Cuento boliviano actual: Fabiola Morales

Presentamos, en el marco del dossier de cuento boliviano actual, preparado por Giovanna Rivero, un relato de Fabiola Morales ( Cochabamba ,1978). Realizó el Master de Creación Literaria en la UPF (Barcelona). Publicó relatos en las revistas “Otro Cielo”, “Suelta” y “Ecdótica”, crónicas suyas han sido publicadas en los diarios “El Deber” y “La Prensa” de Bolivia y en la revista “Literofilia” . “La región Prohibida” es su primer libro de cuentos.

 

 

 

 

Todos los bosques del fiordo

 

 

Dicen que mi abuela murió  mientras amamantaba a mi  padre. Dicen también— aun cuando la lógica común  es contraria  a la resurrección de los muertos— que la familia entera   trató de mantener el cuerpo con vida durante todo lo que duró la noche.

Lo que nosotros queríamos hacer era ver de cerca el monte Fuji. Lo habíamos visto apenas  un par de veces  antes; una semana atrás a las 9:05 de la mañana mientras el avión que venía de París descendía sobre una parte minúscula de Tokio ,y luego, días después, subidos en el mirador  del Ayuntamiento  situado en el distrito de Shinjoku. Pero la imagen era siempre borrosa, lejana, como un conjunto de puntitos  que se pierden en el horizonte.

El día que hicimos la excursión, yo llevaba en el bolso los Perros de Tesalónica y Hambre. Tenía un ojo puesto en Askildsen y otro en la ventanilla del tren. Decían que en  el trayecto del Shinkansen hacia al sur había un momento en el que el Fuji empezaba a asomarse  majestuoso y solitario.  Ese día sin embargo pintaba que no veríamos más que el reflejo de nuestras narices. Estaba nublado, como las mañanas de octubre  en las que  el protagonista de Hambre vagaba por las calles de Cristiania, provisto apenas de una camisa delgada y la chaqueta del traje viejo, más que viejo, rascándose los bolsillos vacíos y calculando cuanto podrían darle en la tienda de empeño  por los botones de la americana. Por aquella época yo me obsesionaba con  aquel hombre que se alejaba mordisqueando ramitas de árbol para engañar al estómago, mientras un noruego, quizá bisnieto suyo, se adentraba provisto de una botella de vino en un bosque a las orillas de un fiordo para ponerse como una cuba ante  los ojos de  la lectora insistente en la que me había convertido, enferma de paisajes nórdicos y auroras boreales. Era de las cosas que a Askildsen le gustaba  hacer, poner a sus personajes como una cuba, alcoholizarlos  con tonos verde lluvia de abril de fondo, para  luego contrariarlos y amargarlos hasta la médula. Se tiene todo y no se tiene nada. Hamsun en cambio se obstinaba en torturar físicamente a su protagonista,  lo hacía mísero entre los míseros y el paisaje servía como un instrumento más de dolor. Pasar la noche en medio de una arboleda, calado de frío hasta los huesos porque se es tan pobre que se ha vendido hasta la última manta. Vomitar de hambre, delirar por inanición. Aferrarte a vivir cuando todo no es más que una mierda.

Cuando estoy estresada me gusta sumergirme en la bañera, la misma que mis tías llenaron de líquido casi hirviente una vez que, las bolsas de agua caliente que rodeaban a mi abuela demostraron que ésta se helaba sin remedio. Si cierro los ojos y me concentro en la imagen que acabo de describir casi puedo ver a los hombres levantando en vilo  el cuerpo desmayado de una mujer delgada— era joven, había sido joven—  los brazos enclenques, el cabello largo  cubriéndole el rostro  inexpresivo. La ausencia  y el despropósito en una escena  sin nombre. Atolondrados.

Desesperante saber que estábamos haciendo el viaje en vano. Viaje usted a un lugar llamado Fuji Shin sin un solo  rayo de sol que lo acompañe, recline el asiento, vea los edificios, las casas de suburbio y los campos de arroz pasar—recuerde usted una y otra vez a Sinchan—. Y bueno así había sido, así sería sin vuelta atrás, no hay ni habrá sol, no hoy,  les decía yo, aun cuando el guía se empeñase en levantarnos la moral con su castellano de Lima adentro. Era peruano dijo, había venido hacía veinte años  acompañando a su abuelo, un viejo  migrante que casi no recordaba su propio país de tan joven que se había marchado y que había vivido durante años de quimeras y recuerdos borrosos, insistiendo en regresar, una y otra vez a Japón. El nido vacío que llama. Y cuando por fin realmente había puesto pies, cuerpo y el resto de aliento que le quedaba en Tokio no había tardado ni tres meses en volver a tomar un avión para  morir  precisamente en Perú. Un indeciso. Que si ya no se hallaba en ese pueblo que un día fue la casa de sus padres, que si  su alma se había peruanizado con el tiempo, que si ya estaba cansado y a los días les faltaba horas, que si al final siempre sí era mejor volver. En resumen, fue  el nieto el que se quedó. Subió al Fuji, esa peregrinación que todo japonés debe hacer con un amigo como futura promesa. Al bajar, aprendió lo que tenía que aprender de japonés para no morirse de hambre. Una mujer. Unos hijos. Y se afincó. A Perú vuelvo de vez en cuando, cada vez menos, decía mientras conducía la furgoneta con nosotros a cuestas comiendo galletitas de ajonjolí y bebiendo unos Fanta Grape y otros agua  teñida de violetas, sin colorantes, sin gas, sin azúcar, la pura agua hecha té.

Mi padre sin embargo no recuerda el incidente.  No recuerda éste, ni ningún otro hecho concerniente a su madre. Si mi padre busca en su memoria, lo único que  le viene a la cabeza es la bañera y la habitación de paredes lechosas que la contiene. Pero la imagen es del todo posterior al hecho; quizá corresponda a  tres o cuatro años más tarde cuando él ya no era un bebé y podía moverse a sus anchas. Mi padre nunca ha compartido la bañera con sus hijos, ni a  tenido gestos de contacto  como meterse en la bañera con un bebe en brazos. A mi padre, como a mí, le gusta la soledad.

Creo que el guía nos llevó primero al pueblo donde vivía,  a una pagoda rodeada de pavos reales, y patos que nadaban en estanques con puentecitos de filigrana,  en la que nos enseñó cómo se llamaba a los dioses. Dos palmadas. Toque de campana.  La reverencia. Vengo a pedir un día de sol.

Fuera había algo así como una feria, máscaras de plástico a la venta, una bañera con pececitos de goma flotando a la deriva  y cañas de pescar liliputienses esperando a ser usadas, plátanos rellenos de nata y confitura de colores chillones, verde mantis religiosa, azul platino o amarillo intenso como ese canarito de la Warner —creo que acabo de ver a un lindo gatito—  llamado  Piolín. Al final le preguntamos si en realidad estaba haciendo hora a ver si salía el sol. Y  sí, la estaba haciendo.

De nuevo en el coche seguimos hablando. Él preguntaba cosas y luego añadía anécdotas. Llevaba una hoja con estadísticas sobre la profesión de sus turistas. Ganaban de calle los informáticos, seguidos de lejos por las enfermeras y por último, ya en la retaguardia, los maestros. Hubo un murmullo desaprobatorio en los asientos traseros de la furgoneta. Los maestros vienen solo en agosto dijo. Luego, el resto del año, se repetía semana tras semana  esa disímil combinación informático-enfermera. En nuestro grupo  no hay ninguna enfermera,  dijimos. Éramos todos informáticos.

La que era enfermera fue mi abuela. Vengo a preguntar por ella, dije un día, y me planté por el resquicio de zaguán que había  dejado abierto  mi tío cuando abrió la puerta tras escuchar el timbre que yo había tocado con insistencia. De tu abuela no hay secretos. Por eso mismo. Era alegre, sonreía como cualquier joven de veinte años. Yo tengo veintitrés y no sonrío. Tú porque eres rara.

En algún momento de la ruta  alguien cogió mi cuaderno de viaje y escribió con un boli de colores,  «Aokigahara», justo debajo del párrafo que por la mañana había copiado con esmero:

…Un momento después me levanté presa de una sensación de desamparo. Bajé hasta la valla, crucé la estrecha franja de césped y me adentré en el bosque. Beate salió a la terraza. Miró hacia donde estaba sentado y me llamó. No puede verme pensé. Ella volvió a bajar al jardín y dio la vuelta a la casa. Subió de nuevo a la terraza. Es imposible que me vea pensé. Ella se dio la vuelta y se metió en el salón. Yo me levante y continúe adentrándome en el bosque.

Está claro que mi abuela no despertó. Se quedó  como la habían encontrado, con los brazos contraídos, apretando  contra su pecho  a mi padre.  Y luego, más tarde, cuando le arrebataron al niño, el gesto había terminado por convertirse en una mueca por retener el aliento  escapado para no volver. Había sido dramática incluso en el final.

En la entrada más famosa del lugar conocido como Mar de Árboles existen dos senderos que, naciendo juntos, separan sus cursos en un ángulo cercano a los 45 grados. Habíamos estado viendo unas cuevas  naturales en las que antiguamente los comerciantes guardaban hielo durante todo el año, y ahora estábamos allí,  a punto de emprender una caminata, el brazo del guía descansaba apoyado en un letrero repleto de símbolos kanji. Jordi acababa de sacar una foto. Yo  miraba el cielo, o el trozo de cielo que los árboles dejaban entrever,  preguntándome si al final llovería o no. El resto papaba moscas por ahí. El hecho de que el camino de la izquierda estuviera sellado con una cinta roja rollo  CSI podía habernos dado una pista pero, el guía estaba enzarzado en una perorata sobre mitología nipona,  supersticiones, costumbres medioevas y símiles literarios sobre campesinos que abandonan a niños en medio del bosque —los hemanos Grimm  tan universales—  para que se los comiera la bruja malvada. Hasta que en algún momento —todo tiene su tiempo— llegaba el siglo veinte y los niños en cuestión ya eran capaces de venir solitos en coche, en autobús o en lo que hiciera falta, armados de cuerdas, jeringas,  pastillas y por supuesto grandes dosis de alcohol, para adentrarse sin preámbulo alguno en la maleza hasta perderse, o más bien encontrarse, con sus propios demonios y no volver nunca más.

Desde hace unos años mi padre sufre pesadillas que incluyen ollas repletas de agua,  sucesivos  cazos humeantes que son vertidos sobre un cuerpo que flota. Su cuerpo. Un niño que nada dentro de una bañera.  Un caldo casero inmenso. Alguien que ya no sería mi abuela jabona su pelo.  La  imagen es bucólica le dije la primera vez que me lo contó, incluso manida. Pero el negó con la cabeza, no, dijo, allí no había nadie. Nadie le jabona el  cuerpo, está sólo él nadando en el caldo, haciendo burbujas con la boca entre abierta durante horas, hasta que el agua se queda helada y él comienza a temblar,  a ponerse azul, y a temer por alguna razón que nadie vendrá a sacarlo de allí.  Mi padre se convierte entonces en un niño que se orina de miedo en el útero de su madre. Esto último no lo dice él, lo pienso yo, pero no se lo digo porque sé que no le va a gustar.

Aokigahara tiene 35 kilómetros cuadrados de extensión. Una vez al año un grupo de voluntarios se adentra en el bosque en busca de cuerpos. No hace falta caminar demasiado. El noventa por ciento de ellos se encuentran en el primer kilómetro. Nipones de todas las latitudes recorren medio país o el país entero para ir a morir en ese lugar. Podrían tirarse a las vías del tren o, conducir hasta estrellarse en la curva de alguna carretera secundaria  o despeñarse desde un acantilado, pero sería una forma poco discreta y altamente desconsiderada de morir. En Aokigahara, en cambio, no se molesta a nadie. Ningún ciudadano  pierde horas en un atasco por carreteras cortadas debido a ambulancias y policías forenses, los del tren no tienen que pedir disculpas, ni sufrir atrasos, ni mucho menos  parar los servicios hasta que se limpie todo el estropicio. Si uno es japonés suicidarse en un bosque, sobre todo en este, aporta sólo ventajas. Cuando llegue el día indicado, vendrán por ti o por lo que de ti quede, recogerán con esmero tus restos y finalmente alguien te hará un funeral.

¿Por qué nadie llevó a mi abuela a un hospital? Era inútil dice mi tío. Y sin embargo trataron de revivirla toda la noche. Creímos que despertaría. ¿Lo había hecho antes? No, pero estábamos prevenidos. Pasaría. Iba a pasar. Estaba enferma, aunque no tuviera síntomas. Estaba enferma. Y aun así no llamaron una ambulancia. Era tarde. No lo sería tanto si vino corriendo todo el mundo. Ahora no es como antes. Vivíamos todos en la misma calle. Quién avisó. No lo sé, alguno de los niños supongo. Con lo cual tan tarde no sería si había niños despiertos. Quizá, pero bueno vas a quedarte ahí parada o entras y te tomas un café. Entro. Qué manía por preguntar siempre por los muertos. Qué manía por mantener a todos vivos.

Al final de la perorata, el guía extendió el brazo y determinó: chicos, aquí a la derecha sin perder el sendero, caminando  a paso ligero en media hora hay una salida, yo voy por el coche y allí los espero. De las cosas que me han hecho los guías, dejarme plantada, inventarse fechas,  nombres y lugares que no existen, decir que me llevaban a un lado y terminar llevándome a otro, y un largo etcétera, esta fue sin duda la más cruel.

Dicen que al salir de Aokihabara el sol brillaba y que las nubes  se hicieron a un lado, que las mejores  vistas sucedieron aquella tarde. Dicen también que nos sacamos innumerables fotografías con el Fuji emergiendo entre un mar de algodones,  y que fuimos a comer a un restaurante muy freak en el que el sushi se pedía mediante una pantalla táctil  y  los platos te llegaban propulsados por carritos en forma de shinkansens que pitaban al entrar en la estación que había maquetada en cada mesa. Dicen que visitamos un lago y luego otro y que en cada momento las réflex dieron todo lo que tenían que dar de sí. Dicen que reímos y que cantamos y que alguien, en algún momento, sacó una botella de sake. Dicen que brindamos por el monte, por los días lluviosos, por los viajes que habíamos hecho durante años  que seguiríamos haciendo juntos.  No  lo recuerdo.

Solo sé que aquella noche terminé de leer Hambre.  «En el fiordo  me incorporé un momento, hundido por la fiebre y por el agotamiento; dirigí una mirada a tierra y dije “adiós”».

 

 

 

 

Datos vitales

Fabiola Morales ( Cochabamba ,1978). Realizó el Master de Creación Literaria en la UPF (Barcelona). Publicó relatos en las revistas “Otro Cielo”, “Suelta” y “Ecdótica”, crónicas suyas han sido publicadas en los diarios “El Deber” y “La Prensa” de Bolivia y en la revista “Literofilia” . “La región Prohibida” es su primer libro de cuentos.

 

 

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