Álvaro Mutis y el agua

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Presentamos un ensayo del poeta y crítico colombiano Juan Gustavo Cobo Borda en torno a la poesía de Álvaro Mutis y su relación con el agua. Este texto forma parte del dossier de homenaje que Federico Diaz Granados ha preparado este domingo para celebrar el cumpleaños 90 de Mutis, escritor fundamental de la lengua española.

 

 

 

 

MUTIS Y EL AGUA:

El largo viaje de Maqroll El Gaviero

 

 

 

Esta navegación se inició en 1923 y su verdadera partida de bautizo se dio cuando Álvaro Mutis Jaramillo vivió de los dos a los nueve años en Bruselas, Bélgica. Los grandes transatlánticos que iban de América a Europa tenían el encanto irresistible de la aventura, de una ciudad en mitad del mar con orquesta y pulcros oficiales que, quizás por atender sus tareas y ser galantes con las damas, no tenían la peregrina consigna de entretener a los niños. Con los milagros del mar y los secretos de puentes, camarotes y bodegas, esas maquinas que jadeaban noche y día, podían disfrutar de Odiseas de tres semanas. Pero fue la perdida de este primer paraíso lo que aguzo desde el comienzo las nostalgias de Mutis y la percepción de sus sentidos. Venia de una Europa calvinista, de un colegio jesuita, y se topaba literalmente con el trópico bravío. El bullente mestizaje del puerto de Buenaventura y la delicia tonificante de esos llanos del Tolima donde la tierra sombreaba los cafetales, y el ganado con su mugir y las mieles de la caña hirviendo en los grandes pailones embriagaban con su música.

Segundo paraíso: la Hacienda Coello, en las inmediaciones de un rio, con cascadas abruptas y playones dorados. Fue tal el impacto, en sensualidad y jubilo, que la piel se abrió y recibió la profunda caricia de una atmosfera tibia. De chapoleras, tan recias como intuitivas. De ahí que su primer poema, fechado en 1945, haga ya el censo de esa comarca, su enumeración vertiginosa ante una creciente que todo lo arrasa y confunde:

 

 

“Al amanecer crece el rio, retumban en el alba los

enormes troncos que vienen del paramo.

Sobre el lomo de las pardas aguas bajan

naranjas maduras, terneros

con la boca bestialmente abierta, techos pajizos,

loros que chillan sacudidos bruscamente por

los remolinos.

Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado

en la baranda de metal rojizo, miro pasar el

desfile abigarrado. Espero un milagro que

nunca viene.

Tras el agua de repente enriquecida con dones

fecundísimos se va mi memoria.”

 

Enumeración, recuerdos, expectativas de algo que no se cumple, perfumes saturando los lugares que ya serán proverbiales para un viajero contumaz. Allí asoman las salas de espera, las sucias estaciones de ferrocarril, los hoteles visitados en la infancia. Allí late ya el corazón de la poesía de Mutis. Pero el hombre que se desempeña atareado como locutor de emisora (Radiodifusora Nacional, Nuevo Mundo) como relacionista público (Compañía Colombiana de Seguros, Eso Colombiana) va segregando, paulatinamente, un otro, un heterónimo, que en su desastrado peregrinaje por el mundo mantiene intactas esas vivencias decisivas.

Se trata de su alter ego, del compañero que vislumbra en lo que soñó y no pudo ser, en su sueño de no ser gerente sino cuidador de barcos abandonados en un muelle perdido. Cuando huye a México, en 1956, cuando pasa quince meses en la prisión de Lecumberri, perseguido por la Esso, las dos vertientes de su mundo se conjugan de forma admirable en una celda donde lee a Marcel Proust y ve surgir el fatigado cuerpo de Maqroll el Gaviero. El recuerdo involuntario al cual se refiere Proust se encauza a través de puertos y hospitales, vagones abandonados en un alto de la cordillera y minas donde resuena el grito huérfano de la angustia. Reunirá esas visiones en la revista Mito y en su primer libro publicado en México: Los trabajos perdidos (1965). Una década de exploración interior y de nostalgia arrolladoras. Solo que Mutis no incurre en la identificación emotiva sino que en la distancia se sugiere y se perfila. Lo hace a través de otro mediador, León de Greiff:

 

 

 

La muerte de Matías Aldecoa

 

Ni cuestor en Queronea,

Ni lector en Bolonia,

ni coracero en Valmy,

ni infante en Ayacucho;

en el Orinoco buceador fallido,

buscador de metales en el verde Quindío,

farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,

mago de feria en Honda,

hinchado y verdinoso cadáver

en las presurosas aguas del Combeima,

girando en los espumosos remolinos

sin ojos ya y sin labios,

exudando sus más secretas mieles,

desnudo, mutilado, golpeado sordamente

contra las piedras, descubriendo, de pronto,

en algún rincón aun vivo

de su yerto cerebro,

la verdadera, la esencial materia

de sus días en el mundo.

Un mudo adiós a ciertas cosas,

a ciertas vagas criaturas

confundidas ya en un último

relámpago de nostalgia,

y, luego, nada,

un rodar en la corriente

hasta vararse en las lianas de la desembocadura,

menos aun que nada,

ni cuestor en Queronea,

ni lector en Bolonia,

Ni cosa alguna memorable.

 

El mismo escenario primigenio, similar enumeración que arrastra y borra, y la inserción precisa de la geografía y la historia: Honda, Bolívar, Napoleón y el Quindío. De ese núcleo de vertiginosa destrucción, van surgiendo los seres característicos: El Húsar, un guerrero napoleónico a quien vence el sopor del trópico. Bolívar, ante el coronel polaco, reconociendo en El ultimo rostro el fracaso sórdido de su sueño independentista. Otra vez Europa, otra vez América, tejiendo los hilos fantasmales de su equivoco destino. Otra vez el agua, madre nutricia y viajera de la memoria.

 

 

 

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