Luis de Góngora: Soledad Primera

454 años del nacimiento de don Luis de Góngora y Argote (1561-1627). A modo de homenaje, presentamos su Soledad Primera, el maravilloso ensayo de Arnulfo Herrera, especialista en la literatura de los siglos de oro, que lo retrata de cuerpo entero y un romance del poeta cordobés.

 

 

 

 

 

 

 

 

Soledad Primera

 

 

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

(media luna las armas de su frente,

y el Sol todos los rayos de su pelo),

luciente honor del cielo,

en campos de zafiro pace estrellas,

cuando el que ministrar podía la copa

a Júpiter mejor que el garzón de Ida,

náufrago y desdeñado, sobre ausente,

lagrimosas de amor dulces querella

da al mar, que condolido,

fue a las ondas, fue al viento

el mísero gemido,

segundo de Arïón dulce instrumento.

Del siempre en la montaña opuesto pino

al enemigo Noto,

piadoso miembro roto,

breve tabla, delfín no fue pequeño

al inconsiderado peregrino,

que a una Libia de ondas su camino

fió, y su vida a un leño.

Del Océano pues antes sorbido,

y luego vomitado

no lejos de un escollo coronado

de secos juncos, de calientes plumas,

alga todo y espumas,

halló hospitalidad donde halló nido

de Júpiter el ave.

Besa la arena, y de la rota nave

aquella parte poca

que le expuso en la playa dio a la roca;

que aun se dejan las peñas

lisonjear de agradecidas señas.

Desnudo el joven, cuanto ya el vestido

Océano ha bebido,

restituir le hace a las arenas;

y al Sol lo extiende luego,

que, lamiéndolo apenas

su dulce lengua de templado fuego,

lento lo embiste, y con süave estilo

la menor onda chupa al menor hilo.

 

No bien pues de su luz los horizontes,

que hacían desigual, confusamente,

montes de agua y piélagos de montes,

desdorados los siente,

cuando, entregado el mísero extranjero

en lo que ya del mar redimió fiero,

entre espinas crepúsculos pisando,

riscos que aun igualara mal volando

veloz, intrépida ala,

menos cansado que confuso, escala.

Vencida al fin la cumbre,

del mar siempre sonante,

de la muda campaña

árbitro igual e inexpugnable muro,

con pie ya más seguro

declina al vacilante

breve esplendor del mal distinta lumbre,

farol de una cabaña

que sobre el ferro está en aquel incierto

golfo de sombras anunciando el puerto.

«Rayos, les dice, ya que no de Leda

trémulos hijos, sed de mi fortuna

término luminoso.» Y recelando

de invidïosa bárbara arboleda

interposición, cuando

de vientos no conjuración alguna,

cual haciendo el villano

la fragosa montaña fácil llano,

atento sigue aquella

(aun a pesar de las tinieblas bella,

aun a pesar de las estrellas clara)

piedra, indigna tïara,

si tradición apócrifa no miente,

de animal tenebroso, cuya frente

carro es brillante de nocturno día:

tal, diligente, el paso

el joven apresura,

midiendo la espesura

con igual pie que el raso,

fijo, a despecho de la niebla fría,

en el carbunclo, Norte de su aguja,

o el Austro brame, o la arboleda cruja.

El can ya vigilante

convoca, despidiendo al caminante,

y la que desvïada

luz poca pareció, tanta es vecina,

que yace en ella robusta encina,

mariposa en cenizas desatada.

 

Llegó pues el mancebo, y saludado,

sin ambición, sin pompa de palabras,

de los conducidores fue de cabras,

que a Vulcano tenían coronado.

 

«¡Oh bienaventurado

albergue a cualquier hora,

templo de Pales, alquería de Flora!

No moderno artificio

borró designios, bosquejó modelos,

al cóncavo ajustando de los cielos

el sublime edificio;

retamas sobre robre

tu fábrica son pobre,

do guarda, en vez de acero,

la inocencia al cabrero

más que el silbo al ganado.

¡Oh bienaventurado

albergue a cualquier hora!

No en ti la ambición mora

hidrópica de viento,

ni la que su alimento

el áspid es gitano;

no la que, en vulto comenzando humano,

acaba en mortal fiera,

esfinge bachillera,

que hace hoy a Narciso

ecos solicitar, desdeñar fuentes;

ni la que en salvas gasta impertinentes

la pólvora del tiempo más preciso;

ceremonia profana

que la sinceridad burla villana

sobre el corvo cayado.

¡Oh bienaventurado

albergue a cualquier hora!

Tus umbrales ignora

la adulación, sirena

de Reales Palacios, cuya arena

besó ya tanto leño,

trofeos dulces de un canoro sueño.

No a la soberbia está aquí la mentira

dorándole los pies, en cuanto gira

la esfera de sus plumas,

ni de los rayos baja a las espumas

favor de cera alado.

¡Oh bienaventurado

albergue a cualquier hora!»

 

No pues de aquella sierra, engendradora

más de fierezas que de cortesía,

la gente parecía

que hospedó al forastero

con pecho igual de aquel candor primero

que, en las selvas contento,

tienda el fresno le dio, el robre alimento.

Limpio sayal, en vez de blanco lino,

cubrió el cuadrado pino,

y en boj, aunque rebelde, a quien el torno

forma elegante dio sin culto adorno,

leche que exprimir vio la alba aquel día,

mientras perdían con ella

los blancos lilios de su frente bella,

gruesa le dan y fría,

impenetrable casi a la cuchara,

del sabio Alcimedón invención rara.

El que de cabras fue dos veces ciento

esposo casi un lustro (cuyo diente

no perdonó a racimo, aun en la frente

de Baco, cuanto más en su sarmiento,

triunfador siempre de celosas lides,

lo coronó el Amor; mas rival tierno,

breve de barba y duro no de cuerno,

redimió con su muerte tantas vides),

servido ya en cecina,

purpúreos hilos es de grana fina.

Sobre corchos después, más regalado

sueño le solicitan pieles blandas,

que al Príncipe entre holandas,

púrpura tiria o milanés brocado.

No de humosos vinos agravado

es Sísifo en la cuesta, si en la cumbre

de ponderosa vana pesadumbre

es, cuanto más despierto, más burlado.

De trompa militar no, o destemplado

son de cajas fue el sueño interrumpido,

de can sí, embravecido

contra la seca hoja

que el viento repeló a alguna coscoja.

Durmió, y recuerda al fin cuando las aves,

esquilas dulces de sonora pluma,

señas dieron süaves

del Alba al Sol, que el pabellón de espuma

dejó, y en su carroza

rayó el verde obelisco de la choza.

 

Agradecido pues el peregrino,

deja el albergue, y sale acompañado

de quien lo lleva donde levantado,

distante pocos pasos del camino,

imperïoso mira la campaña

un escollo apacible, galería

que festivo teatro fue algún día

de cuantos pisan Faunos la montaña.

Llegó y, a vista tanta

obedeciendo la dudosa planta,

inmóvil se quedó sobre un lentisco,

verde balcón del agradable risco.

Si mucho poco mapa le despliega,

mucho es más lo que, nieblas desatando,

confunde el Sol y la distancia niega.

Muda la admiración habla callando,

y ciega un río sigue que, luciente

de aquellos montes hijo,

con torcido discurso, aunque prolijo,

tiraniza los campos útilmente;

orladas sus orillas de frutales,

quiere la Copia que su cuerno sea,

si al animal armaron de Amaltea

diáfanos cristales;

engazando edificios en su plata,

de muros se corona,

rocas abraza, islas aprisiona,

de la alta gruta donde se desata

hasta los jaspes líquidos, adonde

su orgullo pierde y su memoria esconde.

 

«Aquéllas que los árboles apenas

dejan ser torres hoy, dijo el cabrero

con muestras de dolor extraordinarias,

las estrellas nocturnas luminarias

eran de sus almenas,

cuando el que ves sayal fue limpio acero.

Yacen ahora, y sus desnudas piedras

visten piadosas yedras,

que a rüinas y a estragos

sabe el tiempo hacer verdes halagos.»

 

Con gusto el joven y atención le oía,

cuando torrente de armas y de perros,

que si precipitados no los cerros,

las personas tras de un lobo traía,

tierno discurso y dulce compañía

dejar hizo al serrano,

que del sublime espacïoso llano

al huésped al camino reduciendo,

al venatorio estruendo,

pasos dando veloces,

número crece y multiplica voces.

 

Bajaba entre sí el joven admirando

armado a Pan, o semicapro a Marte,

en el pastor mentidos, que con arte

culto principio dio al discurso, cuando

rémora de sus pasos fue su oído,

dulcemente impedido

de canoro instrumento, que pulsado

era de una serrana junto a un tronco,

sobre un arroyo de quejarse ronco,

mudo sus ondas, cuando no enfrenado.

Otra con ella montaraz zagala

juntaba el cristal líquido al humano

por el arcaduz bello de una mano

que al uno menosprecia, al otro iguala.

Del verde margen otra las mejores

rosas traslada y lilios al cabello,

o por lo matizado o por lo bello,

si Aurora no con rayos, Sol con flores.

Negras pizarras entre blancos dedos

ingenïosa hiere otra, que dudo

que aun los peñascos la escucharan quedos.

Al son pues deste rudo

sonoroso instrumento,

lasciva el movimiento,

mas los ojos honesta,

altera otra bailando la floresta.

Tantas al fin el arroyuelo, y tantas

montañesas da el prado, que dirías

ser menos las que verdes Hamadrías

abortaron las plantas:

inundación hermosa

que la montaña hizo populosa

de sus aldeas todas

a pastorales bodas.

De una encina embebido

en lo cóncavo, el joven mantenía

la vista de hermosura, y el oído

de métrica armonía.

El Sileno buscaba

de aquellas que la sierra dio Bacantes,

ya que Ninfas las niega ser errantes

el hombro sin aljaba,

o si del Termodonte,

émulo del arroyuelo desatado

de aquel fragoso monte,

escuadrón de Amazonas desarmado

tremola en sus riberas

pacíficas banderas.

 

Vulgo lascivo erraba

al voto del mancebo,

el yugo de ambos sexos sacudido,

al tiempo que, de flores impedido

el que ya serenaba

la región de su frente rayo nuevo,

purpúrea terneruela, conducida

de su madre, no menos enramada,

entre albogues se ofrece, acompañada

de juventud florida.

Cuál dellos las pendientes sumas graves

de negras baja, de crestadas aves,

cuyo lascivo esposo vigilante

doméstico es del Sol nuncio canoro,

y de coral barbado, no de oro

ciñe, sino de púrpura, turbante.

Quién la cerviz oprime

con la manchada copia

de los cabritos más retozadores,

tan golosos, que gime

el que menos peinar puede las flores

de su guirnalda propia.

No el sitio, no, fragoso,

no el torcido taladro de la tierra,

privilegió en la sierra

la paz del conejuelo temeroso;

trofeo ya su número es a un hombro,

si carga no y asombro.

Tú, ave peregrina,

arrogante esplendor, ya que no bello,

del último Occidente,

penda el rugoso nácar de tu frente

sobre el crespo zafiro de tu cuello,

que Himeneo a sus mesas te destina.

Sobre dos hombros larga vara ostenta

en cien aves cien picos de rubíes,

tafiletes calzadas carmesíes,

emulación y afrenta

aun de los berberiscos,

en la inculta región de aquellos riscos.

Lo que lloró la Aurora,

si es néctar lo que llora,

y, antes que el Sol, enjuga

la abeja que madruga

a libar flores y a chupar cristales,

en celdas de oro líquido, en panales

la orza contenía

que un montañés traía.

No excedía la oreja

el pululante ramo

del ternezuelo gamo,

que mal llevar se deja,

y con razón, que el tálamo desdeña

la sombra aun de lisonja tan pequeña.

 

El arco del camino pues torcido,

que habían con trabajo

por la fragosa cuerda del atajo

las gallardas serranas desmentido,

de la cansada juventud vencido,

los fuertes hombros con las cargas graves,

treguas hechas süaves,

sueño le ofrece a quien buscó descanso

el ya sañudo arroyo, ahora manso.

Merced de la hermosura que ha hospedado,

efectos, si no dulces, del concento

que, en las lucientes de marfil clavijas,

las duras cuerdas de las negras guijas

hicieron a su curso acelerado,

en cuanto a su furor perdonó el viento.

 

Menos en renunciar tardó la encina

el extranjero errante,

que en reclinarse el menos fatigado

sobre la grana que se viste fina

su bella amada, deponiendo amante

en las vestidas rosas su cuidado.

Saludolos a todos cortésmente,

y, admirado no menos

de los serranos que correspondido,

las sombras solicita de unas peñas.

De lágrimas los tiernos ojos llenos,

reconociendo el mar en el vestido

(que beberse no pudo el Sol ardiente

las que siempre dará cerúleas señas),

político serrano,

de canas grave, habló desta manera:

 

«¿Cuál tigre, la más fiera

que clima infamó hircano,

dio el primer alimento

al que, ya deste o de aquel mar, primero

surcó, labrador fiero,

el campo undoso en mal nacido pino,

vaga Clicie del viento,

en telas hecho, antes que en flor, el lino?

Más armas introdujo este marino

monstruo, escamado de robustas hayas,

a las que tanto mar divide playas,

que confusión y fuego

al frigio muro el otro leño griego.

Náutica industria investigó tal piedra,

que, cual abraza yedra

escollo, el metal ella fulminante

de que Marte se viste y, lisonjera,

solicita el que más brilla diamante

en la nocturna capa de la esfera,

estrella a nuestro Polo más vecina;

y, con virtud no poca,

distante le revoca,

elevada la inclina

ya de la Aurora bella

al rosado balcón, ya a la que sella,

cerúlea tumba fría,

las cenizas del día.

En esta pues fiándose atractiva,

del Norte amante dura, alado roble,

no hay tormentoso cabo que no doble,

ni isla hoy a su vuelo fugitiva.

Tifis el primer leño mal seguro

condujo, muchos luego Palinuro;

si bien por un mar ambos, que la tierra

estanque dejó hecho,

cuyo famoso estrecho

una y otra de Alcides llave cierra.

Piloto hoy la Codicia, no de errantes

árboles, mas de selvas inconstantes,

al padre de las aguas Ocëano

(de cuya monarquía

el Sol, que cada día

nace en sus ondas y en sus ondas muere,

los términos saber todos no quiere)

dejó primero de su espuma cano,

sin admitir segundo

en inculcar sus límites al mundo.

Abetos suyos tres aquel tridente

violaron a Neptuno,

conculcado hasta allí de otro ninguno,

besando las que al Sol el Occidente

le corre en lecho azul de aguas marinas,

turquesadas cortinas.

A pesar luego de áspides volantes,

sombra del Sol y tósigo del viento,

de Caribes flechados, sus banderas

siempre gloriosas, siempre tremolantes,

rompieron los que armó de plumas ciento

Lestrigones el istmo, aladas fieras;

el istmo que al Océano divide,

y, sierpe de cristal, juntar le impide

la cabeza, del Norte coronada,

con la que ilustra el Sur cola escamada

de antárticas estrellas.

Segundos leños dio a segundo Polo

en nuevo mar, que le rindió no sólo

las blancas hijas de sus conchas bellas,

mas los que lograr bien no supo Midas

metales homicidas.

No le bastó después a este elemento

conducir orcas, alistar ballenas,

murarse de montañas espumosas,

infamar blanqueando sus arenas

con tantas del primer atrevimiento

señas, aun a los buitres lastimosas,

para con estas lastimosas señas

temeridades enfrenar segundas.

Tú, Codicia, tú, pues, de las profundas

estigias aguas torpe marinero,

cuantos abre sepulcros el mar fiero

a tus huesos desdeñas.

El promontorio que Éolo sus rocas

candados hizo de otras nuevas grutas

para el Austro de alas nunca enjutas,

para el Cierzo espirante por cien bocas,

doblaste alegre, y tu obstinada entena

cabo lo hizo de Esperanza Buena.

Tantos luego astronómicos presagios

frustrados, tanta náutica doctrina,

debajo de la zona más vecina

al Sol, calmas vencidas y naufragios,

los reinos de la Aurora al fin besaste,

cuyos purpúreos senos perlas netas,

cuyas minas secretas

hoy te guardan su más precioso engaste.

La aromática selva penetraste,

que al pájaro de Arabia (cuyo vuelo

arco alado es del cielo,

no corvo, mas tendido)

pira le erige, y le construye nido.

Zodíaco después fue cristalino

a glorïoso pino,

émulo vago del ardiente coche

del Sol, este elemento,

que cuatro veces había sido ciento

dosel al día y tálamo a la noche,

cuando halló de fugitiva plata

la bisagra, aunque estrecha, abrazadora

de un Océano y otro, siempre uno,

o las columnas bese o la escarlata,

tapete de la Aurora.

Esta pues nave, ahora

en el húmido templo de Neptuno

varada pende a la inmortal memoria

con nombre de Victoria.

De firmes islas no la inmóvil flota

en aquel mar del Alba te describo,

cuyo número, ya que no lascivo,

por lo bello, agradable y por lo vario

la dulce confusión hacer podía,

que en los blancos estanques del Eurota

la virginal desnuda montería,

haciendo escollos o de mármol pario

o de terso marfil sus miembros bellos,

que pudo bien Acteón perderse en ellos.

El bosque dividido en islas pocas,

fragante productor de aquel aroma

que, traducido mal por el Egito,

tarde lo encomendó el Nilo a sus bocas,

y ellas más tarde a la gulosa Grecia,

clavo no, espuela sí del apetito,

que cuanto en concocelle tardó Roma

fue templado Catón, casta Lucrecia,

quédese, amigo, en tan inciertos mares,

donde con mi hacienda

del alma se quedó la mejor prenda,

cuya memoria es buitre de pesares.»

 

En suspiros con esto,

y en más anegó lágrimas el resto

de su discurso el montañés prolijo,

que el viento su caudal, el mar su hijo.

 

Consolalle pudiera el peregrino

con las de su edad corta historias largas,

si, vinculados todos a sus cargas

cual próvidas hormigas a sus mieses,

no comenzaran ya los montañeses

a esconder con el número el camino,

y el cielo con el polvo. Enjugó el viejo

del tierno humor las venerables canas,

y levantando al forastero, dijo:

«Cabo me han hecho, hijo,

deste hermoso tercio de serranas;

si tu neutralidad sufre consejo,

y no te fuerza obligación precisa,

la piedad que en mi alma ya te hospeda

hoy te convida al que nos guarda sueño

política alameda,

verde muro de aquel lugar pequeño

que, a pesar de esos fresnos, se divisa;

sigue la femenil tropa conmigo:

verás curioso y honrarás testigo

el tálamo de nuestros labradores,

que de tu calidad señas mayores

me dan que del Océano tus paños,

o razón falta donde sobran años.»

 

Mal pudo el extranjero, agradecido,

en tercio tal negar tal compañía

y en tan noble ocasión tal hospedaje.

Alegres pisan la que, si no era

de chopos calle y de álamos carrera,

el fresco de los céfiros rüido,

el denso de los árboles celaje

en duda ponen cuál mayor hacía

guerra al calor o resistencia al día.

Coros tejiendo, voces alternando,

sigue la dulce escuadra montañesa

del perezoso arroyo el paso lento,

en cuanto él hurta blando,

entre los olmos que robustos besa,

pedazos de cristal, que el movimiento

libra en la falda, en el coturno ella,

de la coluna bella,

ya que celosa basa,

dispensadora del cristal no escasa.

Sirenas de los montes su concento,

a la que menos del sañudo viento

pudiera antigua planta

temer rüina o recelar fracaso,

pasos hiciera dar el menor paso

de su pie o su garganta.

Pintadas aves, cítaras de pluma,

coronaban la bárbara capilla,

mientras el arroyuelo para oílla

hace de blanca espuma

tantas orejas cuantas guijas lava,

de donde es fuente a donde arroyo acaba.

Vencedores se arrogan los serranos

los consignados premios otro día,

ya al formidable salto, ya a la ardiente

lucha, ya a la carrera polvorosa.

El menos ágil, cuantos comarcanos

convoca el caso él solo desafía,

consagrando los palios a su esposa,

que a mucha fresca rosa

beber el sudor hace de su frente,

mayor aún del que espera

en la lucha, en el salto, en la carrera.

 

Centro apacible un círculo espacioso

a más caminos que una estrella rayos

hacía, bien de pobos, bien de alisos,

donde la Primavera,

calzada abriles y vestida mayos,

centellas saca de cristal undoso

a un pedernal orlado de narcisos.

Este pues centro era

meta umbrosa al vaquero convecino,

y delicioso término al distante,

donde, aún cansado más que el caminante,

concurría el camino.

Al concento se abaten cristalino

sedientas las serranas,

cual simples codornices al reclamo

que les miente la voz, y verde cela

entre la no espigada mies la tela.

Músicas hojas viste el menor ramo

del álamo que peina verdes canas;

no céfiros en él, no ruiseñores

lisonjear pudieron breve rato

al montañés que, ingrato

al fresco, a la armonía y a las flores,

del sitio pisa ameno

la fresca hierba cual la arena ardiente

de la Libia, y a cuantas da la fuente

sierpes de aljófar, aún mayor veneno

que a las del Ponto tímido atribuye,

según el pie, según los labios huye.

 

Pasaron todos pues, y regulados

cual en los Equinocios surcar vemos

los piélagos del aire libre algunas

volantes no galeras,

sino grullas veleras,

tal vez creciendo, tal menguando lunas

sus distantes extremos,

caracteres tal vez formando alados

en el papel dïáfano del cielo

las plumas de su vuelo.

Ellas en tanto en bóvedas de sombras,

pintadas siempre al fresco,

cubren las que Sidón, telar turquesco,

no ha sabido imitar verdes alfombras.

Apenas reclinaron la cabeza

cuando, en número iguales y en belleza,

los márgenes matiza de las fuentes

segunda primavera de villanas,

que parientas del novio aún más cercanas

que vecinos sus pueblos, de presentes

prevenidas, concurren a las bodas.

Mezcladas hacen todas

teatro dulce, no de escena muda,

el apacible sitio: espacio breve

en que, a pesar del Sol, cuajada nieve,

y nieve de colores mil vestida,

la sombra vio florida

en la hierba menuda.

 

Viendo pues que igualmente les quedaba

para el lugar a ellas de camino

lo que al Sol para el lóbrego Occidente,

cual de aves se caló turba canora

a robusto nogal que acequia lava

en cercado vecino,

cuando a nuestros Antípodas la Aurora

las rosas gozar deja de su frente,

tal sale aquella que sin alas vuela

hermosa escuadra con ligero paso,

haciéndole atalayas del Ocaso

cuantos humeros cuenta la aldehuela.

 

El lento escuadrón luego

alcanzan de serranos,

y disolviendo allí la compañía,

al pueblo llegan con la luz que el día

cedió al sacro volcán de errante fuego,

a la torre de luces coronada

que el templo ilustra, y a los aires vanos

artificiosamente da exhalada

luminosas de pólvora saetas,

purpúreos no cometas.

Los fuegos pues el joven solemniza,

mientras el viejo tanta acusa tea

al de las bodas Dios, no alguna sea

de nocturno Faetón carroza ardiente,

y miserablemente

campo amanezca estéril de ceniza

la que anocheció aldea.

De Alcides le llevó luego a las plantas,

que estaban no muy lejos,

trenzándose el cabello verde a cuantas

da el fuego luces y el arroyo espejos.

Tanto garzón robusto,

tanta ofrecen los álamos zagala,

que abrevïara el Sol en una estrella,

por ver la menos bella,

cuantos saluda rayos el Bengala,

del Ganges cisne adusto.

La gaita al baile solicita el gusto,

a la voz el salterio;

cruza el Trïón más fijo el Hemisferio,

y el tronco mayor danza en la ribera;

el eco, voz ya entera,

no hay silencio a que pronto no responda;

fanal es del arroyo cada onda,

luz el reflejo, la agua vidrïera.

Términos le da el sueño al regocijo,

mas al cansancio no, que el movimiento

verdugo de las fuerzas es prolijo.

Los fuegos (cuyas lenguas ciento a ciento

desmintieron la noche algunas horas,

cuyas luces, del Sol competidoras,

fingieron día en la tiniebla oscura)

murieron, y en sí mismos sepultados,

sus miembros, en cenizas desatados,

piedras son de su misma sepultura.

Vence la noche al fin, y triunfa mudo

el silencio, aunque breve, del rüido.

Sólo gime ofendido

el sagrado laurel del hierro agudo.

Deja de su esplendor, deja desnudo

de su frondosa pompa al verde aliso

el golpe no remiso

del villano membrudo.

El que resistir pudo

al animoso Austro, al Euro ronco,

chopo gallardo, cuyo liso tronco

papel fue de pastores, aunque rudo,

a revelar secretos va a la aldea,

que impide Amor que aun otro chopo lea.

Estos árboles pues ve la mañana

mentir florestas y emular viales,

cuantos muró de líquidos cristales

agricultura urbana.

 

Recordó al Sol no de su espuma cana

la dulce de las aves armonía,

sino los dos topacios que batía,

orientales aldabas, Himeneo.

Del carro pues febeo

el luminoso tiro,

mordiendo oro, el eclíptico zafiro

pisar quería, cuando el populoso

lugarillo el serrano

con su huésped, que admira cortesano,

a pesar del estambre y de la seda,

el que tapiz frondoso

tejió de verdes hojas la arboleda,

y los que por las calles espaciosas

fabrican arcos, rosas,

oblicuos nuevos, pénsiles jardines,

de tantos como víolas jazmines.

 

Al galán novio el montañés presenta

su forastero; luego al venerable

padre de la que en sí bella se esconde

con ceño dulce y, con silencio afable,

beldad parlera, gracia muda ostenta,

cual del rizado verde botón, donde

abrevia su hermosura virgen rosa,

las cisuras cairela

un color que la púrpura que cela

por brújula concede vergonzosa.

Digna la juzga esposa

de un héroe, si no augusto, esclarecido,

el joven, al instante arrebatado

a la que, naufragante y desterrado,

le condenó a su olvido.

Este pues Sol que a olvido le condena,

cenizas hizo las que su memoria

negras plumas vistió, que infelizmente

sordo engendran gusano, cuyo diente,

minador antes lento de su gloria,

inmortal arador fue de su pena,

y en la sombra no más de la azucena,

que del clavel procura acompañada

imitar en la bella labradora

el templado color de la que adora,

víbora pisa tal el pensamiento,

que el alma, por los ojos desatada,

señas diera de su arrebatamiento,

si de zampoñas ciento

y de otros, aunque bárbaros, sonoros

instrumentos, no en dos festivos coros

vírgenes bellas, jóvenes lucidos,

llegaran conducidos.

El numeroso al fin de labradores

concurso impacïente

los novios saca: él, de años floreciente,

y de caudal más floreciente que ellos;

ella, la misma pompa de las flores,

la esfera misma de los rayos bellos.

El lazo de ambos cuellos

entre un lascivo enjambre iba de amores

Himeneo añudando,

mientras invocan su deidad la alterna

de zagalejas cándidas voz tierna

y de garzones este acento blando:

 

 

Coro I

 

«Ven, Himeneo, ven donde te espera,

con ojos y sin alas, un Cupido

cuyo cabello intonso dulcemente

niega el vello que el vulto ha colorido:

el vello, flores de su primavera,

y rayos el cabello de su frente.

Niño amó la que adora adolescente,

villana Psiques, Ninfa labradora

de la tostada Ceres. Ésta ahora,

en los inciertos de su edad segunda

crepúsculos, vincule tu coyunda

a su ardiente deseo.

Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

 

 

Coro II

 

«Ven, Himeneo, donde entre arreboles

de honesto rosicler, previene el día,

aurora de sus ojos soberanos,

virgen tan bella, que hacer podría

tórrida la Noruega con dos soles,

y blanca la Etïopia con dos manos.

Claveles del abril, rubíes tempranos,

cuantos engasta el oro del cabello,

cuantas (del uno ya y del otro cuello

cadenas) la concordia engarza rosas,

de sus mejillas siempre vergonzosas

purpúreo son trofeo.

Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

 

 

Coro I

 

«Ven, Himeneo, y plumas no vulgares

al aire los hijuelos den alados

de las que el bosque bellas Ninfas cela;

de sus carcajes, éstos, argentados,

flechen mosquetas, nieven azahares;

vigilantes aquéllos, la aldehuela

rediman del que más o tardo vuela,

o infausto gime pájaro nocturno;

mudos coronen otros por su turno

el dulce lecho conyugal, en cuanto

lasciva abeja al virginal acanto

néctar le chupa hibleo.

Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

 

 

Coro II

 

«Ven, Himeneo, y las volantes pías

que azules ojos con pestañas de oro

sus plumas son, conduzgan alta diosa,

gloria mayor del soberano coro.

Fíe tus nudos ella, que los días

disuelvan tarde en senectud dichosa,

y la que Juno es hoy a nuestra esposa,

casta Lucina, en lunas desiguales

tantas veces repita sus umbrales,

que Níobe inmortal la admire el mundo,

no en blanco mármol, por su mal fecundo,

escollo hoy de Leteo.

Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

 

 

Coro I

 

«Ven, Himeneo, y nuestra agricultura

de copia tal a estrellas deba amigas

progenie tan robusta, que su mano

toros dome, y de un rubio mar de espigas

inunde liberal la tierra dura;

y al verde, joven, floreciente llano

blancas ovejas suyas hagan cano

en breves horas caducar la hierba.

Oro le expriman líquido a Minerva,

y, los olmos casando con las vides,

mientras coronan pámpanos a Alcides,

clava empuñe Liëo.

Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

 

 

Coro II

 

«Ven, Himeneo, y tantas le dé a Pales

cuantas a Palas dulces prendas ésta,

apenas hija hoy, madre mañana.

De errantes lilios unas la floresta

cubran, corderos mil que los cristales

vistan del río en breve undosa lana;

de Aracnes otras la arrogancia vana

modestas acusando en blancas telas,

no los hurtos de Amor, no las cautelas

de Júpiter compulsen; que, aun en lino,

ni a la pluvia luciente de oro fino,

ni al blanco cisne creo.

Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

 

El dulce alterno canto

a sus umbrales revocó felices

los novios del vecino templo santo.

Del yugo aún no domadas las cervices,

novillos (breve término surcado)

restituyen así el pendiente arado

al que pajizo albergue los aguarda.

 

Llegaron todos pues, y, con gallarda

civil magnificencia, el suegro anciano,

cuantos la sierra dio, cuantos dio el llano,

labradores convida

a la prolija rústica comida,

que sin rumor previno en mesas grandes.

Ostente crespas blancas esculturas

artífice gentil de dobladuras

en los que damascó manteles Flandes,

mientras casero lino Ceres tanta

ofrece ahora, cuantos guardó el heno

dulces pomos, que al curso de Atalanta

fueran dorado freno.

Manjares que el veneno

y el apetito ignoran igualmente

les sirvieron; y en oro no luciente,

confuso Baco, ni en bruñida plata,

su néctar les desata,

sino en vidrio topacios carmesíes

y pálidos rubíes.

Sellar del fuego quiso regalado

los gulosos estómagos el rubio

imitador süave de la cera,

quesillo dulcemente apremïado

de rústica, vaquera,

blanca, hermosa mano, cuyas venas

la distinguieron de la leche apenas;

mas ni la encarcelada nuez esquiva,

ni el membrillo pudieran anudado,

si la sabrosa oliva

no serenara el bacanal diluvio.

 

Levantadas las mesas, al canoro

son de la Ninfa un tiempo, ahora caña,

seis de los montes, seis de la campaña

(sus espaldas rayando el sutil oro

que negó al viento el nácar bien tejido),

terno de gracias bello, repetido

cuatro veces en doce labradoras,

entró bailando numerosamente;

y dulce Musa entre ellas, si consiente

bárbaras el Parnaso moradoras:

 

«Vivid felices, dijo,

largo curso de edad nunca prolijo;

y si prolijo, en nudos amorosos

siempre vivid esposos.

Venza no sólo en su candor la nieve,

mas plata en su esplendor sea cardada

cuanto estambre vital Cloto os traslada

de la alta fatal rueca al huso breve.

Sean de la Fortuna

aplausos la respuesta

de vuestras granjerías.

A la reja importuna,

a la azada molesta

fecundo os rinda, en desiguales días,

el campo agradecido

oro trillado y néctar exprimido.

Sus morados cantuesos, sus copadas

encinas la montaña contar antes

deje que vuestras cabras, siempre errantes,

que vuestras vacas, tarde o nunca herradas.

Corderillos os brote la ribera,

que la hierba menuda

y las perlas exceda del rocío

su número, y del río

la blanca espuma, cuantos la tijera

vellones les desnuda.

Tantos de breve fábrica, aunque ruda,

albergues vuestros las abejas moren,

y Primaveras tantas os desfloren,

que, cual la Arabia madre ve de aromas

sacros troncos sudar fragantes gomas,

vuestros corchos por uno y otro poro

en dulce se desaten líquido oro.

Próspera, al fin, mas no espumosa tanto

vuestra fortuna sea,

que alimenten la invidia en nuestra aldea

áspides más que en la región del llanto.

Entre opulencias y necesidades

medianías vinculen competentes

a vuestros descendientes,

previniendo ambos daños las edades;

ilustren obeliscos las ciudades,

a los rayos de Júpiter expuesta,

aún más que a los de Febo, su corona,

cuando a la choza pastoral perdona

el cielo, fulminando la floresta.

Cisnes pues una y otra pluma, en esta

tranquilidad os halle labradora

la postrimera hora,

cuya lámina cifre desengaños,

que en letras pocas lean muchos años.»

 

Del himno culto dio el último acento

fin mudo al baile, al tiempo que seguida

la novia sale de villanas ciento

a la verde florida palizada,

cual nueva Fénix en flamantes plumas,

matutinos del Sol rayos vestida,

de cuanta surca el aire acompañada

monarquía canora;

y, vadeando nubes, las espumas

del Rey corona de los otros ríos,

en cuya orilla el viento hereda ahora

pequeños no vacíos

de funerales bárbaros trofeos

que el Egipto erigió a sus Ptolomeos.

 

Los árboles que el bosque habian fingido,

umbroso coliseo ya formando,

despejan el ejido,

olímpica palestra

de valientes desnudos labradores.

Llegó la desposada apenas, cuando

feroz ardiente muestra

hicieron dos robustos luchadores

de sus músculos, menos defendidos

del blanco lino que del vello obscuro.

Abrazáronse pues los dos, y luego,

humo anhelando el que no suda fuego,

de recíprocos nudos impedidos,

cual duros olmos de implicantes vides,

yedra el uno es tenaz del otro muro;

mañosos, al fin, hijos de la tierra,

cuando fuertes no Alcides,

procuran derribarse, y derribados,

cual pinos se levantan arraigados

en los profundos senos de la sierra.

Premio los honra igual, y de otros cuatro

ciñe las sienes glorïosa rama,

con que se puso término a la lucha.

 

Las dos partes rayaba del teatro

el Sol, cuando arrogante joven llama

al expedido salto

la bárbara corona que le escucha.

Arras del animoso desafío

un pardo gabán fue en el verde suelo,

a quien se abaten ocho o diez soberbios

montañeses, cual suele de lo alto

calarse turba de invidiosas aves

a los ojos de Ascálafo, vestido

de perezosas plumas. Quién, de graves

piedras las duras manos impedido,

su agilidad pondera; quién sus nervios

desata estremeciéndose gallardo.

Besó la raya pues el pie desnudo

del suelto mozo, y con airoso vuelo

pisó del viento lo que del ejido

tres veces ocupar pudiera un dardo.

La admiración, vestida un mármol frío,

apenas arquear las cejas pudo;

la emulación, calzada un duro hielo,

torpe se arraiga. Bien que impulso noble

de gloria, aunque villano, solicita

a un vaquero de aquellos montes, grueso,

membrudo, fuerte roble,

que, ágil a pesar de lo robusto,

al aire se arrebata, violentando

lo grave tanto, que lo precipita,

Ícaro montañés, su mismo peso

de la menuda hierba el seno blando

piélago duro hecho a su rüina.

Si no tan corpulento, más adusto

serrano le sucede,

que iguala y aun excede

al ayuno leopardo,

al corcillo travieso, al muflón sardo

que de las rocas trepa a la marina,

sin dejar ni aun pequeña

del pie ligero bipartida seña.

Con más felicidad que el precedente,

pisó las huellas casi del primero

el adusto vaquero.

Pasos otro dio al aire, al suelo coces.

Y premïados gradüadamente,

advocaron a sí toda la gente,

cierzos del llano y austros de la sierra,

mancebos tan veloces,

que cuando Ceres más dora la tierra,

y argenta el mar desde sus grutas hondas

Neptuno sin fatiga,

su vago pie de pluma

surcar pudiera mieses, pisar ondas,

sin inclinar espiga,

sin vïolar espuma.

Dos veces eran diez, y dirigidos

a dos olmos que quieren, abrazados,

ser palios verdes, ser frondosas metas,

salen cual de torcidos

arcos, o nervïosos o acerados,

con silbo igual, dos veces diez saetas.

No el polvo desparece

el campo, que no pisan alas hierba;

es el más torpe una herida cierva,

el más tardo la vista desvanece,

y, siguiendo al más lento,

cojea el pensamiento.

El tercio casi de una milla era

la prolija carrera

que los hercúleos troncos hace breves,

pero las plantas leves

de tres sueltos zagales

la distancia sincopan tan iguales,

que la atención confunden judiciosa.

De la Peneida virgen desdeñosa,

los dulces fugitivos miembros bellos

en la corteza no abrazó reciente

más firme Apolo, más estrechamente,

que de una y otra meta glorïosa

las duras basas abrazaron ellos

con triplicado nudo.

Árbitro Alcides en sus ramas, dudo

que el caso decidiera,

bien que su menor hoja un ojo fuera

del lince más agudo.

 

En tanto pues que el palio neutro pende

y la carroza de la luz desciende

a templarse en las ondas, Himeneo,

por templar en los brazos el deseo

del galán novio, de la esposa bella,

los rayos anticipa de la estrella,

cerúlea ahora, ya purpúrea guía

de los dudosos términos del día.

El jüicio, al de todos indeciso,

del concurso ligero,

el padrino con tres de limpio acero

cuchillos corvos absolvello quiso.

Solícita Junón, Amor no omiso,

al son de otra zampoña, que conduce

ninfas bellas y sátiros lascivos,

los desposados a su casa vuelven,

que coronada luce

de estrellas fijas, de astros fugitivos,

que en sonoroso humo se resuelven.

 

Llegó todo el lugar, y despedido,

casta Venus, que el lecho ha prevenido

de las plumas que baten más süaves

en su volante carro blancas aves,

los novios entra en dura no estacada;

que, siendo Amor una deidad alada,

bien previno la hija de la espuma

a batallas de amor campo de pluma.

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