Sobre El tigre en la casa

A propósito de la reedición del El tigre en la casa, por Valparaiso México, presentamos un ensayo del poeta Luis David Palacios (Los Mochis, Sinaloa, 1983), que nos presenta un análisis a propósito del paradigmático libro de Eduardo Lizalde. Desde su sensibilidad de músico y partiendo de análisis fonéticos, Luis David muestra lo indivisible que es en Lizalde, la forma y el sentido de sus poemas además de que repara en el símbolismo del tigre y su polisemia.

 

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Análisis de El tigre en la casa (Eduardo Lizalde)

 

Con El tigre en la casa[1] estamos ante el desbordamiento interior de un río: caudal transformador del poeta y al mismo tiempo del lector. Lizalde es sin duda la estalagmita poética en la caverna de los elegidos. Él ha bebido las mismas aguas turbias que Maldoror, las estancadas aguas de Poe o aquellas de sutil perfume en Rilke. Descubrir algunas de las causas lingüísticas generales donde se apoya la voz del poeta, conocer la función social del poema, es posible a través de breve análisis. El conjunto de transgresiones gramaticales, poéticas y retóricas de Lizalde lo hacen un poeta eficaz e inigualable. Un lector entrenado reconoce su voz con una muestra pequeña de versos:   ‘‘La perra más inmunda / es noble lirio junto a ella’’[2]. Las estructuras, relaciones,  sonoridades se revelan en Lizalde con el hilo fino de la ironía, como la repetición llevada a sus últimas consecuencias, como la antítesis de los amantes o con el ritmo, peso y coloratura de la música vocal.

El tigre en la casa consta de seis secciones solidarias y dinámicas. Vemos esa metamorfosis cuando consideramos las relaciones entre sus secciones, entre el poema y su contexto social, entre la obra y las convenciones poéticas de la tradición lírica mexicana en la segunda mitad del siglo XX. Con un primer acercamiento fonético-fonológico descubrimos algunas características generales.

Encontramos en Lizalde la reiteración consciente de fonemas combinados con el tono de los poemas individuales. Existe un matiz unificador, a partir del tema central, el infortunio amoroso, las combinaciones plásticas dan ese carácter general. Es importante señalar que la vocal, aunque no aparezca siempre acentuada, colorea el resto de la enunciación; por ejemplo en el poema número tres de la sección Retrato hablado de la fiera –uno de los poemas más emblemáticos del libro– donde se describe el amor, predominan los fonemas /e/ (100), /a/ (78) y /o/ (65); en cuanto a las consonantes oclusivas (99), vibrantes (75) y fricativas (66):

Recuerdo que el amor era una blanda furia

no expresable en palabras.

Y mismamente recuerdo

que el amor era una fiera lentísima:

mordía con sus colmillos de azúcar

y endulzaba el muñón al desprender el brazo.

Eso sí lo recuerdo.

Rey de las fieras,

jauría de flores carnívoras, ramo de tigres

era el amor, según recuerdo.

Recuerdo bien que los perros

se asustaban de verme,

que se erizaban de amor todas las perras

de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor

como si lo estuviera viendo.

 

Lo recuerdo casi de memoria:

los muebles de madera

florecían al roce de mi mano,

me seguían como falderos

grandes y magros ríos,

y los árboles aun no siendo frutales

daban por dentro resentidos frutos amargos.

Recuerdo muy bien todo eso, amada,

ahora que las abejas

se derrumban a mi alrededor

con el buche cargado de excremento.[3]

 

El cuarto poema de la misma sección, donde el poeta lanza una serie de deseos destructivos, enfatiza las mismas vocales /e/ (108), /a/ (95) y /o/ (89); las consonantes oclusivas (134), fricativas (95) y vibrantes (45):

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;

que se pierda

tanto increíble amor.

Que nada quede, amigos,

de esos mares de amor,

de estas verduras pobres de las eras

que las vacas devoran

lamiendo el otro lado del césped,

lanzando a nuestros pastos

las manadas de hidras y langostas

de sus lenguas calientes.

 

Como si el verde pasto celestial,

el mismo océano, salado como arenque,

hirvieran.

Que tanto y tanto amor

y tanto vuelo entre unos cuerpos

al abordaje apenas de su lecho, se desplome.

 

Que una sola munición de estaño luminoso,

una bala pequeña,

un perdigón inocuo para un pato,

derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas

y desgarre el cielo con sus plumas.

 

Que el oro mismo estalle sin motivo.

Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa

se destroce.

 

Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,

tanto imposible amor inexpresable,

nos vuelva tontos, monos sin sentido.

 

Que tanto amor queme sus naves

antes de llegar a tierra.

 

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,

niños, animales domésticos, señores,

lo que duele. [4]

 

Mientras las vocales mantienen una mismo patrón, dos de las categorías consonantes[5] son invertidas; hablamos de combinaciones: oclusivas-vibrantes-fricativas y oclusivas-fricativas-vibrantes. En el primer poema, donde se trata el tema del desencanto amoroso, son más frecuentes las vibrantes; en el segundo, un poema de carga emotiva más sutil, predominan las fricativas. En otros momentos Lizalde también se vale de las fricativas y sibilantes para reflejar delicadeza (‘‘¡Ay, flores, brezos, castañas, dulces nueces’’).

A esta configuración de los poemas es posible emparejar el simbolismo vocálico derivado del trabajo de Jakobson y Waugh, [6] de Quilis y otros autores representantes de la cenestesia fónica[7]. De tal modo, /i/ resulta en brillante, alegre, leve, pequeño, grácil, endeble; el fonema /u/, su contraparte, se asocia con suntuosidad, gravedad, oscuridad; /a/, el punto medio, posee una función transitoria, un color ígneo; el sonido /e/ se acerca a la brillantez de la /i/ pero tiene un grado menor y /o/ se relaciona con /u/ por un procedimiento similar (véase el artículo de Daniel Alonso donde se justifica tal reducción). [8]

Las onomatopeyas están configuradas en los tres niveles propuestos por Ullman y resumidas por Beristáin[9]: la imitación del sonido a través del sonido (‘‘Oigo al tigre rascar. / Sonríe malignamente / y se agrietan los muros’’); la imitación del movimiento (‘‘Incrustación de carne en furia, el tigre. / Mina de horror. Llaga fosforescente / que atraviesa la sangre / como el pez o la flecha’’); la imitación visual (‘‘La espalda de esta luz / son esos sueños tuyos, amada, / que duelen al soñarse / y que hacen florecer las prímulas / y azahares en tus flancos’’).

En el mismo nivel fónico-fonológico situamos el ritmo. El relieve se formula a través del contraste acentual; evita la monotonía con la variedad de los metros, en su mayoría cultos. La expectativa producida por estos esquemas rítmicos es sorteada con gracia al combinar los acentos secundarios. Pero lo importante es señalar la relación métrica con la significación, el ritmo está tejido con la emoción. En los tres versos siguientes se observa la variedad de dos endecasílabos sáficos, mientras el primero contiene tres acentos, el segundo contrasta con cuatro; el alejandrino, al ser escindido en sus dos hemistiquios, revela otra variedad acentual:

Las flores se diluyen plenamente;

vuelven a ser remate de las telas.

Los gansos vuelan torpes hacia el azul del techo.[10]

Si la rima cuando ocurre afecta el nivel morfosintáctico, y obliga al poeta a elegir un orden específico de las palabras, lo afecta también cuando está ausente. El poeta realiza una operación similar para no caer en ella. A pesar del uso constante del hipérbaton –entre otros recursos para lograr la desautomatización– en diferentes grados, la función referencial existe con claridad; la precisión y univocidad son posibles sin atentar contra la función poética. Recordemos al respecto las explicaciones de Beristáin:

La función referencial consiste en la transmisión, entre emisor y receptor, de un mensaje que contiene un saber, una información acerca de dicha realidad. El mensaje referencial escrito, suele poseer ciertas características, principalmente la univocidad, el desarrollo de una sola línea de significación. [11]

La singularización gramática de Lizalde se construye en ocasiones con la velocidad favorecida por ciertas oraciones compuestas ‘‘Muerde la perra / cuando estoy dormido; / rasca , rompe, excava / haciendo de sus hocico lanza, / para destruirme’’. Las oraciones adversativas, en algunos casos, enfatizan ironía o revelan una contradicción poco aparente:

También la pobre puta sueña.

La más infame y sucia

y rota y necia y torpe,

hinchada, renga y sorda puta, sueña.

Pero escuchen esto,

autores,

bardos suicidas

del diecinueve atroz,

del veinte y de sus asesinos:

sólo sabe soñar

al mismo tiempo

de corromperse.[12]

 

Lo mismo ocurre en otro poema donde define al amor: ‘‘Pero el amor es todo lo contrario del amor, / tiene senos de rana, / alas de puerco’’; o cuando repudia su estirpe humana: ‘‘Hoy me produce vómitos / pertenecer a este planeta, / pero entiéndase bien: solo por hoy, / sólo por esta vez. / No se me tome por contrarrevolucionario’’.

Abordemos ahora, el primer poema de la segunda sección, desde una perspectiva léxico-semántica:

Grande y dorado, amigos, es el odio.

Todo lo grande y lo dorado

viene del odio.

El tiempo es odio.

Dicen que Dios se odiaba en acto,

que se odiaba con la fuerza

de los infinitos leones azules

del cosmos;

que se odiaba para existir.[13]

La aparente sencillez de la función referencial, lograda con el uso de la lengua coloquial, se transforma por los efectos relacionales de sentido derivados de un segundo significado. El poema se desarrolla un una línea horizontal a partir de una isotopía semántica y descriptiva del odio: grande, tiempo, Dios, infinito, cosmos. El poeta instaura, desde el principio, un ceñido contacto con el lector debido al uso del vocativo, es decir, de la función conativa. La manera, nada indecisa, con la que Lizalde define los sentimientos humanos (‘‘El tiempo es odio’’) solo admite una ademán afirmativo de quien lo escucha. La heterometría del poema no hace sino enfatizar el tema a través de las repeticiones prolongadas de las palabras y de la amplificación en la segunda estrofa. El vinculo con el mito judeo-cristiano del nacimiento del universo es transgredido para conseguir los fines del poeta. Entonces afirmar la vida a través del odio no es solo una ocurrencia sino una postura filosófica, dice más adelante en el mismo poema:

Nadie vacila, como en el amor,

a la hora del odio.

El odio es la sola prueba indudable

de existencia.

Si la mayoría de las ideas de Jakobson, repetidas después por Mukarovski, atienden a una desautomatización de la lengua –algo ya expuesto antes por los formalistas–, en Lizalde la dicotomía no se establece entre lenguaje poético y cotidiano sino entre una función comunicativa y poética.[14]

El tratamiento de los temas amorosos, por parte de Lizalde, ha construido un momento poético en la lírica hispanoamericana. El conjunto de las connotaciones sociales de un México postrevolucionario  –y en otro plano del siglo XX– se refleja en su obra sin caer en el panfleto o en la aridez filosófica. El diálogo y la intertextualidad aparecen con frecuencia dando una evolución del concepto. Esto denota un conocimiento profundo del metatexto, definido así por la misma Beristáin:

El conjunto de las condiciones que preconstituyen tanto la producción del texto como su lectura; esto es la idea vigente de texto poético, las convenciones poéticas que corresponden a una estructura social dada, y que abarcan la teoría literaria, la tradición, la configuración de los géneros, etcétera, es decir, que abarcan los principios generales que rigen la elaboración del texto. [15]

La figura del tigre, y el simbolismo arrancado de él a través de su desarrollo, nos confirma lo anterior. Mario Bojórquez señala al respecto de su origen:

La figura del tigre, se ha dicho, le ha llegado a Borges por Blake y a Lizalde por Darío. Esto puede ser cierto; de Borges sabemos su gusto por el trocaico tigre que “en las selvas de la noche es un brillo ardiente”, y en Lizalde recordamos su diálogo con Darío en “las fieras se acarician, Rubén, / bajo las vastas selvas primitivas” que nos remiten al poema “Estival”. Sin embargo, nosotros creemos que es del texto “Obra maestra”, de Ramón López Velarde, de que viene su final filiación.[16]

El diálogo lizaldeano con los grandes poetas hispanoamericanos está explícito desde el título del libro. El símbolo del tigre tiene la misma función que Tarumba en Sabines, es decir, no significa una sola cosa: cambia conforme se desarrolla el poema pero dentro de un marco específico. Cirlot explica que el simbolismo del tigre ofrece dos posibles significados: cólera y crueldad dentro de la historia grecorromana, oscuridad y luna nueva dentro de las tradiciones orientales.[17] En ocasiones el tigre es el poeta, en otras la encarnación del amor, en otras algo más allá de su entendimiento. La polisemia del símbolo en Lizalde se conjuga con la construcción interior de los poemas y ‘‘desgarra por dentro al que lo mira’’.

Bibliografía

AYUSO DE VICENTE, María Victoria. ‪Consuelo García Gallarín, ‪Sagrario Solano.      Diccionario Akal de términos Literarios. Madrid: Ediciones Akal, 1990.

BERISTÁIN, Helena. Diccionario de retórica y poética. México: Porrúa, 2004.

__________, Análisis e interpretación del poema lírico. México: UNAM, 1987.

JAKOBSON, Roman. Linda R. Waugh. La forma sonora de la lengua. México: FCE,    1987.

GÓMEZ Redondo, Fernando. La crítica literaria del siglo XX. Madrid: Edaf, 1996.

LIZALDE, Eduardo. Nueva memoria del tigre. Poesía (1949-2000) 2a. ed. México:       FCE, 2005.

MONTES DE OCA, Francisco. Teoría y técnica de la Literatura. México: Porrúa,          2006.

PAZ, Octavio. El arco y la lira. México: FCE, 1956.

QUILIS, Antonio. Fonética acústica de la lengua española. Madrid: Gredos, 1981

VIÑAS Piquer, David. Historia de la crítica literaria. Madrid: Ariel, 2002.

Referencias electrónicas

BOJÓRQUEZ, Mario. ‘‘Lizalde o la poesía del resentimiento’’. La jornada. 897 (2012). Abril 2013.

ALONSO, Daniel. ‘‘Claroscuro del tigre’’. Círculo de poesía. Poesía en México (2009). Abril (2013).

 


[1] Eduardo Lizalde. Nueva memoria del tigre. 2a. ed. México: FCE, 2005, p. 124.

[2] Íbid., p. 140

[3] E. Lizalde op. cit., p. 126.

[4] Íbid., p. 127.

[5] Tomamos la clasificación de las consonantes a partir del modo de articulación.

[6] Roman Jakobson y Linda R. Waugh. La forma sonora de la lengua. México: FCE, 1987.

[7] Estos adjetivos surgen de las investigaciones de autores como Edward Sapir, Andreas Fisher, Maurice Grammont, Otto Jespersen entre otros.

[8] Daniel Alonso. ‘‘Claroscuro del tigre’’. Círculo de poesía. Poesía en México (2009). Abril (2013).

[9] Helena Beristáin. Análisis e interpretación del poema lírico. México: UNAM, 1987, p., 86.

[10] E. Lizalde op. cit., p. 133.

[11] H. Beristáin op. cit., p. 25.

[12] E. Lizalde op. cit., p. 140.

[13] E. Lizalde op. cit., p. 135.

[14] David Viñas Piquer. ‘‘Estructuralismo checo’’ en Historia de la  crítica literaria. España: Ariel, 2002, p.,

[15] H. Beristáin op. cit., p. 31.

[16] Mario Bojórquez. ‘‘Lizalde o la poesía del resentimiento’’. La jornada. 897: (2012). Abril 2013.

[17] Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos. Barcelona: editorial Labor, 1992, p. 441.

Datos vitales

Luis David Palacios (Los Mochis, Sinaloa, 1983). Poeta, músico, ingeniero y profesor. Estudió composición en música popular contemporánea, ingeniería electrónica y termina la licenciatura en letras hispánicas en la UNAM. Fue becario de la Academia Mexicana de Ciencias y realizó estancias en centros de investigación como el (CINVESTAV). Toca la guitarra y el bajo. Ha colaborado con universidades pioneras en la música contemporánea en México (Universidad Libre de Música, Fermatta), diseña planes de estudio y tiene varios libros publicados sobre armonía, jazz e improvisación. Algunos de sus poemas aparecen en la antología de poetas sinaloenses Canto a la sombra del venado (2013) y en revistas.

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