Dormir en tierra. Repensar a José Revueltas

El poeta y ensayista Miguel Ángel Ortiz (Durango, 1984) nos presenta un texto que repiensa el que es, posiblemente, el mejor cuento de José Revueltas, “Dormir en tierra” incluido en el volumen del mismo nombre. Ortiz ha merecido distinciones como los premios  de Poesía Joven Elías Nandino, de Poesía Carmen Alardín y de Poesía Amado Nervo. 

 

 

 

 

 

 

Animales bondadosos. Sobre el cuento “Dormir en tierra

 

Los sueños de los animales pasan sin ser interpretados

Denise Levertov

 

 

I

En 1960 la Universidad Veracruzana publicó en su serie “Ficción” el conjunto de cuentos Dormir en tierra del escritor duranguense José Revueltas. Para entonces José tenía 46 años y había publicado piezas sustanciales de su bibliografía como Los muros de agua, El luto humano, Los días terrenales y Dios en la tierra. Luego vendrían muchos azoros: desde Los errores y Material de los sueños hasta la perfección de El apando. Un corpus, en fin, que no sólo comprendió novelas y cuentos, sino también ensayos políticos y filosóficos, poemas, dramaturgia, guion cinematográfico.

Desde hace años, en José Revueltas: una literatura del “lado moridor”, Evodio Escalante  nos hizo ver que la obra de José supone un entramado de piezas que conforman un complejo aparato literario y crítico, donde es preciso advertir los diversos engranajes, y que es nocivo, incluso perverso en ciertos casos, segmentar el análisis, olvidándonos de la  pertenencia de los elementos a un sistema filosófico, estético, ideológico.

Escalante Betancourt llegaría, inclusive, a reprochar una corriente crítica “segmentadora”, que buscaba priorizar la obra cuentística sobre las novelas, con el propósito de  colocar en un menor plano a las segundas—más claras en su búsqueda ideológica— arguyendo una superioridad estética de la cuentística revueltiana, “para menospreciar la obra de Revueltas como un todo, o sea, como una totalidad productora de sentido”.

Es imposible no ver en su abordaje a un Evodio combativo ante una línea intelectual que intentaba una —nada ingenua— mutilación de los canales de ideas que corren por el conjunto revueltiano; combate ante la argucia de quienes pretendieron edificar una estatua inocua y una nueva cárcel que encerrara parte importante de una memoria, para muchos, incómoda.

Bajo este marco, creo que podemos aproximarnos ahora a uno de los cuentos más valiosos de la literatura mexicana como lo es “Dormir en tierra”, sin olvidarnos de los vasos comunicantes que lo unen con todo el corpus ideológico y artístico de José; podemos revisar sus líneas, sus oraciones, sus palabras, comprendiéndolo en el entramado de un paradigma político y estético que siempre atravesó el pensamiento, los esfuerzos y los logros de un autor que escribiría también una Dialéctica de la conciencia.

*

En 1983, en un artículo publicado en La palabra y el hombre, Jorge Ruffinelli hablaba de una “narración oblicua” para referirse a cierto mecanismo en la configuración de la escritura de los cuentos de José.

Entre el estudio de metáforas y el lenguaje en el centro, dice Ruffinelli que quizá no exista una ausencia del tema político en los cuentos, sino una presencia más como símbolo que como literalidad, es decir: una inclusión de las interrogantes ideológicas a través de una modalidad del discurso que privilegia “la capacidad de sugerencia, de connotación, la facilidad para estallar en miles de significados, la multivalencia expresiva, la difusión de niveles semánticos”, una oblicuidad narrativa.

*

Me parece que el cuento en Revueltas significó y sigue siendo un objeto de estudio complicado. Su abordaje, al intuir una carga política menos evidente, significa bordear, en parte, uno de los puntos más sensibles al hablar del autor mexicano y de buena parte de la literatura del siglo XX: literatura-compromiso, escritor-intelectual, estética-política. Tal vez si toda la obra fuera homogénea en su apuesta ideológica evidente el trabajo sería más sencillo.

Los finísimos hilos o el bordado grueso de la política, la ideología y el arte tejen toda la obra de Revueltas y nos preguntan no sólo sobre la historia o el marxismo sino también sobre los sueños, aun sean éstos realistas y materialistas y dialécticos; cuestión nada simple.

¿Lenguaje o realidad? ¿Sueño o realidad? ¿Dónde el compromiso? ¿El intelectual que sale a las calles en solidaridad con el mundo que le toca compartir o el que se queda, cuando es necesario, conversando con Flaubert, como comentara alguna vez Sartre al hablar sobre el papel del intelectual en las sociedades de su tiempo? ¿Decir la realidad, transformar la realidad, decir el sueño, hacer el sueño?

En verdad un autor como Revueltas cumple con todo eso y más: significa una encarnación de síntesis. Baste recordar a un ateo que actúa, en cierto modo, como un santo. Un terrenal que asciende o que —al modo de Cristo— desciende hasta sudar sangre, carne, tierra, en el único mecanismo de la virtud: pasar por la carne. Un autor, en fin, que escribe “literatura” en una prisión. La síntesis, la encarnación del escritor comprometido.

Dice François Mauriac que “la carne se aprovecha de todo, saca provecho de todo, hasta del estado de gracia”. Y ahí está en su jaula San Juan de la Cruz, por ejemplo, y en su jaula José Revueltas; dos carnes enjauladas en su propia redención, en sus propios extremos y uniones, en sus propias revoluciones.

 

II

Transición de un animal a hombre, encuentro con un lenguaje confundido o sagrado, diálogo con el mar y degradación de personajes, “Dormir en tierra”, el cuento que titula al conjunto de 1960 inicia con una descripción del agua del río Coatzacoalcos: “Pesado, con su lento y reptante cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río se arrastraba lleno de paz y monotonía en medio de las dos riberas cargadas de vegetación”.

Luego describe las casitas montadas en zancos a la orilla del río, el humo saliendo de las chimeneas de las casitas y elevándose al cielo, la presencia de tabernas, burdeles y barracas para comer en la calle tendida al borde del río; para concluir la introducción con un broche de oro: la presencia totalizante del calor y de la música de una sinfonola que no deja de escucharse, “una música no humana, que no cesaba jamás, como si la ejecutaran por sí solos los instrumentos que se hubieran vuelto locos”, y que atonta a todos, que sume a todos en un sopor, en una especie, lo sabemos, de alienación : “Eso hacía que las propias gentes —también los perros y los cerdos, irreales hasta casi no existir— parecieran más bien cosas que gentes, materia inanimada desprovista totalmente de pensamiento”. Aquí es donde comienza la historia, el lugar donde nadie abriga el menor propósito “de que la música se dejase de oír un solo instante”.

La historia que sigue será, aparentemente, sencilla: La Chunca —una prostituta que vemos por primera vez en los tapancos junto a las demás mujeres, a orillas del río, cuando es designada para ir a poner monedas a la sinfonola— quiere deshacerse de su hijo, un niño que había vivido en otro pueblo con la madre de la prostituta, al que después de morir dicha abuela hacía algunos días, La Chunca dejó encargado con unos vecinos de la fallecida, y que ellos le han devuelto.

Ahora que una embarcación está en el puerto, La Chunca pide al contramaestre Galindo que le haga el favor de llevar al niño hasta Veracruz con unos familiares. Ante la negativa del contramaestre, La Chunca esconde al niño en un camarote de la embarcación que zarpará ese mismo día. La embarcación, el remolcador El Tritón, saldrá esa misma tarde y se enfrentará a un ciclón.

Ya mar adentro, el contramaestre, luego de una evocación de un amor pasado, y después de que el capitán le comunica que harán una maniobra delicada para salir de aquella tormenta, va a buscar su salvavidas y entonces se encuentra con el niño. El contramaestre coloca su salvavidas al niño, quien será finalmente el único sobreviviente de aquella embarcación.

Este entramado, aparentemente simple, cobrará, no obstante, al leerse con calma, mayores dimensiones y significados, témpano que sale de las aguas y se nos muestra en su cuerpo entero. Cruce y sucesión de líneas, también, que conversan, se interrogan, se dicen y se significan. Podemos comenzar.

III

¿Qué implican las constantes alusiones a los animales en “Dormir en tierra”? ¿Qué suponen las diversas referencias al lenguaje sagrado? ¿Cómo se manifiesta la relación de lenguajes incomprensibles con la animalización? ¿Cómo atraviesa el agua y sus sueños el cuento de La Chunca, el contramaestre Galindo y el niño Ulalio? ¿Cuánto comprendemos? ¿Cuánto nos queda pendiente?

i

Al inicio del cuento la voz narrativa traza un rostro del cautiverio a través de la descripción de un grupo de prostitutas que escuchan la música permanente de una sinfonola que las sumerge en una especie de alienación y que, en cierto modo, resulta un complemento adormecedor de las aguas tranquilas, perezosas del río Coatzacoalcos. Una música permanente que parece darles vida y encerrarlas al mismo tiempo.

En las mujeres se había incubado una “animación de bestias sonámbulas que tienen los animales dentro de una jaula”. Encerradas, enjauladas en ese sopor, deben, por si fuera poco, alimentar con sus propias monedas a aquel aparato; mantener, así, la melodía que las encarcela en una órbita, pagar la propia jaula con el círculo de la moneda.

            Corresponde a La Chunca ir a poner dinero a la sinfonola porque han tomado el acuerdo, como un grupo de bestias por mayoría, las prostitutas: “¡A La Chunca, a La Chunca!”, bajo “ese aire malo y satisfecho que proporciona la alegre impunidad de los delitos cometidos en común”.

            Y por qué no habría de ir si al fin y al cabo no era sino bajar por los travesaños  “con la pausada lentitud y la melancólica obediencia de un chimpancé enfermo que se somete a las órdenes del domador”, y luego ir recogiendo las monedas que le lanzaban desde arriba cada una de las prostitutas.

            Animal amaestrado entre otros animales amaestrados, se mueve, actúa al ritmo de las monedas que le arrojan. ¿Qué destino éste del animal que paga por esa “música no humana” que lo encierra?

            Un círculo igual a una órbita del destino que hará que los tripulantes vayan más tarde hasta con las prostitutas, en ese sopor del puerto. Los tripulantes de El Tritón irán hasta ellas antes de zarpar, porque entre las prostitutas y los tripulantes “existía aquella prerrelación íntima, concreta, casi doméstica y familiar, que existe entre el astrónomo y el cuerpo cósmico que inevitablemente entrará en la órbita de la tierra y que entonces se volverá de inmediato un sujeto palpitante y real —largamente destinado a que el hombre lo posea— bajo la primera mirada terrestre”.

Círculo, cautiverio: el objeto cósmico, la órbita en la que entrará, y la mirada terrestre en el ojo —circular a fin de cuentas— del astrónomo y  de aquellas mujeres que miran a los tripulantes desde lejos.

Ya vendrán.

*

En ese camino breve a la sinfonola, La Chunca es objeto de una caricia obscena por parte de uno de los sintrabajo —los obreros despedidos de la refinería de petróleo unos meses antes— que causa la celebración de los demás hombres, una dicha llena de rencor que sale de sus gargantas en “alaridos agrios y sexuales”.

            Los hombres son una jauría y celebran en jauría, en complicidad, igual que las mujeres deciden quién va a poner monedas; estos hombres esclavizados por su destino de desocupación, que sufren una convicción instintiva de que ya no podrán “abandonar esta calle, este refugio desamparado”.

            El mismo Revueltas comentaría—en una entrevista incluida en un documental realizado por Julio Pliego (1994) —, a propósito de esta escena, su objetivo: no idealizar, no santificar al proletariado.

            Frente a la manada desorbitada por la risa surge el aturdimiento del animal. La Chunca “idéntica a las iguanas que no aciertan a discernir de dónde proviene el peligro cuando se les arroja una piedra […] con el desamparo de los primeros tiempos zoológicos”.  La Chunca no entiende y muestra otro rostro del animal: la imposibilidad de comprensión, que es importante no sólo en el cuento sino en todo el conjunto: un atisbo al lenguaje incomprensible, en sus límites, el lenguaje en su frontera; la palabra sagrada que se manifiesta en concordancia con una realidad cifrada, codificada. La palabra sagrada que es una llave a su vez.

            Jorge Ruffinelli resalta en su texto sobre la narración oblicua, esta propensión de Revueltas a atisbar en el tema del lenguaje, muy en particular en el conjunto de 1960: “No ha de extrañar que en Dormir en tierra abunden las reflexiones y referencias sobre el lenguaje […] Si espigáramos la presencia del lenguaje tematizado, ficcionalizado, protagonista, lo encontraríamos dondequiera”.

            La Chunca se enfrenta a su propia compasión ante el ultraje del sintrabajo y llora “unas lágrimas extrañas, sin sentido, no suyas, no pertenecientes de modo alguno a su sagrado cuerpo de infame prostituta”, un mensaje cifrado en ese llanto que le viene desde muy adentro y que no logra entender.

            Para Edith Negrín (1990) la relación realidad codificada/lenguaje sagrado suele manifestarse en Revueltas en dos sentidos: uno metafísico (el más cercano en el caso de este cuento), y uno político. El primero de ellos lo relaciona con la idea pascaliana del significado oculto de las Sagradas Escrituras y de la realidad que hay que traducir, y que en el caso del escritor mexicano opera al “toparse continuamente con los límites de lo racional e intuir una vaga trascendencia”, emparentándose para Negrín no sólo con el autor de los Pensamientos sino con varios existencialistas cristianos.

            Esa vaga trascendencia en “Dormir en tierra” se manifiesta, me parece, no como ascensión del hombre hacia el Cielo, sino como un tránsito del animal al hombre.

Las tensiones frente al sentimiento de compasión consigo misma al momento de ser manoseada en el caso de La Chunca, y más adelante el contramestre Galindo —oso que se violenta al vislumbrar su propia compasión, su propia bondad ante el hijo de la prostituta—nos hablan de estas intuiciones de vaga trascendencia: un nivel más bajo que los santos cuando se tensan entre lo profano y lo divino y levitan o sudan sangre.

            Estos animales no: lloran o se violentan, no entienden.

            El segundo sentido de la palabra sagrada lo intuye Negrín en el marxismo que supone la idea de “un enmascaramiento de la realidad que hay que disipar en un proceso de cambio social”. El marxismo como “una hermenéutica que, en poder de los agentes sociales idóneos, permite subvertir las versiones falsas de lo real”, la palabra que podría subvertir el destino de la música eterna, de la sinfonola. Pero es difícil.

            Ante la humillación sufrida por La Chunca, sale en defensa otra de las mujeres, que emite un discurso que parece ir de más a menos: gradación que inicia con indignación y se va tornando suave. Comienza con un “¿Qué hijoputas quieren con ella, malditos? ¡Digan! ¿Quién fue ése que ofendió a La Chunca? … ¡Todo lo quieren de balde! ¿Eh?…Se pasan el día oyendo música que nosotras pagamos con nuestro dinero, que nuestro dinero nos cuesta, y todavía quieren maloriarnos… ¿Muy fácil no? ¿Qué dijeron?”.

            Pero luego la inseguridad se va apoderando del discurso, porque se manifiesta imposible erigir un alegato de justicia desde la voz de una prostituta, cargada con culpa, como lo está, con su retrato predestinado. Así, no queda más que girar la discusión hacia el dinero:

“El que traiga con qué, ya sabe… —la voz aquí se volvió afectuosa del todo, con un leve toque de amargura humilde—, […] pues para eso somos lo que somos, pero siempre que nos brille ´la de acá´—y al decir ´la de acá´ flexionaba el pulgar y el índice en círculo para indicar la forma de las monedas”, ese otro círculo que aprisiona.

Ya lo dijimos: la palabra podría subvertir el destino de la música eterna de la sinfonola. Pero es difícil.

            Ya subirán, de regreso, hasta la casa de La Chunca estas mujeres, colmadas de indefensión, recogiéndose la falda entre las piernas, y ya hará presencia el niño, el hijo de la prostituta insultada, que lleva apenas varios días con ella: “¡Escuincle de porra!—añadió, para rematar luego con una voz sumisa y desgarrada—. ¡Ya estaría de Dios, ora sí como quien dice, que hijo de puta bías de ser aunque yo no lo quisiera!”.

Esta escena de las dos prostitutas y el niño transcurre en casa de La Chunca: un cuarto de madera tapizado con periódicos, entre los cuales hay hasta una publicación de Shanghái, “con unos extraños caracteres, sin duda proveniente de los chinos propietarios de comercios y cafés en la localidad, que eran numerosos”, aquel mundo mexicano, el de ahora.

            Se cierra el telón de esta primera parte, donde una tortuguita se ha ido a pasear varias veces.

 

 

ii

El segundo capítulo se inicia en la cubierta de El tritón atracado en el puerto y con una imagen del contramaestre Galindo, “un animal lleno de pelos por todas partes”. Un oso que a esas horas del mediodía—la historia transcurre en un solo día, y el final a la mañana siguiente—, bajo el calor intenso, siente “una cólera enorme, capaz de cualquier cosa, pero que distaba mucho de satisfacerse con los insultos y gritos que lanzaba”. Animal curtido por los años, recuerda los tiempos de la verdadera disciplina y no las necedades de estos nuevos que hacen todo mal, tan delicados. Oso que no baila por unas monedas ni hace música sino que quiere golpear, destrozar algo, romperlo en múltiples astillas.

Y la razón no es el sol, ni los boludos que no trabajan a tiempo, que no saben trabajar y disciplinarse. No, la razón es otra, es esta:

Aquel niño inverosímil y espantoso, quieto como desde un principio, como desde hacía tres o cuatro horas, igual que una estatua, sin apartar la mirada muda que salía de sus dos grandes ojos atónitos de la figura del contramaestre, fijos sobre él como los de un pájaro disecado que lo persiguiera completamente sin expresión.

El contrapunto es evidente: la rabia surge ante la indefensión del niño, pero también ante la propia indefensión, ante la posibilidad de la bondad, el propio atisbo de compasión, “ahí fue donde comenzó a nacer en él esa cólera, esa rabia, ese odio que sentía hacia su piedad, la cólera de que algo le hiciera sentir dolor por otro, por un semejante, por otro perro podrido como él”.

            Se trataba del hijo de La Chunca, el pobre niño que La Chunca quería lejos, el niño que pide al contramaestre lo lleve a Veracruz: “Mi mamá dice que por el amor de Dios me lleve en el barco —le había dicho el niño—. No quiere tenerme porque soy hijo de puta.”

En esa frase se manifiesta una de las inflexiones más fuertes de la historia: El contramaestre parece quebrarse: un animal vulnerado frente a las palabras sagradas: “El niño era hijo de eso, pero había dicho las inocentes y malditas palabras separándolas de su madre; su madre era una cosa y él era hijo de otra muy distinta”, y el niño a “3 metros”, casi se troca en símbolo, inmóvil “en el muelle desde hacía muchos años, desde antes de nacer, desde antes de ser un hijo de puta”.

            Hijo de puta como destino, tragedia que no puede romperse y que, sin embargo, debería hacerlo: “su madre era una cosa y él era hijo de otra muy distinta”. Y para romper el embrujo, para acabar con esa cólera de oso vulnerado, el contramaestre vacía un balde con desperdicios sobre la criatura, con un “movimiento de vaivén hacia atrás, que se antojaba lentísimo, escultórico”, para luego subir con el capitán, ahora miedoso oso, por un castigo por todo aquello; pero no, el capitán sólo querrá que zarpen esa misma tarde.

            La reacción violenta del contramaestre ante la posibilidad de la bondad sólo confirma ese movimiento íntimo, oscuro, misterioso de la realidad; esa “dialéctica de la degradación” que encuentra en lo animal uno de sus vehículos típicos en el corpus revueltiano.

            Antes que una ascensión dialéctica-positiva el contramaestre Galindo, el hombre lleno de pelos, el oso, se degrada un poco más al vaciar los desperdicios sobre el niño: “síntesis negativa” que Escalante advierte en los personajes del autor de El apando.

*

Después de la breve reunión con el capitán, otro viejo lobo marino, al regresar el contramaestre a la cubierta, encuentra de nuevo al niño sucio en el mismo lugar, “un niño de madera, un niño preorgánico no perteneciente al reino”.

            Marco Antonio Molina (1999) dice que, paralela a la animalización, hay también una “mineralización de los personajes —entendiéndola como su cosificación y comparación con la tierra— y también su comparación con el mundo vegetal”.  Mineralización y animalización que trascienden el artificio comparativo y adquieren en Revueltas un lugar esencial en el movimiento de la realidad, de la carne, los seres, las cosas.

            Por eso dice Escalante que es preciso detectar a los animales “como presencias puras, como construcciones que se autonomizan y adquieren movimientos propios, al grado de ser ya no una técnica o un recurso, sino la manifestación de una fuerza que dispara significados resistentes a la interpretación”; movimientos internos, sombríos, si se quiere, de la realidad y de la conciencia.

*

Ahí está, pues, ese niño preorgánico, pero ahora acompañado por la madre, quien le pide al contramaestre lo lleve en el barco, ofreciendo unas monedas de cobre y algunos billetes de a peso y, además, si quiere “pasarla” con ella también, sin que le cueste.

El narrador nos completa algo que intuimos: “Lo que ella no quería era tener ese hijo infortunado, que ese hijo fuese suyo; lo que anhelaba era despojarse de él como en una especie de aborto tardío, después de siete años”. El contramaestre vuelve a sentir una piedad “nauseabunda y dolorosa” que le insta a golpear, a destrozar.

            Casi termina esta parte con una maltrecha Sagrada Familia, que nada tiene de familia sino sólo una sombra, un hueco donde podrían acomodarse piezas, pero no, sólo una sombra rota por el contramaestre que quiere sacudirse de aquello: “¡Hazte a un lado! […] Por causa de tu mugroso escuincle por nada y me plantan un arresto. ¡Ya estuvo! ¡A volar!”.

            Después de ello, el niño comienza a sollozar, y para evitar que lo lacrimoso inunde las líneas, el narrador nos acerca a una Chunca que dice “¡No llore, papacito santo…!” Papacito santo: “la misma expresión de cariño mercenario con que trataba a los clientes”. “Papacito santo” dice este animal en sus contradicciones, que se tropieza con el lenguaje,  que choca de tajo al tratar de decirse distinto por un breve momento.

            Poco después, desde el restaurante El gato negro, el contramaestre que ha ido a comer con el capitán, ve que la Chunca y su hijo ya no están.

iii

La tercera parte de la historia se desarrolla —a excepción del final—mar adentro.  El Tritón y las otras dos embarcaciones La Gaviota y La Azucena han zarpado esa misma tarde, como lo pidió el capitán.

El viento fuerte comienza a aparecer, según un primer boletín, y se va develando como un personaje importante, un rival del contramaestre Galindo que cobra corporeidad.  Un segundo boletín no deja dudas sobre la fuerza del viento y las rachas huracanadas. Una batalla comenzará, lo entrevemos, pero antes se desarrolla una especie de monólogo, larga evocación,  conversación del contramaestre con el mar: “´Dime algo, mar´, pidió de pronto extrañamente, en silencio, con un raro sosiego y una tensa unción”.

El contramaestre recuerda a una mujer bella, tendida junto a él hacía mucho tiempo en un antiguo balandro, una mujer hermosa “como un relámpago” y que “amaba como si matara”. Un día ella quiso que durmieran en tierra; esa misma noche desapareció: “La había sentido deslizarse fuera de la cama con un aire predeterminado, alucinante, de helada hipnosis. Luego la miró salir del cuarto, cerrar la puerta a sus espaldas, perderse, en fin. Iba con los pies desnudos, desnuda toda bajo el solo corpiño de gasa”.

            La historia parece envuelta en un sueño: paredes que se desvanecen, un cuerpo al que se le va la sangre, esa mujer que da la impresión de haber regresado al mar, al alejamiento, a la ola donde no hay pie.

*

En esta tercera parte es constante, por otro lado, la presencia de un radiotelegrafista comunicándose continuamente a Veracruz. En esa comunicación la voz narrativa vuelve al tópico del sagrado lenguaje y sus derivaciones: el lenguaje confuso, cifra del mundo, más allá de nuestro entendimiento; “las sagradas voces interiores que le venían del más allá”.

            Se trata del ruido —afectado por la estática— que escucha el radiotelegrafista: “Respondieron, de quién sabe qué rincón del cosmos, unos gritos inhumanos, gargantas degolladas, el taladro eléctrico de un dentista, perros con hidrofobia, roncos, alguien que raspaba un vidrio con arena […] un cacareo de gallinas encolerizadas, el ruido de alguna trepanación, silbidos”. Signos que hay que decodificar igual que alucinaciones que se develaran o sueños que es preciso pasar por el cristal de la interpretación.

            Parece ser la antesala del fin. Vienen ya los “aullidos sin garganta del ciclón”.

            El contramaestre fue con el capitán, quien le indicó ir por su chaleco salvavidas porque harían una maniobra ante la tormenta. Habrían de ejecutar “La ciaboga”, es decir, “una máquina avante y otra atrás, que los haría girar sobre su propio eje ciento ochenta grados. Una maniobra audaz, que significaba ganar un tiempo precioso. Era lo único que podía salvarlos […] Un viraje simple se llevaría mucho tiempo; en cambio la ciaboga era rápida”.

Habrá que salvarse, colocarse el salvavidas. Una salvación que implica un giro de ciento ochenta grados sobre su propio eje.

El contramaestre encontrará escondido al hijo de La Chunca en el barco y le dará su salvavidas ¿no se querrá salvar también de algún modo este contramaestre?, ¿ciento ochenta grados como una forma de revolución? ¿De redención? Habla Héctor Manjarrez (1976) en su “Inadaptable Revueltas” de una búsqueda de redención: “La redención: nada menos que una revolución puede salvarnos. Revueltas, el irredento, nos lo dice”, 180 grados sobre el propio eje.

*

El contramaestre bajó a su camarote y se encontró con el niño. “El contramaestre no podía articular una sola palabra. Sintió que sobre sus peludas mejillas resbalaban unas lágrimas gruesas. Tenía una necesidad atroz de arrodillarse”. Ante el miedo del niño de que lo echara del barco, responde Galindo: “¿Y de dónde diantres sacas que quiero echarte al mar […] Mira. Te llevaré a Veracruz, no faltaba más, ya que te colaste a bordo. ¡Yo no quería embarcarte pero ya estás aquí, qué diablos!”.

            El niño muestra al contramaestre un papelito donde La Chunca ha anotado los datos de con quién deben llevarlo en Veracruz, pero la información del papelito es insuficiente: no trae dirección. Aquí, me parece, se unen dos de los elementos que venimos advirtiendo: el lenguaje cifrado y la animalización: esta referencia a los lenguajes sagrados forma parte de una misma gradación, de una escala de personas a animales; el lenguaje como frontera, como evidencia de los misterios para uno y otro: el misterio de lo “humano” al cual muchos personajes se asoman brevemente: animales que son y no comprenden del todo, alienados, incompletos; pero también los misterios del animal no descifrado.

            El niño le entrega el recado al contramaestre: “El contramaestre desdobló el papelito las tres veces que era necesario para extenderlo por completo. Era un papelito santo, un papel sagrado. Lo examinó a la luz de la lámpara: Señora Felipa Martínez. Puerto de Veracruz, Ver. Cuida mucho a mi hijo. Felipa. Esto era todo. —¡Malhaya tu madre! —estalló el contramaestre—. ¿A qué casa, a qué dirección, con qué gente vas a llegar? ¡Se necesita ser animales, indios cerreros, bestias!”.

            Sí, el lenguaje indescifrable, al que no llegan los animales, y en el fondo sólo una de las dos caras de la moneda. La otra es el lenguaje indescifrable de los animales. Quizá bordeando el lenguaje animal entenderemos la condición humana, también. Eso es parte de la apuesta: la voz narrativa apuesta de vez en vez al conocimiento a través del contraste con los animales: la animalización. Los dos lenguajes: el lenguaje de los animales, el lenguaje de los hombres, los dos mundos, o uno mismo, confuso, misterioso.

            ¿Cómo nos conocemos mejor sino viéndonos en la celebración de la jauría frente al manoseo de La Chunca? ¿O cómo mejor sino a través del oso piadoso que no se soporta más que tirando los desperdicios en la cabeza del niño? Al final no es tan fácil entendernos: en el fondo del animal palpitan tantos misterios; como dijera Denise Levertov, que sus sueños “pasan sin ser interpretados”.

            Finalmente, el contramaestre coloca con violencia el chaleco al niño y lo tira al mar para que se salve, mientras la criatura patea, muerde, araña:

Aquello no tenía remedio y entonces el contramaestre se aproximó a la borda con el niño a cuestas […] Con un fuerte impulso el hombre tiró del niño y lo arrojó al mar. Acaso se salvara. El desgarrón de la oreja fue como el ruido de un árbol gigantesco al caer derribado, unos círculos concéntricos de dolor, que se abrían, que se extendían como luces fosforescentes dentro de la negra noche del cráneo.

*

El Tritón dejó de responder.

Como ya sabemos, al día siguiente “no apareció nadie, no encontraron a nadie, aunque El Tritón se había hundido a esas alturas y apenas a escasas tres millas de la costa”.

Al amanecer, al recorrer las playas de Antón Lizardo sólo se encontró a aquel niño, en cierto modo “inexistente”, que nadie había reportado viajara en El Tritón —lo que significa, sí, un lenguaje, de nuevo, “secreto”, sagrado; una palabra que no existe.

            El niño se encuentra también en la confusión de los lenguajes y de la realidad. ¿Cuál es la versión del niño?: “¡Me tiró al mar!…El hombre me tiró al mar. No quería que yo fuera en el barco. Era un hombre lleno de pelos, que me daba miedo. Quiso que me ahogara en el mar…”.

            Genaro, el mismo que estuvo en contacto con el radiotelegrafista y que ahora ha encontrado al niño, piensa al final: “Un hombre peludo y que daba miedo […] Era él, era él. Era el contramaestre Galindo, el mejor hombre que he conocido en la tierra”. Se ha dado el tránsito: un animal se ha convertido en “el mejor hombre que he conocido en la tierra”. Y bien podemos entender ese tránsito por la realidad del sacrificio del contramaestre o bien porque se ha descubierto una realidad cifrada que no alcanzábamos a entender: el lenguaje, las palabras de Genaro han develado un misterio: una realidad que existía ya y no comprendíamos. ¿Acción o lenguaje? ¿La revolución en ambas esferas?

No hay aquí ángeles ni ascendencia. Sólo es un animal que se ha transformado en hombre — ¿en la realidad o en el lenguaje? ¿No son misteriosas sus fronteras?—, un ser de la tierra, que en la tierra duerme. Un avanzar a tientas por terrenos complejos: la evolución darwiniana en sus límites con la conciencia, y en cierta medida, la redención; una redención terrestre, por supuesto.

            ¿Quién se salvó? ¿Cuál era la forma de salvarse del contramaestre? ¿Dormir en tierra, quién? ¿Aquella noche en que dormirían en tierra aquella mujer y el contramaestre hacía tantos años? Ahogado ahora, el contramaestre Galindo parecía dormir en tierra definitivamente: no sólo morir, pertenecer.

            Dos figuras, mujer y niño, han girado alrededor del contramaestre. Son 3 metros los que separan al contramaestre del niño en la escena inicial, y son 3 dobleces los del papelito indescifrable. La cosmogonía cristiana, trinitaria, está presente, aunque sólo como en la sombra del símbolo.

            El papel de la madre, invariablemente ligada al mar, es otra esfera. Podría pensarse que el niño ha salido purificado del agua, porque “su madre era una cosa y él era hijo de otra muy distinta”, el niño no enlistado en el barco, sin pasado.  Podría pensarse, porque al menos para eso se luchó, por eso el sacrificio: para que lejos de La Chunca, Ulalio ya no fuera hijo de puta.

            Pero también se vuelve al agua—el contramaestre ahogado, la mujer envuelta en gasa a quien recordó—.Y volver al agua siempre es volver al vientre.

            Dice Eluard, citado por Bachelard, en el capítulo “El agua maternal y el agua femenina” de su célebre El agua y los sueños (1942): “Y como en los tiempos antiguos, podrás dormir en el mar”. Dormir en tierra-dormir en mar.

Es Durango en el año 2014. Es el primer centenario del nacimiento de José Revueltas. Dormir en tierra. Podemos ahora dormir nosotros. Mañana hay muchas cosas que hacer.

Bibliografía

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