EL DESPERTAR DE LOS TONOS: DOSSIER DE TEORÍA DE LA TRADUCCIÓN 2

Esta semana,  en el marco de El despertar de los tonos, dossier de Teoría de la Traducción, presentamos un texto más de don Valentín García Yebra (1917-2010), esplendente filólogo, traductor y uno de los grandes sabios de la lengua Iberoamericana. El presente dossier abarcará épocas y perspectivas diversas de la teoría de la traducción; tanto experiencias de traductores contemporáneos de diversas tradiciones, como modos de abordar la traducción desde el comienzo de los tiempos. Aquí, habla nuevamente un traductor contemporáneo:

 

 

 

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Traducción y neologismo

 

El español es actualmente poco acogedor para el neologismo. Y es lástima, porque esta tendencia restrictiva, como toda tendencia autárquica, puede ser empobrecedora. Las lenguas, como los pueblos, necesitan renovar su sangre; no pueden practicar una rigurosa endogamia. No puede contentarse el español con sus posibilidades internas de derivación y, más restringidas aún, de composición. Debe adoptar una actitud abierta y acogedora para el préstamo y el calco. Por derivación y composición se pueden formar palabras nuevas sin establecer contacto con ninguna lengua extranjera; está claro, sin embargo, que también este tipo de actividad se ve favorecido por el contacto interlingüístico, incitador del instinto humano de imitación. El préstamo y el calco, los otros dos recursos que completan las posibilidades de desarrollo neológico de una lengua, son privativos de la traducción implícita o explícita.

Yo he recurrido como traductor al neologismo, y lo he hecho con plena advertencia de usar palabras o expresiones que no figuraban en los diccionarios, En mi Teoría y práctica de la traducción dedico tres páginas a enumerar y explicar algunos de los que usé en la traducción del vol. V de la obra de Ch. Moeller Literatura del siglo XX y cristianismo. Con la excepción de un préstamo naturalizado, fovismo (fr. fauvisme), todos los comentados son calcos de neologismos franceses, que no sin cierto escrúpulo resolví imitar en español. Hoy los aceptaría sin vacilación. Me permito reproducir aquí la lista y la defensa que de ellos hice en mi obra citada:

arquitectar (fr. architecier), bacioso (fr. goitreux), cortocircuitar (fr. court-circuiter), deseante (fr. désirant), errancia (fr. errance), estetismo (fr. esthétisme), increencia (fr. incroyance), inestètico (fr. inesthétique), junción (fr. jonction), juvenilidad (Sr. juvénilité), titánico (fr. litanique), pluricolor (fr. pturicolore), precariedad (fr. précarité), recentración (fr. recentrement), redescender (fr. redescendre), semisentimientos (fr. demi-sentiments), sinarca (fr. synarche), sinizante (fr. sinisant), tesista (fr. thésiste), y una expresión compleja: en la antípoda (fr. à t’antipode).

Arquitectar no es una palabra eufónica, «Pero hay que reconocer —advierte Marouzeau refiriéndose al neologismo en general— que en la proscripción de neologismos en nombre de la eufonía influye mucho la ilusión. La impresión desagradable que experimentamos a veces proviene en gran medida, como ya explica muy bien Ronsard en el Prefacio a su Franciade, de la falta de costumbre. Nos rebelamos contra participationaliste y no objetamos nada contra traditionaliste». Arquitectar es, ciertamente, más duro que architecter, por la acumulación de oclusivas sordas (cuatro en español, tres en francés), pero no más duro que arquitecto.

Juvenilidad (que no aparece en nuestros diccionarios) es tan legítima como senilidad (que tampoco figura en ellos) y versatilidad (que sí ha sido admitida).

Litánico es un cultismo, tan legítimo en español como litanique en francés.

Pluricolor se ajusta a la morfología del español mejor que pluricolore a la del francés, pues el segundo elemento de la palabra no sufre en esp. ninguna alteración, mientras que en fr. couleur, para formar el adjetivo, transforma su radical volviendo a la estructura latina, pasando así totalmente a la zona del cultismo. Es cierto que ya teníamos en esp. multicolor, polícromo y abigarrado; pero ninguna de estas palabras cubre exactamente la superficie semántica de pluricolor: polícromo denota lo mismo, pero de otro modo; de estirpe griega, tiene un carácter cultista mucho más marcado, y multicolor eleva la variedad de colores a un grado más alto; pluricolor puede aplicarse a todo lo que tenga más de un color (aunque normalmente llamemos bicolor a lo que tiene dos, y tricolor a lo que tiene tres); multicolor no suele decirse de lo que sólo tiene dos o tres colores. Por su parte, abigarrado tiene un ligero matiz peyorativo, que se refiere al desorden o falta de gusto en la combinación de los colores.

Precariedad «cualidad de precario» es tan natural como variedad, contrariedad. Retrocedí, en cambio —no retrocedería ahora—, ante enteridad como calco de entièreté, aunque, racionalmente, lo encontraba tan justificado como la palabra francesa.

De recentración y redescender habría que decir lo mismo que de arquitectar. Por falta de costumbre nos choca ya centración «acción y efecto de centrar» y más aún recentración. ¿Por qué no nos choca concentración? ¿Por qué nos choca redescender y no condescender?

Semisentimientos es palabra muy expresiva, cuyo significado sólo podría explicarse por perífrasis, y sinarca, un cultismo helenizante, tan justificado como monarca, tetrarca, patriarca.

Tesista es una palabra correcta y necesaria; menos pedante que doctorando, y de significado más amplio: es «tesista» no sólo el que escribe o presenta su tesis para obtener el grado de doctor, sino cualquiera que sostiene una tesis, aunque lo haga sin más propósito que defender lo que considera verdad.

Finalmente, el calco complejo en la antípoda. Se usa la expresión «estar en los antípodas», con el adjetivo sustantivado en plural, porque se refiere a los que viven en el otro extremo del diámetro terrestre. Pero, aunque admitida por todos, es incorrecta sintácticamente; no decimos «estar en los indios o en los chinos», sino «entre los indios o entre los chinos»; por consiguiente, lo correcto sería decir «estar entre los antípodas». En cambio, «la antípoda» se refiere a la región, no a los habitantes, y podemos decir «estar en la antípoda» lo mismo que «estar en la India» o «estar en la Antártida».

La traducción es indudablemente el camino más ancho, el cauce más dilatado, para el avance del neologismo. Fue, como hemos visto, importantísimo el papel desempeñado por la traducción en el crecimiento del castellano durante su infancia y su adolescencia; lo ha sido, realmente, en cualquier tiempo de la historia de nuestra lengua. Pero nunca tanto como hoy, cuando la actividad traductora, mucho más intensa que en cualquier época, cobra ritmo vertiginoso, «El número de traducciones va creciendo rapidísimamente de año en año: así, de 50 047 obras traducidas en 1977 se pasó a 57 147 en 1978 (Anuario estadístico de la Unesco, 1983). Sí añadimos a estas cifras las traducciones publicadas en los periódicos y revistas, los textos traducidos en las oficinas de los gobiernos, de los grandes organismos internacionales y de las empresas privadas, así como los destinados a la radiodifusión, a la televisión y al cine, la importancia de la traducción resulta impresionante» Gracias a la traducción se cumple ahora, metafóricamente, lo que proclama Séneca:

Nil qua fuerat sede reliquit

pervius orbis.

Indus gelidum potat Araxem,

Albim Persae Rhenumque bibunt.

que traduje así hace muchos años:

El mundo, patente, ya nada conserva

donde lo produce.

Ya beben los indios del frígido Arajes,

Del Rin y del Elba beben ya los persas.

Con ser imprescindible, no es hoy el libro el instrumento más eficaz para la comunicación interlingüística. Refiriéndose al influjo negativo que ejerció el francés y hoy ejerce el inglés sobre nuestra lengua, dice Ricardo J. Alfaro en el prólogo a su Diccionario de Anglicismos:

El galicismo tenía el libro como vehículo casi único. El anglicismo tiene varios conductos de penetración, por donde se cuela como corriente ora impetuosa, ora sutil, siempre efectiva. Las agencias noticiosas, la prensa periódica, la industria, el comercio, las ciencias, el cinematógrafo, los deportes, los viajes, las mayores y más estrechas relaciones internacionales y sociales entre los países de habla española y los de habla inglesa, y, por último, la enorme preponderancia económica, científica y política de los Estados anglosajones en el mundo contemporáneo son las causas de que el inglés sea lengua con la cual es forzoso mantener un intenso contacto diario, ya directo ya indirecto.

Conviene precisar, primero, que este contacto diario, sobre todo en su forma directa, se practica mediante la traducción, y, en segundo lugar, que sus resultados no son exclusivamente negativos, como parecen sugerir los términos «galicismo» y «anglicismo».

Es cierto que la mayoría de las traducciones, también las que aparecen en forma de libro, pero más aún las restantes y más numerosas, dejan mucho que desear. Pero incluso las traducciones malas, si ponemos en un platillo de la balanza sus inconvenientes y en el otro sus ventajas, suelen pesar más del lado de éstas. Ya lo dijo en el Siglo XIII Hermán Alemán, uno de los más notables traductores de Toledo: en el prólogo a una de sus traducciones latinas de libros arábigos, reconoce que su traducción quizá sea mala; pero advierte que una traducción mala es mejor que la falta de toda traducción, pues más vale el conocimiento imperfecto que la carencia total de conocimiento. Algo semejante puede concluirse del hermoso relato transmitido por Octavio Paz en el último párrafo de «Lectura y contemplación», primero de los ensayos de su libro Sombras de obras.

Doscientos años antes de nosotros y de nuestras disputas y preguntas, en el Tibet del Siglo XVIII, bajo el Quinto Dalai Lama, ocurrió un suceso notable. Un día Su Santidad vio, desde una ventana de Patala, su palacio-templo-monasterio, algo extraordinario: la diosa Tara daba la vuelta, según el rito budista, a la muralla que rodea al edificio. Al día siguiente, a la misma hora, se repitió el fenómeno, y así todos los días. Después de una semana de vigilancia, el Dalai Lama y sus monjes descubrieron que, diariamente, justo a la hora de la aparición de la diosa, un pobre viejo daba también la vuelta a la muralla recitando sus plegarias. Interrogaron al anciano: la plegaria que recitaba era un poema-oración a Tara que, a su vez, era una traducción de un texto sánscrito en honor de Prajna Paramita. Estas dos palabras significan la Perfecta Sabiduría, expresión que designa a la Vacuidad. Es un concepto que el budismo Mahayana ha personalizado en una divinidad femenina de indecible hermosura. Los teólogos hicieron recitar el texto al viejo. Inmediatamente encontraron que el pobre hombre repetía una traducción defectuosa y lo obligaron a que aprendiese la traducción correcta. Desde ese día Tara no volvió a aparecer.

No es que la diosa apreciase más las traducciones malas que las buenas, Simplemente quiso dar una lección a los teólogos del Dalai Lama, haciéndoles ver que también una traducción defectuosa puede dar buenos resultados.

Definen nuestros diccionarios el galicismo como vocablo o giro tomado del francés por otra lengua, y el anglicismo, como vocablo o giro inglés usado en otra lengua. Estas definiciones no son de suyo peyorativas. Lo es el uso habitual de ambos términos por los hablantes, que tildan de «galicismo» o «anglicismo» lo que les parece contrario al estilo de su propia lengua e introducido en ella por influjo abusivo de la francesa o de la inglesa. Pero hasta un paladín tan esforzado del buen uso del castellano como Ricardo J. Alfaro, tachado por algunos de purista intransigente, divide los anglicismos —y sin duda extendería esta división a los galicismos— en «dos grupos fundamentales: primero, los superfluos, viciosos e injustificados, que son la gran mayoría; segundo, los extranjerismos y neologismos que pueden y deben adoptarse para enriquecer el idioma, y los compuestos y derivados que se formen con arreglo a los procesos que reconoce el castellano, aunque la formación tenga por causa determinante la influencia del inglés».

Rechacemos, pues, los «anglicismos», «galicismos», «germanismos» o «alemanismos», «italianismos», etc., cuando son superfluos o viciosos, y abramos de par en par las puertas del castellano a los neologismos que pueden y deben adoptarse para su enriquecimiento, cualquiera que sea su procedencia.

Dos son las condiciones fundamentales que han de cumplir para ser admitidos: que sean necesarios o por algún motivo convenientes y que, al pasar la frontera, se amolden en lo posible a las costumbres de nuestra lengua.

Al neologismo innecesario se refiere Hartzenbusch en su prólogo al Diccionario de Galicismos de Baralt, cuando dice:

De loco graduaríamos a un heredero que, sin registrar la casa donde cómodamente había vivido su padre, fuese afanoso de tienda en tienda comprando muebles, colgaduras, alfombras y vasos; y, al poner en su lugar cada pieza, tropezase con otra tan buena por lo menos como la que traía. A este novelero malgastador se asemejan mucho los españoles que, desde principios del Siglo XVIII, se empeñan en decir fea y oscuramente con palabras o frases francesas lo que pudieran expresar de un modo clarísimo y elegante sirviéndose de locuciones heredadas de nuestros venerables antepasados.

«Esto —concluye Alfaro— que decía don Juan Eugenio de los galiparlistas de hace un siglo les viene de perilla a los anglicanizantes de nuestro tiempo».

«Pero hay que inclinarse —prosigue— ante la necesidad de adoptar voces exóticas o neologismos útiles o que no tienen equivalente en castellano. Muchos de los neologismos corrientes han surgido de la necesidad […] de traducir términos nuevos venidos del inglés e impuestos por los descubrimientos, los inventos, la técnica, la industria, las costumbres, las transformaciones en los movimientos ideológicos o estéticos, en una palabra, las novedades de todo linaje que han tenido nacimiento en los grandes centros anglosajones de la civilización».

Respalda Alfaro este criterio con las autorizadas palabras de Andrés Bello en el prólogo a su Gramática:

Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes. Pero no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la afectación o mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben.

La segunda condición se cumple cuando los neologismos, al hispanizarse, se ajustan a las normas de nuestra lengua. Esto supone en los traductores que los usan un conocimiento amplio y profundo del castellano. Este conocimiento se da siempre en los buenos traductores; no lo serían, si no conociesen a fondo su propia lengua. Pero los buenos traductores son, entre todos los que traducen, escasa minoría.

No está al alcance de cualquiera adaptar a una lengua, fónica y morfológicamente, palabras de otra. Un catedrático de francés de cierta universidad española escribía hace pocos años en una revista de filología exilado y precariedad, calcando las palabras francesas exilé y précarité; un periodista notable escribe habitualmente snobismo y stalinista, sin tener en cuenta que la s líquida pide en español una e protética; se lee y se oye frecuentemente la palabra magnetofón (fea copia del francés magnétophone; sus componentes no son franceses, sino griegos, y por analogía con megáfono, teléfono, etc., debe decirse y escribirse magnetófono, aunque la acentuación etimológica sería magnetofono, megafono, telefono, etc.); mielificar ha escrito uno de nuestros mejores periodistas, y sentiente, uno de nuestros más grandes filósofos; cotidianeidad aparece con reiteración en un artículo de un médico literato, que sin duda rechazaría humaneidad, ancianeidad y saneidad.

Todo esto manifiesta el grave desconocimiento que muchos hombres de letras tienen de nuestra lengua y la despreocupación con que la manejan. ¿Podemos exigir, entonces, a los traductores el virtuosismo, la virtud, de que carecen muchos escritores originales? Sí; porque el traductor, el buen traductor, está más obligado aún que el escritor original a usar con absoluta corrección su lengua. Libre del esfuerzo temático —el tema se le da hecho—, el traductor puede concentrar toda su atención en la forma.

Mas, para poder exigir, habría que dar previamente. Habría que dar a nuestros traductores una formación sólida, una formación adecuada a lo que desearíamos exigirles. La piedra angular de esta formación tendría que ser un conocimiento magistral de nuestra lengua.

Desde hace una docena de años se han ido creando en España escuelas universitarias de traductores. Conozco el buen funcionamiento de alguna de ellas. Pero dudo que sus planes de estudio puedan dar a bachilleres bisoños el necesario conocimiento teórico y la destreza en el manejo del castellano que ni siquiera suele adquirirse durante los cinco años de una licenciatura.

Tampoco tienen ese conocimiento y esa destreza todos los diplomados del Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense. El plan de estudios de este Centro incluye «lexicología y semántica españolas» en el primer curso y «sintaxis y estilística españolas» en el segundo, como asignaturas obligatorias para todos los alumnos. Pero la práctica ha demostrado que estos estudios, desarrollados en tres horas semanales, no bastan para lo que se pretende. Habría que pensar en ampliar, al menos en este campo, las enseñanzas teóricas y los ejercicios prácticos, Pero la atención prestada al citado Instituto por las autoridades universitarias en los diez años de su funcionamiento no estimula a pensar en posibles reformas.

Seamos, a pesar de todo, optimistas. Esperemos que nuestras autoridades docentes, antes de otros diez años, comprendan la importancia de la traducción para nuestra cultura y para nuestra lengua. Esperemos que se decidan a prestar el necesario apoyo a los Centros encargados de formar traductores.

Para enriquecer nuestra lengua es preciso acrecentar su tesoro con nuevas adquisiciones. Las adquisiciones nuevas en una lengua se llaman «neologismos». Y ya hemos visto que la traducción, implícita o explícita, es el cauce principal del neologismo. Contribuyamos todos a que estas aguas nuevas que desembocan en el dilatado piélago de nuestra lengua se incorporen a él sin contaminarlo.

 

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