Giovanni Quessep, el exilio heredado.

El poeta y ensayista Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) nos presenta un ensayo en torno a la poesía de Giovanni Quessep (1939), el mayor referente de la poesía colombiana contemporánea. Quessep ha merecido distinciones como el Premio Nacional de Poesía José Asunción Silva y el Premio Nacional de Poesía por Reconocimiento de la Universidad de Antioquia.

 

 

 

 

 

Giovanni Quessep, el exilio heredado.

 

 “Serán entregados tus hijos

e hijas a un pueblo extranjero;

tus ojos lo verán

y se irán consumiendo por ellos,

sin que puedas hacer nada.”

Deuteronomio (28:32)

 

La herencia de una diáspora

 

Los poemas casi siempre hablan del lado de los proscritos, le dan su voz a los débiles. Dante hizo universal el toscano marginado por los toscanos. Jenófanes sólo vio la necesidad de escribir cuando lo expulsaron de Colofón. Los poderes abstraen y planifican, destierran. La contraparte de aquella fábula macabra sería la alternativa (story) de los que no tienen historia (history), la poesía ha cumplido este papel muchísimas veces. “Desde que el pensamiento consumó su “toma de poder”, lo advertía Maria Zambrano, “la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades; terriblemente indiscreta y en rebeldía.”

En el siglo XX el fenómeno es tan prolongado que “nos hemos acostumbrado a pensar la modernidad misma como un periodo espiritualmente huérfano y alienado, como una edad de ansiedad y extrañamiento…La cultura moderna de occidente es en gran parte la obra de los exiliados, los refugiados y los emigrantes…”, planteaba el crítico palestino Edward Said. Otro exiliado en el siglo de los refugiados y las migraciones masivas.

Hablamos de sujetos escindidos entre dos tierras, dos idiomas, Conrad compara la situación con la de un náufrago que aparece: la pesadilla de Amy Foster. Entonces se resalta su tentativa de imaginar mundos distintos, mucho menos siniestros que aquellos que los expulsaron. Tratar desde el lenguaje una nueva aproximación frente a las cosas, con otra mirada o desde distintas memorias. Poesía y exilio. Quizá ya se haya dicho todo sobre este matrimonio desgarrado, su arte de nombrar en lo lejano. En lo que no se ha reparado lo suficiente sería en el legado de tener que asumir estas tradiciones, y de las que nosotros somos sus dispersos portadores. En el Deuteronomio ya se advertía con claridad que el principal estrago del exilio pasa por sus efectos en las generaciones posteriores.

No debe sorprender que en la obra de Giovanni Quessep, que nunca ha abandonado el país de manera forzada, el exilio aparezca de forma literal y a lo largo de sus trece libros: “Todo es exilio y mar, todo su hondura”, nos dice desde un principio. Es en los que siguen y escuchan las historias, no en los que parten, dónde este reino de fantasmas se encuentra un sitio, ocurre el cruce de estas promesas irresueltas. Tampoco debe sorprender que hable con tanta propiedad de la memoria cuando las suyas, a diferencia de las de muchos, le fueron truncadas desde antes de nacer.

Afirma Nicanor Vélez en su prólogo a la obra reunida de Quessep: “…en su poesía toca como ningún otro poeta colombiano uno de los aspectos más complejos de nuestra naturaleza humana: el exilio y la discriminación”. Vélez relaciona ese sentimiento de exilio con el origen libanés del poeta, lo que nadie había hecho antes: “…el exilio es un sentimiento que vivió en carne propia su padre, sus abuelos y sus tíos…ese sentimiento es un estigma que toda la familia llevará y que se refleja de manera implícita en su poesía.”

Giovanni Quessep es el resultado viviente de la diáspora libanesa que padecieron su abuelo Jacob y su padre Luís Enrique, que como tantos otros libaneses llegaron con pasaporte turco hacia finales del siglo XIX huyendo de la persecución del imperio Otomano. Poco se ha explorado sobre estos “exiliados de segunda generación”, pero puede que este escenario sea más inquietante que el de sus propios padres. Un exiliado es un sujeto escindido entre dos tierras. Sufre el rechazo de los locales, el desarraigo, pero aún sigue perteneciendo a la tierra originaria. Respecto al nieto de un exiliado –la tercera generación- podríamos decir que ya hace parte de la tierra que habita. En la actualidad podríamos hablar de Martín Espada, un poeta norteamericano de abuelos puertorriqueños. Espada escribe en inglés, creció y aun vive en los Estados Unidos. Aunque sus poemas tienen como motivo central de la inmigración latina Espada ya es un poeta norteamericano.

Un hijo de exiliados vive un dilema único. Nace en un seno de expulsados, padece los mismos rechazos que sus padres aunque haya nacido en la tierra a la que ellos arribaron. Y lo que es más frustrante: nunca conoció el lugar de sus orígenes, de dónde nacen las diferencias que determinan su situación. Tal es el caso de Quessep. No sería un libanés porque nació en San Onofre, Colombia, no habla el árabe y ni siquiera conoce la tierra de sus orígenes. Pero tampoco es un colombiano en sentido estricto. Sus padres le impartieron la educación libanesa y hay testimonios propios de que tuvo que sufrir las vicisitudes de ser hijo de un despatriado. Es el caso de la discriminación.

Cuenta Quessep en una entrevista que le hizo Piedad Bonnett: “Yo fui discriminado, sí, como lo fueron mis amigos de adolescencia, descendientes de Sirios o de Libaneses”. Luego se refiere Quessep al hecho de que no los dejaban entrar en sitios privados, que no era bien visto que una mujer colombiana conversara con un libanés, que los llamaban “turcos”, es decir, provenientes del imperio que los expulsó dándoles antes su pasaporte.

Con frecuencia la discriminación contra los libaneses se matiza de las historias, lo que no implica que no haya existido. En Barranquilla se presentaron saqueos programados contra sus almacenes, también en Honda hacia 1913. Publicaba un medio de Cartagena llamado La Chicharra: “causa extrañeza ver cómo prosperan los turcos en Colombia. Llegan al país con sus cajones llenos de baratijas y en poco tiempo hacen fortuna, y de la noche a la mañana son comerciantes al por mayor y adquieren capital considerable. ¿Dónde estará el secreto?”  Otros ejemplos fueron las medidas adoptadas en los años 20 para restringir la llegada de algunos inmigrantes, en especial a los de “proveniencia oriental”. El caso del candidato a la presidencia Gabriel Turbay, quien en plena disputa con Jorge Eliécer Gaitán para definir el candidato único del liberalismo vio cómo titulaba el periódico El Siglo: “entre un aborigen y un turco preferible es el aborigen”. Guillermo León Valencia, presidente de la república 20 años después, exhortaba desde el mismo periódico a todos los conservadores: “todos en cruzada venceremos al “Turco” en un nuevo Lepanto.”

Todas estas realidades encontrarían en la obra de Quessep un momento decisivo en “Cuando dijo su nombre”:

 

“Cuando oí su relato del exilio

supe que la impiedad no tiene nombre,

y el recio sol caía como un hierro

sobre nosotros, y entendí la muerte.

Cuando dijo, inocente, el hombre es sólo

cero a la izquierda, cero a la esperanza,

movió mi carne un blanco laberinto

de amor, y creció el tiempo de la culpa.

Ciegas palabras en la tarde dieron

su lucha contra el mar, y sol rodaba

como una purulenta rosa oscura.

Cuando oí su relato del exilio

vino la gran desolación, el luto,

que movía los pasos en la sombra,

y la trampa del sueño, interminable.

El pronunció su nombre, ya una larga

soledad comenzaba a separarnos.”

 

El poema, como todos los de Quessep, ofrece una riqueza  de visiones que no se reduce a un solo sentido. Sólo quisiera destacar unos puntos, el primero es la oralidad. Podemos conjeturar que estamos ante un recuerdo del poeta, para ser más específicos frente a un diálogo de la infancia con el que podría ser su padre. Si esto es así, podríamos evidenciar que más que una conversación habitual estamos frente la relación de un exiliado con su hijo, el momento en que la diáspora se encarna en la particularidad de un ser humano. El poeta adquiere noción de su herencia, con ella entiende la discriminación que le vino en suerte: “cero a la izquierda, cero a la esperanza”. Una sensación de desarraigo sólo aminorada por el sueño o la fantasía.

Quisiera detenerme en el verso “El pronunció su nombre”. Desde esta lectura tendríamos que concluir que el nombre pronunciado en el poema estaría inscrito en otra lengua, el árabe, el poeta entiende que la lengua de sus orígenes no es la suya, “Ya una larga/ soledad comenzaba a separarnos”. En este preciso instante el niño comprendería que hace parte de una estirpe expulsada, discriminada, pero ha perdido el contacto más genuino con sus orígenes que es el idioma.

George Steiner, en su libro Extraterritorial, plantea el exilio como un problema de lenguajes. Si esta es la “era del refugiado”, afirma, en términos lingüísticos esto implica que buena parte de los grandes creadores de la cultura moderna son “poetas sin casa, vagabundos atravesando diversas lenguas”. Concluye Steiner: “Los románticos sostienen que, entre todos los hombres, el escritor es el que encarna de manera más evidente el genio, el Geist, la esencia de la lengua materna…ningún otro exilio puede ser más radical, ninguna otra hazaña puede ser más exigente.” En Quessep, asumiendo los matices de una segunda generación, también existe un exilio del lenguaje: escribe en español para nombrar la diáspora de un exilio árabe, es el caso de un hombre que hereda una materia extraña, lo demasiado poblada de voces como para nombrar el vacío con inocencia.

Encuentro en “Cuando dijo su nombre” un momento fundacional. Cada uno de los poemas que le siguen -este hace parte del libro que abre su Obra reunida, El ser no es una fábula (1968)-, habla de esta desconexión que enmarca la vida y el mundo. En su obra tardía aparece otro poema, “Gabriel Chadid Jattin”,escrito en homenaje a un primo segundo quien escribió poesía sin mucho éxito. Quessep, casi sin proponérselo, nos ofrece con Chadid el mejor ejemplo de su relación con la escritura:

 

“…Azul desesperanza

 sólo encuentra el viajero que retorna

a su perdido patio después de tantos años

de errar entre las cactus y las dunas

ardientes de un desierto sin estrellas…”

 

Quessep compara estos exilios con el transcurso por un desierto. Una víspera como el infierno de Dante –“El aire sin estrellas”- sólo que en este caso es la incertidumbre sin término. En vano intentaría retornar a la tierra de sus orígenes pues le ha sido clausurada desde antes de nacer. De ahí que hable de la “azul desesperanza”, que antes de unas connotaciones modernistas es el color del luto en Líbano, lo señala Nicanor Vélez. Más adelante aparece la siguiente referencia:

 

“…Oh frutos de esa Edad que cantan los poetas,

consagrados azules, la maravilla existe

cuando se abre la luna como un libro

y podemos leer en él nuestro destino…

 

Quessep habla de un tiempo perdido para la poesía y la vida de los libaneses. Y ofrece maliciosamente un ejemplo de Las Mil y una noches, el libro donde está “la historia, la geografía y la religión de los pueblos árabes”, lo dice en su entrevista con Piedad Bonnett:

 

“…Sólo hay un viejo libro, tómalo entre tus manos

e inventa aquella página que arde

quemada por la brasa lunar de la memoria.

A tus cometas le mintieron los colores”.

 

En esta poesía la sensación de no pertenecer, no encontrarse, desde un comienzo se asocia con la literatura y en general en nuestra relación con el lenguaje, incluso desde sus primeros poemas. La situación de un hombre expulsado de su palabras primordiales: “La nostalgia es vivir sin recordar/ de que palabras fuimos inventados”. Perdidos estos vocablos del comienzo, la palabra sería el último recurso para animar una ausencia, nombrar la herida que habría entre nosotros y lo que perdimos, incluso antes de que llegáramos al mundo.

Este poeta sería consciente que toda creación, por personal que sea, revive en sus flujos las materias trabajadas de un recuerdo, tanto para las formas en que canta como para sus tópicos. De ahí que se escriba sobre lo escrito y que cante sobre las métricas, haciendo memoria sobre lo que otros dejaron. Esto es muy singular en un país como Colombia, responde a su dinámica violenta de desterrar para olvidar. “Vuélveme ahora a mi país de origen/ nómbrame el reino para mi celeste”, nos dice Quessep. Una tarea que es impensable por fuera de lo verbal: “Estaremos aquí toda la vida,/ entre las piedras de una ciudad muerta./ Nadie nos dijo cuándo hemos partido,/ que regresar no era posible…”

Vengo hablando de una herencia, pero esta es una entidad bastante difusa, difícil de sustentar en los planos psicológicos. El propio Freud, tan habituado a estos diálogos generacionales, en su estudio La herencia y la Etiología de las neurosis prefiere evadir el tema: “concedo que su presencia (la de la herencia) es indispensable en los casos graves, y dudo que lo sea en los leves; pero estoy convencido de que por sí sola no puede producir la psiconeurosis”. Las consecuencias del exilio pueden ser heredadas desde condiciones históricas: a los hijos de los exiliados también se les persigue, muchos crecieron entre guetos pero, ¿cómo trasmitir un sentimiento tan privado, tan del que lo padece como el desarraigo? En la Genealogía de la moral, Nietzschemeditaba sobre la capacidad del poder para imprimir sentimientos colectivos que en muchos casos superan las barreras generacionales, sería el caso de la culpa e incluso de nuestra idea del bien y del mal. Nietzsche habla de una condición de “Deuda con los antepasados”, de sentimientos de temor que el poder ha introyectado en la conciencia desde tiempos ancestrales, ayudado por la fiesta y los sacrificios. “Solo entra en la memoria lo que se graba con sangre”, dice.

El poder, de ahí la imaginería de los escarmientos, tendría la facultad de imprimir en el exiliado un sentimiento que contagia a las generaciones posteriores. Sensaciones de extrañamiento que se ven agravadas por razones externas como son la discriminación y el aislamiento. Todas estas pulsiones conspiran para volver. Y es entonces cuando la violencia crea las perturbaciones suficientes para que de los hijos de sus hijos nazca un poeta de la memoria.

Podríamos pensar que ese deseo de retornar a la tierra es en Quessep una enorme pregunta por los orígenes, un momento singular donde el poeta se indaga en lo profundo, busca una respuesta a lo que es el ahora en procesos que superan la cotidianidad y lo meramente biográfico. Pasado y vida se toman de las manos,  el poema es un acontecimiento que enlaza los mundos, una memoria más amplia. Escribe Quessep en la última estrofa de “Epifanía Azul”, “En el color te acercas hasta el origen/ de lo que ya no tiene huella,/ sales al patio y tocas su epifanía/ que sube por tus manos como la vez primera”. O Dice al final de ese hermoso poema que se titula: “Sonámbulo”: “…Es posible que mis huesos sean/ desconocidos, es posible que muera/ soñando un país de dátiles/ y un barco donde cantan navegantes fenicios”.

Advertía el historiador Eric Hobsbawn que de cara al siglo XXI, como una tendencia “perturbadora”, existía una peligrosa “destrucción de los mecanismos sociales y culturales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores”, lo que arroja nuestra experiencia hacia una inmediatez efímera y sin mayores puntos de contacto. En el contexto de América Latina, donde confluyen tantas migraciones y mestizajes, cruces, que en medio del tejido de culturas se ha perdido una testimonio que determine claramente los procesos raciales, sociales y culturales, se podría encontrar en Quessep un mensaje insoslayable: la paz con un espacio sólo podría conseguirse si se tienen las cuentas claras con la pasado, restituyéndole a lo marginado sus ámbitos perdidos.

Quizá por esto mismo es que concluye Said: “los exilios individuales nos obligan a reconocer el sino trágico de los que no tienen casa como el diagnóstico de un mundo descorazonado.” Y a continuación recuerda esta frase de Simon Weill en la que podría ser una de las lecciones más necesarias que nos podría dejar un poeta del exilio, Giovanni Quessep entre ellos: “El estar enraizado es quizás la más importante aunque menos reconocida necesidad del alma humana”.

 

La morada encantada

James Joyce, el caso por excelencia de un exilio voluntario, podría no ser el mejor ejemplo para habar de la dureza del destierro y su corte con las raíces. Sin embargo, buena parte de su escritura sería el acto del que se separa de su tierra para poder comprenderla. En su obra Exiliados Joyce nos sugiere por boca de Richard: “habiéndola abandonado (a Irlanda) en su hora crítica han sido llamados de nuevo a ella… a ella, a quien por fin han aprendido a amar en la soledad y el exilio”. Joyce estaría planteando el exilio como un problema de perspectivas. Apartados, con la mesura reflexiva que implica el no estar inmerso en el espacio, se puede valorar de manera cabal el lugar de donde se proviene.

Esta distancia creativa aparece en la obra de Quessep como en ningún otro poeta colombiano. Especialmente a partir de su tercer libro, Canto del Extranjero (1976), y se confirmará a lo largo de su obra como un distintivo. Es la palabra el médium para hacer de esta memoria incendiada un cuento soportable. Nos dice Quessep en su poema Canción del exiliado: “Quiero tornar a Biblos,/ a la ciudad del lapislázuli,/ para ser la ventura/ entre los tamarindos y la parra… “Quiero tornar a Biblos,/ a la ciudad del lapislázuli;/ lo demás ya no importa/ si amo entre sus calles el mar color de vino.”

Biblos, antes que una referencia culterana, es una de las ciudades más antiguas del Líbano y que actualmente se llama Djubyal, también lo recuerda Nicanor Vélez. Esta ciudad se erige como un símbolo para expresar lo perdido desde su esencia, y es el poeta quien busca un retorno a estas raíces, quizá para encontrar una belleza más duradera. Esta característica es recurrente en la obra de Quessep. Ante la imposibilidad de hablar de lo perdido, de algo que nunca vivió, muchos de sus poemas son la recreación poética de una morada específica.

La poesía como morada, los poemas de Quessep podrían ser un buen ejemplo de lo que Heidegger consideraba el valor supremo del poetizar. Aquella obsesión sitúa a esta obra en una relación de palabra y espacio que no tiene mayores precedentes en la poesía colombiana desde Aurelio Arturo. “Torna, Torna a esta tierra donde es dulce la vida”, nos dice el poeta de Morada al sur. Su regreso a los dominios de la infancia sólo posibles a través de las palabras. Si esto es así en Arturo la situación es más dramática en Quessep. Aquí el exilio se ha vuelto irreparable, como en el poema de Cernuda si vuelven los Odiseos no los esperará Penélope ni los recordará ningún Eumeo, incapacitados como están para volver a la tierra que perdieron o de aceptar su destino sin estragos psicológicos. Ahora es Ulises quien le escribe a Nausica esta “Carta imaginaria”, un poema emblemático en la obra de Quessep:

 

 “…Yo no escuché la historia de mis viajes,

pues veía en tus ojos otra historia,

y esa noche soñé con un vestido

que adoraban tus manos, y una espada.

De lo demás, Nausica, no quisiera

acordarme: la nave hecha pedazos,

los marineros muertos y un fantasma

vagando por los pinos de la isla.

Los pinos de la isla eran tan bellos,

y ya no tengo cerca ni su sombra.

Ítaca fue un jardín, y hoy sólo escucho

cantar a las serpientes; ramas duras,

endrinos y no almendros, y la piedra

donde alguien escribió que todo es vano…”

 

Con algo de juego podrían plantearse las siguientes posibilidades. La primera sería una aceptación a la nueva tierra, pero se ha dicho que el deseo de partir también nace de un fiero extrañamiento por el presente que lo circunda, “ese saberse de otra parte” apunta Piedad Bonnett a propósito de esta poesía. Una segunda posibilidad sería el amor, pero esta es una poesía fatalmente solitaria. Advertía Marta Canfield cuando la obra de este poeta apenas contaba con un libro publicado: “…vivir es una forma de morir esperando. Y esperar es una forma de morir…” Sin más remedio habría que encontrar estos retornos en los límites del tiempo y el espacio. En la llegada de la muerte, lo único que es tan cierto e incierto a la vez como para depositar las últimas esperanzas.

Si en “Canción del exiliado”se nos hablaba de tornar a Biblios, ahora es cuando se dice en el poema “Elegía”, el paralelo es evidente:“quisiera ver la luna/ Callada del que duerme/ La soledad de piedra/ de esa otra Biblos que es la muerte”. O que diga en otro poema: “…Es que el edén, tu nombre amado/ Será tal vez la muerte”. Tal paraíso, a diferencia de los simbolistas o los románticos, nos hablaría de una diáspora específica: al fondo están los horrores de una historia con sus mundos usurpados. Pero no cae Quessep en el lamento de los primeros planos. Este poeta ama los libros, y de esta relación con la cultura nace la vocación crear nuevos horizontes, trasfigurar la realidad desde la distancia. Todo lector, podríamos decirlo, se exilia de lo inmediato para encontrar nuevos sentidos.

Quessep parecería ser consciente que detrás de estos anhelos de retorno se esconde la invención, cientos de literaturas que en el viven. Nos dice en su poema “Tráeme el alba”:“Quiero tornar a lo que ya no existe/ sino en la imagen del hilo sagrado, tal vez un mito sea, pero mi alma/ no se resigna a perder su tesoro”, o dice en este otro poema, “Preludio para una elegía”: “El alma sueña/ lo que no hallamos y hace de ello un canto…”.

Ante la ausencia de referentes directos, Quessep trataría de inventar un mundo en los umbrales que le sirva de compensación, Lukacs hablaba de una “morada trascendental” en las novelas de los exiliados. Busca un encuentro que no por inventado deja de darnos alegría, como la belleza de Keats. Nos dice Quessep en “La palabra que nos sueña”: “La muerte es este olvido/ sin cesar inventado”. O en estos otros versos de “Cercanía de la muerte”, aun más evidentes: “Extranjero de todo/ La dicha lo maldice/ El hombre solo a solas habla/ De un reino que no existe”.

Este contrapunto entre la fe en la palabra, de un lado, del otro en la conciencia de sus límites, conformaría el péndulo sobre el que oscila buena parte de la obra de Quessep. Nunca será el presente un reino para él. Y sin embargo, como lector que es, conoce de los cuentos y las fábulas. Mientras duren los relatos de Sherezade, así sean momentáneos –“todo Edén es transitorio”, dice-, ocurre el milagro del encanto que revive en la sombra. Detener los relojes por un instante para hacer de lo real lo legendario, y como la Alicia de su poema atravesar el espejo hacia otros reinos, hacia esas “Ínsulas extrañas” que habitaban en nosotros sin que apenas lo percatáramos. Por eso cuando canta el ruiseñor de estos poemas “se salva” quien lo escucha:

 

“Digamos que una tarde

El ruiseñor cantó

Sobre esta piedra

Porque al tocarla

El tiempo no nos hiere

No todo es tuyo olvido

Algo nos queda pienso

Que nunca será polvo

Quien vio su vuelo’

O escuchó su canto.”

 

Quessep, distinto a los magos, no busca ocultar las contingencias de su magia, cree y descree en las posibilidades del poema como el que está condenado a amarlo. Sorprende que una tradición poética de muertes tempranas o iluminaciones dispersas, un poeta logre mantener esta tensión a lo largo de tantos libros y durante tanto tiempo, en lo continuo, escribiendo no en la consumación de la belleza sino en su “Preludio”, “In límine”, como lo hiciera su maestro Montale. Y pienso en su “pájaro muerto” que trae las desolaciones, también una oleada de leyendas.

Esta situación estética encuentra un “tiempo verbal” que la define: el imperfecto subjuntivo de “Amara yo el olvido”. No “ama” porque el presente es esquivo e hiriente. Tampoco puede decir que “amó” porque el pasado le llega como una herida abierta, decir que “amaría” sería confiar demasiado en las probabilidades. Es así que este poeta nos dice “amara”, como el que encuentra su arte en el más dubitativo de los misterios. Debajo de estas oscilaciones escribe una persona en soledad, averiguando las regiones de su alma con devoción y codena. Nadie como él podría mirarse cara a cara en estas aguas que lo asombran y desvelan, “me pierda la canción que me desvela”, dice uno de sus versos más citados. Hay un poema que cristalizaría este devenir, aparece en Muerte de Merlín (1985) y se titula “Antifaz”:

 

Quien vive es el que oculta

mi rostro, quizá siempre

tenga yo el antifaz, tal vez mi alma

no sea sino un espacio

vacío, donde crece

lo que he perdido, lo que nunca

vieron mis ojos. Pero, entonces,

¿quién mira las estrellas,

quién el jardín, el agua?

A solas y en silencio

conservo esta penuria

de no ser la leyenda que me sigue,

y no saber si soy

el que ha inventado el día de su muerte.

 

En un sorprendente juego de máscaras este poema, como buena parte de la poesía de Quessep, logra transfigurar lo vivido y lo contado, la historia y la fábula como por arte de encantamiento. La palabra encanto es tan recurrente en Quessep que podríamos decir que en ella está su contraseña, lo recuerda Luz Mery Giraldo en su ensayo Giovanni Quessep: el encanto de la poesía. Dos movimientos ocurren en simultáneo. Encanto del reencuentro, cuando el poema lo lleva a entrever una morada encantada, un retorno a los orígenes al otro lado de la muerte: “Oh muerte lejanísima/ duración del encanto”, y “que nos hace encontrar lo que perdimos/ ya vuelto maravilla por el canto”. Reencuentro con el encanto, pues la palabra de todos los días se convierte en umbral de apariciones, adquiere aquella capacidad “órfica” de celebrar y trasformar mediante lo bello del canto: “yo soy el encantado/ del sueño o el destino/ el que retorna de la muerte/ con una rama de ciprés florido…torne a soñar, y el sueño sea la vida/ y la muerte una fábula del canto”.

Tanteando en los límites de la vida y del lenguaje, sin respuestas definitivas, el mundo parecería ser la mejor metáfora de un “Dios silencioso”, lo suficientemente distante para que especulemos con libertad, lo demasiado cercano para tentarnos a su búsqueda sin término. Hablo de la metáfora que aparece en El artista del silencio (2012), el último de sus libros,y que recuerda en su serena desolación el tono con el que se despiden los mejores poetas. Nos dice en su poema “Silencio”:

 

“…He aquí el silencio, lo que tanto hiere

con su filo de hielo, que se torna

violeta y arco grana en la memoria,

lo que cose mis labios con su canto

abismal, que no encuentra la salida

ni hacia el fondo culpable de mis huesos

ni hacia el cielo que alguna vez tuvimos…”

 

En la obra de Quessep se ejemplifica el desarraigo, aunque nunca se mencionen responsables directos su voz habla de los estragos de un poder que desterró lo distinto. Pero también ocurre que a fuerza del extrañamiento, cuando imagina la muerte, el poeta cuente literaturas como conjuros que vuelven a lo mismo. Vida y cultura, imaginación y existencia, confluyen en una misma poética. Parece que todos los meridanos se confunden cuando Quessep escribe. Por eso en este mundo la diáspora libanesa va de la mano de las Mil y una noches. La Alicia de Carol, Li-Po, Mauricio Babilonia de Cien años de Soledad y otro centenar de personajes legendarios, entran en el mismo encantamiento que el padre del poeta, “Violeta” y “Claudia”, nombres y asuntos de su propia biografía.

Este acontecimiento se nos muestra bajo las formas de hoy y de siempre, hablo de los metros donde este poeta se encuentra un sostén rítmico. Como en los pájaros, la casa de los poetas muchas veces está en el canto. Quessep, perdida la lengua de sus padres, busca una música que traduzca lo perdido desde una memoria rítmica, podría ser. Quizás esta memoria rítmica sea ya su conexión con la cultura a falta de referentes ciertos. Búsqueda o casa es su canción, quizás sean las dos. En cualquier caso Quessep sería quien trae estos temas forasteros a las tonalidades de una lengua, enriqueciéndola, desafía lo innombrable con una canción conocida.

En tiempos donde habría que encontrarle una  razón a la poesía en sus valores intrínsecos, tan lejos como estamos de un cambio estético del mundo, incluso de una comunicación más efectiva entre el poema y la sociedad, francamente no encuentro a otro poeta colombiano que haya llevado tan lejos la construcción de un obra como él. El exilio se constituye en Quessep como una búsqueda conmovedora por las raíces, la tierra y los orígenes. Pero también es una de las relaciones más asombrosas entre vida y literatura que podamos encontrar en el Continente.

 

La mirada del exilio

En las entrevistas a poetas colombianos que he venido citando le pregunta Piedad Bonnett a Giovanni Quessep: “en muchas partes hablas de un exilio imaginario, de un saberse de otra parte…¿De dónde nace esa convicción o estado de ánimo”, a continuación le responde Quessep: “pues yo no sé si habrá cosas que correspondan a mi vida misma, a la perdida infancia, a cosas así, pero lo cierto es que me siento muy solo en la misma escritura. Yo no hallo otros poetas que tengan en su poesía la misma inclinación por las cosas que yo tengo”. Habla Quessep de una diferencia poética con sus contemporáneos, plenamente interiorizada, de un aislamiento estético. Creo que el problema podría invertirse. Puede que este sentimiento de exiliado no sea el resultado sino la causa.

En la Poética, hablaba Aristóteles de un arte que gracias a la distancia nos permitiera una “experiencia sin experiencia”. Sólo en la escena, sugiere, podemos comprender la vida como una totalidad ética. Luego será Swift el que nos diga lo mismo respecto a la belleza: en la distancia las cosas recuperan la integridad que nos consuela, otra manera del respeto. Después de que el mundo tomara el camino de la cercanía, un arte que se salió de la perspectiva para entrar en la proximidad de los circuitos, serían los exiliados quienes recuerden la importancia de un punto de visión. Algo que nos permita superar nuestros intereses para ver a los seres y a las cosas con mayor amplitud.

La supuesta rareza de los poemas Quessep pasa por la situación específica de un país como Colombia, donde por razones políticas o económicas, arrinconados en la violencia, la llegada de los extranjeros fue considerablemente más escasa que en países como Perú y México, Venezuela, donde el exilio se reconoce como una parte constitutiva de su cultura y sus tradiciones. “Ya no es posible hablar de identidades culturales colectivas asociadas con regiones”, señalan Fernández Bravo y Garramuño a propósito América Latina y sus autores. Pero en Colombia todavía existe un discurso nacional que es imperante con su unidad de territorios y de lenguas, lo que nos priva de otras lecturas.

 “Cómo exiliado miras el mundo”, nos dice Quessep. Esta palabra es la expresión del que sabe que existe una diferencia de perspectivas en el ojo del que exilia, y que en muchos casos se opone a la mirada de los locales consciente o inconscientemente. Un exiliado, desde su formación, es el resultado de una orilla diversa, nutrida de fuentes o caminos bien distintos. Otros orígenes trabajan el silencio en el que escribe. Lo que para el local es familiar es para el exiliado lo extraño. Tal rasgo, propio del asombro y del que descubre, se constituye a través del poema en una poderosa ampliación de las realidades que vivimos. “El exilio, en efecto, como un rey Midas espectral y siniestro convierte en fantasmal todo lo que toca, confunde los contornos el espacio propio, irrealiza no sólo los lugares del pasado sino también los del futuro”, sugiere Pedro Lastra en su artículo Poesía y exilio.

Es así es como en esta poesía, los elementos más comunes son mensajeros de dominios lejanos o extintos, tal como ocurre con “La Hoja seca”: “… ¿Quién sabe qué países/ no conocemos, qué cielos no oímos/ en su ala profunda? …” La diáspora se transfiere a un “caracol”: “…todavía el caracol, en su llama postrera,/ persigue un canto por islas desventuradas…” Hasta en los órdenes de lo inerte se propaga esta conjunción de mundos, como alumbrándolos de viento y amargura: “…también la piedra sueña/ con viejos, dolorosos laberintos…” Aquella mirada que confunde lo interior y lo exterior, conmoviendo los centros del sentido, incluso alcanza las esferas de lo cósmico con la metáfora de la “Brasa lunar (2004)”, y que da título a uno de sus últimos libros: “…La luna es un país que ya se ha ido…”, dice en alguno de estos versos.

No se trata defender una visión positiva del exilio o de reclamar para los extranjeros un carácter mesiánico. Mas que un privilegio se trata de una manera alternativa de leer. Said habla de una razón “descentrada”, “nomadísitica” y “contrapuntual”, y que se opone a lo dominante directa o indirectamente. Después de lo ocurrido en las Guerras Mundiales, T.W. Adorno veía en el exilio una responsabilidad de corte moral para el intelectual de estos tiempos. Escribe en las páginas de su Mínima Moralia: “sólo en virtud de su oposición, en tanto que no del todo asimilada por el orden, pueden los hombres dar lugar a una producción más dignamente humana.”

Apartándose desde un comienzo de aquello que queremos o nos permitimos ver, Quessep demuestra una vez más que las víctimas, aún silenciadas, son más imaginativas y audaces que la eficacia de sus victimarios. El poeta responde como un celebrador de “las voces de lo invisible”, llámese aquello que desterramos o que simplemente obviamos, despreciamos en los márgenes. Nos dice Quessep en Mito y poesía, el único prólogo que escribió, y que nos sorprende en la aceptación de esta distancia como un salvamento, ético y estético:

“…Los ojos del poeta están tejidos de un cristal mágico; en su pasión tienen la esfericidad de los cielos y de su música extremada. A medida que se distancian de lo real, hallan la verdad de la poesía, o duración de las fábulas que es el alma. El poeta, que no lo ignora, pone en juego su ser… “El poeta no teme a la nada.” Sabe de la existencia de lo que nunca ha sido dicho, de lo que aún no tiene nombre en el ideograma de la escritura divina: cree en la palabra, pero también en el silencio, en lo callado, en lo oculto, en lo que podría hacerse fantasma a la luz de la vigilia o abrasadora presencia en la penumbra del sueño..”

Si el exiliado es un sujeto indeseable para el poder, es porque las doctrinas no tienen como ubicarlo en sus categorías ni cómo controlarlo desde sus patrones convencionales. Porque toma partido por la amplitud de las miradas y de los lenguajes. En el caso particular de Quessep, para hablar del contexto colombiano, existe una realidad de los “sin tierra” que es alarmante, y que ha sido vista por las autoridades como un asunto disperso, que no deja mayores estragos sobre la vida de los que no han padecido estas violencias de manera directa. Quessep, acaso sin proponérselo, al nombrar la problemáticas del arraigo estaría poniendo de presente esa realidad periférica. Por paradójico que suene alguien que no encuentra su casa es quien recuerda la importancia de tener una, nos habla de la necesidad de una cultura como respuesta, cuando él ha perdido el mayor punto de contacto con la suya.

Giovanni Quessep, consciente como muy pocos de nuestra deuda con el pasado y con los libros, nos lega un testimonio de la mayor importancia. Su obra es la construcción de una voz distinta en respuesta a lo mediático de los factores, también de los horrores que arrinconan la belleza. La posibilidad de otra morada expresiva, mucho más plena que la dejaron nuestros padres, y que como lectores la entrevemos en sus páginas como una condenación y un hechizo, “un jardín y un desierto”.

 

 

 

 

 

 

 

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