Presentamos algunos textos del poeta colombiano Santiago Espinosa (Bogotá, 1985), pertenecientes a su poemario más reciente, Lo lejano (El Ángel Editor, Ecuador, 2015). Espinosa publicó recientemente en España el volumen Escribir en la niebla (Valparaíso, 2015), compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.
Al margen
Tarde de sed,
llueve sobre las calles
detrás de lo que escribo
siempre hay lluvia.
La música abre una esfera
donde entran y
salen los fantasmas
que no he visto
cesa la gravedad
bajo sus botas mojadas
y llueve
adentro.
Altamira
Un aire espera por mis rastros al cruzar el pórtico,
voces anuncian en la radio que hemos llegado a la estación.
No es el mejor lugar para una cita de amor.
El vaho de los cristales dobla un brillo equivocado.
Miro los rostros extranjeros hasta hacerlos míos.
Escuchan la lluvia al interior, sin marcas del
encuentro que me invita a contarlos. Junto a ellos,
antes del gesto que se inclina en sus sombras,
madre prende los cirios de su primera comunión.
Sella su pacto en los samanes negros
en el instante en que las sombras se concilian con los pasos.
Miro la luz que nos precede, duermen los nombres.
El forastero que arribó una mañana con sus duros
corbatines “niños:
levántense de la cama que ha llegado su padre”
y los niños que se levantan como linternas de agua.
Una hebra de suspenso
se posa entre tus ojos y los parques.
Prueba el amor de lo que siempre se despide
madre, antes que los televisores se encendieran
aplazando tu canción.
Que un mazo golpeara tus Pierrots
para volverlos a golpear
y ese volver a comenzar fuera la vida misma.
Cruza una sombra de la puerta a la escalera,
en la estación.
Arranca del samán las hojas muertas.
Al fondo de los parques
entre la gente que camina o descansa sin poder advertirnos,
madre desliza sobre el agua tres piedras rotas.
Caracas, Junio de 2011.
La cama del trapecista
Al fondo, bajo la luz glaciar de una bombilla,
la cama sin patria del trapecista.
A su lado una banca para cuatro
donde se come en la sombra,
precario remedo de una estación fantasma.
Y si en la cama del trapecista
hay un cartílago de pollo,
amuleto de una esquina
en la que anidan
desplazados:
la calle y los escombros, vinagre sobre los charcos.
Novias que pasan de largo
y hacen planes en voz alta.
Un viejo azota su tambor con los muñones
indiferente a la parada de los buses.
Hay algo de río bajo las toldas,
de fiebre empozada o lluvias de invernadero.
Quien vea la marejada de las carpas
pensará que es un velamen extraviado
lo que se yergue en sus amarras.
Y si en la cama del trapecista
hay una carta imaginaria,
escrita para la bella desconocida,
y los resortes fueran herencias
de un tren abandonado,
el colchón un atado de papeles
que el forastero no firmó.
Y si alguien sueña con Dios desde su encierro
y despierto lo confirma en el sudario de sus sábanas.
Luz de bombillas. Adiós de los tendidos.
Y si en la cama del trapecista hay un revolver,
y la cama, los tendidos, las toldas y la banca
fueran el único emblema de un fugaz abandono.
El tamborero
¿Qué mira el tamborero
ahora que nos mira?
¿Qué mano o vértigo le nubla la mirada?
Tiene un rumor de barcas en la noche
tranquila
orillas de niebla asomándose en los ojos
como el que sueña con un delta
de aves negras
hasta olvidarse de las palabras.
Insomne, concilia en la cabeza
ritmos antiguos.
Y desde allá nos mira
con su camisa de fiesta,
para hechizar la muerte.
Soliloquio de un raspachín
Con estas manos
planto semillas de viento.
Espero su floración
de limbos pardos
antiguos como el suelo.
Las hojas son los rostros
de los niños sin descanso
creciendo en la selva,
estrellas o corales
olvidados
que silban entre los árboles.
Desayuno. Pienso en el padre
de los lunes
frente a un pocillo roto,
repaso cicatrices.
Limpio las hojas secas
sobre una tablilla,
en calma,
como el que lava un aluvión de oro
en lo profundo de su casa.
En la semilla está el sol negro
de los puertos,
respirando a la distancia.
El viento llega a los bolsillos de la noche.
Recorre plazas que no conozco, avenidas desiertas.
Tiendas donde se paga una promesa
en la oficina de recaudos.
Descansa en la furia de las llaves,
traza dos líneas de fuego en la repisa del bar.
Construye palacios y destierra casas viejas,
casas de rejas blancas junto al espejo del lago.
Mi oficio es el oficio de mi padre.
Cuido la sal, el puño, mido los cristales,
espanto de mi casa pajarracos negros.
Con estas manos
he cosechado tempestades.
Marcha de las ausentes
Las madres de mi país
cargan la foto de su ausente.
El que escondía los libros y ahora se esconde,
empaña los retratos;
la que esperaba caballitos del diablo en la ventana
y una sombra;
el que siguió bailando hasta el final del tiroteo.
Rostros sin nombre. Las huellas olvidadas de una marcha.
Cargan las madres sus ausentes,
atravesando el silencio de plazas y desfiles,
pero quién carga estas ausencias con su marcha,
la que limpia el retrato en las mañanas sin término;
la que apagó todos los radios para siempre;
la que sigue observando caballitos del diablo
pero no espera amigos ni retornos al final de la jornada.
Las madres de mi país,
nombres sin retrato,
doblemente solas.
Para las Madres de Soacha
Memoria ajena
Tiempo de mudanzas.
Una memoria ajena
es quien despide a estos
turistas, quemadas sus
barajas desde otro lugar.
Poesía es darle la voz a la
llovizna, desocupar el espacio
para que pueda caer.
Mira que el humo se desliza
en sus cabezas
sin que puedas hacer nada,
cada vez más pequeñas,
como un cigarro que se apaga
en las ventanas lavadas
o el temblor de una hoja.
Larvas de la sabana
Desde la calma de los patios
veíamos mudar los sietecueros
con su amarga fosforescencia.
Indiferente a las caídas familiares
los nombres
nacía su hazaña
de lo profundo de las piedras
hambrienta de una resurrección
que devoraba la humedad.
Lentos y extraños
efervescentes.
Así era su milagro entre las tardes.
Seres errantes de la edad del hielo
arqueados de placer en sus espinas.
Quien los tocará podía herirse los dedos,
advertían los campesinos,
Si revestían sus cuerpos de púas amenazantes
era para enseñarnos la distancia
la amarga sensualidad de lo que hiere despidiéndose.
Al tacto el fósforo de sus esporas
acariciando los pliegues de la luz.
Adentro lo viscoso
de una negra mortandad
tramando hilos de esperma
entre el silencio y las cosas.
Así el poema. Colmando
de oscuridades nuevas
nuestra orilla interior.
Barcos de armado
En las tardes de lluvia, el tío armaba los barcos
a escala de sus anhelos.
“El barco de Drake y las galeras de Morgan”
decía, “el astrolabio en su sitio para rodear las estrellas…
“Sir Walter Raleigh en sus galeras de cristal,
camino al Orinoco, las velas erguidas de la Santa María.”
Y así juntaba las piezas sin reparar demasiado en las instrucciones.
“Estas las gavias astilladas del abuelo de los abuelos”
decía, “partiendo hacia el Dorado y las montañas”.
Una distancia intraducible ensombrecía sus manos.
En los ojos del tío la fugaz cartografía
de los encuentros malogrados, y el viento.
A su lado, entre cajas de armado o malecones
de papel, el niño imaginaba sus futuros extravíos.
Para Joaco
La arena y los olvidos
Quien se habita es el desierto:
su soledad es nuestra.
Carlos Obregón.
Se han reunido tus recuerdos
sobre el blanco de una imagen,
pidiéndote cuentas.
Qué de esto es tuyo y qué de los otros.
Dónde comienza el dolor de los demás.
Tanteando en torno, como sonámbulo,
buscabas la conexión entre tu voz y las cosas.
Te preguntabas por la herida de una herencia,
cuando al final de los caminos
no había nada por comprender.
Así fuiste habituando tu labor de escribano,
en el fulgor de las cosas perdidas.
Tenías que construir para perder.
Darle la vuelta a la comparsa
para quedar tan solo como al principio.
Había que alzar una escalera a lo invisible
para aprender a derribarla después.
Se abrió la puerta
y ahora miras lo tuyo en el silencio
de lo informe, pariente de un misterio perpetuo.
Deja que los muertos se concilien con los muertos.
Que el viajero que no fuiste se realice entre los suyos,
y que nunca regrese.
Que el estudiante y la señora de sombrero
vuelvan a cometer las mismas equivocaciones,
que la víctima se cruce por la calle
con su eterno verdugo
y que no se reconozcan.
Sombras o fantasmas, unos y otros pasarán.
Sigue ocurriendo al margen la fiesta de los vivos.
¿No oyes la música que envuelve
las montañas en su acenso,
en la balanza de los senos
donde un mundo se inclina,
es leve el destierro?
Escúchala en silencio, no mires para atrás.
Esta y no otra era tu historia:
el tiempo contemplado en las fisuras de la arena,
el lento madurar de los desiertos sin límite.
Datos vitales
SANTIAGO ESPINOSA (Bogotá, 1985) Crítico y poeta. Estudió Literatura (2009) y Filosofía (2010) en la Universidad de los Andes. Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas publicaciones de su país y del exterior. Fue jefe de redacción del periódico La Hoja de Bogotá hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para La Opera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En 2010 publicó Los ecos, su primer libro de poemas. Lo lejano, su segundo libro, fe publicado en Ecuador por El Ángel Editor en Junio de 2015. En mayo la editorial Valparaíso de Granada, España, publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.