El despertar de los tonos: Dossier de teoría de la traducción 3

Este jueves, en El despertar de los tonos, dossier de teoría de la traducción, presentamos un texto del gran poeta y traductor mexicano, Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013). Que nos ilustra, entre otras cosas, sobre la traducción como forma de conocimiento y deleite. Bonifaz Nuño fue fundador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y director de la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana. Traductor de la Ilíada y la Eneida, además de versiones de la obra de Homero, Arquíloco, Ovidio, Virgilo, Lucrecio, Propercio, Catulo y Píndaro, entre muchos otros. Poeta fundamental de nuestro tiempo, es autor de libros como: La muerte del ángel (1945), Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958), Fuego de pobres (1961), por mencionar sólo algunos. En esta ocasión, el texto que dedicó a su versión rítmica de Odas: Olímpicas, Píticas, Nemeas, Ístmicas del mayor de los líricos, Píndaro:

 

 

 

 

 

Πινδαρου Επινικια , PÍNDARO, Odas: Olímpicas, Píticas, Nemeas, Ístmicas, (UNAM, Biblioteca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, 2005)

 

 

 

 

 

La versión

 

Es ya lugar común. Y constituye verdad innegable, la afirmación de que la poesía de Píndaro es intraducible. En efecto, si se leen las versiones que de tal poesía se han intentado en diferentes lenguas incluso la latina, y se comparan con su original, se echará de ver al punto que no son otra cosa que algo como sombra suya desfigurada.

Esta cualidad de ser imposible de traducir propia de las obras del que se tiene por el mayor de los lírico griegos, lo que implica decir de todos los líricos, ha padecido variados y coincidentes intentos de explicación. En el fondo, todos se refieren a aquello en que consisten los valores poéticos de las tales obras.

Se habla, por ejemplo, de «la oscuridad de Píndaro». Ésta radicaría principalmente en la complejidad de su estilo, en lo libre de su sintaxis, en la multiplicación de sus alusiones de todo tipo, en la incongruencia de los asuntos que desarrolla. Y se concluye que Píndaro es oscuro porque es difícil de entender.

En realidad, el entendimiento es de muy secundaria significación en el hecho de gozar del encuentro con un poema lírico. De hecho, esta clase de poemas no se hace para la razón sino para los sentidos, particularmente el del oído, aun cuando hayan de leerse en silencio. El oído capta el sonido de las palabras; éste, a su vez, convoca un conjunto de sensaciones visuales, táctiles, olfativas, de gusto, capaces de provocar afectos o pasiones o sentimientos, que darán un especial valor al sentido y las nociones intelectuales implícitos en las palabras mismas.

Píndaro, en su época, no pudo haber sido juzgado oscuro ni difícil; la propia fama alcanzada por él durante su vida, prueba que sus poemas eran comprendidos y disfrutados. Recuérdese, además, que la poesía griega es la creación de un pueblo entero.

Los poemas de Píndaro fueron compuestos para ser cantados en público. A quienes se ponían alegres con escucharlos, posiblemente no les preocupaba, por ejemplo, desentrañar el significado de las alusiones históricas, mitológicas o literarias que en ellos se hacían, ni descifrar aquella sintaxis que a cada paso se violenta y se desarticula a fin de adaptarse a la voluntad de un colosal poderío lírico; es de suponerse que se daban simplemente al placer del inmediato acceso auditivo a lo estrictamente poético, y a través de él al deleite de introducirse en un orden donde incluso el azar es gobernado por una suerte de destino poderoso a unificar aun los elementos más dispersos; un orden en el cual la rigurosa lógica de lo imprevisto se revela —donación de Píndaro a la lírica de todos los tiempos— como fundamento de la sensualidad poética.

No podían los poemas de Píndaro, pues, ser difíciles para quienes los oían; si alguna vez eran oscuros, su misma oscuridad vendría a ser para ellos como el brotar de otra fuente de fruición vital.

Ahora se asevera que la comprensión de esos poemas requiere de un esfuerzo arduo y continuado; que son pocos los que alcanzan esa finalidad.

A mi juicio, comprendiéndolos o no, según lo que por comprensión se entienda, dichos poemas, por su propia grandeza, son causa de placer desde la primera lectura que de ellos se hace. Así pues, considero que resultan difíciles y oscuros no para los lectores ingenuos sino para los eruditos y, desgraciadamente, para los traductores.

Porque ellos sí han de ocuparse en descifrar la sintaxis, en comprender las alusiones, en interpretar el estilo, en buscar la coherencia de los asuntos, en investigar la carga de matices de significado que la índole de la lengua griega pone en cada voz, y luego, el traductor ha de aplicarse también a la tarea de encontrar equivalentes en su propio idioma, a tal sintaxis, a tal estilo, a esa coherencia, a esos significados verbales.

Tarea imposible, en el caso de Píndaro. Durante mis años de traductor, he pretendido siempre dar versiones literales de los autores en que me he ocupado, y he defendido el mérito y la posibilidad de ese género de versiones.

Dejando aparte el problema de las cantidades silábicas, creo que no sería fácil negar que, por ejemplo, el verso de Virgilio maioresque cadunt altis de montibus umbrae, se ve claramente reflejado en su versión en español: «y mayores caen de los altos montes las sombras». Pero esta literalidad, posible al verter del latín al español por las apretadas conexiones morfológicas, prosódicas y sintácticas que hay entre ambas lenguas, se vuelve en hondamente problemática al traducir del griego, inclusive a poetas que pudieran decirse más «sencillos» como Solón o Mimnermo, y llega a presentarse como radical imposibilidad al intentar la traducción de Píndaro, entre otras causas, por aquellas que antes he referido.

Con todo eso, me he puesto a esa imposible tarea. Explicaré por qué.

Para quien no conoce la lengua griega, las traducciones son la única vía con que cuenta para acercarse a la poesía de Píndaro, mientras mayor número de éstas haya, más ancha y transitable será, pues, esa vía. Además, lo que afirma mi maestro, Alfonso Méndez Plancarte a propósito de las versiones de Horacio, haciendo ver que «múltiples traducciones nos dan repartidamente sus excelencias», me parece aplicable obviamente al caso de Píndaro.

Por otra parte, siendo las versiones de este poeta al español, en prosa y en verso, escasas y deficientes, quizá no sobre una más, en especial por el hecho de atenerse las anteriores a la costumbre de parafrasear al traducir, con lo cual se diluye y llega a nulificarse la energía lírica patente en el original griego.

Útiles son también las traducciones para quienes pretendan aprender el griego, entre los cuales aspiro a incluirme. A ellos se dirige principalmente la mía de Píndaro. Con auxilio en esta edición bilingüe, acaso el estudiante podrá aproximarse más en breve al deleite de la lectura del texto, cosa que yo he intentado mientras lo iba traduciendo.

Con el fin de propiciar ese acercamiento suyo, he evitado en mi trabajo todo cuanto es perífrasis, o invención. Sólo en los casos en que sin algún verbo o alguna conjunción o preposición, el español hubiera quedado incomprensible, me atreví a añadir voces que no aparecen en el original.

He procurado casi hasta donde puede, verter casi palabra por palabra.

Se burla Píndaro en su Olímpico II, aclarando que sus versos hablan directamente a los perspicaces, pero para el vulgo requieren de intérpretes. En este trabajo he recurrido a cuantos intérpretes, viejos y modernos, tuve a mi alcance.

Cito entre ellos a Boeckh, Heyne, Dissen, Beck, Laurand, Boissonade, Borghi, Sandys, Billson, Bowra, Fray Luis de León, Montes de Oca, Puech; a Fernández-Galiano, cuyo texto sigo en mi versión. A todos ellos y a otros más, directa o indirectamente consultados, mucho es lo que les debo.

Especial gratitud dedico a la pródiga sabiduría de Salvador Díaz Cintora, quien revisó pacientemente mi traducción, y me dio varios y siempre acertados consejos que siempre me esforcé por seguir.

 

 

Rubén Bonifaz Nuño

 

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