Un cuento de Emiliano Pérez Cruz

Presentamos un cuento de Emiliano Pérez Cruz (Ciudad de México, 1955). Es identificado como uno de los pilares de los narradores “posonderos”. Mereció el Premio Testimonio de Chihuahua en 2000. ha publicado los volúmenes de relatos Tres de ajo (1983); Si camino voy como los ciegos (1987); Borracho no vale (1988); Reencuentros (1993); Noticias de los chavos banda y Pata de perro (ambos de 1994); Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, (1998); Si fuera sombra te acordarías (2000), y Un gato loco en la oscuridad. Antología personal (2002).

 

 

 

 

¿Me explico?

 

 

Para Joel Pulido, y Juan Portilla qepd, valedores

 

Fue aquella noche de septiembre, despuecito de las fiestas patrias, cuando decidí recoger mi sax. Tendría que volver a esa calle, Estrella, al número 57. A la calle de las vecindades donde duermen el hojalatero, la secre, el tícher, el viejo empleado que solitario rumia los errores que nutrieron su soledad, la muchachita aquella que salió de la casa paterna para rentar una vivienda donde pudiera ser ella.

            Volví a la Estrella del puesto inmenso de sopes y quesadillas ubicada entre Guerrero y Lerdo, donde con los cuates cerveceábamos hasta pasada la media noche y mientras los más chavalos jugaban futbolito callejero, la raza me pedía:

—Órale maistro: tráigase a una morra para que cante, y usted le hace el fondo musical con su sax. ¿Cuánto quiere por el instrumento, tícher? Neta  que suena efe, efectivo, más cuando anda uno arrastrando la cobija.

            Muchos arastraban la cobija, sobre todo cuando chavalos, cuando andábamos de noviecitos de manita caliente y nos entregábamos al juego de las serenatas al pie de tu ventana, pa’ que sepas que te quiero, tú a mí no me quieres nada pero yo por ti me muero. Medio le rascábamos las tripas a las guitarras y con los pomos en la mano nos dábamos valor para apostarnos al pie del balcón vecindero, puestos también para responder a las bravas que los papás o las mamás o los carnales nos echaban para que dejáramos de molestar a las morras.

            Luego de la serenata nos lanzábamos con fe sobre todo aquello que la Ma Rufa preparaba para los clientes noctívagos, que como nosotros íbamos a recalar con ella a las dos, tres de la mañana, para entrarle a los sopecitos cargados de cebolla y salsa verde, o a los pambazos retacados de papa frita con chorizo y su cucharada de salsa de chile guajillo.

            Los ligues no nos faltaban. Era nuestra rutina. De la que nos sacó aquel par de paisanitos de llegó hasta el puesto un día de las Lupitas. Todos los bandosos nos juntamos en el puesto de Ma Rufailina, ocupamos las dos bancas y las sillas que ofrecía a la clientela. Por eso es que los paisanitos no alcanzaron lugar. Yo me había peleado con la morra, mi noviecita Angelita, a la que había convencido para que, ya que se había salido de la casa de sus papás, viviera conmigo en aquel departamentito del 57 que me rentaba la viuda de mi tío Chetos por una lana casi simbólica. Casi, porque tenía que andar en los camiones tocando la lira para sacar los dineros suficientes para la comida, la bebida, algo de ropa y la renta.

            Aquella madrugada del 12 de diciembre Ma Rufailina vendía café negro con su chorrito de Algusto, el ron más baratero y pinchurriento al que teníamos acceso. “Esos rupestres, ¿no quieren un trago para el frío?” No contestaron los músicos campesinos hasta concluir la canción que interpretaban tan sólo con una guitarra y un sax abollado hasta en la boquilla:

 

Esta noche tu vendrás

porque me quieres todavía,

porque a pesar de lo que digas

amor igual no encontrarás.

 

            Luego dijeron que sí, o dijo el mayor de ellos, el del sax, porque el escuincle —guarachudo  y sombrerudo como su papá— tocaba la guitarra, o más bien la rasguñaba sin ton ni son, ni siquiera levantaba la visa del suelo. Pedimos quesadillas para todos, también para ellos, porque se veía a leguas el hambre que se traían. El ruco, porque la verdad es que ya soltaba polilla el hombre aquel de guaraches tostados por el sol y las faenas del campo, le entraba con fe a los cafecitos con piquete. Y nomás se daba un resuello entre quesadilla y quesadilla para decir: gracias, jefecitos, gracias por el taquito que Dios les ha de pagar, y también por el cafecito; deveritas que muchitas gracias.

            De puro agradecimiento, y hasta que el sol apareció detrasito de los edificios, estuvieron cante y cante aquella canción que dice:

 

Mataron a la paloma

que te llevaba el recado,

por eso siempre pensaste

que yo te había abandonado..-.

 

            Cantaba el chamaco luego de que a una señal del padre tomara el jarro de café y se lo empinara cuantas veces le agregamos el brandi Algusto. Jamás volví a sentir voz tan sentida como aquélla. Sabía enredarse con las notas que el padre sacaba desde sus cansados pulmones y se desperdigaban perezosas por la atmósfera del barrio, invadían los cuartos de las vecindades, sofrenaban las discusiones de los esposos, derretían a la novia en brazos del galán y dejaban lánguidos a los amantes que desde temprano ocupaban los cuartos de hotel de los alrededores.

            El sax del viejo se hacía poco a poco independiente, agarraba por su lado e improvisaba sobre la cuarteta concluida por el chamaco, que ya no necesitaba que le ofrecieran café porque Ma Rufailina, la cuarentona quesadillera, apenas veía vacío el jarro lo llenaba y agregaba su respectiva ración de alcohol. Mientras él echaba de su ronco pecho ella le sostenía el jarrito, y si él hacía señas para que se lo acercara, ella lo llevaba hasta su boca y le daba a beber con una ternura que jamás, hasta entonces, le conocimos. Él se esmeraba con la voz:

 

En él te contaba todo,

te pedía que regresaras,

que perdonaras mis faltas

y conmigo te casaras.

 

            Con los tragos ya perfectamente instalados en mi choya, se me ocurrió que sería buen detalle para reconciliarme con la Angelita, que me traía de un ala, llevarle serenata, aunque ya fuese más del mediodía y todos los compas estuvieran tanto o más que yo de lacios y babosos por la desvelada y la embriaguez.

            Caminamos todos, diez o doce, hasta el departamentito de Estrella, subimos hasta el tercer piso y en el descanso de la escalera hicimos señas de silencio y otras que le indicaban al par de rupestres entrar en acción con sus instrumentos. El viejo fue quien arrancó primero.

            Nos mecíamos en aquella tristeza que manaba del instrumento.

            La Angelita salió.

            Al vernos, las lágrimas asomaron a nuestros ojos. Snifg, snifg, moqueaba yo. También ella sorbía, snifg-snifg, y con la playera secaba sus ojos. Ni siquiera pensé que eso fuera un triunfo de mi parte. Días antes yo había confesado mi infidelidad a la Angelita. Un desliz nomás, nada serio. Pero ella me sorrajó dos cachetadas que me hicieron ver bizco. Luego ya no quiso saber nada de mí. Por eso con los tragos, los músicos y la banda me di valor aquel 12 de diciembre para acercarme de nuevo a su vivienda y hacerle coro al rupestre chavo:

 

Por eso aunque pase el tiempo

no me podré perdonar

que habiendo tan buen correo

con quién te lo fui a mandar.

 

            La Angelita nos abrió la puerta de su casa y con Ma Rufailina se pusieron a platicar de quién sabe qué cosas, pero de lo que sí me acuerdo es que se decían algo al oído y se me quedaban viendo, a mí, que ya comenzaba a colgar el pico de puro agotamiento.

Antes de quedarme dormido en la silla alcancé a verlas tomando brandi y escuchar que Ma Rufailina decía que sí, estaría bien, para que se le quite lo pito fácil, para que tome en cuenta que también una puede… Luego de escuchar eso, apenas tuve fuerzas para seguirle la voz al sax, arrastrando las palabras:

 

            El recado se quedó

            en la punta de una loma;

            allí, prietita querida,

            mataron a la paloma.

 

            Luego desperté. La banda no estaba. En un rincón, la guitarra y el sax: enmudecidos. Fui al baño y me mojé la cara. Apenas se me despejó el entendimiento un poco. Me senté en la taza del guáter y nuevamente el sueño se apoderó de mí. Al despertar tenía las piernas entumecidas. Decidí buscar a la Angelita en la recámara: abrí la puerta y vi a Ma Rufailina cabalgando con furia sobre el cuerpo desnudo del rupestre mayor: toda su humanidad, inmensa humanidad olorosa a la masa de maíz con que preparaba los sopes y tlacoyos, se afanaba en devorar la hombría del hombre aquel de huaraches, retostado por el sol.

A un lado, abrazados, el Rupestrito y la Angelita, los dos en cueros. Las dos parejas sobre la cama que sólo había sido mía y de la Angelita. Furioso, aunque torpe, me dejé ir sobre aquella escena, ciego de coraje. Pero Ma Rufailina, sin descuidar su cabalgata, nomás extendió su brazo y solito me estrellé en su inmenso puño cerrado.

            Escuché gritos, exclamaciones que urgían a aquellos dos para que se vistieran y se fueran lo más pronto posible.

            Cuando por fin pude levantarme, el viejo rupestre se agachaba a recoger la guitarra. Alcancé la reproducción de un perro ixcuintle que le había regalado a la Angelita y la arrojé fallando por un pelito; si no, bien que hubiera desnucado al guarachudo. Salió destapado, sin guitarra, y en un dos por tres llegó a la calle, junto con su hijo de su pinche madre que se había acostado con mi Angelita, la rete jija de su puta proge que se cuchicheaba con la Ma Rufailina, que planeaba y ejecutaba su venganza mientras yo me dejaba ir entre las notas que el viejo le sacaba al sax: notas de valses, de polkas, de boleros rancheros con los que se engolosinaba improvisando, arrullándome, diciendo entre pieza y pieza:

—Gracias por las quesadillas, gracias por los cafecitos, seño; deveritas que Dios ha de darle para más.

            Por más que Angelita y yo intentamos reconciliarnos, todo fue por demás. Todo se fue a la puritita chingada. Un tiempo vivimos todavía en Estrella. Es un decir: nos dimos vida de perro rabioso, hasta que ella abandonó el departamentito en agosto y yo me pasé una semana en él con varios litros de tequila y apenas si tenía conciencia para salir a comprar unos sopes o quesadillas donde fuera, menos con la Ma Rufailina: cada vez que me veía agarraba un chile de la mesa, me lo enseñaba y se carcajeaba.

            Luego me fui a vagar por el país, chambeando en lo que fuera.

            Casi al año me atreví a volver al departamentito. Los niños tronaban cuetes y palomas para celebrar el Mes de la Patria. La Angelita, me dijeron las vecinas, volvió, hizo maletas y se fue. Afuerita, en la calle, la esperaba el Rupestrito. Nomás como de burla dejaron el sax y la guitarra.

            Volví a la calle, mi calle de la Mala Estrella, la del puesto de sopes y quesadillas tan inmenso como la Ma Rufailina. Calle ubicada entre las de Guerrero y Lerdo, solitaria a esa hora del atardecer, cuando los chamacos hacen las tareas escolares y las mujeres cocinan y los perros rascan entre las bolsas de basura y los chamacos se meten coca por la narizota o la revuelven con mota para fumarla.

            Abrí la puerta y vi el sax en el mismo lugar, recargado en la guitarra: ésta la destrocé a puntapiés. Con el sax no me atreví. Destapé una de las cervezas que llevaba y saqué la carta que llevaba para la Angelita. Las puse sobre la mesa y la leí una y otra vez, entre trago y trago. Luego cogí el abollado instrumento y comencé a sacarle algunas notas. Es un decir: si acaso, aire medio transformado, triste eso sí, pero me servía para seguir leyendo una y otra vez la carta:

            “A ver, Angelita, si así me explico: poco a poco nos fuimos conociendo. Nos fuimos mostrando el cobre, la baratura de nuestra hechura. Poco a poco las mieles fueron miasmas; los aromas, hedores; los cariños, rencores. A nuestra piel le crecieron abrojos que nos desangraban entre jirones lo que antes confundimos con terciopelos, con dermis de duraznos. Los almíbares se tornaron mierda vil, purulencia, pústulas, y las sonrisas plenas, gatunas, fueron gestos irascibles, intolerantes, dentelladas al pasado y al futuro hasta convertirlos en bazofia, carroña sin trozo alguno que a los gusanos apeteciera. Tiramos dentelladas y las manos de finas caricias sólo acertaron a blandir zarpazos que descarnaban el pecho y buscaban extraer el corazón para, con sonrisas torvas, enloquecidas, triturarlo hasta convertirlo en esa masa amorfa que ya soy, que somos y que no sobreviviremos, si acaso como bascas de la resaca en que culminó ese enamorado amor al que masacramos. No me sobrevive fe alguna, ni esperanza en algo. Sólo este amargor, esta hiel que si te tuviera frente a mí te diluía, como un ácido que luego se revirtiera hasta barrer con estos dos que ya somos nada. Ni polvo. Ni sombra. Sólo una plasta, gargajo que el sol reseca y el viento sucio de la calle esparce para contaminar a nadie porque nadie, siquiera, nos merece. ¿Me explico?”

            Ahora de perdis tengo el sax.

Me acompaña a las cantinas. Como lírico que soy, poco a poco le agarro la onda y le saco más notas, casi siempre tristes. Pero me dan para comer. Ya es mi sax. El Rupestrito se quedó con la Angelita,  pero su “oiga apá” me dejó algo para darle salida a la música que traigo dentro, muy adentro, ¿me explico? Le pusimos en la madre al amor, pues. ¿Me explico?

 

 

 

 

 Datos vitales

Emiliano Pérez Cruz (ciudad de México,
1955) estudió periodismo y ciencias de la comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la Universidad Nacional Autónoma
de México. Colaboró como periodista en varios medios impresos nacionales, en Radio Educación y en Canal 22. Algunas de sus publicaciones son: Tres de ajo (1983); Si camino voy como los ciegos (1987); Borracho no vale (1988); Reencuentros (1993); Noticias de los chavos banda y Pata de perro (ambos de 1994); Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, (1998); Si fuera sombra te acordarías (Premio Testimonio Chihuahua, 2000), y Un gato loco en la oscuridad. Antología personal (2002). Varios de sus cuentos aparecen publicados en diferentes antologías

 

 

 

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