Cuento mexicano actual: Oscar Zapata

Presentamos un cuento del narrador Oscar Zapata (Ciudad de México, 1986). Su narrativa explora la cotidianidad urbana, la cultura pop, el entorno y la psicología godínez. Óscar Zapata colabora en diversas revistas impresas y medios electrónicos.

 

 

 

 

 

 

Acné vulgaris

No sabes cómo pasó. Un día estás tronándote los barros frente al espejo y en un abrir y cerrar de ojos a las secuelas del acné las cubre un descuidado y crespo pelambre. El otrora plano abdomen es ahora un amasijo de lípidos. Recuerdas la secundaria, esa etapa en la que las glándulas sebáceas se excitaban tanto o más que la entrepierna y donde tu máxima preocupación oscilaba entre las propiedades atómicas de los gases nobles –que de nobles no tienen un carajo– y el naciente busto de tu mejor amiga.

Ahora debes votar, participar en las juntas vecinales, indignarte ante la corrupción de las autoridades. Necesitas chamba y convertirte en un ciudadano ejemplar. Tiempos maravillosos aquellos en que lo más cerca que estuviste de las responsabilidades laborales y cívicas fue una breve ojeada al libro de “Formación Cívica y Ética” que el delegado de la Secretaria de Educación Pública entregó a tu escuela en un evento donde aplaudiste al unísono del redoblar de los tambores. De aquella ocasión lo único que recordarás con detalle –al igual que millones de jóvenes mexicanos– será la mítica imagen de una mujer morena que en la derecha sostiene un libro y en la izquierda la bandera nacional: traumática portada que te recuerda el desencajado rostro de la maestra Mercedes cuando Poncho preguntó cómo se ponía un condón. Mismo día en que sacaron misteriosamente a todos los hombres del salón de clases para hablar con las niñas sobre “temas de mujeres”: todos sabían que se trataba de menstruación.

Hoy, la única menstruación que te importa es la de tu supervisora en la oficina: síndrome premenstrual agudizado por la ambición de poder y la necesidad de dejar bien en claro la jerarquía. Jerarquía basada en una silla más cómoda que la tuya y 1000 pesos más al mes. Al igual que en la secundaria los números siguen importando: 6.5 sube a 7; 3,885 pesos, el resto condicionado al número de ventas y por fuera para que la empresa declare menos impuestos. Nunca lo creíste, pero la clave de todo estaba en la repetición como decía la Peggy (apodo de la miss de inglés debido a su sobrepeso y a una ancha nariz que se expandía a ratos cuando trataba de emular una extraña entonación canadiense): Good morning everybody, repeat after me, today is Monday. La cosa no es tan distinta ahora, repetir una y otra vez para que el cliente no note tu acento latino: Good morning, thanks for calling Verizon, this call may be recorded or monitored for quality and training purposes. My name is… (la supervisora escucha desde otra línea atenta a que sigas el script al pie de la letra y recuerdes tu training: cambien su nombre, nada que Claudia García o Juan Pérez, improvisen) … Owen McNamara. How can I help you today?

Formas parte de esa generación obligada a memorizar, a fuerza de repetición clerical, aquel poema que comienza: “Amo el canto del zentzontle…”. ¿Cómo chingados será el canto del zentzontle?, te preguntas mientras observas en la cartera un par de billetes de 100 pesos con la imagen del tlatoani poeta. Billetes que debes hacer rendir al menos hasta final de mes que te depositan lo equivalente a tres, pero con la imagen de Benjamin Franklin. Dios bendiga a Jefferson, Franklin y Adams, gracias a ellos una trasnacional americana asentada en la ciudad de México te da la oportunidad de vender fibra óptica vía telefónica a una amable afromericana en Maryland: could you get your nose out of your ass, fucking mexican?

Desde los sapes de Adolfo en la secundaria, el pusilánime carácter de la directora y el último despido, sabes que es mejor el bajo perfil. Ya no estás dispuesto a asumir ninguna ideología, posición, pensamiento –hasta ahora te das cuenta que nunca supiste con precisión el significado de ninguna de ellas– que requiera más de un par de clicks en internet. Anticapitalista, antineoliberalista, antibalada rock pop. A otros ingenuos escuincles con esa cantaleta: que a los mártires les pongan una estatua, a ti que te dejen pagar la renta, comprar un iPhone y embriagarte cada viernes. Aquella seudo radicalidad panfletaria no te ha llevado a nada. Facebook lo confirma: Adolfo es ahora “director ejecutivo”; tú rechazas todas las invitaciones a las comidas de exalumnos por miedo a la pregunta “¿Qué has hecho de tu vida?”.

Miras las fotos de tus compañeros de secundaria en el internet. Formas parte del exclusivo grupo “Exalumnos del Colegio San Ignacio de Loyola”. Un pensamiento, casi reflexión digna de universitario, te atraviesa la mente como dardo envenenado: esos jesuitas hicieron de la educación privada en México un negocio redondo… y además se convirtieron en la panacea de arribistas clasemedieros desconfiados de entregar su prole al sistema nacional de educación pública. No sabes si alegrarte o molestarte: en una secundaria pública las golpizas habrían sido más frecuentes, pero al menos hubieras aprendido a usar los puños.

Te encuentras con el perfil de Jimena, esa amiguita de la que te enamoraste y recuerdas como la primera de la clase a la que se le empezaron a notar los senos. La misma que se burlaba de tus transcripciones de poemas de Neruda y dejaba que la acompañaras a la parada del camión a cambio de la tarea de matemáticas. Recuerdas las largas y caladas calcetas de Jimena, de cómo no podías quitarles la vista de encima y de esas súbitas y embarazosas erecciones que te provocaban.

En las fotografías con las que ahora te masturbas, Jimena se ve mejor de lo que te imaginabas. Esas tímidas protuberancias se han convertido en unos senos ni demasiado prominentes ni demasiado modestos: tienen la forma oval precisa que quisieras apretujar todas las noches. Apunto de manchar la pantalla de la computadora con el patético elixir de tus testículos, la caída en ángulo obtuso de esos bellos pechos en te sugiere alguna cría. Después de un par de noches de repetir aquel hábito masturbatorio, la ataraxia posorgámica te da el valor de mandarle un mensaje por Facebook.

Tras un par de escuetos y diplomáticos mensajes, acuerdan ponerse en línea simultáneamente. Chatean un rato: administradora de empresas, casada, una hija –como lo sospechabas–, Semana Santa en Acapulco y hasta la madre de trabajo como para aceptarte un trago. “¿Y a qué te dedicas?” Es hora de que finjas un problema de conexión a internet.

Cual depravado con problemas de insomnio, stalkeas de cabo a rabo su cuenta de Facebook. Observas las migajas de su vida real trasfiguradas en una pantalla lcd de 15 pulgadas. Rememoras las ocasiones en que la abrazabas con fuerza contra tu pecho en un fallido intento por sentir sus senos cuando la devastaba la calificación de un examen. “Mi papá me va a meter una chinga”. Consolabas a la vulnerable escuincla prometiendo que la ayudarías a estudiar algebra. Acariciabas su rostro y recogías de él los cabellos que escapaban de su inmaculada coleta. Al sonar la campana que anunciaba el final del receso dejabas que se alejara para dejar apaciguar tu excitación adolescente.

Te preguntas que se sentiría dormir a lado de Jimena, llegar agotado del trabajo y besarla en la frente mientras su niña –que también podría ser tuya– te jala de los pantalones con vehemencia. Te imaginas tu propia casa –mejor un departamento, tampoco se trata de una fantasía desbordada– y un auto de cuatro cilindros. Esporádicas salidas a Cuernavaca, el tablero del auto manchado de chocolate por los grasientos dedos de Mónica –siempre te ha gustado ese nombre para una niña–.

Demasiado para una madrugada. Demasiado tarde para que el efecto de los somníferos te permita levantarte temprano al trabajo. Será mejor sacar unas cervezas, meter al microondas un par de pedazos de pizza y desempolvar A Clockwork Orange de tu colección de películas. Haz postergado demasiado la revisión de Kubrick. Podrías empezar con Spartacus, Lolita o Dr. Strangelove. Por alguna razón la primera te recuerda a tu padre, la segunda crees que no le hace justicia a Nabokov y de la tercera has escuchado demasiadas veces los chistes como para que te sigan causando risa.

Nada como la buena violencia cinematográfica para relajar el espíritu excesivamente reflexivo. A falta de la milk plus que Alex y sus droogs deleitan, fumas un poco de la portentosa marihuana que un compañero del trabajo te vendió. Te pareció excesivo el precio pero no pudiste más que asentir con la cabeza cuando el miserable dijo que ya no es tan fácil conseguir buena hierba. Con cada calada que aspiras te reiteras a ti mismo que valió la pena la inversión. No así la de tu padre, creyente de que el internamiento en una secundaria jesuita de “reconocida solvencia moral” te alejaría de las drogas.

La intoxicación hace que prestes especial atención en el slang usado en la película. Qué tal si mañana llegas al trabajo y contestas la primera llamada en nadsat. Qué tal que le mientas la madre a cada uno de los gringos que llaman todos los días pidiendo 250 canales de televisión. Qué tal que rastreas a Jimena e irrumpes en su casa. Qué tal que pateas al cabrón que aparece en sus fotos –su esposo probablemente– hasta dejarlo parapléjico y haces que observe mientras desgarras la ropa de su mujer. Qué tal que en vez de masturbarte todas las noches pensando en ella la posees con furia sobre sus paupérrimos muebles de ratán. Qué tal que la golpeas en el vientre al momento de venirte como venganza por haberle mostrado a todo el salón tus cartas de amor.

Ojeroso, malhumorado y cansado de buscar el momento en que tu vida dio ese viraje decisivo en que todo se fue al carajo, llegas tarde al trabajo. Mientras la supervisora te amedrenta recitando su usual discurso de motivación empresarial, buscas entre los enseres de oficina un pene de porcelana de medio metro para romperle la cara. Un sentimiento de impotencia empieza a acumularse en los nudillos. Estiras los dedos y flexionas con lentitud cada una de las falanges a fin de liberarte de esa malsana energía. Te ves a ti mismo a los 13 años repitiendo ese movimiento después de que el profesor Íñiguez te golpease en la palma de la mano con un metro de madera. Tu error: cuestionar la experiencia mística de un cojo.

Necesitas relajarte. Tomar un trago. Comparar tu miseria con la de alguien más para sentirte mejor. Corroborar que nada es peor que tomarse las cosas demasiado en serio. Hacer algo de tu vida es una idea sobrevalorada. Lo sabes, pero a veces se te olvida. Poncho y Marcos aceptan ir por unos tragos. Esperas comprensión de aquellos que caían dentro de tu misma denominación   –ñoños–, pero sospechas desde el momento en que la reunión es acordada “temprano” y en un Sanborns.

“He visto a las mejores mentes de mi generación destruir su espíritu en un Sanborns”. La frase debería estar tallada en piedra a la entrada de cada una de sus sucursales, piensas. El falso mexicanismo te produce náuseas: las tazas de cerámica barata, los vasos pretendidamente rústicos, las meseras envueltas en un tradicional vestido de papel crepé. Nada exacerba más el espíritu nacional que un dibujo de La Casa de los Azulejos como portada del menú. Si un hombre con apellido libanés es capaz de convertir un palacio barroco novohispano en un         restaurante-tienda de cosméticos y amasar la fortuna más grande en la historia de la humanidad, algo debe estar mal en este país. Devoras las famosas enchiladas suizas hasta limpiar el plato con la ayuda de un bolillo. Sabes que Marcos siempre se ofrece a pagar la cuenta.

La rememoración de los buenos tiempos es sustituida por la parca discusión de cuál de todos es el mejor crédito automotriz. Le sigue la llana crónica de las riñas laborales y los conflictos de oficina. “¿Herman Miller o Haworth?” Interrumpes la conversación y dices que no se puede comparar uno con otro: los dos escritores pelearon a su manera contra el puritanismo norteamericano, pero tampoco se debe mezclar peras con manzanas. Fruncen el ceño como cuando el profesor de español preguntó a la clase si sabían quién era el Mío Cid. Has entendido Henry Miller o Hawthorne: Herman Miller y Haworth son marcas de mobiliario para oficina      –información hasta ese día desconocida para ti–.

Nunca una llamada ha terminado tan idóneamente con una situación incómoda. La mujer de Marcos vocifera desde el otro lado de la línea el daño psicológico que la reiterada ausencia paterna causará a su hijo. Marcos no quiere aparentar sumisión de género frente a los amigos y actúa como de costumbre: sin soltar el celular saca con velocidad su tarjeta de crédito y pide la cuenta garabateando maldiciones a su esposa en el aire. Levanta el vaso y acaba su Tom Collins. Terminas tu whisky de un gran trago. Nadie puede sentirse mal por dejarle pagar toda la cuenta a alguien que bebe Tom Collins.

Poncho aprovecha para retirarse con el siempre funcional “mañana tengo que levantarme muy temprano”. Cree que no lo sabes pero lo más seguro es que vaya al bar de maricas de donde lo has visto salir un par de veces. Te gustaría confesarlo para que así te invitara un par más de tragos. La sobrentendida decisión de mantener subrepticia su homosexualidad te lo impide. Te parece imposible que no la pueda aceptar con plenitud cuando todo el colegio sabía de sus reuniones secretas con Robinson –el maricón oficial de la secundaria–. Aquello terminó cuando la profesora de ética dedicó una clase entera a condenar desde cualquier perspectiva imaginable a los sodomitas. Aún puedes ver la aterrorizada cara de Poncho mientras la maestra Mercedes describía la lluvia de fuego y azufre que Dios dejó caer sobre Sodoma y Gomorra.

La única anécdota recordada por tus amigos es la de aquella vez en que Adolfo te emboscó en el callejón a lado de la escuela. Evocan la madriza que te propino por andar tirándole la onda a Jimena –cotizada entre los niños por ser la primera en desarrollar senos–. Vuelves a sentir la humillación y el buche de tierra en tu boca ensangrentada.

Al llegar a casa prendes un porro. Imaginas a Marcos asumiendo a regañadientes el papel de padre responsable. A Poncho besuqueándose con un muchachito en el oscuro anonimato de un club. A Adolfo preparándose para otra exitosa jornada laboral. A Jimena sirviendo una humeante y deliciosa cena a su familia. Esa noche, mientras te cepillas los dientes, lo inesperado: una pústula rosada en tu mejilla derecha. Te acercas al espejo, observas con detenimiento, haces presión con la punta de los dedos: un sebo amarillento emerge de entre los pelos de una barba mal rasurada.

 

 

 

Datos vitales

Oscar Zapata (Ciudad de México, 1986) Escritor, editor, periodista. Estudió la licenciatura en filosofía en la UNAM. Colabora en diversas revistas impresas y medios electrónicos. Actualmente estudia la maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso.

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