Arquitectura Yo. La poesía de Josep M. Rodríguez

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El crítico y ensayista José Andújar Almansa (1963) nos presenta un texto en torno al más reciente libro del poeta español J.M. Rodríguez, Arquitectura yo. Josep M. Rodríguez ha merecido distinciones como los premios  “Generación del 27”, “Emilio Alarcos” o “Emilio Prados”. José Andújar Almansa mereció el premio Caballero Bonald de ensayo.

 

 

 

ARQUITECTURA YO. LA POESÍA DE JOSEP M. RODRÍGUEZ

 

 

Hay libros que empiezan ganándonos con su solo título. Arquitectura yo (2012), la última colección de poemas de Josep M. Rodríguez (1976), parece imantarnos desde su cubierta; a lo que colabora sin duda la enigmática precisión con que el fotógrafo Carlos Pérez Siquier ha sabido ilustrarla. Hasta aquí la sensación. La sugestión tras la mesa de novedades o las aguas del escaparate. Leídos los treinta y siete poemas que integran el volumen, intuyo que se impone decir algo mucho más decisivo: Arquitectura yo es uno de esos poquísimos libros que llegará a convertirse en seña de identidad de toda una generación poética, del mismo modo, pongamos por caso, que Habitaciones separadas (1994) de García Montero o Los países nocturnos (1996) de Carlos Marzal resultan referentes imprescindibles de la etapa lírica anterior.

Como propuesta indagadora, de sondeo metódico en lo subjetivo, Arquitectura yo supone añadir nuevas atmósferas de profundidad, algunos milibares más de presión a las inmersiones practicadas por los libros anteriores del autor, Frío (2002), La caja negra (2004) (he aquí otro título definitivo, epocal) y Raíz (2008). Un poeta acude a su caja negra esperando encontrar allí los pormenores de una vigilia convertida en sueño, el archivo exhaustivo de todos sus deseos y todas las decepciones, los residuos tóxicos del dolor o el miedo, el rastro hermético de la belleza. Pero no se trata de sopesar todo esto como imágenes en el circuito cerrado de una cámara de seguridad. Para el poeta abismarse en la identidad pasa por descubrir sus relaciones con el mundo, los hilos de realidad en que pretende esta echar raíces, aunque sean raíces en el aire, signo de nuestro desvelo contemporáneo.

Con todo, Arquitectura yo es el más oscuro, el más atravesado por el dolor y el desaliento de todos los libros de Josep M. Rodríguez. Aunque los poetas que de verdad nos interesan se salvan de la desolación escribiendo justo el siguiente poema, conviene no subestimar esa melancolía, esa bilis negra que es la infalible tinta de la escritura. No en vano toda prospección íntima comporta algunos riesgos, casi siempre irreversibles. Kafka, ese escritor que despreciaba las metáforas y que hizo por tanto de su literatura una metáfora literal de las diferentes guaridas, extrañamientos y metamorfosis del yo, anotó en alguna página: «Mientras digas “uno” en vez de “yo”, la cosa todavía marcha y puedes recitar esta historia, pero en cuanto te confiesas que eres tú mismo, aquello te atraviesa literalmente y quedas aterrado».

Como suele ocurrir en la tradición más conflictiva de la modernidad, es precisamente esa distancia que va del “uno” al “yo” la que delimita el principal campo de energías expresivas de un poema. Excavar en el verso, que decía Mallarmé, no solo presupone como en el caso de Josep M. Rodríguez levantar los cimientos de una arquitectura, contempla también adentrarse en la guarida imaginada por Kafka, hallar el «fósil» del yo con el que tropezamos en el texto titulado «Crudo», justo al comienzo al libro:

 

                  De tan negra

y profunda

la tristeza parece un pozo de petróleo.

 

¿Se formará también de aquello que está muerto?

 

Nos construyen las pérdidas:

instante

tras instante

tras instante.

 

Así que no lo dudes,

reclama para ti

en este día

la lentitud del saurio,

 

la inocencia del fósil,

 

la oscuridad del hombre que imagina

el final de una cueva.

 

La escritura problemática es el signo de una identidad erizada, y viceversa, algo así como un tanteo en lo oscuro «que imagina el final de una cueva». El rastro de ese signo dibuja una amplia estela de poemas crisis que nos llega desde el alto romanticismo en adelante. En los de Josep M. Rodríguez dicho itinerario queda esbozado a través de la presencia, opalizada o apreciable, de Keats, el ya citado Mallarmé, Pound, Eliot, Benn, Aragon, Celan, Pizarnik. En la alusión a estos encontramos una redistribución de fuerzas como cálculo de equilibrio frente a la negatividad. Se trata de una cuestión de intensidades líricas que nada tiene que ver con la magnitud de las influencias. Así, un libro como Morgue de Gottfried Benn resulta tan solo una referencia oblicua en el texto homónimo que cierra Arquitectura yo, mientras que el tejido semántico desplegado por un solitario verso de Celan o Keats puede envolver en cambio secciones enteras del libro. Otras veces, y advierto que esto constituye marca de estilo del autor, la cita o la sola mención de un nombre literario parecen trabajar en dirección opuesta: de dentro a fuera del texto, formulando posibilidades que están solo parcialmente en este y que invitan al lector a completarlas. Pienso, por ejemplo, en poemas como «Ola de frío» o «Sensación» y en la hierba que crece a su alrededor bajo la sombra protectora del árbol de Yeats o Pound. En general, diría que estamos en ese punto advertido por T. S. Eliot al explicar su influencia personal de Baudelaire; en ocasiones «todo aquello que un gran poeta puede ofrecer a un poeta más joven puede transmitirse en unos cuantos versos».

 

Identidad líquida

 

En Notes Toward a Supreme Fiction, Wallace Stevens sugería que tanto la poesía como el yo poético son ficciones; una obviedad que el poeta ni la poesía misma pueden permitirse ignorar. Esa ficción, nos dice Stevens, debe ser abstracta («It must be abstract»), debe cambiar («It must change») y debe agradar («It must give pleasure»). Tal vez la idea de cambio, de variación, observada por Wallace Stevens, dé pie a concluir que la más suprema, por imposible, de esas ficciones sea la de una identidad estable. Dentro del flujo de imágenes y sensaciones, de momentos de conciencia condensada que suele acontecer en el interior de un poema, lo significativo no es que el sujeto cambie propiamente de escenario, sino que es el sujeto como escenario mismo quien se transforma. Extremando el argumento, llegamos a este verso de Arquitectura yo: «Cruzo una habitación y soy otra persona». Un enfoque como este del sujeto poético resulta tan enigmático como fascinante. Hace complicado obtener una secuencia coherente de sus gestos desplegados en el tiempo o el espacio, eso que en lenguaje cinematográfico se denomina raccord y que nos asegura la continuidad entre los distintos planos de una escena. La oscilación y la fluctuación identitaria se convierten, y así lo percibimos en este y otros muchos momentos de la obra de Josep M. Rodríguez, en factores determinantes del montaje textual, en modos que lo priorizan. Un ejemplo todavía más elocuente en este sentido lo tenemos en «Yo, o mi idea de yo»:

 

                                   Tengo tendencia a generalizar:

por eso escribo “bosque”

aunque sé que no hay dos árboles iguales,

 

por eso escribo «yo».

 

Más que una ficción, el yo es una generalización que uniforma o compacta muchas otras identidades, igual que la lejanía hace indivisible la masa verdosa del bosque. Tenía razón Kafka suponiendo más intrincado al «yo» que al «uno», sobre todo si el acto de desdoblarse depara una presencia tan alarmante como la que queda registrada en una página de 1921 de sus Diarios, y ante la cual el autre de Rimbaud nos parece un simple hermano menor: «Me desperté sobresaltado. En el centro de mi cuarto estaba sentado a una mesita, a la luz de unas velas, un extraño. Estaba sentado en medio de la penumbra, ancho y pesado, su abrigo desabotonado lo hacía aún más grande».

Si he vuelto a citar a Kafka, maestro del aforismo, de lo inacabado, del apunte o la frase como ectoplasma, no es conjeturando una influencia directa en las poéticas del momento, sino por su ascendente moderno en una estética del extrañamiento y la fragmentación que sí resulta hoy muy apreciable en parte de la lírica española última. Autores como Carlos Pardo, Rafael Espejo, Juan Andrés García Román, Mariano Peyrou, Juan Carlos Abril o Josep M. Rodríguez, entre otros, quieren decir desde ahí. Acaso con la disgregación del sujeto asistamos al espectáculo de las diversas partículas de sensibilidad y pensamiento orbitando en la página del poema como fragmentos de una unidad perdida. Aunque lo cierto es que esa disgregación adquiere las dimensiones semánticas de una dispersión y una diseminación para ocuparlo todo y aplicarse en múltiples direcciones. Cuando hace pocos años me ocupé de reseñar la aparición del anterior libro del autor, Raíz, aludí, en contraposición a la idea representada por este título, a la vivencia de una realidad inestable que no sabe estarse quieta, en continuo cambio, y, por tanto, carente de un centro de gravedad en relación con la percepción, la memoria o los sentimientos. Utilizaba, a propósito de esto, la expresión «Modernidad líquida», acuñada por Zygmunt Bauman como diagnóstico de una época, la nuestra, de aceleración de la experiencia, de imperio de lo efímero, de puro devenir, sin valores sólidos. Por lo mismo, podríamos percibir en Arquitectura yo una identidad que se construye «líquida», con conciencia de sus inevitables fluctuaciones y de unos materiales cuya naturaleza resulta lo suficientemente flexible como para, una vez perdida la cohesión de un núcleo epistemológico, adaptar su forma a los distintos ángulos y niveles de lo expresable. Aunque tanpoco cabría descartar el paso físico siguiente. Aquel que se nos describe en ese imprescindible manual de una física de la subjetividad moderna que representa la obra de Baudelaire. La «vaporización y centralización del yo» como fenómeno que abre las páginas de Mon coeur mis à nu, enuncia el complejo proceso de dispersión y reconstrucción de una personalidad que percibimos flotando en imágenes recogidas al azar en su deriva.

Me ayudan a entender todo esto algunos pasajes de Arquitectura yo, un libro que desliza asimismo su propio método de entenderse. No el extraviado por solemne «conócete a ti mismo» (eso casi se excluye desde que Foucault decretara el fin del sujeto clásico), sino uno cuyo enunciado resulta tan moderno como posmoderno, cargado de matices como de incertidumbre: «Mi forma de buscarme en cada verso» («Creer»). Lo que sigue es lo más cercano a la formulación de una identidad —líquida o vaporizada— cuya estructura se levanta en la ausencia de un centro, en lo transitorio, en las pérdidas, en la no memoria, en el instante, en el fondo sin animal, en el paisaje. Tenemos la idea o la imagen de cambio, de oscilación: «Nos construyen las pérdidas» («Crudo»); «No sé si es pérdida / o si es cambio» («Tejados»); «Me refugio en la sensación de cambio» («Sensación»); «Saber que todo es víspera; / amar lo impermanente» («Tejados, versión segunda»).Tenemos el trémulo testimonio de una memoria que se resiste a ser nostálgica, todo lo más «nostalgia de mis días de embrión» («Canción del nuevo día»); es decir, predispuesta, como en aquella audaz iniciativa de Juan Ramón en su Diario de un poeta, a cortar «el cordón de mi memoria del ombligo del pasado». Afán entonces de lo provisorio, que desdeña cualquier lastre umbilical: «Sin querer, / los recuerdos, / que salen hacia fuera / como el ombligo de una embarazada /…/ La memoria / es un  niño que siempre nace muerto» («Creer»); «La memoria tan solo es otra jaula» («Dentro»); «La memoria son esas cañerías. / Abro el grifo: / canto lo que se pierde / porque me asusta aquello que he ganado» («Ola de frío»). Y tenemos, por último, la idea o la imagen de una dispersión que se convierte en pura disponibilidad del yo: «Me he vuelto azar. / Todo me pertenece» («Alambre»); «La realidad depende de uno mismo /…/ Repetir un paisaje / es insistir en mí» («Monet»).

 

 

La casa del yo

 

Construcción-deconstrucción-reconstrucción de un sujeto que se presenta a sí mismo como un mecanismo verbal, una cuestión de palabras. «Words, words, words», que diría Hamlet, esa voz que nos enseñó que la conciencia puede ser un teatro vacío, con un único espectador, pese a las muchas figuras del escenario. Así que ¿por dónde comenzar? Ni siquiera sabemos qué secuencia resulta la adecuada.

 

Y sin embargo a ratos me construyo.

Y sin embargo a ratos me derribo.

O incluso las dos cosas.

Empecemos entonces por la arquitectura en sí. Primera consideración: ¿La poética de la casa como poética de los espacios del yo (Bachelard)? Un estudio sobre las imágenes de la subjetividad en Arquitectura yo serviría para ampliar el catálogo de objetos y lugares domésticos que Gaston Bachelard almacenó tras la cerradura de la fenomenología en su ensayo La poética del espacio (1957). Poemas como «Azotea» o las distintas versiones de «Tejados», por ejemplo, transforman la iconografía de la buhardilla romántica, tan cara a Bachelard por su propuesta de vida interior, en pista de los sucesivos despegues o aterrizajes de un Ícaro posmoderno. En cambio, a los desvanes y galerías del alma no les resultará un cuerpo extraño ese tipo de tristeza «descongelándose cañerías adentro» o el «mueble con termitas» de la memoria que leemos en «Ola de frío» y «Aún». A veces los recuerdos se atascan, se aprecian fugas que nos desvelan como el gotear de un grifo, como el arrastrar de muebles en el pensamiento. Pero la infelicidad, como la poesía, nos pone con frecuencia a prueba. El abandono, la ausencia, el desamor llevan al sujeto que aquí verbalmente los experimenta a contemplar en la casa el reflejo de su propio extrañamiento: «Al principio, / la casa / se parecía a un cuerpo con un brazo amputado: / demasiado evidente que no estabas» («Fábula de la casa abandonada»). Ese «demasiado evidente» y la literalidad de su metáfora no debe engañarnos, no significa que podamos aspirar a alcanzar la plenitud de sentidos del texto; un buen poema rompe las ataduras de la referencia impuesta, su significado no equivale a la suma de las partes.

Segunda consideración: ¿La casa del ser o la casa del lenguaje como inquilinos de la poesía (Heidegger)? Solo añadiré que si lenguaje y ser son la misma cosa, ambos se nos muestran en el poema incompletos, meros borradores. En Gramáticas de la creación (2001) George Steiner especulaba sobre la idea del poema como una obra acabada pero que no deja de ser, a su vez, una manifestación latente de sus múltiples esbozos, versiones previas, ensayos, tentativas ocultas y posibilidades suprimidas que nos inducen a «una aprehensión, más o menos substancial, de lo que podría ser si hubiera alcanzado la medida completa de su intencionalidad». Creo que lo mismo cabe suponer de estos ensayos poéticos de solipsismo. Imágenes positivadas sobre el papel en el cuarto oscuro de la escritura. Además de representar simples instantáneas, participan de la inestabilidad y provisionalidad de sus signos, en una percepción de lo acabado que debemos interpretar como antítesis de lo absoluto. En un texto de Raíz, titulado sintomáticamente «Autorretrato», se recorta la silueta de un puente que «no alcanza la otra orilla». En la sombra de esa ausencia, en el halo de su provisionalidad, radica la secular promesa de la poesía de decir lo indecible.

 

 

Fondo, superficie, imagen

 

Supongo que eso es a lo que desea invitarnos el estilo de Josep M. Rodríguez cuando utiliza expresiones como «fondo» o «amplitud». Un estilo, paradójicamente, sintético, de casi extrema condensación, filtrado en los procedimientos de lo elíptico, en saber administrar eso que llamaríamos los silencios del lenguaje. Aquello a lo que hemos renunciado en la experiencia común no son solo nuestros fantasmas metafísicos; se trata también de ese «algo que no vemos / y que no sé decir, / aunque pueda sentirlo» («Fondo»), y que, para nuestro intermitente desasosiego, es tan solo preámbulo de «la vastedad de lo que no conoces» («Morgue»). En su mágico ensayo Poesía y realidad (1992), Roberto Juarroz argumentaba que lo visible es solo un ejemplo de esta última, por lo que la primera condición de cualquier lenguaje válido es «abrir la escala de lo real. Quebrar el segmento convencional y espasmódico de los automatismos cotidianos». Esa premisa la encerró igualmente en un aforismo memorable: «El poeta es un cultivador de grietas». La poesía de Josep M. Rodríguez no desdeña el fondo, la amplitud, abrir grietas; su «parte del fuego» que decía Blanchot. Con ese estremecimiento que separa lo visible de lo invisible acogemos en tanto que lectores muchas de las composiciones de Arquitectura yo. Algunas —y ahí están «Astilla» o «Espesura» por las que declaro cierta predilección— tan diáfanas en apariencia como hondas en su calado. Al igual que los viejos maestros del simbolismo, un lírico actual como Josep M. Rodríguez cree en el misterio; ahora bien, no estoy seguro de que comparta la misma exigencia poética de traspasarlo. Eso que Fredric Jameson denominó la lógica cultural del capitalismo tardío nos ha enseñado a dudar de las ideas de «profundidad» y «expresividad», puede que incluso de la propia biografía. En alguna ocasión he señalado que conceptos como «instante» y «superficie» pueden ser aceptables e incluso ambiciosos puntos de partida para la experiencia estética de nuestra época, entre otras razones porque aparecen sin explorar tras haber sido subestimados por toda una tradición de lo poético. El misterio habita también en el instante y la superficie, en sus puntos de fuga (fondo, amplitud), en aquella «escala» de la realidad, como leemos en un texto anterior de Raíz, que «se escapa a la mirada», que «siempre está incompleta». Esa otra parte de la vida. El reverso del mundo.

Podemos materializar asimismo la idea del poema como superficie, como pura extensión lingüística. Paul de Man en un esencial estudio, «The Double Aspect of Symbolism» (1954-56), y posteriormente Marjorie Perloff en su libro The Poetics of Indeterminacy (1981), trazaron, cada uno con diferentes matices y perspectivas, las líneas de una tradición paralela a la del simbolismo europeo, que arranca con la certeza de que ya no encontraremos significados ocultos, señales de una unidad o trascendencia perdidas detrás de cada signo, sino misteriosas asociaciones de sentido atraídas por la fuerza de gravedad del ritmo o las imágenes, sugestivos paisajes lingüísticos que inducen a ser recorridos como tales. El bosque de símbolos que atravesaba Baudelaire en las estrofas de «Correspondances», entre ecos de «voces confusas» y «miradas familiares», es ahora tan solo un frondoso bosque de palabras inmanentes, un alfabeto en rotación. Pero lo que el asombro de Baudelaire ha denominado «Nature» sigue consistiendo en aquella estructura de «vivientes pilares» que conocemos como realidad: una exuberante constelación de objetos-cosas conectados entre sí por la percepción del sujeto. ¿Bastaría esto para suscitar el manifiesto de un nuevo programa de correspondencias? Acaso convenga advertir que la «tenebrosa y profunda unidad» entrevista por Baudelaire en su forestal ensoñación tiene para el poeta Josep M. Rodríguez la exacta equivalencia de que «no hay dos árboles iguales». He aquí, en cambio, lo que puede considerarse una más fiable propuesta metodológica, inherente a toda su obra: la mirada poética que lanza su red de significados al mundo: «Por religión, / mis ojos: / vivo dentro de un burka» («Dentro»). ¿Son las imágenes de un poema simples segregaciones de la imaginación, o bien su destilado alquímico para transmutar la realidad? Supongo que una eterna novedad como esta debe de estar planeando sobre buena parte de la poesía reciente. Una de las reflexiones más jugosas en este sentido la encontramos entre uno de sus nombres de referencia, Juan Manuel Romero, quien en el breve ensayo «La imaginación como trampa perfecta» reafirma esa vieja pretensión moderna desde Keats de volver a habitar el mundo: «Usar la imaginación no para adornar o distraer, sino para acercarse a lo real […] Ambos, espacios imaginados y reales, encontrarán un equilibrio que no es, en el fondo, sino el éxito o el fracaso del poema». Pero sospecho que ese equilibrio no preocupa demasiado a quien ha convertido los ojos de la poesía en dos radares inmensos, y que más que habitar el mundo alberga el propósito de colonizarlo. Si la realidad emite, a su vez, miradas de reconocimiento, si vive fuera o va dentro de nosotros, no es decisivo; no preocupa la distancia que pueda haber entre ella y el poema, pues como se afirma en Arquitectura yo «depende de uno mismo». Para el introspectivo Amiel un paisaje significaba un estado del alma, para Josep M. Rodríguez, «coleccionista de sensaciones» (Bauman), una sensación puede ser una idea. Basta con saber formularla desde el interior de cada verso. Por ejemplo: «Lo que queda de día / reluce en un pedazo de metal. / Es una lata roja, de refresco, / que bien parece el corazón del bosque» («El corazón del bosque»); «El hermetismo, a veces, es solo timidez: / el tigre es una jaula piel adentro» («Pequeña digresión»); «En el cuarto en penumbra, / la escayola que cubre tu antebrazo / es una luna inquieta» («Fractura»); «Mi confianza, / igual que una luciérnaga, / no es fácil de cazar / y alumbra poco» («Tejados»); «Otra vez / la ciudad que despierta / igual que un panda rojo» («Tejados, versión segunda»); «Si la tristeza fuese un animal… / pues un escarabajo. / Y entonces le contaba que había días / en que ese escarabajo fabricaba / una bola muy grande en mi garganta» («Primera visita al zoo»); «Como alambre de espino / enredado por dentro de mi cuerpo, / así imagino aquello que tú llamas metástasis» («Alambre»). Todo mundo poético se configura como un depurado software de imaginación, inteligencia y sensibilidad. Pero para captar de modo tan sorprendente estos fragmentos de realidad, para atraerlos hasta el campo magnético de la página en blanco, hace falta un poderoso hardware de antenas analógicas y eficaces imanes que llamamos metáforas, símbolos, imágenes, símiles con el que vienen admirablemente dotados los poemas de Josep M. Rodríguez.

 

 

Un cofre con dos llaves

 

Entre lo que interpretamos como «lo real» y el «yo» existen puntos intermedios de otredad (iba a decir sutura): el amor, quizás también la propia poesía. Del amor sabemos esto: no solo que estamos muy lejos del ser amado, sino que a ratos nos aleja de nosotros mismos, algo así como un oasis en medio del desierto:

 

                  Como organismo o animal simbiótico,

duermo abrazado a ti.

 

Frágil serenidad

que no se debe

al calor de tu piel ni a los latidos,

 

sino a la sensación de no ser yo,

de poder no ser yo por un instante.

 

De este modo suena «Canción de amor oscuro». Mientras que en «Mitologías» acabamos memorizando versos imprescindibles para una sentimentalidad contemporánea: «El deseo es un cofre / con dos llaves». Pero ¿qué ocurre cuando en la confluencia del desierto y el oasis, esto es, en una playa desierta como la del poema «Mitologías», atesoramos un cofre del que hemos perdido la llave, una de las llaves? Del amor, esa zona alambrada del sentimiento, sabemos esto: no solo que estamos muy lejos de nosotros mismos, sino que inevitablemente nos aleja del ser amado.

La experiencia amorosa es un carril de doble sentido, la fuerza de su inercia es centrífuga. La poesía, por su parte, ensaya trayectos circulares con una rotación centrípeta. No solo el yo puede ser otro, también «otro es un yo». En «B+» (en realidad una poética tan buena que, como todas las buenas poéticas desde la juanramoniana «Vino primero pura…», empieza disimulándolo) Josep M. Rodríguez ha dado con el término exacto: la poesía es una trasfusión, aunque no exactamente una trasfusión romántica:

 

 

Abro y cierro la mano:

que la sangre circule hasta la bolsa

y allí espere paciente

hasta llegar a ti,

 

mientras yo me pregunto

a qué parte de mí he renunciado

 

o si habrá algún recuerdo que ya no fluirá más…

 

Tengo hermanos de sangre a los que no conozco:

¿sabrán reconocerme si se cruzan conmigo?

 

¿Y qué sentiré yo

al saber que mi sangre circula por sus venas?

 

Abro y cierro la mano

mientras pienso si eso no es también la poesía:

 

tomar sin merecer,

 

ser en el cuerpo de otro.

 

 

Llegados a este punto, el yo se toma un respiro. No solo un incierto desdoblamiento lo interroga junto a los planos de su arquitectura; también el efecto contrario de una suerte de envolvimiento lo acoge: soledad compartida en un mapa de concurrencias. En «Memorias de un lector», la nota con que acompaña Josep M. Rodríguez la selección de sus textos para la antología Deshabitados (2008) realizada por Juan Carlos Abril, se nos muestra un dedo que señala ese lugar en el mapa: «La poesía que me interesa habla de mí. La leo en Rilke, Pound, Vinyoli y en el resto de autores con los que me identifico». Todo poeta es un hypocrite lecteur. Abrir y cerrar la mano.

 

 

Mr. Lazarus

 

Al final de toda disección aguarda siempre un cadáver abierto. Como en los versos de «Morgue» que concluyen este libro: «¿Alguna vez pensaste que tu cuerpo / es solo la envoltura / del gusano de seda de la muerte? / Su crisálida deja tras de sí, / tumbado en la camilla, / un cadáver / abierto». Convertir la mesa de escritura en intempestiva mesa de forense es un gesto que tiene antecedentes en otros exploradores del abismo como Lautréamont o Gottfried Benn. Indagar con insistencia, sin escrúpulos, en lo subjetivo implica, como poco, dar por muerto a alguno de los yo que subyacen en el yo. Ineludible ejercicio este de echar tierra encima para recomenzar (una vez y otra) desde alguna parte. Más que en Lautréamont o Benn, estoy pensando ahora en Sylvia Plath. En octubre de 1962, cuatro meses antes de su muerte, escribió un poema titulado «Lady Lazarus» («Morir / es un arte, como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien. /…/ Esta es la número Tres. / ¡Qué basura / a aniquilar cada diez años!»). La autora había sobrevivido a dos intentos de suicidio, pero antes de sucumbir al tercero nos dejó este texto que debemos leer no como un presagio de lo que vendría más tarde, sino como el testimonio de las inevitables muertes cíclicas, muertes menudas igual que imperceptibles cambios de piel, que nos permiten seguir adelante para cerrar las cicatrices y escuchar de nuevo latir al corazón. Aunque no pretendo rebajar las expectativas de sentido que Josep M. Rodríguez ha otorgado a «Morgue», creo coincidir en que es la necesidad de estar continuamente en movimiento, su ir y venir, su reciclarse, lo que define a la poesía y su subjetividad de papel. «Abierto» es la palabra última del poema y traduce esa pretensión semántica. El «cadáver» que cierra Arquitectura yo es el «fósil» que ya habíamos exhumado en la página inicial del libro.

 

Por cortesía de la revista Ínsula (número 803, noviembre 2013, pp. 29-34)

 

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