ahí va Herminio Zertuche a retomar la vanguardia junto a su líder, y los hermanos González, la Beba sigue distante, yo también, falta Roque, quien sin sus dientes ha de andar deambulando entre la arena y los peñascos, y damos los últimos pasos en tanto más vecinos se amontonan en los límites de la colonia como si fueran a presenciar un desfile, llevan escobas y paliacates en las manos… no, no son escobas, son palos, garrotes similares a los de los porros del Paraíso y cadenas de bicicleta como las que una vez nos salvaron del comandante Fonseca, Ramsés, y no salen a vernos llegar: están formando una valla de protección, no van a permitir que entremos a su colonia de nuevo, Ramsés, Dios, qué cansancio, no puedo moverme, tú tampoco, ninguno del grupo, y ellos están en pie de guerra, ya vienen hacia nosotros con Rubio a la cabeza, chocan contra las primeras filas, se ensañan con hombres y mujeres inválidos, carajo, indefensos, sin fuerzas, agotados hasta el límite de la existencia, de nuevo truenan los garrotazos igual que hace unas horas, silban las cadenas otra vez mientras allá en el fondo, entre las chozas de la Rodolfo Fierro, giran las torretas rebanando la oscuridad de la noche jadeante, ululan las sirenas y yo, como tú, Ramsés, como Herminio y la Beba, agradezco al cielo por primera vez en la vida la presencia de los uniformados.

Se había soltado un torrente de aire que levantaba arena del suelo y nos la arrojaba a los ojos. Los porros habían salido de las cabañas blandiendo bates, mas eran pocos para un contingente como el nuestro. Los hombres los enfrentaron, unos a puño pelón, otros armados de herramientas. Las mujeres les mentaban la madre, les ponían zancadillas o se les colgaban de los cabellos. Tú dirigías la batalla, Ramsés, rodeado por tus incondicionales. Si un porro conseguía acercarse, los González agitaban sus martillos o Herminio se lanzaba sobre él hasta derribarlo o hacerlo correr. Parecía que el pleito se iba a inclinar a nuestro favor. No hay conquista sin un poco de sangre derramada, decías seguro de la victoria. Pero tu rostro se torció al escuchar los motores y las sirenas, al ver los autobuses, granaderas y patrullas que venían levantando nubes terregosas y espantando a los animales. Luego refulgieron al sol decenas de cascos, caretas protectoras y escudos antimotines. Eran muchísimos. Esto valió madre, murmuraste con los ojos en el suelo y los puños apretados. No fue necesario ordenar la retirada. En cuanto alzaste la vista te diste cuenta de que las carretas y los camiones de redilas reculaban al desierto, seguidos de las bicicletas y los niños que huían despavoridos. Comenzamos a correr cuando ya teníamos a los azules encima. Herminio se debatía entre varios. Roque tropezó y los macanazos llovieron sobre su cuerpo. Estallaban granadas de humo. Los González, la Beba, tú y yo enfilamos hacia la frontera igual que si planeáramos escapar al otro lado. Caímos en el río como en las entrañas de un animal muerto. Había tanto calor y tanta mosca y tanta basura en el agua que nos preguntamos si no estaríamos muertos también. Al salir nos hundimos hasta el tobillo en un zoquetal espumoso. Del otro lado de la malla, en el gabacho, unos güeros de traje y lentes oscuros contemplaban el desalojo en compañía de los agentes de la migra. Cabrones, dijiste al verlos y enseguida continuaste la huida por la orilla del río. Tras unos minutos supimos que nadie nos perseguía. A la distancia aún se escuchaba, muy difuminado y no obstante claro, un rumor de zafarrancho cada vez menos nutrido. Cubiertos de lama e inmundicias de la cabeza a los pies, rodeados de moscas zumbantes, sentimos en la boca amarga el picor de la derrota. Hay que reunir a la gente, dijo la Beba. Tú veías el otro lado del Bravo, Ramsés, las tierras indiferentes de los gringos, y en tu mirada vidriosa adiviné el impulso cobarde que rondaba tu cabeza. Luego nomás resollaste. Sí, no nos queda más que regresar a la Rodolfo Fierro, y tu voz se escuchó como el siseo del aire al desinflarse un globo.

Los azules están terminando al fin de sofocar la batalla campal, se llevan esposados a los vecinos más pendencieros y suben a Rubio sin esposas en una patrulla, acaso para convencerlo de que apacigüe al resto de su gente, enseguida permiten el paso de los socorristas de la Cruz Roja quienes recogen a los moribundos en camillas y los conducen a las ambulancias, ¿habrá muertos?, ojalá no, aunque con el borbotón de saña del que hicieron gala nuestros anfitriones no lo dudaría, yo traigo chichones y una que otra cortada, pero tú, Ramsés, quedaste hecho una verdadera piltrafa, quién hubiera dicho que tu compadre Rubio enviaría a los más cabrones de su grupo directo contra ti, ora sí ni el mismo Herminio Zertuche pudo protegerte, en cuanto lo intentó fue a dar contra los peñascos del suelo y ahí los agresores se dieron gusto con él, luego lo dejaron desmayado, babeando sangre, y se enfocaron en ti, Ramsés, meticulosos, igual que si estuvieran siguiendo órdenes precisas, cómo retumbaban los chingadazos en tu cuerpo, cómo crujían los huesos, las costillas, eran golpes en seco, sin quejas pues ya no tenías adentro ni ruido ni aire, yo contemplaba la golpiza a unos pasos, inmóvil, tratando de pasar desapercibido, y sin éxito buscaba entre las sombras a la Beba, vi caer a uno de los González cerca mas no estaba dispuesto a meter las manos por nadie, la gente de tu compadre cumplió su encomienda contigo durante un rato que se me hizo eterno hasta que los agentes los dispersaron, entonces tres de ellos se vinieron sobre mí, el único de nosotros que se mantenía vertical en muchos metros a la redonda, y nomás agaché la frente esperando los madrazos, pero en eso se acercó un sargento con dos granaderos, ¡ya estuvo suave!, dijo, ¡cálmense o los remito!, los otros titubearon, es uno de los del comité, mi jefe, es el secretario, no importa, dijo el sargento, ni se les ocurra tocarlo, esto ya se acabó, regresen a sus casas, los granaderos me agarraron, uno de cada brazo, y vi cómo antes de ponerte en pie dos uniformados te daban más golpes, para que aprendas que con el municipio no se juega, pendejo, dijo uno de ellos, muy líder, ¿no?, muy chingón, ¿no?, ¿no sabías que en los terrenos que según tú ibas a invadir se va a instalar otro parque de maquilas?, y no se hubieran detenido si no aparece el comandante Fonseca, ¡pérense, cabrones!, ¡no lo vayan a matar!, debe llegar vivo al Ministerio Público, ésas fueron las órdenes, te levantaron y entre varios te jalaron rumbo a la colonia, no te movías, Ramsés, tus pies arrastraban entre las piedras como arados removiendo la tierra, pero a causa de la falta de luz en ese instante no alcancé a ver tu rostro, esa desgracia sanguinolenta que contemplo de lejos ahora y me avergüenza, se me abre un hueco en el estómago mientras los policías pasan de largo las ambulancias con el fardo que eres y discuten con los socorristas que pretenden trasladarte a un hospital hasta que éstos se cansan de insistir, luego te avientan como bulto de cemento en la caja de una granadera y entonces sí sueltas un quejido largo, de moribundo, que se ahoga cuando el chofer prende el motor y el vehículo arranca rumbo al centro de la ciudad, todo ha concluido, Ramsés, de tu sueño sólo restan jirones, doy media vuelta para contemplar por última vez el campo de batalla, el camino del desierto donde aún hay hombres tirados que reciben ayuda de socorristas y mujeres, donde las carretas y los dos camiones de redilas esperan más carga antes de convertirse en sombras a la deriva, y mi vista se cruza con la Beba en el interior de una patrulla, el comandante le soba el cuello con una mano y un acceso de ira me calienta la sangre en los brazos, camino hacia ellos, la otra mano de Fonseca le acaricia una rodilla y las sienes me palpitan, hijo de puta, pienso justo cuando a través de la ventanilla abierta se escucha la voz del comandante, no sabe cómo la extrañé, mi alma, ah, mire quién está aquí, el mismísimo Moisés Contreras, ¿se conocen, no?, la Beba me ve y sus ojos reflejan culpa y una vergüenza idéntica a la que sentí minutos antes, y cuando Fonseca baja sonriente de la patrulla y me palmea el hombro y susurra buen trabajo, Contreras, te espero mañana en la judicial para darte tu parte, lo único que puedo hacer para no verme reflejado en la mirada de la Beba es imaginar tu rostro desfigurado en esa granadera que va quién sabe a dónde, Ramsés.

 

 

Datos vitales

Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) es uno de los máximos exponentes del cuento mexicano contemporáneo. Residió en Monterrey donde estudió la licenciatura en Letras hispánicas. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 2001-2002 recibió la beca de la  John Simon Guggenheim Memorial Foundation.  Sus libros han sido traducidod al inglés, francés, italiano, portugués, danés y alemán. En el año 2000 obtuvo el Premio de Cuento Juan Rulfo, otorgado en París por Radio Francia Internacional y en 2009 recibió el Premio Artaud de narrativa al conjunto de su obra cuentística. Ha publicado las novelas Nostalgia de la sombra (Joaquín Mortiz, 2002) y Juárez. El rostro de piedra (Grijalbo, 2008). Y los libros de cuento:  Los límites de la noche (ERA, 1996); Tierra de nadie (ERA, 1999); Nadie los vio salir (ERA, 2001); Parábolas del silencio (Era, 2007);   Sombras detrás de la ventana. Cuentos reunidos (Era, 2009).

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