Un ensayo de Amaranta Méndez Castro

En esta ocasión presentamos un ensayo de Amaranta Méndez Castro (Puebla) Estudió la Licenciatura de Filosofía.  Egresó de la Escuela de Escritores SOGEM Puebla. Ha realizado diversas lecturas de Poesía como en la Feria Internacional de la Lectura (FILEC-2014), Casa del Escritor y BUAP. Fue seleccionada para formar parte de la antología “Versos en el aire” en España. Recientemente fue Ganadora en la categoría de Poesía en Concurso de Escritura de la Sala Literaria de San Miguel A. C, dentro del 10o Festival Internacional de Escritores y Literatura en San Miguel de Allende 2015. Difunde actividades artísticas a través del colectivo Convivencia en Letras.

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CRESTAS DE ESPUMA

Pequeña islas,

entre la espuma de las olas

entre los hilos de la niebla

 

Shoha

El día en que Gabriel García Márquez murió, visité a mi padre. Él se dirigió a uno de sus libreros y empezó a buscar todos los ejemplares. Al igual que mi padre, me dediqué a guardar en cada libro algún boleto de viaje, una foto o algo que hiciera palpable el pasado. Esa noche hablamos y repitió con entusiasmo la historia de mi nombre y su significado: eternidad. Un nombre elegido en el exilio por un joven de veintitantos, para una hija aun inexistente; el nombre de su segunda hija que aparece como un espacio pequeño que le dejaba entrever la libertad que no tenía y la vida que esperaba. Dejamos los libros a un lado de la ventana, la que puede contar mi vida mejor que yo misma. A través de ella vi crecer mi casa mientras espantaba a las moscas que dormían en sus cristales. Observé a las arañas que iban y venían. Arañas grises, diminutas, que se escondían en las plantas de mi madre. Esas plantas, que había que dejar en paz, no sacarles la tierra ni las lombrices. Verdes con tallos livianos guardaban la paciencia de mi madre; de esa mujer niña de veintidós años que tenía las palabras sencillas y claras, como las ramas de una planta que apenas crece.

Para que me olvidara de las plantas mi madre decidió regalarme unos peces. Afuera del colegio los vendían. Los observé dentro de una cubeta, peces naranjas y negros. Elegí dos de cada uno y al llegar a casa, mi madre tuvo éxito. Me olvidé de las plantas, de las arañas, me olvidé de correr por toda la casa y de los tapices que pintaba. Observé a los peces nadar en círculos, vivir debajo del agua. Me imaginaba nadando con ellos, con su mismo tamaño. Me convertía en un pez de colores como no lo había en ninguno de los libros de la casa, ni en ninguna película que hubiera visto.

Así que mi infancia transcurrió entre azules, peces, sábanas con estampados marinos y la insistencia cansada de conocer el mar. Mi vida apenas se dibujaba, era como el grabado de la gran ola de Hokusai; cientos de gotas que algún día conformarían el mar y una ola suspendida que aún no tocaba la arena, porque no era el momento. Antes de conocer el mar, me convertí en la acompañante de viajes de mi madre. Dos veces al mes hacíamos nuestras maletas para viajar al Distrito Federal. Mi padre no podía acompañarnos en esos viajes, en los que aprendí a esperar y a observar. Conocía la sensación de la despedida, tenía experiencia en extrañar. Conocía las entradas y salidas de la central de autobuses, lo mismo que del aeropuerto.

Me gustaba deslizarme por el piso de esos lugares, escuchar otros idiomas; aunque el mar que llevaba dentro, de pronto, se convertía en un charco de lluvia, de lágrimas. A unos cuantos minutos del aeropuerto se encontraba la casa de mi abuela, quien sabía formar pequeñas olas de alivio en mí. Después íbamos a una Unidad Deportiva con Rebeca, la prima alegre de risa contagiosa. Mi abuela nos llevaba de la mano, mientras mi primo se adelantaba corriendo por las calles. En ese lugar mi abuela nos enseño a trepar árboles y anduve en patines con Rebeca; un patín para cada una, nos ayudábamos dándonos la mano. Si ella caía yo también. No podíamos entrar a la alberca, lo único que nos quedaba, era escondernos tras las gradas y aventar pequeñas piedras al agua. Hacer hondas, grandes y pequeñas; así como nosotras. Al final del día, sólo recolectábamos flores que depositábamos en una botella cualquiera, agregábamos agua. Eso era para nosotras, un perfume para mi abuela. Significaba, sin que lo supiéramos, la promesa de regresar pronto; esa palabra que carece de sentido, que no es certeza de nada. Pronto, es la suspensión de un tiempo que en la infancia no tiene sentido, porque se viven los días y las noches en su totalidad. Pronto, era estar un día en Xochimilco y al otro estar abordando un autobús a Puebla.

Al llegar del viaje, la casa nos abría los brazos para envolvernos en la frialdad de sus paredes. Era invierno y tanto el sol como mi padre viajaban a otros hemisferios, hacían acto de presencia en su ausencia. Fue entonces cuando la habitación de los libreros se quedaba esperando a su dueño, que observé por un tiempo largo, la fotografía que estaba colgada en la pared con un marco azul. Era un hombre fumando un puro, su rostro aparecía en tres cuartos y sus ojos sonreían. Claro que yo no reparé en los detalles, ese hombre, para mí, siempre había sido mi padre. Abajo había un montón de letras que decían: “Hasta la victoria siempre, Che”, pero ¿qué quería decir che? el sonido de esa palabra indescriptible me causaba misterio. Por un tiempo comencé a decirle Che a mi padre. El “Che estaba de viaje y me había dejado su gran foto colgada en la pared, eso sí, se veía más joven en ella.

Entonces regresaba a los peces, a los libros, a las cosas cotidianas de la vida con mi madre; verla ir venir conmigo a todas partes, siempre tomadas de la mano como dos raíces que al crecer se entrelazan, pero cada una toma su camino. Recuerdo el silencio de las tardes en diciembre insistiendo en las mismas preguntas de siempre, entre ellas una: ¿cuándo iremos al mar?, mi madre, me contestaba con sus respuestas certeras y crudas, pero en el tono de una voz amable que decía la verdad y en la que se podía confiar. Como el día en que dijo que iríamos por una bicicleta. Caminábamos, buscábamos, hasta que regresamos cargando la bicicleta hasta la casa, ella tenía las mejillas rosadas y se veía cansada, alegre de cumplir sus promesas. En esos días azulados, mi abuela y mi bisabuela vinieron a visitarnos. Por las tardes salíamos a tomar el sol y el perro era el único que tenía ganas de quedarse callado. Mi bisabuela me tomaba de la mano y me decía que me parecía a su madre, quizá por eso, aún recuerdo como pasaba sus dedos en la palma de mi mano. La recuerdo como un sol desteñido, como un cuadro que enmarca las tardes de nuestros últimos años juntas y que permanece colgado en mi mano izquierda.

Mis abuelas eran una fascinación; un tipo de muñequitas parlantes y sabias. No había nada que no pudieran hacer. Ellas eran las que siempre venían al rescate de las plantas que apenas crecían. Mi abuela paterna era la fortaleza, la mujer con más hermanas que jamás haya conocido; todas ellas con los ojos iguales, con esa costumbre de poner una ofrenda desbordante cada noviembre. Fue así como conocí a mis familiares antepasados, que se parecían a mi Padre y otros, como la bisabuela Catalina; no me imagino cómo habrá sido nuestro primer encuentro; yo, una recién nacida y ella, una mujer de ciento veintiocho años. Ese número estaba escrito en una placa, que no dejaba lugar a dudas. En una ocasión fuimos a dejarle flores de cempasúchil, mi abuelo abrió la puertas de la cripta y al instante salieron un montón de arañitas despavoridas. Pensé, allá va la bisabuela, se convirtió en un montón de arañas.

Observé cómo se dispersaron y sentí la tristeza que sólo sienten aquellos que, sin conocerse, se llaman por el pasado. Catalina tenía los ojos azules; el mismo color de la cubeta en la que guardaba a mis peces, como las llantas de mi bicicleta, como el mar desconocido que ella fue para mí. El otro mar al que llegamos unos años después, nos trajo olas de verdad. Llegamos de noche, nos detuvimos en un muelle. Mi madre tenía a mi hermana entre sus brazos, mientras mi padre subía el volumen de una canción de The Doors en su auto. La gran ola empezaba a desplegarse, dejó de ser una ola suspendida sin movimiento, los años que transcurrieron convirtieron al mar en un mensajero entre hermanos; cada uno desde su playa sabía de la existencia de unos y de otros. En España vivían mis hermanos mayores, en México estábamos mi hermana y yo. El mar se convirtió en un mensajero casi siempre, de buenas noticias. La infancia iba dejando, poco a poco, los domingos de música en que bailábamos con mi padre, días que terminaban con alguna canción de Mercedes Sosa o Victor Jara, y con algunas fotografías de mis hermanos jugando en la nieve. ¿Cuántas Amarantas fui?, ¿Cuántas de ellas abrazan aún las ideas de la infancia?.

Hace poco viajé a San Miguel de Allende. Celebré mi cumpleaños en “El gato negro”, una cantina diminuta en la que dicen, se pasearon los Poetas Beat en algún momento. Un grupo de amigos gringos se divertían con tequila y alguno de ellos hizo tocar en la rockola “Light my fire”. ¿Cuántas Amarantas soy y fui? Supe que viajaba con todas ellas. Que yo era todas las de la infancia, las de ahora, pero aquella que nunca dejó de vivir en el mar fue la que regresó esa noche.

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 Datos vitales

Amaranta Méndez Castro (Puebla) Estudió la Licenciatura de Filosofía. Ha impartido talleres literarios infantiles y juveniles para el fomento a la lectura en la Biblioteca Central BUAP. Participó en Proyectos de Investigación en el Área de Ciencias Sociales. Egresó de la Escuela de Escritores SOGEM Puebla. Ha realizado diversas lecturas de Poesía como en la Feria Internacional de la Lectura (FILEC-2014), Casa del Escritor y BUAP. Fue seleccionada para formar parte de la antología “Versos en el aire” en España. Recientemente fue Ganadora en la categoría de Poesía en Concurso de Escritura de la Sala Literaria de San Miguel A. C, dentro del 10o Festival Internacional de Escritores y Literatura en San Miguel de Allende 2015. Difunde actividades artísticas a través del colectivo Convivencia en Letras.

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