Palabra poética y silencio en Heidegger, Lacan y Pizarnik

Sigifredo Esquivel Marin e Irene Ruvalcaba Ledesma nos presentan un ensayo en torno a la poesía y el silencio a partir de Heidegger y Lacan y a propósito de la poeta argentina Alejandra Pizarnik. Sigifredo Esquivel Marin es ensayista y profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Autor de varios libros sobre filosofía, arte y literatura. Irene Ruvalcaba Ledesma, poeta y terapeuta en el Centro de Servicios Integrales (CISP) de la UAZ. Actualmente prepara un libro de poesía.

 

 

 

 

 

Introducción

El ensayo analiza aproximaciones al límite aporético, absoluto e imposible del silencio. En el silencio absoluto la palabra nos absuelve de nombrar y se limita a indicar las cosas como si se tratase de un acto elemental de señalar un contacto con el tacto perceptible, apenas audible. Nos acercamos desde el límite dejando entrever el silencio como cerradura por donde pasa la luz de la palabra, una palabra jamás nombrada, “la palabra ajena”. Si hubiera aquí un hilo conductor tendría que ser: El silencio primordial como fuente de la Palabra Poética que delimita la condición humana. Solamente un susurro que no cesa de parlotear para enmudecer y oír la palabra del Otro. Paradoja ubicada dentro de lo más profundo de un sujeto sujetado al lenguaje analítico, poético y pensante; devenir que grita lugares ancestrales inmensamente novedosos.

            Uno de los desafíos del mundo contemporáneo es la trivialización de la palabra y erradicación del silencio en la cultura mediática. Hay una tendencia a desaparecer la escucha del silencio. Ni silencio ni palabra se perciben en medio del creciente ruido. Salvo la cantaleta monocorde del espectáculo y de la moda, pocas veces oímos. Dilucidar y meditar la palabra poética y el silencio, implica remontar la noche del nihilismo posmoderno, abrirse al redescubrimiento de la vida interior de la palabra; más allá de la comunicación. La poesía intenta “preguntarle a las palabras qué somos. Las palabras que hoy en día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históricas” (Bordelois, 2005: 23). Antes y después, entre nosotros, está la palabra que entreteje con la aguja del silencio la morada de los mortales. Entre palabra y silencio se entrelaza la trama de la existencia. Desde el encuentro (im)posible entre la filosofía de Heidegger, el psicoanálisis de Lacan y la poesía de Pizarnik, este ensayo es una meditación que aporta elementos, ideas e intuiciones para reencontrar el sentido pleno del silencio y la palabra poética en el seno de una condición humana fronteriza.

 

 

Lenguaje y muerte, amor y silencio

Silencio

Mi madre me legó

la lengua francesa

y el silencio.

Vivía temerosa

y yo no vislumbré

la infinita variedad que proponía su decir.

Tampoco sabía que el verso de Rimbaud

Toute lune est atroce et tout soleil amer

no tiene traducción.

Después de su muerte

caminé con mi hija por París

Un universo secreto de

pérdida y silencio.

Me pregunté por qué

cuando yo tenía diez años

(como mi hija en nuestros recorridos)

mi madre no me llevó de la mano

por esas mismas calles.

Por qué no me señaló

el cirque d´hiver al que le gustaba ir

en el Boulevard Beaumarchais.

Ir con ella a Deauville, donde veraneaban,

y que me cuente, me cuente, me hubiese gustado.

La guerra nunca arrastra todo

La lengua francesa

es tan generosa en matices… (Sara Cohen)

 

 

Lenguaje, muerte, amor y silencio son cuatro sintagmas que entretejen la subjetividad humana, el pensamiento y la poesía como su manifestación más plena y contundente, misma que alumbra el psicoanálisis. En psicoanálisis, las palabras dicen mucho más de lo que manifiestan. En la poesía, las palabras, ventanas aladas, abren espacios secretos con dimensiones y desfiladeros absolutamente desconocidos. En el pensamiento, las palabras exploran los límites y posibilidades del decir humano. Desde el primer instante en que nos asombramos de ser en el mundo surge la interrogación: epicentro de ser en el lenguaje. Luego descubrimos la lectura en silencio, por la cual devenimos creadores. Ese silencio que construye, que habita la lectura, la meditación y la reflexión. En la gratuidad pura de la infancia, leer es como respirar o caminar por el campo. Por nuestra parte, concebimos la escritura como un ejercicio de relectura.

            Lenguaje, muerte, amor y silencio ahondan en la experiencia más plena de la palabra poética, por tanto entrelazan vasos comunicantes secretos y profundos entre poesía, filosofía y psicoanálisis. Lenguaje, amor, finitud y silencio entretejen hombre y mundo: un texto tejido con lazos a partir del vacío que une sus hilos.

            Martin Heidegger en su búsqueda por replantear la filosofía moderna, que va de Descartes a Husserl, se pregunta por el sentido del ser en general, y se encuentra con el ser-ahí como punto de partida de toda dilucidación y tematización de la diferencia entre ser y ente. El ser ahí conlleva muerte, finitud y lenguaje: tres formas y experiencias fundamentales atravesadas por la imposibilidad de toda fundación apodíctica originaria. En Ser y tiempo Martin Heidegger ha señalado de forma enfática que el único proyecto irrecusable del ser humano es el ser para la muerte; mismo que se efectúa en el umbral y límite del lenguaje y del silencio. El ser-ahí está arrojado al mundo de la cotidianeidad, bisagra del ser humano entre el nacimiento y la muerte. Nunca termina de constituirse o cerrarse sobre sí, siempre está en tránsito de poder ser sin alcanzar la meta última de realización. Un ente cuya esencia consiste en la existencia se resiste a la posibilidad de ser aprehendido como un ente entero, nunca es una totalidad (Heidegger, 1997: 231). Esto es, el ser humano es un ser excéntrico, descentrado, atravesado por la finitud, la ruptura y la imposibilidad de constituirse como unidad de sentido.

Antes que Heidegger, ya Sigmund Freud nos había arrojado a la incertidumbre. Luego Jacques Lacan profundiza dicha efracción (1997 y 2001), quien reinventa la palabra y el pensamiento del psicoanálisis en diálogo y confrontación con la filosofía. Leer verdaderamente a Lacan –en sus Escritos y Seminarios– se sobrepone como auténtico acontecimiento. Su profundidad hierática y humorística, su opacidad oracular, su retórica exasperante, su crítica corrosiva, su capacidad para dar a pensar el sujeto e intervenir en la clínica hoy nos sigue interrogando. Aún buscamos comprender, reflexionar y pensar con Lacan, quien reinventa para develar el porvenir de un psicoanálisis inacabado. Quizá por eso se encargó de disolver el propio grupo que había formado, para evitar cofradías y parroquias en torno suyo dando paso a lo silencioso del trabajo creador. Lacan sigue siendo uno de los pocos pensadores que ha llevado al psicoanálisis y a la filosofía –al profundizar la ruptura entre verdad y conocimiento, sujeto y razón–, a mostrar sus límites más radicales e insuperables.

            Por su parte Alejandra Pizarnik (2000 y 2013) –lectora del psicoanálisis y de Heidegger– es otra exiliada, tránsfuga de la poesía y vida modernas. Su obra poética se va depurando hasta llegar a una desnudez esencial que tuvo un desenlace lógico y cronológico en el silencio como punto de llegada: el suicidio. La perversión, núcleo ciego y aciago La Condesa sangrienta (2012) y el Infierno Musical, muestra una escritura radical que nos transporta al corazón del silencio intransferible, innombrable, único y sagrado. La visión de mundo de Pizarnik es como un traje a la medida. Alucinante, alucinada: dos palabras que aparecen continuamente en su obra, resultan claves de interpretación de su pequeño mundo intenso en emociones.

            Pizarnik es una de las pocas voces que logra pulsar las cuerdas más íntimas del alma humana. Su obra, es un pequeño cúmulo de poemas, notas, viñetas, borradores, dibujos en torno a la posibilidad e imposibilidad de la palabra y del silencio. Pocas voces en nuestra lengua (Porchia, Vallejo, Neruda, Sabines, Juarroz) han logrado con tal maestría transmitir emociones y afectos de forma tan honda, contundente, directa, pura, libre, desgarradora. Podemos contemplar, a través de la obra de Pizarnik, cómo la palidez espectral de la realidad adquiere cuerpo, color y timbre.

El ensayo no tiene otra encomienda que no sea poner en claro, sin pretender agotar o explicar, acaso indicar y sugerir ideas en torno a la relación imposible entre el silencio, la palabra poética, el amor y la muerte; núcleo que comunica la obra y vida de Lacan, Heidegger y Pizarnik; lo que buscamos exponer es una intuición: el lenguaje como umbral imposible de la muerte, el lenguaje en su estado más radical de expresión como silencio, un silencio que no deja de hablar. Y el silencio como fuente y límite de todo sentido. De ahí que la escritura que pliega el silencio sea escritura extática, fuera de sí, cava significantes nómadas. La escritura que expresa el silencio es la escritura auto-referencial que ha renunciado a decir el mundo y los significados humanos. Escritura inhumana que escribe su propia ausencia: la pequeñez de un silencio que crece dentro y se efracta por la palabra ajena.

Como ha escrito Pizarnik: “La libertad absoluta de la creatura humana resulta aterradora”. Libertad, vacío, silencio, muerte: umbrales de la locura, y en el caso de Pizarnik: anticipación del suicidio; en el otro caso, el de Lacan, anticipación de la disolución de toda estructura. Lacan lleva la palabra y el pensamiento hacia el desfiladero de lo impensable y lo indecible; de ahí también su interés por la afasia y el enmudecimiento. El tercer caso, el de Heidegger su silencio adquiere tonalidades sombrías y ominosas durante su breve rectorado en 1933. Silencio y palabra poética también como superación de la metafísica de la subjetividad moderna.

Hay “un silencio constelado de gritos”, un silencio que escapa a todo entendimiento; silencio sostenido en el abismo del silencio. Todo se hace desde el silencio. La casa y el horizonte –según nos susurra en Signos Alejandra Pizarnik– están hechos de silencios. Según la autora, la misma vida y la muerte son labradas por la eternidad en silencio. Límite y horizonte, jaula que aprisiona y alas que liberan. La palabra que sana proviene y conduce al silencio. En la palabra está el canto, pero en la fuente del canto, sólo el silencio queda y resguarda las cosas en su misterio inescrutable.

Como “un poema enterado del silencio de las cosas”, esta obra habla del amor y de la muerte. Es “una mirada desde la alcantarilla”, “una visión del mundo como una rebelión que consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. La rebelión de los poetas es la revuelta del silencio, pero se trata de un silencio que dice mucho más que palabras e imágenes vacías. Lo importante es no alejarse de los nombres “que hilan el silencio de las cosas”, y de las palabras que se construyen en la paciente artesanía del telar de la memoria, que se esculpen como una plegaria en la orfandad y en silencio. Hay una poética del psicoanálisis, una poesía que conecta con lo real en su estado salvaje y puro, a la vez, se transforma en puente donde el vacío entrevera constelaciones habitadas por el silencio. Nunca ha dejado de haber un pensamiento filosófico que se nutre en silencio de la creación más singular de la poesía y de la poética: los conceptos estelares de la filosofía son obra de la imaginación y ensoñación puras; tanto en Nietzsche como en Kant. Asimismo, hay un psicoanálisis en el decir del Otro y en el poema que conecta con el inconsciente cósmico; donde los murmullos vienen desde el guijarro del silencio, hablan y regresan, otra vez, al silencio.

En la asociación libre, método y técnica central en el quehacer analítico, se abre el decir a su fuente originaria; a la energética y simbólica del deseo; porque asociar no es fundir es fusionar no hay fusión sin huecos negros de silencio, energética del sueño y del deseo, nunca fuimos estructurados de manera posible sino siendo de y desde la muerte, de y desde un decir callado. La escritura es libre asociar de Silencio: “La cuestión de la escritura se coloca en el campo del silencio, porque ella no es realización fónica del significante virtual. El silencio es ese fenómeno de suspensión que percibimos e identificamos en el discurso. El silencio debe ser considerado como una fuerza desde la cual se opera la suspensión de la realización fónica del significante. El acto del lenguaje es un acto inmerso en el silencio” (Saettele, 2008, pp. 91-92). La conciencia lúcida y lúdica, la conciencia reflexiva, meditabunda y crítica, sólo es posible si nace del diálogo silencioso del alma consigo misma. El lenguaje nos singulariza como individuos; el sujeto –ha dicho Lacan– se constituye gracias a la trama del lenguaje. Su identidad, lingüística, es una construcción interminable, del mismo modo que el lenguaje es una operación interminable en perpetua renovación.

Somos para el lenguaje. Nos atraviesa y nos circunda como el agua y la muerte. Es fuente de creación pura, que da forma a la palabra poética, culmen de todo decir verdadero y auténtico, la palabra poética es un acto de amor hacia la muerte, una muerte creadora; nunca hacía lo muerto insípido e inmóvil en cuyo lugar no hay espacio para nada, ni para la Nada. Pizarnik le canta poéticamente a ésta muerte inspiradora, reconfortante:

 

Cansada por fin de las muertes de turno

a la espera de la hermana mayor

la otra la gran muerte

dulce morada para tanto cansancio.

 

Es la muerte lugar para descansar de tantas palabras; muerte: casa de silencios abandonados y recuperados. Las palabras hacen el amor y nos constituyen como sujetos de enunciación, dicción y predilección. Hablamos porque somos finitos, carentes, frágiles, inciertos, errabundos. Pero en el principio, en el arranque que todo inicia, estaría el amor, motor inmóvil, dínamo que siempre está respirando como ese músculo que ha simbolizado arquetípica y milenariamente al amor. La palabra amorosa es portadora de muerte, partitura significante con la que comienza el cantar de la vida; de la vida más plena y verdadera.

En la larga noche del nihilismo crepuscular se expande el murmullo ensordecedor del ajetreo imparable. Nuestras vidas cada vez devienen más monocordes, empero la palabra poética y el sagrado silencio que guarda y resguarda, permanecen, más allá de toda embestida e imbuida enajenación comercial. La mercancía, que tiene un poder imperial, hoy casi divino, no ha logrado integrar a la palabra poética y al silencio. Justo ahí, se abre un chance para una resistencia activa.

 

 

Silencio, pensamiento y palabra

La filosofía nace de la sabiduría, ya no es sabiduría propiamente dicha. La sabiduría en tanto saber y sabor existenciales tiene esa inmediatez de la experiencia originaria de las cosas. Invariablemente, la sabiduría emerge del silencio, lo implica como nota fundamental y fundacional. Mucho antes de ser compartido, el trabajo del sabio se gesta en silencio. Buda, Jesús o Sócrates, tres ejemplos paradigmáticos de sabios que se recogen en la soledad y en el silencio para meditar y abrirse a la verdad profunda e íntima. El sabio, antes de hablar, escucha: abre su atención y percepción al mundo interior de las cosas que lo trascienden. Su alimento espiritual está en su apertura. “El sabio calla”: dice un refrán popular, más exacto sería decir, que “el sabio escucha” y atiende con todos sentidos el todo. Pitágoras sugiere –según Arvelo– que el principio del pensar reside en el silencio. Heráclito exigía, como prueba de iniciación, guardar sus palabras durante los primeros años de su ingreso a la escuela. El mismo viejo Heráclito quien se retiró al bosque y vivió como eremita se entregó al silencio para “poder escudriñarse a sí mismo y al universo. Descartes subraya la soledad y del silencio como fuentes del sujeto filosófico (Arvelo, 2008: 25-27).

            La sabiduría se nutre del silencio, fuente nutricia e interlocutora. Hay un pasaje de Las Nubes de Aristófanes donde éste se mofa de Sócrates porque entra en un trance extático y se queda en silencio como anonadado. El silencio extático es inherente a la sabiduría. Platón, quien según Giorgio Colli, es el primer filósofo que añora el silencio del sabio, aunque se contenta con escribir, desconfía de la palabra y de la escritura que la fija. Los Diálogos son escritura que mimetiza el diálogo socrático, pero su hilo argumentativo tiene la forma de un razonamiento lógico, no sin derivas, contradicciones, tesituras, giros inesperados. El diálogo literario guarda fidelidad al silencio que subyace y resguarda las palabras de los interlocutores en su intimidad coloquial. Según Platón (La República), en el límite del lenguaje se encuentra, más allá de la esencia, el Bien que es fundamento del conocimiento y de la verdad. Bien incognoscible, fuente y fundamento de todo lo existente. Manantial del ser, el Bien es causa de todo lo recto y bello que existe. Es inefable, irreductible, incomunicable e indefinible. El silencio lo protege de todo intento de profanación. La palabra verdadera se debe al silencio.

Plotino, heredero de Platón, y los filósofos renacentistas ligados a movimientos gnósticos, rosacruces y alquimistas no han dejado de contemplar el silencio, y en silencio, una de las fuentes fundamentales de la experiencia intelectiva y metafísica más profundas. Como ya apuntamos el propio René Descartes, obtiene su doctrina del cogito, expresado en las Meditaciones metafísicas, después de un retiro en silencio –según descripción propia. Empero, quizá sea el romanticismo uno de los movimientos intelectuales que le ha dado una preeminencia central al silencio como fuente de todo pensamiento y creación. Pensar es un acto de recogimiento, la reflexión vuelca la mirada exterior sobre sí misma. No hay pensamiento sin el ejercicio libre y autónomo, empero la libertad exige pensar, ahondar en el desfiladero del pensamiento. Cuando la voz popular pide “un minuto de silencio” es un acto de piedad por una persona fallecida, un discreto homenaje de reconocimiento a lo que nos excede por completo: la muerte. La filosofía prolonga este minuto de silencio como apertura de un acto meditabundo:

La soledad creativa supone un substrato cultural activo, un instrumental lógico adecuado, una cierta predisposición para el descubrimiento, el valor de callar frente a lo ignorado, humildad de alma y rebeldía de entendimiento. Silencio y soledad al margen de estas condiciones equivalen a pérdida de la perspectiva del conocimiento, a regodearse en el vórtice de la tristeza o la enfermiza ensoñación. El silencio del alma es la enfermedad irremediable de quienes delegan su derecho a la inquietud” (Arvelo, 2008: 25).

 [Dicho sea de paso, habría que ser justos también con la ciencia, pues asombro, fascinación y silencio están en su origen. Las vidas de Marie Curie, Albert Einstein, Richard Feynman, entre otras, evidencian un espíritu científico de búsqueda por el asombro, el hallazgo, la curiosidad y el misterio.]

El silencio no deja de exasperar a la filosofía, palabra hecha escritura, dialógica, argumentada que sigue un hilo conductor lógico, cronológico y genético. El silencio se revela en la escritura filosófica como un proceso necesario para reflexionar, meditar, argumentar y escribir. Empero, no hay filosofía sin comunicación ni comunidad. Es la polis en relación a ésta que existe y se legitima la filosofía. Por ende, la filosofía se acerca y se aleja violentamente del silencio; existen la tentación del silencio como tentación del absoluto y de la impotencia del filosofar. La revelación que anticipa el acto filosófico como acontecimiento de apertura, y apertura de todo acontecer, se cifra y se descifra en el descubrimiento del asombro y la fascinación. Asombro y fascinación sólo son posibles en y desde el silencio. El asombro, sería la disposición del pensador para responder y corresponder a lo que lo interpela y le devela el acontecimiento inaugural del ser. Asombro que lejos de paralizar, templa el ánimo, dispone a pensar y pone ante el enigma y el silencio del mundo y de la existencia.

Pensar, en tanto posibilidad y potencia esencial de la existencia, nos conduce al asombro. El asombro muestra el ser como acontecimiento y hallazgo. Según Heidegger: “Pensar es ceñirse a un único pensamiento, que un día se mantendrá como una estrella en el cielo del mundo” (en Grave, 2001: 50). Pensar nos abre la esencia fundamental de nuestra existencia, de su sentido de apertura: “Porque el pensar, ciertamente, es algo muy especial. La palabra de los pensadores no tiene autoridad. La palabra de los pensadores no conoce autores en el sentido de los escritores. La palabra del pensar es pobre en imágenes y no tiene atractivo. La palabra del pensar descansa en una actitud que le quita embriaguez y brillo a lo que dice. Sin embargo, el pensar cambia el mundo. Lo cambia llevándolo a la profundidad de pozo, cada vez más oscura, de un enigma, una profundidad que cuanto más oscura es, más alta claridad promete” (Heidegger, 1994: 199). El pensar original, verdaderamente radical, tiene que retrotraerse al origen: el asombro. Habitar el asombro. Con la pregunta por el Ser empieza el asombro: “¿Cómo somos capaces de llegar aquí? ¿Tal vez prestándonos a un asombro que, con mirada inquisitiva, mira buscando aquello que nosotros llamamos despejamiento y salida de lo oculto? El asombro pensante habla en el preguntar” (Heidegger, 1994: 227). Asombro e interrogación van de la mano. Lo digno de asombro es digno de preguntarse.

Lo gravísimo de nuestra época –sentencia Heidegger– es que todavía no pensamos (Heidegger, 1958: 11). La palabra guarda y resguarda la esencia del pensar. El Ser mismo es el enigma del pensar. Atracción en la sustracción, desocultamiento en el ocultamiento, el pensar se vela y se revela. Estamos siempre de camino hacia el pensar. Aquello que da qué pensar otorga el pensamiento. El hombre es un signo, un señalar hacia, cuyo designio es pensar el Ser. El destino del pensar: la existencia en fuga. Frente al enigma del Ser, el asombro que se asombra de poder regresar al origen. Viaje de ida y vuelta, el asombro.

La existencia humana en tanto está arrojada al mundo implica pensar: “El animal no puede filosofar. Dios no necesita filosofar. Un Dios que filosofase no sería Dios porque la esencia de la filosofía consiste en ser una posibilidad finita de un ente finito” (Heidegger, 2001: 19). Ser hombre es ser mortal y significa ya estar en condiciones de filosofar. La existencia está en la filosofía como su esencia más fundamental. Pero para que la filosofía despierte en el corazón de la existencia humana se necesita que sea liberado el pensamiento interior. Asumirla en libertad y como ejercicio puro de libertad. No evasión de la realidad, sino ahondamiento, más allá de todo subjetivismo y objetivismo, en uno mismo, en nuestra verdad interior:

El subjetivismo no se supera porque uno se indigne moralmente contra él, sino planteando de verdad y radicalmente el problema del sujeto, es decir, la pregunta por la subjetividad del sujeto. Y así, hay una gran verdad en la exigencia que ya la filosofía antigua planteaba Γνῶθι σεαυτόν (gnothi seautón), conócete a ti mismo, es decir, conoce lo que res y sé aquello como lo que te has conocido. Este autoconocimiento en tanto que conocimiento de la humanidad en el hombre, es decir, en tanto conocimiento de la esencia del hombre, es filosofía, y está tan lejos de la psicología, el psicoanálisis y la moral que, ciertamente, no podría estarlo más. Y sin embargo es en tal hacer memoria de (y reflexión y consideración y reconsideración sobre) nuestra propia existencia donde puede suceder que aprendamos de raíz la completa y total nihilidad de la esencia humana (Heidegger, 2001: 26).

La nihilidad esencial humana se revela en la existencia. Y está se vela y revela como ser en el mundo cuando el mundo se manifiesta bajo el ente en su totalidad, tal es la manifestación del ser como alétheia o desocultamiento. Desocultamiento –aclara Heidegger– “se dice realmente en griego ἀλήθεια (alétheia), que se suele traducir por verdad sin saber realmente lo que se dice. Verdadero, es decir, desoculto, no-oculto, es el ente mismo. Por tanto, no la oración o el enunciado sobre el ente, sino el ente mismo es <<verdadero>>. Sólo porque el ente mismo es verdadero pueden las oraciones sobre el ente ser también verdaderas en un sentido derivado” (Heidegger, 2001: 87). La esencia de la verdad no está en la oración o enunciación sino en la existencia, la apertura o Lichtung. La verdad pertenece a la existencia, la cual implica ser-unos-con-otros que caracteriza el existir humano. La pertenencia de la verdad a la existencia –según Heidegger– “no implica que la verdad sea algo meramente subjetivo” (Heidegger, 2001: 123). La existencia nunca está encerrada o encapsulada en sí misma, siempre está abierta. La verdad de la existencia es un venir y advenir al desocultamiento como descubrimiento. Por tanto la existencia se caracteriza por su apertura. La existencia es abierta, descentrada, en perpetua fuga. Apertura hacia la exterioridad, la existencia abre, se abre y se descubre. Afuera y fuga, la existencia es excéntrica, la partícula ex indica un movimiento y vocación esenciales e inherentes a su ser mismo. Y sólo hay apertura en la soledad del silencio. Puesto que únicamente desde dicha apertura, estado de abierto, se reconoce la facticidad y el estar arrojado de la existencia en el mundo de los entes. No existir-ya-más es una constante posibilidad de la existencia. El “No –advierte Heidegger– pertenece a la esencia de su ser. La existencia tiene ese carácter de No, viene determinado por el No, es nula (en alemán nichtig) en este sentido. Pero nula no significa aquí nada, sino a la inversa: esta nihilidad, que no queda ni mucho menos exhaustivamente aprendida mediante lo dicho, constituye lo más positivo que puede pertenecer a la trascendencia de la existencia; más aún, precisamente en la determinación original que representa ese No” (Heidegger, 2001: 347). Sacar a la luz la nihilidad esencial de la existencia nos permite entender la finitud radical que caracteriza la propia existencia y la distingue de los entes. La nihilidad de la existencia es su fundamento original, es aquello que nos permite percibir el juego del mundo y escuchar la verdad del ser.

El silencio se abre en el juego de la templanza y la serenidad. La templanza va más allá del estado de ánimo. La serenidad escapa a la voluntad.En el momento que ya no tengo nada que decir, y guardo silencio, aprendo a escuchar. Heidegger considera que para interrogar y pensar el ser humano habría que escuchar. El fundamento ontológico existencial del lenguaje es el discurso, el discurso discurre, ocurre, gracias a la disposición afectiva y el comprender originario. La comprensión como origen del sentido conlleva, de manera indisociable, “las posibilidades del escuchar y del callar” (Heidegger, 1997: 164). La apertura de la existencia está en el lenguaje y éste reposa en la escucha y pre-comprensión del ser ahí como comprensibilidad afectiva dispuesta del ser en el mundo. Ahí es lo expuesto, lugar de apertura y escucha:

La conexión del discurso con el comprender y la comprensibilidad se aclara por medio de una posibilidad existencial propia del mismo discurso: el escuchar [Hören]. No por casualidad cuando no hemos escuchado “bien”, decimos que no hemos “comprendido”. El escuchar es constitutivo del discurso. Y así como la locución verbal se funda en el discurso, así también la percepción acústica se funda en el escuchar. El escuchar a alguien [das Hören auf…] es el existencial estar abierto al otro, propio del Dasein en cuanto coestar. El escuchar constituye incluso la primaria y auténtica apertura del Dasein a su poder‐ser más propio, como un escuchar de la voz del amigo que todo Dasein lleva consigo. El Dasein escucha porque comprende. Como comprensor estar‐en‐el‐mundo con los otros el Dasein está sujeto, en su escuchar, a la coexistencia y a sí mismo, y en esta sujeción del escuchar [Hörigkeit] se hace solidario de los otros [ist zugehörig]. El escucharse unos a otros, en el que se configura el coestar, puede cobrar la forma de un “hacerle caso” al otro, de un estar de acuerdo con él, y los modos privativos del no querer‐escuchar, del oponerse, obstinarse y dar la espalda (Heidegger, 1997: 165-166).

Sobre la base de este poder-escuchar existencial es posible oír. Oír es –según Heidegger– algo mucho más originario de lo que la psicología define como sentir o percibir sonidos. El oír tiene el modo fundamental del escuchar comprensivo: “Nunca oímos primeramente ruidos y complejos sonoros, sino la carreta chirriante o la motocicleta. Lo que se oye es la columna en marcha, el viento del norte, el pájaro carpintero que golpetea, el fuego crepitante” (Heidegger, 1997: 166). El oír muestra el mundo de los entes en tanto el ser humano está y es en el mundo. Estar y ser en el mundo es encontrarse con los entes; ser dentro del mundo. El escuchar implica una previa con-comprensión de lo dicho. Escuchar es discurrir en el mundo. De modo similar, el discurso del otro implica la co-existencia un mundo compartido. No se puede oír sin el comprender escuchante: “Sólo quien ya comprende puede escuchar”. Para escuchar hay que callar-se. Callar-se es otra posibilidad esencial del discurrir. Hablamos porque comprendemos y la comprensibilidad del hablar implica escuchar. No hay escucha sin silencio. Acontecimiento de apertura inaugural del ser-ahí:

El que en un diálogo guarda silencio puede “dar a entender”, es decir promover la comprensión, con más propiedad que aquel a quien no le faltan las palabras. No por el mucho hablar acerca de algo se garantiza en lo más mínimo el progreso de la comprensión. Al contrario: el prolongado discurrir sobre una cosa la encubre, y proyecta sobre lo comprendido una aparente claridad, es decir, la incomprensión de la trivialidad. Pero callar no significa estar mudo. El que nunca dice nada, no tiene la posibilidad de callar en un determinado momento. Sólo en el auténtico discurrir es posible un verdadero callar. Para poder callar, el Dasein debe tener algo que decir, esto es, debe disponer de una verdadera y rica aperturidad de sí mismo. Entonces el silencio manifiesta algo y acalla la “habladuría”. El silencio, en cuanto modo del discurso, articula en forma tan originaria la comprensibilidad del Dasein, que es precisamente de él de donde proviene la auténtica capacidad de escuchar y el transparente estar los unos con los otros (Heidegger, 1997: 167).

Dasein quiere decir estar-en-el-mundo. Estar es discurrir y ocurrir en el mundo con los demás entes y seres. El hombre se muestra como un ente que habla; tal es la forma del descubrimiento originario del mundo y del mismo hombre. Arrojado en el mundo, el ser humano discurre, se pregunta por su ser. Problematiza su existencia como una herida ante el horizonte de la muerte. La habladuría del hombre puebla el mundo de sentido. La opacidad de la vida cotidiana requiere un poco de sentido y de chispa, por eso existe el chisme, el rumor, y en general: la habladuría; modo existencial del discurso y discurrir humano, en la habladuría la palabra pierde su potencia originaria de escucha y se limita a la repetición de lo dicho; la habladuría se constituye en repetición y difusión mecánicas. La habladuría carece de fundamento, se habla de todo y nada, para matar el tiempo, o acaso para fingir interés propio o ajeno. Comprensión indiferente, medianía que tiende a la mediocridad, al tópico y al cliché, la habladuría está al alcance de todos y de ninguno. El discurso, discurrir esencial humano, guarda siempre la posibilidad de convertirse en mera habladuría, y con ello, “de no mantener abierto el estar-en-el-mundo en una comprensión articulada, sino más bien de cerrarlo, y de encubrir así el ente intramundano” (Heidegger, 1997: 171).

Inconsciente e inconsistente, variable y voluble, diciente y maldiciente, la habladuría obstruye y destruye el estar originario del hombre. Reprime y retarda toda interrogación, apertura y diálogo verdadero. El ser humano “no logra liberarse jamás de este estado interpretativo cotidiano en el que primeramente ha crecido. En él, desde él y contra él se lleva a cabo toda genuina comprensión, interpretación y comunicación, todo redescubrimiento y toda reapropiación. No hay nunca un Dasein que, intocado e incontaminado por este estado interpretativo, quede puesto frente a la tierra virgen de un mundo en sí, para solamente contemplar lo que le sale al paso (Heidegger, 1997: 171-172). La habladuría interfiere el temple afectivo del hombre, hace que el mundo le afecte de una forma significativa. La habladuría acontece bajo la forma de un desarraigo permanente. El ser humano que se desenvuelve en el mundo de la habladuría queda atrapado en su telaraña de significaciones venenosas. Se priva de establecer relaciones originarias y genuinas con el mundo y consigo.

Quien no se abre al silencio no podrá escuchar: base de todo lenguaje. El buen hablar implica callar y viceversa. El mismo fundamento de la existencia tiene una posibilidad esencial en el acto de callar. Quien calla en el hablar puede dar(se) a entender, es decir, forjar la comprensión. El decir mucho no garantiza que se haga avanzar la comprensión. Al contrario, la verborrea encubre y trivializa lo comprendido. Sólo en el genuino hablar es posible un verdadero callar. Para callar(se) necesita el ser humano tener algo valioso que compartir. Entonces hace silencio, echa abajo las “habladurías”. La silenciosidad articula originalmente la comprensibilidad como palabra. Hay un silencio que aprende y aprehende como “el mandar obedeciendo” zapatista (frente a la cosmovisión occidental la cosmoaudición indígena: apertura del silencio de la palabra humana, pero también de la naturaleza, el cosmos sagrado). Saber escuchar para convivir mejor con el mundo. Escuchar con el oído del corazón y no solo ver con el ojo de la razón.

Sin disolver las abismales diferencias, la filosofía comparte con la poesía y el psicoanálisis la radical exploración de la soberanía del silencio y de la palabra. Pensar, poetizar y analizar son tres formas fundamentales de dar cuenta de la palabra creadora como fundamento esencial del ser humano, y del silencio fuente originaria del sentido y verdad de todo decir humano. Abrirnos a la meditación de la palabra y escuchar en su corazón íntimo el silencio sagrado que la habita es abrirnos al ser absoluto de la inmanencia cósmica.

¿Para qué nombrar lo innombrable?  Para que la palabra inicial, antepalabra que se manifiesta sin significar nada, emerja del silencio, de la desnudez esencial. Silencio que tiene la potencia de darle el sentido más puro a la palabra. De la ceniza del silencio renace la ardentía de la palabra e ilumina el mundo. Para que advenga en el ritual de la desposesión, la claridad del silencio absoluto, del Gran Silencio. Pese a sus diferencias radicales, imposibles de superar, Heidegger, Lacan y Pizarnik experimentaron en carne propia la más profunda revelación del silencio, a saber, la infinita libertad de la palabra que reside en la escucha del silencio. Acallar la palabra en la alquimia espiritual de la carne hecha verbo. Decir la nada. Nada (del) decir: bendecir señalando la apertura de mundo. Encontrar la palabra esencial. Crear es descrear y descreer para tener fe en lo Absoluto. Retorno. Regeneración. Desnacer en el silencio, justó ahí, donde la verdad de la palabra resplandece. Canto desnudo en la más alta pureza de la forma.

 

 

 

Bibliografía

Arvelo, Alejandro, (2008), Filosofía del silencio, Santo Domingo: Santuario y Digitalia. consultado el 25 de diciembre del 2014 en http://galeon.com/gabriela2803/libro2.pdf

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Pizarnik, Alejandra, (2013). Diarios. Nueva edición de Ana Becciu, Barcelona: Lumen.

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