Segundo conocimiento de la obra poética: Función de la crítica

Presentamos el segundo de tres ensayos de Dámaso Alonso en torno al fenómeno poético. Dámaso Alonso (1898-1990) es, muy posiblemente, el crítico de poesía más lúcido en la historia de la lengua española.  Esta serie de textos, útiles sin duda para el lector, el ensayista de poesía y, sobre todo para el poeta, pertenecen a ese gran monumento crítico que es “Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos”, publicado en 1981.

 

 

 

 

SEGUNDO CONOCIMIENTO DE LA OBRA POÉTICA: FUNCIÓN DE LA CRÍTICA

EL LECTOR ES SIEMPRE UN ARTISTA

Si se pregunta al “lector” típico por qué le gusta la obra leída, muchas veces no nos sabrá responder, o responderá con una fór­mula brevísima, muy general y trivial. ¡Qué borrón informe frente a la clara intuición que auténticamente recibió!

Está bien: es lo que esperábamos; es lo que le corresponde. Este hombre es, exclusivamente, el lector, es decir, el receptor, el término de la relación artística. El lector es el artista donde se Completa la relación poética. ES un artista que no inventa intui­ciones espontáneas, sino reflejadas, siempre mediante la excitación de la obra de un creador; es un artista que carece de expresión, su arte consiste precisamente en la “impresión”. ¡Qué delicadezas, qué calidades, qué intensidades en este arte impresivo! Por ese arte —tan secreto— no podemos penetrar sino adivinando: sí, adi­vinamos el más conmovido, el más bullente, el más tierno océano de “impresiones” a través de lentos siglos de lectura. ¡Cálida, conmovida historia del lector; generoso, anónimo, enorme arte impresivo de la Humanidad!

He aquí la consecuencia: en el lector todos los días se renueve un milagro: en él, a cada hora nace de nuevo la poesía.

¡Prodigio del libro abierto, acariciado por unas manos, también sensibles, también participantes en el hecho estético que va a se­guir! Estos ojos son los de turno —¡siglos y siglos!—. Son los ojos enésimos, aquellos a los que hoy, 15 de junio de 1948, les correspondió (en la gran rueda) quedarse un instante vagos, con esa tenue veladura en la que —por enésima vez— se había de concentrar el ángel de la melancolía. Tristes ángeles visuales guia­ban. Sabíamos que los ojos se posarían en el libro, precisamente por esa página, por ese verso che’ va dicendo a l’anima: sospira.

Mil y mil veces, en más de seiscientos años, día a día, ha ocu­rrido lo mismo: bellos ojos humanos, tristes (triste igualdad, tan distinta), se han posado sobre ese verso, esa página. Y cada vez que en la historia de la Humanidad ha ocurrido eso, ha surgido el milagro: el libro no ardía, no, y, sin embargo, de las páginas ha saltado como una llama lívida, y la belleza, la ternura y la pena, fluido misterioso, delicia y amargura a la vez, han atravesado el alma; un “spirito soave”, como en el soneto mismo,

che va dicendo a l’anima: sospira.

Y el soneto inmortal nace mil veces, recién creado por mil y mil hombres, por mil y mil lectores-poetas.

El primer conocimiento poético es el del lector, en quien el autor se perfecciona. Todo lector es un artista, término necesario de la creación poética. El conocimiento del lector, o primer cono­cimiento poético, es un aspecto de la obra misma. Sin lector, el poema es un pobre ser inexpresivo: como este palo en el suelo, o como este canto que rodó de la montaña.

 

SEGUNDO CONOCIMIENTO DE LA OBRA POÉTICA

Pero hay un segundo grado del conocimiento poético. Existe un ser en el que las cualidades del lector están como exacerbadas: su capacidad receptora es profundamente intensa, dilatadamente ex­tensa. Porque, así como no todo el que lee es lector, no todo lector tiene una ancha sensibilidad receptora. Tal lector adora a Dante, pero aborrece a Petrarca. Cuando Papini increpa a Goethe, es un genial lector exasperado; de ningún modo un crítico (¡ya se nos ha escapado la palabra!). Quiere esto decir que en el lector no se perfeccionan impresivamente sino determinados valores poéticos, intuiciones comprendidas entre ciertos límites; aparato, pues, sólo sensible para determinadas longitudes de onda: mudo para Petrar­ca, o mudo para Goethe.

Ese otro ser excepcional, el crítico, no sólo tiene una poderosa intensidad de impresión, sino que reacciona, en general, ante todas las intuiciones creativas, y la intensidad de impresión debe corres­ponderse en él con la capacidad expresiva de los creadores, de los poetas. La lectura debe suscitarle al crítico profundas y nítidas in­tuiciones totalizadoras de la obra. Es el crítico, ante todo, un no vulgar, un maravilloso aparato registrador, de delicada precisión y generosa amplitud.

Pero, como otra natural vertiente de su personalidad, el crítico tiene también una actividad expresiva. Dar, comunicar, compen­diosamente, rápidamente, imágenes de esas intuiciones recibidas: he ahí su misión. Comunicarlas y valorarlas, apreciar su mayor o menor intensidad.

El crítico transmite, pues, sus reacciones, pero sus reacciones mismas no son problema para él. Comprueba sencillamente que la obra, el poema, ha determinado en él unas reacciones espiritua­les. No le interesa, en general, establecer cómo, por qué se han producido. Con premura hace una clasificación general de sus reacciones intuitivas para comunicarlas a un hombre, a un posible lec­tor del mismo poema.

Vemos cómo este conocimiento segundo se diferencia también del primero, del peculiar al lector, en que trasciende de la mera relación de la obra y se convierte en una pedagogía: el crítico valora la obra, y su juicio es guía de lectores. No puede haber crítica sin una intensa capacidad expresiva. Ya hemos dicho que la intuición estética es, en sí, inefable: el crítico, pues, la expresa creativamente, poéticamente.

Si se miran ahora en conjunto las cualidades del crítico, se verá cómo dominan en él las facultades intuitivas: profunda y amplia intuición receptiva, como lector, y poderosa intuición expresiva, como transmisor. Lo esencial en él es la expresión condensada de su impresión. Predomina en él netamente la capacidad de síntesis sobre la voluntad de análisis: lo artístico, sobre lo científico. El crítico es un artista, transmisor, evocador de la obra, despertador de la sensibilidad de futuros gustadores. La crítica es un arte.

(¿Estamos, quizá, hablando de algún ser hace decenios rarísimo en la superficie de nuestra tierra? No contestaremos preguntas impertinentes.) Tratamos ahora de delimitar los campos de acti­vidad del crítico. Tenemos aún algo que andar, y hemos de proceder por rodeos.

 

OBRA POÉTICA AUTÉNTICA, OBRA SIMULADA

Es necesario que tengamos en cuenta una nueva complicación. Hasta ahora hemos hablado de la obra poética, de la obra literaria, como si fuera núcleo o recinto bien delimitado. Nada de eso. Es increíble nuestra confusión entre lo que es poesía y lo que no es poesía, lo que es obra literaria y lo que no es obra literaria.

Reservo el nombre de “obra literaria” para aquellas produccio­nes que nacieron de una intuición, ya poderosa o ya delicada, pero siempre intensa, y que son capaces de suscitar en el lector otra intuición semejante a la que les dio origen. Sólo es obra litera­ria la que tenía algo que decir, y lo dice todavía al corazón del hombre.

Parece, pues, que estas obras deberían ser los verdaderos ob­jetos de la historia literaria. Primera sorpresa nuestra: porque basta ‘abrir cualquier historia de una literatura nacional (de cual­quier literatura europea) para convencernos de que tales depósitos, aunque también contienen estas obras vivas a que me refiero, en su mayor parte no son sino vastas necrópolis.

El mal no está en la mezcla (que es inevitable), sino en la indiscriminación. Más aún, las obras “vivas” en la gran necrópolis están sepultadas: sepultadas en vida. Terrible confusión. El visi­tante ya no puede distinguir: de una parte se le ofrece la muerte con simulación de vida; de otra, lo vivo encerrado en paralizado­ras ligaduras de fúnebre, de tristísima erudición.

El daño en nuestra literatura española es incalculable. En Espa­ña ha habida bastantes eruditos, pero apenas ha existido la crítica. Hay, además, una tendencia nacional hacia el énfasis retórico. La erudición ha atiborrado las historias de la literatura de figuras de tercero o cuarto orden, que allí se arrojan sin que nadie se cuide de presentarlas en su verdadera perspectiva: en un remoto fondo de la escena. La tendencia retórica logra hacer pasar como genuino lo que es sólo imitación sin sentido ni voz, y toma por macizas las más vacías ampollas, con tal de que ofrezcan vivos colorines.

LA OBRA LITERARIA ES AHISTÓRICA

La segunda sorpresa es aún más fuerte: las verdaderas obras literarias no pueden ser objeto de la historia (o sólo pueden serlo de un modo muy especial). Es que el concepto de “historia” es equivocante, y en verdad no nos sirve, cuando lo aplicamos a “historia de la literatura” o, en general, a “historia del arte”. Con arreglo a nuestra definición, la obra literaria (como la artística) es, por naturaleza, una permanencia cristalina, no hay en ella devenir. La obra de arte es eterna (si entendemos por eternidad el ciclo de nuestra cultura). La Venus de Milo, el Partenón, la Iliada, la Divina Comedia, el teatro de Shakespeare, el Quijote, presiden a los tiempos: no tienen historia, son inmutables, seres perfectos en sí mismos, y, en este sentido, en cierto modo participan de las, cualidades de Dios (claro que dentro de la limitación de las coordenadas humanas). Su verdadero conocimiento no es, no puede ser, un conocimiento histórico. No es su historia, claro está, la de sus mutilaciones, o restauraciones, o reproducciones. No lo es tampoco la de la distinta interpretación que han sufrido en épocas distintas de la Humanidad. Pues nada, en definitiva, ve en ellas la Huma­nidad que en ellas no existiera desde el primer momento, aunque cada siglo ilumine con mayor gusto determinados aspectos.

Una vez creada una poderosa intuición expresiva, permanece una, en esencia, aunque la intuición totalizadora impresiva pueda matizarse con los siglos. Una vez cerrada, la obra artística, inmuta­ble, ve cómo ruge y se deshace a su lado el devenir histórico, fija ella como cristalina roca en medio de la corriente; nítida, cálida permanencia, entre las vedijas de niebla fría que un horrible vien­to ajirona; ahistórica por naturaleza entre el fluir de la historia.

 

NO EXISTE HISTORIA LITERARIA; NO EXISTE HISTORIA DEL ARTE

Obras literarias, en el sentido riguroso en que empleamos esta expresión, son todos los poemas que estudiamos en el presente libro: criaturas que surgieron como necesidad orgánica, que “fue­ron”, es decir, que rasgaron noche y ocuparon vacío, diríamos que con masa y luz, con esa afirmación de “ser”, terrible en su inso­bornable unicidad. Seres únicos, pues, creados por una fuerte in­tuición, aún despertadores en el hombre de una intuición semejante a la creativa.

Pero, si abrimos las historias de la literatura española, encontra­mos, al lado de las Novelas ejemplares de Cervantes, las Novelas morales de don Francisco de Lugo y Dávila; al lado de Góngora, sus mil ineptos imitadores; al lado de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León, cientos de insulsas liras de un misticismo des­teñido y aguado. Sí, en una misma literatura pueden codearse un Lope de Vega y un López de Vega, aunque no sean ni prójimos.

Esto, ¿qué quiere decir? Que nuestras historias de la literatu­ra, lo que entendemos por historias de la literatura, tienen un contenido mixto: cierto que tratan (cuando no maltratan) esas espléndidas permanencias, esas luminosas criaturas inmutables; pero, ay, arrojadas confusamente entre una enorme masa de fracasos, entre montones de obras que nunca dijeron nada a la mente y al corazón del hombre, o que, si tuvieron vida, fue sólo algunos años, quizá por una moda o un capricho de la imaginación popular.

Esa masa amorfa se acumula ante nuestros ojos, inmensa montaña. En su comparación, apenas si son unos cuantos puntitos concretos las auténticas obras de arte.

Pero, si nos aproximamos, vemos que esa masa se estría, que en realidad se mueve, que tiene un fin. Hay una angustia y una impotencia —bellas también— en ese montón bullente. Un deseo aún no satisfecho rebota en resonancias opacas ahí, donde se acumulan los intentos fracasados, ese oscuro pujar de una época en busca de su expresión aún no lograda, lo mismo que la huella, la estela luminosa de los poetas excelsos.

Es precisamente esa masa lo que puede ser verdadero objeto (es decir, objeto “histórico”) de la historia de la literatura. Si ahí entran las auténticas obras literarias, será, como si dijéramos, desposeídas de sus excelsas cualidades, consideradas dentro de alguna veta de esa masa y como parte de ella. Porque, en esa materia movediza, y amorfa, consiste el verdadero río, el fluir, el devenir de la realidad literaria, el pugnar de las épocas, el encenderse de los estilos, la curva creciente con que éstos se forman y cómo se deshinchan y desaparecen.

Esto sí que es verdadera historia. Pero, ¿qué historia? Si qui­siéramos hablar con rigor, sin equívocos, diríamos que una parte de la historia de la cultura: historia de la cultura literaria.

En resumen: el estudio de una obra poética (o, en general, artística), es siempre estudio de una realidad actual, y no puede ser histórico. Pero, dentro de la historia de la cultura, es de enorme interés el estudio de la historia de la cultura literaria (o, en gene­ral, artística). Reconocida la apasionante importancia de los estu­dios de historia de la cultura, aclaremos, de una vez para siempre, que nosotros, en este libro, estudiamos eternas realidades literarias. No somos (ahora) historiadores.

 

DISCRIMINAR LA AUTÉNTICA OBRA LI­TERARIA ES LA FUNCIÓN DE LA CRÍTICA

Por medio de nuestra negación (teórica, y no práctica, claro está) de la “historia literaria”, vamos directamente a empalmar con nuestra noción de la crítica. Hemos descubierto este hecho: que junto a la verdadera “obra literaria” existe otra criatura que la simula y la emula, pero que no es “obra literaria”, pues ni nació de una profunda intuición estética ni, por tanto, puede transmi­tirnos lo que en ella no existe.

Es el crítico, precisamente el crítico, como lector ideal, quien, puesto frente a la obra literaria auténtica, formará impresivamente una intuición semejante a la que expresó el poeta; frente a la obra simulada, pronto comprobará la ausencia de intuición, la superche­ría. La primera misión del crítico consiste en discernir, en discri­minar a un lado la verdadera obra literaria, a otro su pobre simu­lación.

Ésa es la principal función que siempre se ha atribuido a la crítica. Observemos que tiene dos perspectivas: de una parte, sobre la literatura del pasado; de otra, sobre la contemporánea.

 

CRÍTICA DE LA LITERATURA DEL PASADO

El crítico que mira a la literatura pretérita no es un ser aisla­do. Forma parte de una larga cadena o, mejor, de un organismo, siempre prolongado vitalmente hacia el futuro. La valoración de una obra clásica es la suma de infinitas valoraciones parciales. El quererse salir del sistema no consigue nada, y tiene inmediatamen­te una sanción. La humanidad no abandona una estimación secular sólo porque tal bilis, en un momento dado, se alborote. Son casi imposibles las devaluaciones, las súbitas denegaciones de lo adqui­rido. Es que, a lo largo de los siglos, se ha ido fraguando una intuición impresiva, que no es sino la suma de miles de impresiones individuales. Esa impresión colectiva ha ganado ya una intuición para la humanidad: no hay quien la borre.

Pero es posible el caso contrario: la adquisición colectiva de la intuición totalizadora de una obra. En seguida diremos cuán in­seguros son los juicios contemporáneos. Es necesario tener también en cuenta que el juicio de las generaciones inmediatamente siguien­tes a una obra o a un artista puede ser, muchas veces, denegador (cansancio de la moda conocida, odio a lo penúltimo). Pero, si la obra era auténtica, la Humanidad rectificará con más o menos ra­pidez esas demoliciones. En otro lugar de este libro señalo cómo el siglo XVIII derriba a tres figuras del XVII: Calderón, Lope, Góngora, y cómo las generaciones posteriores sucesivamente van reinstaurando a las tres. Cuando, en 1881, Menéndez Pelayo, para vestir a un santo (Lope), quiere desnudar a otro (Calderón), que el Romanticismo había ya revalorado, no consigue nada. Mejor dicho, consigue todo lo que positivamente se proponía respecto a Lope. Pero no conmueve en nada la estimativa común de Calderón. Hay más: él mismo, en años posteriores, se arrepiente y canta la palinodia.

Una impresión colectiva, de tipo positivo, suma de las impre­siones individuales a lo largo de los siglos, es (dentro del criterio humano) segura.

 

FUNCIÓN ESPECIAL RESPEC­TO A LAS OBRAS ANTIGUAS

El crítico que tiene que habérselas con una obra del pasado no puede ser únicamente ese sensibilísimo instrumento que hemos descrito en párrafos anteriores.

Las obras se han escrito para el lector, entiéndase bien, para el lector contemporáneo. Según pasan los años, algo se va oxidan­do, algunas quiebras se van abriendo en la relación expresivo­-impresiva necesaria para la perfección de la obra. Es un daño que, dentro del arte, afecta de modo muy especial a las obras literarias, por el rápido envejecimiento de su medio de comunicación, es decir, del lenguaje.

Ahí está la obra poemática. Según pasan los años, una pátina, y casi una niebla, la va recubriendo. De una parte está ese enve­jecimiento de las voces, de los giros; de otra, las posibles alusiones a las costumbres o a cosas materiales que ya no existen. Añádan­se aún las vestiduras que cada moda trae: lo que puede ser, por ejemplo, el énfasis de las recargadas imágenes gongorinas para un lector de hoy. El espectador actual de La vida es sueño, ¿qué saca de aquella retahíla inicial de Rosaura?

 

        Hipogrifo violento,

que corriste parejas con el viento,

¿dónde —rayo sin llama,

pájaro sin matiz, pez sin escama,

y bruto sin instinto

natural— al confuso laberinto

de estas desnudas peñas

te desbocas, arrastras y despeñas?

 

¿Qué sacará si no le explicamos modestamente que el caballo de Rosaura ha rodado por el monte abajo?

La conveniencia y aun la necesidad de explicaciones de este tipo no invalidan nuestra tesis —necesidad de un contacto directo entre el lector y la obra literaria, sin extrañas injerencias—. Tales explicaciones no aspiran a sustituir la impresión personal, sino a quitar velos exteriores, a poner al lector en condiciones parecidas a las que tenía el lector contemporáneo de la obra.

El crítico no puede interponerse en la vinculación lector-obra, pero debe quitar el óxido que recubre el metal y que imposibilita­ría la soldadura. No le basta, pues, sensibilidad y capacidad expre­siva al crítico de las obras pretéritas: necesita también una razo­nable erudición.

 

ENORME CRECIMIENTO DE LA CRÍTICA

La necesidad social de la crítica, en el mundo contemporáneo, resulta comprobada con la prodigiosa historia de su desarrollo.

Si consideramos los géneros literarios por la cantidad o masa de producción correspondiente a cada uno de ellos a lo largo de la historia, veremos que, mientras los demás (por lo menos desde que una literatura determinada está ya constituida) conservan sus valores respectivos, o tienen sólo naturales altibajos, hay uno, la crítica, que nace de la nada, y sube en proporción geométrica, ver­tiginosamente, con el crecer de los años. Miremos a la literatura española: desde el famoso Proemio del Marqués de Santillana has­ta las reseñas y notas bibliográficas de los periódicos y revistas de hoy, la crítica sube como un árbol que aumenta cada vez más la subdivisión de sus ramas. No importa para esto que una gran parte de esa producción sea volandera, apenas con otra vida que la de las efímeras hojas donde aparece. La hoja será caduca, pero, la savia a cada instante hace reventar nuevos brotes.

Es el enorme crecimiento total de la producción literaria lo que ha dado una velocidad todavía más progresivamente creciente a la producción crítica. La invención de la imprenta, su difusión, la mayor rapidez de los métodos tipográficos, la disminución del analfabetismo y el constante crecimiento de la población de todo el mundo, arroja todos los días una marea, cada vez más invasora, de papel impreso. Una parte es mera comunicación; pero otra gran parte aspira a fijarse como obra literaria.

La crítica es imprescindible, y cada vez más, porque, sin ella, el lector, fluctuante en ese océano, no sabe adónde dirigir la mi­rada. El crítico debe o debería indicar al público cuáles son las auténticas obras literarias, debería apartarle de las groseras simula­ciones. Más aún: le debería explicar, en lo posible, la índole y la fuerza de la intuición estética suscitada por cada obra, para que el lector pudiera, aun entre obras auténticas, seleccionar la lectu­ra que vaya mejor a sus especiales condiciones. La vida contem­poránea ―¡qué tropezones, qué atropellamiento!— no da lugar para otra cosa.

 

LA CRÍTICA FRACASA. AL ENJUI­CIAR A LOS CONTEMPORÁNEOS

Esto es lo que la crítica debería hacer, y esto es lo que hace con las obras del pasado, cuando se convierte en superindividual, cuando, ligada en un organismo varias veces secular, no puede sino matizar o acentuar la impresión colectiva. Pero lo que más apremiantemente le pide esta Humanidad cada vez más atareada, más angustiada, y —ay— más superficial, a saber, guía entre el, arte, entre la literatura contemporánea, ¿cómo lo cumple?, ¿cómo responde a este encargo y a esta esperanza?

Eludamos hablar de la crítica de hoy. Hagamos unas cuantas calas en la historia. ¿Cómo enjuiciaron espíritus excelsos la lite­ratura que vivía a su alrededor?

Tomemos el primer crítico: el Marqués de Santillana. Un gran señor, una fina sensibilidad, una cultura auténtica. Abramos su Proemio (que es, aunque compendioso, como una primera historia de la literatura). Pues allí, el Marqués habla despectivamente de “aquellos que sin ningún orden, regla nin cuento faces estos romances e cantares de que las gentes de baxa e servil condición se alegran”. Pero esas gentes de quienes se burla Santillana lo que, estaban allegando era lo que hoy juzgamos maravilloso, delicadísi­mo: nuestra romancero, nuestro cancionero popular. ¡Primer crí­tico: primer éxito de la crítica!

Saltemos ahora al siglo XVII. Hojeemos el epistolario de Lope. Encontrarnos allí muy curiosos juicios. Por ejemplo, a Don Gil de las calzas verdes, la regocijada farsa de Tirso, la califica de “des­atinada comedia”. ¿Es posible que Lope —el gran conocedor de teatro— no se diera cuenta de que la técnica de la comedia por él introducida, Tirso la llevaba a sus últimas consecuencias al apurar hasta el límite la intriga, prodigioso hilo que en la maraña nunca se quebró? ¿Podía no ver, en fin, que la técnica de Tirso era en algunas comedias una superación de la suya propia?

Pero aún hay cosas mucho más graves. Muchas veces se han citado las palabras de otra carta al de Sessa: “De poetas no digo: buen siglo es éste. Muchos en cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quixote”. ¡Eso se llama dar en el blanco! He ahí el mayor éxito que nunca pudo soñar la crítica contemporánea.

¿Será necesario que digamos que en el siglo XVIII, el siglo crí­tico por excelencia, la crítica literaria se lía, literalmente, la manta a la cabeza, que la historia de la crítica en ese siglo, por el juicio despectivo sobre el pasado inmediato (siglo XVII), lo mismo que por la sobrestimación de la literatura de entonces (nuestro deste­ñido neoclasicismo), es, en gran parte, una sarta de disparates?

¿O será menester que citemos aquí muchos juicios de Menén­dez Pelayo sobre contemporáneos suyos? Aquel hombre —autén­ticamente grande— tomaba por colosos a muchas de las modes­tísimas hormigas que convivieron con él

LA CRÍTICA ES QUEHACER DE MUCHAS GENERACIONES

La consecuencia no puede ser más triste: diríamos que por ninguna parte se encuentra el maravilloso instrumento registrador de intuiciones, el crítico que habíamos definido. No; el prejuicio aristocrático puede desorientar a un Santillana; la vanidad o las rivalidades de oficio ciegan a Lope contra Cervantes (de la genera­ción derrotada por él en el teatro) o contra un Tirso (que tanto le alaba, que tan cálidamente se proclama su discípulo), porque no se puede compartir el cetro de la monarquía teatral; sentimien­tos piadosos y el estancamiento nacional durante el siglo XIX le desmesuran a don Marcelino figuras insignificantes, mientras que —¿quién lo diría?— el historiador de las ideas estéticas permanece ciego para algunos de los más importantes hechos estéticos (simbo­lismo, modernismo, etc.) que están ocurriendo a su alrededor.

La historia de las opiniones que sobre sus contemporáneos emiten los hombres de más sensibilidad (Santillana, Lope, Menén­dez Pelayo) va, pues, encadenando los desatinos con tal constan­cia que en nosotros —si no queremos negarnos a la evidencia― tienen que levantarse muy vehementes dudas acerca de qué con­fianza pueda merecer la valoración actual de las obras literarias de hoy. Sí; tenemos que dudar de la validez de los juicios emitidos sobre la literatura contemporánea. Y —ay, naturalmente— tenemos que dudar de los emitidos por nosotros mismos. Pensar de otro modo —ante el ejemplo de la historia— sería locura.

Pero no seamos totalmente escépticos. Los grandes escritores han sido ya, casi sin excepción, ensalzados en su época. La crítica más injusta suele ser la de las generaciones inmediatamente pos­teriores (con intervalo de entre medio siglo y un siglo). Injusticia del siglo XVIII para con el siglo XVII ¿y quizá, quizá, también injusticia del siglo XX respecto al XIX? (¿Y la del XXI con re­lación al XX?)

El error también desempeña una función en lo humano. Nuestro ojo desenfoca lo demasiado próximo. De un infinito rosario de juicios humanos sobre lo circundante, todos inexactos, Dios inte­gra su verdad: única crítica que nunca se equivoca.

 

 

 

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