Poesía norteamericana: Franz Wright

Presentamos, en versión de Gerardo Cárdenas,  “Apuntes de la celda”, un largo poema del escritor norteamericano Franz Wright (Viena, 1953).  A la fecha Wright ha publicado más de una docena poemarios. Además del que le mereció el Pulitzer destacan KindertotenwaldWheeling Motel y (Knopf, Nueva York, 2013).  Dice Cárdenas: Wright no sólo luchó contra la locura; también lo hizo contra severas adicciones y contra el cáncer. Su supervivencia es un asunto de fe, pero no es la fe ciega del cristiano renacido, sino una fe cargada de ironía y sarcasmo

 

 

 

 

 

 

 

Apuntes de la celda

 

Franz Wright

(traducción y nota de Gerardo Cárdenas)

 

 

La poesía de Franz Wright (Viena, 1953) es la de una lucha continua contra el ángel. No es este ángel un ser venturoso o puro; es el ángel exterminador que trabaja desde dentro del cuerpo y el cerebro del poeta. Leo sus poemas, y me remito a Alda Merini y a Leopoldo María Panero. El poeta lucha contra los demonios de la locura. Pero al contrario de Merini y Panero, Wright no deja de pelear contra el ángel como Jacob en Peniel. Y como Jacob, muestra sus heridas al final de la pelea.

Wright no sólo luchó contra la locura; también lo hizo contra severas adicciones y contra el cáncer. Su supervivencia es un asunto de fe, pero no es la fe ciega del cristiano renacido, sino una fe cargada de ironía y sarcasmo. Wright no se ciega voluntariamente, sino que se guarda una última palabra.

La lucha contra el ángel es también la lucha contra el padre. Wright fue hijo del también poeta James Wright, y con su padre tuvo una relación áspera y conflictiva, marcada por el alcoholismo. En 1972, James Wright obtuvo el Pulitzer de Poesía por la recopilación de sus Poemas completos. Es marcadamente irónico que su hijo Franz obtuviese el mismo premio, en 2004, por el poemario Walking to Martha’s Vineyard, convirtiéndose así en el único tándem de padre e hijo en recibir ese galardón.

A la fecha Wright ha publicado más de una docena poemarios. Además del que le mereció el Pulitzer destacan Kindertotenwald, Wheeling Motel y F (Knopf, Nueva York, 2013).

F destaca por la furia de su lenguaje, y la ironía y complejidad de su prosa poética. Compuesto de tres secciones, su pieza central es la segunda sección que consta de un solo poema, el largo, difícil y estremecedor Entries of the cell que he traducido como Apuntes de la celda.

Traductor de Rilke y lector de Nietzsche, Wright alcanza en este poema momentos de iluminación que yo compararía con los de Así hablaba Zaratustra. Apuntes de la celda es Wright en el hospital luchando contra el cáncer, Wright en el pabellón siquiátrico luchando contra la locura, Wright en una iglesia luchando contra su fe. El ángel da batalla continua, un ángel sin rostro, terrible y mudo.

Wright tituló al poema como Entries of the cell para jugar con un triple significado de la palabra cell en inglés. Cell es, obviamente, la célula, ésa que ha traicionado al cuerpo del poeta por vía del cáncer pero que Wright se rehúsa a culpar. Cell es también, y sobre todo, la celda monacal. Aquí Wright se remonta a las órdenes monásticas, y a su propia necesidad de aislarse del mundo para recibir el conocimiento sobre el mundo. Es un acto de renunciación a lo cotidiano. Pero el poeta juega con nosotros. Cell se refiere también al teléfono celular. Wright ha dedicado Entries of the cell al poeta estadounidense de origen palestino Fady Joudah, cuyo e-book Textu (2013) se compone exclusivamente de poemas que Joudah escribió en su celular.

 

 

 

 

 

Apuntes de la celda

 

 

                                                                                                              ¿Qué tendrá que decir la medianoche?

                                                                                                              –Nietzsche

 

 

 

Dime de nuevo cómo vas a hacerlo. Me lo pregunto y me lo

pregunto. Dime. A la luz de la ventana, fantasmas míos; a la luz del invierno, sol visto desde Plutón, espejo de mano de niña muerta y desierto de diamantes molidos; al sabor de sangre fresca de un ave en la nieve, teorema y encantamiento. Murmurando y canturreando a solas la misma palabra que he venido diciendo para llegar a ti, parece que desde siempre, desde el feliz ascenso hasta la fatal caída, y todo lo que mareado y trastornado he estado tratando de recordar, muriéndome por cantarte, por simple y extraño que sea.

 

Hay dos infinitos. ¿No los ves?

 

No me preguntes cómo funcionan –uno es de espacio plagado de estrellas, y uno

de las palabras que lo nombran–…

 

Sólo sé que fue como vivir dos veces.

 

 

Rilke dijo que aún en prisión tendrías tu niñez,

prueba incontrovertible de que nunca estuvo ni siquiera cerca de una prisión.

 

También dijo que la muerte comienza en la punta de la nariz, ¡pero qué interesante!

Y yo que todavía viajo en trenes para juntar ejemplos corroborativos.

 

Pero yo sé algo que nadie me enseñó y que nunca aprendí

en un libro.

 

No son malas.

 

No son ni siquiera malas. Son apenas una enfermedad, o sus alas infinitesimales.

 

No son una enfermedad mortal. No necesariamente.

 

Sin premeditación, sin conciencia, sin discriminación

se contagian a cualquiera que se les acerque…

 

Las he padecido y lo sé.

 

Y yo he sido ellas.

 

Entonces vi las autopistas que rodean a Los Ángeles paralizadas

con carrozas blancas, parachoques contra parachoques, avanzando a unas 10 millas por hora…

 

Faros a pleno sol uno detrás del otro, misterioso

lugar común: ¿quién no se ha detenido para dejarlos pasar sin un prolongado segundo de identificación con el ausente pasajero; sin una punzada de enfermizo pánico,

 

o de envidia?

 

Me gusta encender un cirio después de la misa, mirar fijamente la llama rebosante

de su lágrima de color miel, y pedirte que hoy visites el corazón de alguien que te necesite, de alguien que ha dejado la puerta abierta aunque ni siquiera cree que lo podrás sanar, que ni siquiera cree que ya estás en camino, ni hoy, ni mañana, ni nunca. Visita sobre todo a alguien que no puede creer en tu existencia y que debe estar tan solitario como Tú. Te miro, elevado a pocos centímetros del suelo, tu rostro que ya no se contrae de dolor, cadáver crucificado, flacos brazos aún extendidos para atraer a todos hacia Ti, y ¿por qué no puedo responder? Aún ahora, luego de diez años de apenas poder comportarme como un fiel, que soy menos capaz de conservar un sentido literal de tu presencia que de mirar directamente al sol—aún ahora no me has abandonado.

 

Habiendo para toda intención y efecto abandonado tu amor no correspondido,

no le has dado la espalda a mi mente, a su coma sin sueño ni sensibilidad. ¡Y soy consciente de que mi fracaso para percibirte en nada disminuye al hecho que estás aquí!

 

Enciendo mi vela, permanezco un minuto mirándola, y pido.

 

Ígnea montaña como el ocaso y montaña de penumbra que se cierne entre estrellas,

sin cumbre, a espaldas—de la montaña del ¿cómo? estoy de hinojos, de la montaña del ¿por qué, por qué?

 

Hay un paso que debe darse más allá del último paso.

 

Señor Wright ¿podemos hablar con usted?

 

Señor, tomando en cuenta su larga e ilustre carrera en la diplomacia y en su calidad

de hombre admirado por todo el mundo, así como por su paciencia, serenidad y tacto aún bajo las circunstancias más irritantes, y por su devoción a la dignidad tanto de amigo como enemigo, nos preguntamos si usted podría comentar al respecto de un asunto que se ha vuelto, en los últimos meses, el origen de un debate inusualmente intenso, hasta amargo, en todos los principales ámbitos de la vida, de un negocio a otro, por una parte, y de un negocio, al otro y al otro, por la otra. Señor, ¿sería acaso su opinión que el mundo, más allá de su tumultuosa y muchas veces incomprensible superficie, es un valle en el cual las almas son individual y laboriosamente hechas a mano una por una, como se ha venido creyendo por siglos? ¿O más bien está usted del lado del punto de vista radical pero cada vez más popular, de que es un inenarrable, resbaloso y sangriento matadero…?

 

¡Extraños se volvieron mis familiares, un perfecto extraño se convirtió en mi familia!

 

Moriré con un martillo en la mano, dice el yunque de cristal.

 

¿Y eran tan terribles y oscuros sus sentimientos que no hubieran podido ser

convertidos en combustible?

 

Rechacé sus plúmbeos medicamentos. Me fui y caminé a casa, atravesé las paredes,

crucé el río y me senté en un cuarto durante diez años y trabajé. Así dejé aquel gigantesco lugar clausurado y sin ventanas oculto a la vista de todos. Edificio sin dirección donde los mudos y los estridentes

 

Así es, había abandonado el amplio lecho que había estado compartiendo con otros

de los viajeros frecuentes de la locura; los dejé roncando en el sueño negro y vacío del Risperidal, y pasé a través de una serie de pabellones cerrados a llave, como una brisa a milímetros del suelo bajo cada puerta cerrada a triple candado. Adiós espejo de metal que rebasé al despuntar la condena, al rayar el alba (de genciana), y me perdí. Habré muerto al instante, cerca del final de un triste sueño sobre el hogar; o de un sueño de aplastante e irreversible vergüenza.

 

Un sueño que trajese a los ojos de la mente los sensibles rayos, adorados ojos

recordados, voces recordadas. O un sueño de hermanos separados reunidos de nuevo. En un librero. Tal vez un sueño sobre cómo darte cuenta, en retrospectiva, que te alzan por encima del entusiasta y ululante escarnio que te acompañará en tus mejores días.

 

Tal vez un sueño sobre el amor que devolvería

todo el tiempo perdido en su nombre. O…

 

del planeta tan solitario en la noche sin tiempo…

 

Caminé a lo largo de Boston, y la mañana aún

no llegaba.

 

¿Y dónde estaban todos?

 

La Estrella Polar ya no es el lucero del Norte.

 

¿Dónde está el puente que enlaza al nombre innombrable con la palabra

sin mundo? ¿Cuál es la novia y cuál el ave? ¿Qué resplandor se ha extendido allá tan lejos?—eso no puede ser agua…

 

Cruz de Hiroshima

 

cenizas trazadas sobre una frente.

 

La negra paloma que todavía está allá afuera.

 

Yazgo bocabajo en cama, mis brazos estirados, descendiendo

a oscuras.

 

No debe tardar, ¡y estoy ansioso por heredar

el mundo del que tanto he oído hablar!

 

En sentido estricto, no he oído nada; pero lo he soñado

tanto.

 

Y qué honor, nacer en la tierra y tomar mi lugar entre

los buenos y los gentiles, los pacíficos, alegres y libres, sin mencionar a los compasivos, iluminados, los incandescentemente abnegados y sabios…

 

Creo que es una cama. No estoy muy seguro de saber dónde estoy, es una

especie de vivienda con cuartos de alquiler, o una rehabilitación de bajos fondos. Llevo un tiempo acá, y es mi doloroso deber informales, si acaso alguien está escuchando, que nuestra misión se ha topado con graves turbulencias, por ponerlo de alguna manera.

 

El hecho clara y evidentemente es que solamente estamos hoy aquí debido

a que descendemos directamente de los más crueles, los menos lastrados por la simpatía, los más codiciosos, ambiciosos y desveladamente obsesionados por el dominio y su preservación y por ende, también, los más paranoicos, puritanos, preventivamente salvajes y decididos a ser los últimos en quedar vivos.

 

Mi idea es que sea la ley quien nos obedezca, tabaco Orphan Boy…

 

No encontramos evidencia alguna de los otros. Esos otros más generosos, utópicos

e introspectivos que no habrían estado procreando mucho pasado un cierto punto.

 

Hasta ahora, por virtud del engaño más arduamente disciplinado,

hemos logrado mezclarnos sin traicionar nada del aborrecimiento con que naturalmente contemplamos el estado de cosas de este lugar.

 

La absoluta verdad, también hemos organizado un par de muy alocadas fiestas, gracias.

 

Esta ha sido una experiencia extremadamente interesante, y estoy seguro que

nos ha dado a todos mucho en qué pensar.

 

En este preciso momento estoy sentado frente a un pupitre muy pequeño al lado

de una pequeña criatura que no sabe escribir, no dibuja ni juega mucho, y no le ha dicho una sola palabra a nadie hasta donde yo sé.

 

Una criatura impecablemente bella de perfectos y afilados dientes blancos, largo

y alaciado cabello rubio, y ojos azul oscuro profundamente inteligentes y tristes. Una niñita perfectamente adorable que no tiene nombre, y tiene cien mil años de edad.

 

La celda te lo enseñará todo.

 

Hay zonas en el mar, profundidades donde la luz cesa de penetrar,

un estupor indoloro, sin sueños e inastillable sagrado para horrendos trabajadores: aquellos que se aparecen en nuestro lugar cuando hemos caído asaltando las murallas del Reino.

 

Si te digo que sus pechos son dos pequeños rosados ciegos delfines que viven

sin ser molestados, en eterno gozo, en algún anónimo río de Sudamérica, ¿qué vas a hacer al respecto?

 

¿Y de qué se trata, todo este desacuerdo sobre Dios?

 

            La palabra Dios.

 

A la palabra árbol aún no le salen hojas.

 

Se supone que nacimos sabiéndolo todo. Todas las más importantes palabras

que nos dijeron entraron por un oído y habiendo encontrado mínima resistencia salieron por el otro; pero

 

fijémonos en quién estaba hablando.

 

Las investigaciones siempre fueron conducidas por aquellos que de manera más

brillante y dudosa se beneficiaban del crimen.

 

Norte de Ohio, septiembre del 74. Nixon asesina a Allende.

 

Luz violácea del trigo, crecíamos viejos y moríamos jóvenes.

 

¿Cuánto bebimos, qué tan seguido, y por qué?

 

Bebimos.

 

Cuando llueve, no te preguntas cuántas gotas cayeron. Dices que llovió.

 

Mucha lluvia, muchos puntos y comas–…la celda te lo enseñará todo.

 

Este mundo azul.

 

Inalcanzable—más extraño que morirse.

 

¿por cuál, qué inmerecida bendición, se nos permitió venir hasta acá

y verlo, como en un sueño, o con los ojos de la carne, qué diferencia?

 

Nacido y criado para el pasillo de la muerte, y aún así

 

Este mundo azul,

 

mi extraño…

 

Anticipemos al menos un año de silencio total e insensible.

 

Incluyamos un sobre auto-desnudado y apuñalado, si acaso quieres volver a ver

tu lamentable obra.

 

Hubo un par de décadas en que eso fue mi principal—no, mi única

preocupación.

 

Angustia, duelo: se te pasarán. Ese es el problema.

 

Aún esto te quitan, al final no hay que nada que no te vayan a quitar,

ese último contacto con alguien, tu mano buena como un puente que ya estaba quemándose cuando llegas.

 

En un viejo cuaderno me encontré una nota sobre un sueño de septiembre:

un avión estacionado, con los motores andando y las ventanillas oscuras, en medio de un parque de béisbol a unas cuadras de aquí.

 

Y mira con lo que me encuentro en medio de esas páginas que se deshacen.

 

Es una F mayúscula que ocupa toda una página.

 

¿Mi nombre, o mi calificación en la vida?

 

A color en un rojo de tono apagado como de muerta herrumbre, la sangre de alguien,

no puedo imaginar de quién.

 

Pero es no importa—miremos bien esta F.

Piensen y díganme,

 

¿quién le pone Franz a su hijo y lo arroja en medio de niños de

escuela primaria americana?

 

Franz. Sería buen nombre para un perro. Tal vez,

para un pastor jubilado

 

el tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-nieto de alguno cuya

labor fue pastorear gente desnuda.

 

Ya no tiene trabajo, nuestro amigo Franz.

 

Ha tenido sus labores, de pronto algún viejo ciego,

o un trabajo en los trenes,

 

ayudando a silenciosos hombres de uniforme a perseguir a los que se cuelan sin billete;

 

lo han visto subrepticio entrar y salir de ciertas iglesias bombardeadas,

cojeando a la zaga de la jauría, sirviéndole de defensor a algún junkie flaco y de aspecto preocupado,

 

en la luz de Alemania. Creo. Ha habido tantas guerras, aún desde

el último gran homicidio/suicidio masivo, que ya no me las sé de memoria. Tantos salones del asesinato inútil y sicóticamente de gira para entretenimiento de algunos delirantes y todopoderosos blandengues vejetes de familia.

 

Entretanto, acá de este lado, errando por las calles, nuestro Franz es

abruptamente golpeado en el hombro por un transeúnte de gran tamaño. “Disculpe”, murmura en sueños, mientras pasa. Y “cómo le va”.

 

Un individuo al que no conozco, pero como muy cercano a todos en la tierra.

 

Y como todo aquél que sea cercano a todos en la tierra no le importa ni un carajo

cómo me va a mí.

 

Pero es una pregunta interesante.

 

La verdad es que no me siento muy bien;

 

y a juzgar por sus expresiones tampoco ninguno de los demás.

 

No tan mal, digamos, como la muchacha embarazada que ha sido diagnosticada con

una malignidad inoperable, se le fue su tren por segundos, y se queda ahí en el andén en medio de la calurosa, fétida estela.

 

Cerca de ahí el ángel testigo que aparece en todos estos sucesos, blanco fulgor

en vez de rostro, invisible por su resplandor.

 

Y qué espantoso es, pensaríamos, de poderlo ver.

 

Nosotros que sin reflexionarlo contemplamos cada día de nuestras vidas en el

rostro perfectamente inocuo del mal, que nos sonríe pero que estrictamente evita contacto físico—todo está registrado; como literalmente lo está, en cada habitación de compañía o soledad sobre la tierra, en cada encuentro entre dos o más seres humanos que es captado en una foto fija y almacenado, un cuadro sin tiempo tras un cristal en alguno de los museos secretos…

 

Tan lejos de casa, mensajero que hace mucho olvidó el mensaje…

 

Rostro monstruosos tras trece millones de años de mirar

y acongojarse.

 

Acongojarse por la madre sin lenguaje que mantiene su distancia

y vigila intensamente mientras una criatura parecida a un perro devora a su hijo, por ejemplo;

 

acongojarse por la niña pequeña que perdió su pájaro, que lleva la jaula vacía

abrazada al pecho y lo llama por su nombre, padres perdidos entre la multitud, vagones sin número que disminuyen su marcha.

 

El otro día, leyendo, me encontré con esa expresión fallecida hace mucho

“Eres el amor de mi vida”. No me burlé, no enseñé los dientes en señal de escarnio. Me detuve por un momento, me incliné, puse mi oído contra la página y escuché con atención, porque quién sabe lo que pueda estar todavía latiendo o respirando por ahí—algún sentido vivamente literal como Tú personificas para mí el amor de la vida…

 

Luego recordé cuanto tiempo hacía que había comprado, la

ilusión entera, todo desde la estrella más remota hasta la burbuja de tiempo que reventará antes que pueda concluir esta frase; todo desde el pequeño y sangriento grito de nuestra para primera aparición hasta nuestro renegado y silencioso mutis. Todo será olvidado, todo lo que percibiste, pensaste, soñaste, esperaste, recordaste…todo lo pasado todos los reptantes jodidos expectorantes rimbombantes escarbadores y mortíferos intentos por hacer realidad algún desesperado deseo, como permanecer un minuto de pie en el sol. El sol que morirá.

 

Pionero; navegante; explorar espacial–¿dónde comenzó,

cómo y por qué? Muéstrame al primero que formó palabras, al primero en llorar, al primero en cantar. Al primero en matar no a los otros sino a sí mismo. Al primero en morir por otros.

 

Un miembro de nuestra especie escribió Amor, lo que movió al sol

y a las otras estrellas, y vio que animaba a todo lo que es.

 

Y la oscuridad no lo ha abrumado ni comprendido,

todavía.

 

Amor. De todas las cosas la menos ilusoria.

 

Amor que susurra es tan sencillo: lo que necesites, provéelo.

 

Digamos que las cinco de la mañana te encuentran completamente vestido

en tus ropas de ayer,

 

la alarma puesta para las seis.

 

Está mal, sin duda, y aún así.

 

Qué alivio será, ¿no es cierto?—tambalearse de nuevo

para ver la calle a la luz de la mañana con sus millones de extraños yendo y viniendo, y tú parado ahí mirando cómo se van, rodeado de ojos ciegos, Dios los bendiga, a todos ellos, ellos que no habrán de lastimarte hoy, todos los extraños, cómo los amas a todos de una vez, qué cercano te sientes a ellos.

 

Porque el alma es un extraño en este mundo.

 

 

 

 

 

 

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