La canción de amor de J. Alfred Prufrock

Cada generación traduce a sus clásicos y los adapta a la música de su tiempo. Gustavo Osorio de Ita y Andrea Rivas traducen uno de los poemas clásicos del siglo XX, “La canción de amor de J. Alfred Prufrock. Publicado por primera vez en 1915 en gran medida gracias al elogio de Ezra Pound, pero escrito según el cuaderno de notas del propio Eliot entre 1910 y 1911 ―es decir con solo 22 años de edad― The Lovesong of J. Alfred Prufrock es uno de los textos fundacionales de la poesía anglófoba moderna.

 

 

 

 

 

 

 

 

Publicado por primera vez en 1915 en gran medida gracias al elogio de Ezra Pound, pero escrito según el cuaderno de notas del propio Eliot entre 1910 y 1911 ―es decir con solo 22 años de edad― The Lovesong of J. Alfred Prufrock es uno de los textos fundacionales de la poesía anglófona moderna. Los versos del epígrafe, retomados de Dante, hacen referencia al canto XXVII del Infierno, y siguen el discurso de Guido de Montefeltro aludiendo a la imposibilidad del retorno de la sombra. Quizás esto extiende la dedicatoria a Jean Jules Verdenal, quien fuera íntimo amigo de Eliot, estudiante de la Sorbona, y médico muerto en Los Dardanelos hacia 1915 al atender a un soldado herido. Dejando a un lado el contexto y los posibles lectores específicos pretendidos por Eliot, hoy desde lo que comúnmente denomina la traductología como una traducción integral, ensayamos una aproximación para el lector hispanohablante.

 

 G.O., A.R.

 

 

 

 

La canción de amor de J. Alfred Prufrock

 

 

Para Jean Jules Verdenal

 

S’io credesse che mia risoposta fosse

A persona che mai tornasse al mondo,

Questa fiamma staria senza piu scosse.

Ma percioche giammi di questo fondo

Non torno vivo alcun, s’iodo il vero,

Senzo tema d’infamia ti rispondo.

 

Vamos entonces, tú y yo,

Ahora que la tarde sobre el cielo se tendió

Cual paciente eterizado ya en la plancha;

Vamos, a través de ciertas casi solas calles,

Los retiros murmurantes

De insomnes noches en moteles mezquinos

Y restaurantes de piso en aserrín con mariscos:

Calles que prosiguen como una tediosa discusión

de insidiosa intención

Para llevarte a una pregunta abrumadora…

Oh, no inquieras, ¿qué es?

Vamos a nuestra visita de una vez.

 

En el cuarto las mujeres van y vienen

y a Miguel Ángel refieren.

 

La niebla ocre que frota su espalda contra las ventanas

El humo ocre que frota su hocico contra las ventanas,

Curvando su lengua en las esquinas de la tarde,

Persistiendo en los charcos de las cloacas,

Deja caer sobre su dorso el hollín que de la chimenea cae,

Deslizándose por la terraza hizo un salto repentino,

Y viendo que era una suave noche de octubre,

Se enroscó sobre la casa, y cayó dormido.

 

Y en verdad habrá tiempo

Para el humo ocre que singla por la calle,

Frotando su dorso en las ventanas;

Habrá tiempo, habrá tiempo

Para preparar un rostro para los rostros que halles;

Habrá tiempo para matar y crear,

Y tiempo para todas las labores y jornadas de manos

Que levantan y sueltan la cuestión sobre tu plato;

 

Tiempo para ti y para mí tiempo,

Y tiempo aún para cientos de indecisiones,

Y centenares de visiones y revisiones,

Antes del té y el almuerzo.

 

En el cuarto las mujeres van y vienen

y a Miguel Ángel refieren.

 

Y en verdad habrá tiempo

Para inquirirse, “¿Me atrevo?” y, “¿Me atrevo?

Para dar a vuelta y descender por la escalera habrá tiempo

Con una calva en el medio de mi cabello―

(Dirán: “¡Su cabello es ahora muy delgado!”)

Mi abrigo matutino, el cuello a la barbilla ajustado,

Mi corbatín suntuoso más modesto,  por un simple fistol asegurado―

(Dirán: “¡Pero mira sus brazos y sus piernas, cuán delgados!”)

¿Me atrevo

A perturbar el universo?

En un minuto hay tiempo

Para decisiones y revisiones que un minuto revoca luego.

 

Porque para mí son conocidas todas, todas conocidas:

Vísperas, mañanas, tardes, he conocido

Mi vida con cucharas de café he medido;

Conozco las agónicas voces en una agónica caída

Debajo de la música del cuarto contiguo.

¿Así que cómo podría yo suponer?

 

Y he conocido ya los ojos, a todos conocido:

Los ojos que te fijan en una frase formulada,

Y yo entonces formulado, contraído bajo el alfiler,

Cuando he sido prendido y contra la pared retorcido,

Entonces ¿cómo habría de comenzar

A escupir toda colilla de mis días y mis marchas?

¿Y cómo podría yo suponer?

 

Y he conocido ya a los brazos, a todos conocido―

Brazos, en brazaletes, y desnudos y blancos

(Más bajo la lámpara, ¡por castaño vello sombreados!)

¿Es el perfume de un vestido

lo que me vuelve confundido?

Brazos que yacen sobre una mesa, o de una manta hacen abrigo.

¿Y debería entonces suponer?

¿Y cómo debería comenzar?

 

¿Deberé decir, he partido en el crepúsculo a través de angostas calles

Y visto el humo que se alza desde las pipas

De solitarios hombres en mangas de camisa, asomados en las ventanas?…

 

Debería haber sido un par de pinzas escabrosas

Ahondándose en los fondos de silenciosos mares.

 

¡Y las vísperas, las tardes, con tanta paz dormidas!

Tranquilizadas por largos dedos,

Dormidas… cansadas… cual fingidos enfermos,

Estiradas sobre el suelo, aquí, junto a ti y a mí.

¿Debería, tras el té y los pasteles y los helados,

tener la solidez para forzar el momento hacia su crisis?

Pero aunque he llorado y guardado ayuno, llorado y rezado,

Aunque mi cabeza (levemente más calva) llegar en bandeja de plata he visto

No soy profeta ― y no hay mayor conflicto.

He visto el momento de mi grandeza parpadear,

Y he visto al eterno criado sostener mi abrigo, y la risa disimular,

Y en corto, tuve miedo.

 

¿Y acaso hubiera valido la pena, después de todo,

Después de las tazas,  el té, la mermelada,

Entre la porcelana, entre tú y yo alguna charla,

Hubiera valido la pena el tiempo

Haber dado al asunto, con una sonrisa, silencio.

Haber condensado el universo dentro de una pelota

Para rodarla hacia una pregunta abrumadora,

Decir: “Yo soy Lázaro, quien viene de entre los muertos,

he venido para decirles a todos, debo decirles a todos”―

Si uno, acomodando una almohada bajo la cabeza de ella

Debiera decir: “Eso no es a lo que me refiero;

No es en absoluto eso.”?

 

¿Y hubiera valido la pena, después de todo,

Hubiera valido la pena el tiempo,

Tras de los ocasos y los patios y las calles salpicadas calles,

Tras de las novelas, tras las tazas de té, tras las faldas que sobre el piso se arrastran―

Y esto y tanto más?―

¡Resulta imposible decir justo a lo que me refiero!

Pero como si una linterna mágica arrojara en patrones sobre una pantalla los nervios:

Hubiera valido la pena el tiempo

Si uno, acomodando una almohada o una manta extendiendo

Y volteando hacia la ventana, debiera decir:

“Eso no es a lo que me refiero;

No es en absoluto eso.”?

 

¡No! No soy el Príncipe Hamlet, ni estaba destinado a serlo;

Soy un noble cualquiera, uno que servirá

A favor de la trama, una escena o dos iniciará,

Dará consejo al príncipe; sin duda, un simple peón,

Deferente, contento por tener algún uso,

Político, cauto y meticuloso;

Lleno de grandilocuencia, más un tanto obtuso;

A veces, de hecho, casi gracioso―

Casi, a veces, el Bufón.

 

Envejezco… Envejezco…

Deberé enrollar de mi pantalón los extremos.

 

¿Deberé esconder mi calva con un peinado? ¿Me atrevo a un durazno devorar?

Deberé usar pantalones de franela blanca y en la playa caminar.

He escuchado a las sirenas, una a la otra, cantar.

 

No creo que vayan a cantarme a mí.

 

Las he visto montando las olas hacia el mar

Peinando hacia atrás el blanco cabello de las olas

Cuando a blancas y negras aguas el viento sopla

En las estancias del mar nos hemos demorado

Con marinas damas envueltas en alga ocre y roja

Hasta que voces humanas nos despiertan, y nos ahogan.

 

 

 

 

 

 

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