Un recuerdo de Rafael Alberti y María Teresa León

El poeta, ensayista y narrador colombiano, José Luis Díaz Granados, un verdadero transmisor del hábitus, nos presenta un magnífico ensayo en torno a la figura de Rafael Alberti, uno de los grandes maestros de la poesía española del siglo XX. Díaz Granados, en su estilo inconfundible, relata una visita de Alberti a Colombia en 1960.

 

 

 

UN RECUERDO DE ALBERTI Y MARÍA TERESA LEÓN

 

 

En 1960 el mundo cultural colombiano se estremeció ante un acontecimiento singular: la llegada a Bogotá del poeta español Rafael Alberti y de su esposa, la también poeta María Teresa León.

El domingo anterior a esa visita, los suplementos dominicales de El Tiempo y El Espectador, los dos periódicos más importantes del país, dedicaron páginas enteras a la vida y obra del ilustre andaluz, especialmente en el primero de los diarios citados, pues la política trazada por su director, el expresidente liberal Eduardo Santos, desde 1939, era la de total adhesión ala España Republicana (y posteriormente al Gobierno Español en el exilio) y de absoluto repudio al régimen franquista.

El niño aprendiz de poeta que era yo entonces no podía escapar a las emociones de tan maravilloso suceso cultural. En un librería “de viejo” situada frente al Palacio de La Carrera(hoy Palacio de Nariño), compré por un peso un ejemplar de pasta gris de Editorial Losada, en donde se reunían en un solo volumen tres obras de Alberti: Cal y canto, Sobre los ángeles y Sermones y moradas. Era un buen aperitivo.

Con un compañero de colegio leíamos en voz alta y con espíritu zumbón: “buenas noches hollín de la cocina / ¿Dónde la cocinera?  / Arde besugo azul en la salsera…”.

Y otros versos como:  “Inodoro celeste  / termosifón, bañera,  / Apolo en pantalones,  / sin corbata… / Y en fin:  / Buenas noches, portera (la portera)  / con su escoba de flores…”.

Así como también aquel que años después tomaríamos como verso premonitorio para Nixon: “Ese hombre está muerto y no lo sabe…”.

Al día siguiente de su llegada a Bogotá, la foto de la famosa pareja engalanaba la primera plana de los diarios capitalinos. Ambos en la madurez estival de sus vidas, con los rostros frescos y hermosos, los cabellos nevados, las sonrisas fraternas.

No olvido la emoción profunda que me produjo luego verlos en colores. Esa noche, el auditorio del Museo Nacional comenzó a llenarse desde horas atrás. En una de las sillas de adelante, mi tío Carlos Valdeblánquez Moreu, poeta y violinista, miraba expectante el escenario. Yo me senté a su lado y justo en ese momento hizo su aparición la pareja española: por un costado del teatro avanzaban entre abrazos, saludos y aplausos, Rafael Alberti y María Teresa León.

El poeta, vestido de terno gris claro, corbata azul celeste, sonreía con amplitud. Su rostro, viril, parecía el de un semidiós griego escapado de algún lienzo del Museo del Prado en una noche de guerra.

María Teresa, por su parte, era de una hermosura serena que dejaba traslucir bajo sus ojos de mirada penetrante. Erala Belleza, sin adjetivos. Mis ojos no han vuelto a ver un rostro más perfecto, más lleno de sensibilidad y de ternura. Y algo más, uno y otra, eran dueños de una sencillez apabullante, virtud bastante escasa en poetas de menores méritos.

Subieron al escenario, seguidos por el escritor colombiano Jorge Zalamea y su esposa checa Jirina Petrishkova. María Teresa vestía traje blanco y cubría sus hombros con una mantilla española negra de tintes dorados, lo que daba un luminoso contraste con su rostro blanquísimo y su cabello de nieve. En 1937 había llegado ala URSScon su esposo, encarnando en aquel momento a la mujer española en armas. Cuentan que Stalin observó con admiración y curiosidad ese rostro inmaculado y comentó:

— Yo creía que Carmen era morena…

A lo que María Teresa respondió sonriente:

— No olvide que la escribió un francés…

Esa noche inolvidable en Bogotá, se sentó solitaria en la mesa central del escenario y ante un silencio feliz comenzó a contarnos, a descifrarnos y a revelarnos el precioso misterio de Dulcinea del Toboso, la amada inmortal del Ingenioso Hidalgo. En su charla, María Teresa trataba de establecer si había existido o no aquella piruja llamada Aldonza Lorenzo, endiosada por Don Quijote (y tal vez por el mismo Cervantes), y de aproximarse a su personalidad real.

Al costado oriental del escenario, de perfil al público, Zalamea y Jirina sostenían una agria discusión mímica que apenas lograban disimular, mientras Alberti sonreía tímidamente.

De pronto, unas voces chillonas y estridentes interrumpieron la charla. Se oían vivas a Franco y mueras a los “rojos”. El público indignado se levantó de sus sillas y algunos comenzaron a insultar a los intrusos. Eran dos curas jóvenes, carirredondos y con anteojos sin aros, que, despavoridos, abandonaron el salón sin dejar de lanzar improperios contra Alberti, “los comunistas” y “los agentes de Moscú”.

Instantes después, el público se serenó y todos volvieron a sus puestos. Alberti no se inmutó. Se limitó a sonreír y a decir en voz alta:

— No tiene importancia. Esto me ocurre en todas partes a donde voy… No hay problema. Estoy acostumbrado!

María Teresa sonrió nerviosa y terminó la charla en medio de aplausos y ovaciones. A la salida me acerqué al poeta, abrí mi cuaderno de escolar y le solicité un autógrafo. El rostro se le iluminó. Estampó su firma y me golpeó el hombro. Le pasé el cuaderno a María Teresa, no sin antes felicitarla por tan maravillosa conferencia. Recuerdo nítidamente cómo me sonrióla Belleza. Preguntómi nombre al tiempo que acariciaba con el cuenco de su fina mano mi barbilla de niño. Escribió con cuidada caligrafía su nombre y enseguida colocó la dirección: “Pueyrredón 2.471, 9º, A. Buenos Aires, Argentina”.

Dos días después, la pareja rendiría homenaje a Federico García Lorca en el Teatro Colón de Bogotá. Luego partirían hacia el Perú y seguirían a Argentina. Jamás los volvería a ver. Pero esos rostros, esas voces, esos gestos y esos trazos sobre mi libreta de escolar quedaron como huella indeleble en mi travesía vital. Y parece como si ellos me hubieran hecho un guiño mágico aquella noche remota, porque desde entonces “nunca la vida fue más vida”.

 

 

 

 

 

 

Datos vitales

José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, Colombia, 1946). Poeta, novelista y periodista. Obras principales: El laberinto (poesía, 1968-1984);Las puertas del infierno (novela, 1985, finalista del Premio Rómulo Gallegos); Rapsodia del caminante (poesía, 1996); Cuentos y leyendas de Colombia (1999); El otro Pablo Neruda (ensayo, 2004); Los años extraviados (novela, 2006) y Fulgor de la Calle Grande (novela, 2012). Sus libros de poesía se hallan reunidos en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).

 

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