Gaston Bachelard: Instante poético e instante metafísico

Este 27 de junio, a 131 años del nacimiento del poeta, crítico y epistemólogo francés Gaston Bachelard (1884-1962). Presentamos el texto que dedicó en L’Intuition de l’instant (1932) al instante poético y la disolución de la «burda» dualidad sujeto-objeto, hacia una filosofía de la unicidad. Pensador heterodoxo, la mayor parte de la obra de Bachelard está dedicada a la poesía y la imaginación.

 

 

 

 

 

 

 

I

 

LA POESÍA es una metafísica instantánea. En un breve poema, debe dar una visión del universo y el secreto de un alma, un ser y unos objetos, todo al mismo tiempo. Si sigue simplemente el tiempo de la vida, es menos que la vida; sólo puede ser más que la vida inmovilizando la vida, viviendo en el lugar de los hechos la dialéctica de las dichas y de las penas. Y entonces es principio de una simultaneidad esencial en que el ser más disperso, en que el ser más desunido conquista su unidad.

Mientras todas las demás experiencias metafísicas se preparan en prólogos interminables, la poesía se niega a los preámbulos, a los principios, a los métodos y a las pruebas. Se niega a la duda. Cuando mucho necesita un preludio de silencio. Antes que nada, golpeando contra palabras huecas, hace callar la prosa o el canturreo que dejarían en el alma del lector una continuidad de pensamiento o de murmullo. Luego, tras las sonoridades huecas, produce su instante. Y para construir un instante complejo, para reunir en ese instante gran número de simultaneidades, destruye el poeta la continuidad simple del tiempo encadenado.

Así, en todo poema verdadero se pueden encontrar los elementos de un tiempo detenido, de un tiempo que no sigue el compás, de un tiempo al que llamaremos «vertical» para distinguirlo de un tiempo común que corre horizontalmente con el agua del río y con el viento que pasa. De allí cierta paradoja que es preciso enunciar con claridad: mientras que el tiempo de la prosodia es horizontal, el tiempo de la poesía es vertical. La prosodia sólo organiza sonoridades sucesivas; rige cadencias, administra fugas y conmociones, con frecuencia, ¡ay!, a contratiempo. Aceptando las consecuencias del instante poético, la prosodia permite acercarse a la prosa, al pensamiento explicado, a los amores tenidos, a la vida social, a la vida corriente, a la vida que corre, lineal y continua. Mas todas las reglas prosódicas son sólo medios, viejos medios. El fin es la verticalidad, la profundidad o la altura; es el instante estabilizado en que, ordenándose, las simultaneidades demuestran que el instante poético tiene perspectiva metafísica.

El instante poético es entonces necesariamente complejo: conmueve, prueba —invita, consuela—, es sorprendente y familiar. En esencia, el instante poético es una relación armónica de dos opuestos. En el instante apasionado del poeta hay siempre un poco de razón; en la recusación razonada queda siempre un poco de pasión. Las antítesis sucesivas gustan al poeta. Mas para el encanto, para el éxtasis, es preciso que las antítesis se contraigan en ambivalencia. Entonces surge el instante poético… El instante poético es cuando menos conciencia de una ambivalencia. Pero es más, porque es una ambivalencia excitada, activa-dinámica. El instante poético obliga al ser a valuar o devaluar. En el instante poético, el ser sube o baja, sin aceptar el tiempo del mundo que reduciría la ambivalencia o la antítesis y lo simultáneo a lo sucesivo.

Esa relación de la antítesis o de la ambivalencia se verificará fácilmente si se está dispuesto a comulgar con el poeta, quien, con toda evidencia, vive en un instante ambos términos de sus antítesis. Al segundo término no lo llama el primero. Ambos términos nacieron juntos. Desde ese momento se encontrarán los verdaderos instantes poéticos de un poema en todos los puntos en que el corazón humano pueda invertir las antítesis. De una manera más intuitiva, la ambivalencia bien urdida se revela por su carácter temporal: en vez del tiempo masculino y valiente que se lanza y que rompe, en vez del tiempo suave y sumiso que lamenta y que llora, he aquí el instante andrógino. El misterio poético es un androginia.

 

 

II

 

Mas, ¿es tiempo todavía ese pluralismo de acontecimientos contradictorios encerrados en un solo instante? ¿Es tiempo toda esa perspectiva vertical que domina el instante poético? Sí, pues las simultaneidades acumuladas son simultaneidades ordenadas. Dan al instante una dimensión puesto que le dan un orden interno. Ahora bien, el tiempo es un orden y no otra cosa. Y todo orden es un tiempo. El orden de las ambivalencias en el instante es, por tanto, un tiempo.

Y es ese tiempo vertical el que descubre el poeta cuando recusa el tiempo horizontal, es decir, el devenir de los otros, el devenir de la vida y el devenir del mundo. Estos son entonces los tres órdenes de experiencias sucesivas que deben desatar al ser encadenado en el tiempo horizontal.

  1. Acostumbrarse a no referir el tiempo propio al tiempo de los demás; romper los marcos sociales de la duración.
  1. Acostumbrarse a no referir el tiempo propio al tiempo de las cosas; romper los marcos fenoménicos de la duración.
  1. Acostumbrarse —difícil ejercicio— a no referir el tiempo propio al tiempo de la vida: no saber si el corazón late, si la dicha surge; romper los marcos vitales de la duración.

Entonces y sólo entonces se logra la referencia auto-sincrónica, en el centro de sí mismo y sin vida periférica. Toda la horizontalidad llana se borra de pronto. El tiempo no corre. Brota.

 

 

III

 

Para conservar o, mejor dicho, para recobrar ese instante poético estabilizado, hay poetas, como Mallarmé, que violentan directamente el tiempo horizontal, que invierten la sintaxis, que detienen o desvían las consecuencias del instante poético. Las prosodias complejas ponen guijarros en el arroyo para que las ondas pulvericen las imágenes fútiles, y para que los remolinos quiebren los reflejos. Leyendo a Mallarmé, de pronto se tiene la impresión de un tiempo recurrente que viene a acabar instantes acabados. Entonces se viven tardíamente los instantes que habrían tenido que vivirse: sensación ésta tanto más extraña cuanto que no participa en ningún lamento, en ningún arrepentimiento ni en ninguna nostalgia. Simple y sencillamente está hecha de un tiempo trabajado que a veces sabe poner el eco ante la voz y la negativa ante la confesión.

Otros poetas más felices captan naturalmente el instante estabilizado. Como los chinos, Baudelaire ve la hora en el ojo de los gatos, la hora insensible en que la pasión es tan completa que desdeña realizarse: «En el fondo de sus ojos adorables veo siempre la hora claramente, siempre la misma, es una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin divisiones de minutos ni de segundos, una hora inmóvil que no marcan los relojes… Para los poetas que así realizan el instante fácilmente, el poema no se desarrolla sino se trama, se teje de nudo en nudo. Su drama no se efectúa. Su mal es una flor tranquila.

En equilibrio a la medianoche, sin esperar nada del soplo de las horas, el poeta se despoja de toda vida inútil; siente la ambivalencia abstracta del ser y del no ser. En las tinieblas ve mejor su propia luz. La soledad le brinda el pensamiento solitario, un pensamiento sin desviación, un pensamiento que se eleva y se apasiona exaltándose puramente.

El tiempo vertical se eleva. A veces también se hunde. Para quien sabe leer El cuervo, medianoche nunca más suena horizontalmente. Suena en el alma bajando, bajando… Raras son las noches en que tengo el valor de bajar hasta el fondo, hasta la duodécima campanada, hasta la duodécima herida, hasta el duodécimo recuerdo… Entonces vuelvo al tiempo llano; encadeno, me reencadeno y vuelvo al lado de los vivos, vuelvo a la vida. Para vivir es preciso traicionar fantasmas…

A lo largo de ese tiempo vertical —bajando— se escalonan las peores penas, las penas sin causalidad temporal, las penas agudas que traspasan un corazón por una nada, sin languidecer jamás. A lo largo del tiempo vertical —subiendo— se consolida el consuelo sin esperanza, ese extraño consuelo autóctono y sin protector. En pocas palabras, todo aquello que nos desliga de la causa y de la recompensa, todo aquello que niega la historia íntima y el deseo mismo, todo aquello que devalúa a la vez el pasado y el porvenir está allí, en ese instante poético. ¿Se desea un estudio de un pequeño fragmento del tiempo vertical? Que se tome el instante poético del lamento sonriente, en el momento mismo en que la noche duerme y estabiliza las tinieblas, en que las horas apenas respiran y en que la soledad por sí sola es ya un remordimiento. Los polos ambivalentes del lamento sonriente casi se tocan. La menor oscilación sustituye al uno por el otro. El lamento sonriente es por tanto una de las ambivalencias más sensibles de un corazón sensible. Pues bien, con toda evidencia se desarrolla en un tiempo vertical, puesto que ninguno de los dos momentos, ni la sonrisa ni el lamento, es su antecedente. Aquí, el sentimiento es reversible o, mejor dicho, la reversibilidad del ser está aquí sentimentalizada: la sonrisa lamenta y el lamento sonríe, el lamento consuela. Ninguno de los tiempos expresados sucesivamente es causa del otro, y por lo tanto es prueba de que están mal expresados en el tiempo sucesivo, en el tiempo horizontal. Pero aun así hay del uno al otro un devenir, devenir que no se puede experimentar sino verticalmente, subiendo, con la impresión de que el lamento se aligera, de que el alma se eleva y de que el fantasma perdona. Entonces en verdad florece la desdicha. De tal suerte que un metafísico sensible encontrará en el lamento sonriente la belleza formal de la desdicha. En función de la causalidad formal comprenderá el valor de desmaterialización donde se reconoce el instante poético. Nueva prueba ésta de que la causalidad formal se desarrolla en el interior del instante, en el sentido de un tiempo vertical, mientras que la causalidad eficiente se desarrolla en la vida y en las cosas, horizontalmente, agrupando instantes de intensidades diversas.

Naturalmente, dentro de la perspectiva del instante se pueden experimentar ambivalencias de mayor alcance: «De muy niño sentí en el corazón dos sentimientos contradictorios: el horror por la vida y el éxtasis ante la vida» [Baudelaire]. Los instantes en que esos sentimientos se experimentan juntos inmovilizan el tiempo, pues experimentan juntos vinculados por el interés fascinante ante la vida. Llevan al ser fuera de la duración común. Y esa ambivalencia no se puede escribir en tiempos sucesivos como un vulgar balance de alegrías y de penas pasajeras. Opuestos tan vivos y tan fundamentales derivan de una metafísica inmediata. Su oscilación se vive en un solo instante, mediante éxtasis y caídas que incluso pueden oponerse a los acontecimientos: el mismo hastío de la vida llega a invadirnos en el gozo tan fatalmente como el orgullo en la desgracia. Los temperamentos cíclicos que en la duración habitual y siguiendo a la luna desarrollan estados contradictorios no ofrecen sino parodias de la ambivalencia fundamental. Sólo una psicología profunda del instante podrá darnos los esquemas necesarios para comprender el drama poético esencial.

 

 

IV

 

Por lo demás, es sorprendente que uno de los poetas que han captado con mayor fuerza los instantes decisivos del ser sea el poeta de las correspondencias. La correspondencia baudelairiana no es, como muy frecuentemente se ha manifestado, una simple transposición que dé un código de analogías sensuales. Es una suma del ser sensible en un solo instante. Pero las simultaneidades sensibles que reúnen los perfumes, los colores y los sonidos no hacen más que preparar simultaneidades más lejanas y más profundas. En esas dos unidades de la noche y de la luz se encuentra la doble eternidad del bien y del mal. Por lo demás, lo que tienen de «vasto» la noche y la claridad no debe sugerirnos una visión espacial. La noche y la luz no se evocan por su extensión, por su infinito, sino por su unidad. La noche no es un espacio. Es una amenaza de eternidad. Noche y luz son instantes inmóviles, instantes oscuros o luminosos, alegres o tristes, oscuros y luminosos, alegres y tristes. Nunca el instante poético fue más completo que en ese verso donde se le puede asociar a la vez con la inmensidad del día y de la noche. Nunca se ha hecho sentir tan físicamente la ambivalencia de los sentimientos, el maniqueísíno de los principios.

Meditando por ese camino se llega pronto a esta conclusión: toda moralidad es instantánea. El imperativo categórico de la moralidad nada tiene que ver con la duración. No tiene ninguna causa sensible, no espera ninguna consecuencia. Va directo y verticalmente por el tiempo de las formas y de las personas. El poeta es entonces guía natural del metafísico que quiere comprender todas las fuerzas de uniones instantáneas, el ímpetu del sacrificio, sin dejarse dividir por la dualidad filosófica burda del sujeto y del objeto, sin dejarse detener por el dualismo del egoísmo y del deber. El poeta anima una dialéctica más sutil. En el mismo instante, revela a la vez la solidaridad de la forma y de la persona. Demuestra que la forma es una persona y que la persona es una forma. La poesía es así un instante de la causa formal, un instante de la fuerza personal. Entonces se desinteresa de lo que rompe y de lo que disuelve, de una duración que dispersa «ecos». Busca el instante. Sólo necesita del instante. Crea el instante. Fuera del instante sólo hay prosa y canción. En el tiempo vertical de un instante inmovilizado encuentra la poesía su dinamismo específico. Hay un dinamismo puro de la poesía pura. Es el que se desarrolla verticalmente en el tiempo de las formas y de las personas.

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