Poesía colombiana: José Luis Díaz Granados

Presentamos una selección de textos del poeta colombiano José Luis Díaz Granados (Santa Marta, 1946). Pertenece a una generación, en Colombia, integrada por autores como Jotamario Arbeláez (1940), Miguel Méndez Camacho (1942), María Mercedes Carranza (1945), Raúl Gómez Jatin (1945), Juan Manuel Roca (1946) o Darío Jaramillo (1947). En palabras de Alí Calderon, “José Luis Díaz-Granados se ha distinguido en su quehacer por una doble pasión: la literatura y la militancia de izquierdas. Es una suerte de polígrafo: escribe poesía, ensayo, narrativa y hace periodismo. Como ensayista ha encontrado un tono equilibrado entre la erudición y el anecdotario, un tono muy atractivo para los escritores jóvenes en formación. Como poeta, su trabajo es de innegable raigambre coloquial pero su discurso se profundiza y logra lo literario a través de un depurado manejo de la voz media y la meditación poética”.

 

 

 

 

 

 

 

El rapto de mis sueños

¿Dónde estoy? Yo despierto

y no encuentro mis cosas.

¿He perdido las llaves

que me inducen al vuelo?

No me encuentro en mis libros

ni veo mi propio espejo

ni la dolida mesa

de los papeles ciegos,

ni las voces de siempre

ni mis zumos terrestres.

No me palpo a mí mismo,

pero tampoco he muerto.

No encuentro mis fantasmas

ni veo mi geografía.

Solo capturo ahora

avenidas inéditas

y una calle sin rumbo

por donde yo me pierdo

sin mis ángeles vivos.

Yo despierto y me duele

el rapto de mis sueños

 

 

 

 


Júbilo

 

No faltarán palabras para cantar el júbilo,

siempre tendré un murmullo.

Para abrir el silencio,

para herir la clausura de la noche

siempre tendré en mis labios un balbuceo,

un canto, una balada,

nunca un eco que roce mi boca o mi destino.

Nunca vendré de nadie para alabar tu  cáscara;

sobrarán los instantes para besarte íntegra.

No faltarán sonrisas

ni goces en las ceremonias improvisadas.

Todo se hará a su tiempo y será pronto.

Ahora abandonémonos a este ocio invisible.

 


 

 

 

Manuel José

 

Manuel José, así te decían tus tías y tus amigos.

Yo también te voy a llamar en esa forma

porque ya somos iguales en esta edad adulta.

Además, siempre fuimos amigos, muy amigos, compadre,

y fíjate bien que a lo largo de toda mi poesía,

tan grave y solemne, siempre te llamo padre,

padre mío, compadre, pero aquella poesía funeral

cumplió ya su misión, justo a tiempo, Emejota.

 

A veces, cuando camino por calles solitarias,

de noche, veo tu sombra y me alegro, y es mi sombra.

En las mañanas, cuando me miro ante el espejo

veo de pronto tus ojos castaños bajo mis cejas,

y me estremezco, ah caramba, y me asusto.

Cuando hablo en voz baja, yo te escucho, papá.

Cuando acaricio, amoroso, el cabello de mi hijo

yo siento tu caricia en mi cabello de niño…

 

Manuel José, la vida es hermosa, te lo digo ahora:

quisiera contarte tantos episodios que te harían gozar

y no sé ya por dónde empezar, hay tantas cosas,

y a veces yo siento que soy nuevamente tu vida

y entonces, no lo dudo, comienzo el monólogo largo

y me pasan las horas contándote esto y aquello

y el tinto se enfría, Manuelito, y la noche cae…

 


 

 

 

Fiesta invisible

 

Hoy he vuelto a ver a mi padre

treinta años después de haberlo acompañado

a la estación del silencio.

Y me he encontrado con un hombre muy joven,

concentrado sobre sus papeles,

inclinado sobre sus palabras,

fumando silencioso, impecable, sereno.

He vuelto a verlo.

Su presencia me ha visitado

durante algunos breves y largos minutos,

y han resurgido canciones e imágenes.

Le he hablado de mis hijos,

de mi nieto reciente.

Y me ha mostrado gestos y signos de regocijo

y de radiante ternura.

Hemos vuelto a recordar sus predicciones políticas

sobre América, y, como siempre, ha acertado.

Ha bebido sólo la mitad de la copa

y con nostálgico ademán se ha marchado de nuevo.

De pronto, viendo con estupor

cómo se escapaba de mi vista su fantasma,

me he encontrado a mí mismo

sediento de aire, oloroso a otro tiempo,

regocijado y a punto de llorar

en el momento en que mi niñez dejaba de existir nuevamente,

y me he mirado en el espejo

de ese rostro que mi inquietud habita

y he vuelto a ver el rostro de mi padre,

amoroso e inocente,

como si en la estación del silencio,

esta noche, y sólo por esta noche,

estuvieran de fiesta.


 

 

 

 

 

 

La fiesta perpetua

 

Mi historia está llena de silbidos y dédalos,

de voces y de veces, de jodidas preguntas,

de estaciones narradas para un inventario

de cicatrices y de resonancias.

 

Mi historia es una casa que envejece

con sus recintos intactos. Mi historia

es un cuerpo que habita entre estupores

y una boca que incendia las palabras

cuando bebe el amor. Mi historia debe ser

un banquete,

una fiesta perpetua

donde conviven el duende y el disturbio.

 

 

 

 

 


Instantáneas de Jorge Gaitán Durán

A la memoria de Pedro Gómez Valderrama.

A Pedro Alejo Gómez Vila.

Años sesenta, un día, una mañana.

Gaitán Durán, amable, me indicó que Gonzalo

González, el director del suplemento,

Estaba por llegar. Siéntese, espérelo…

 

No sabía él que yo conocía Amantes,

Su mejor libro, y que había jurado

Dejarme barba, como él, cuando fuera mayor,

Y ser viajero del mundo, como él,

Revelador de Sade y de asombros perdidos.

 

Lo ví, noches después, en la librería

La Gran Colombia, de pie, recostado

Sobre estantes con libros que alumbraban

La estancia, indiferente, hojeando un tomo

De poesías de Quevedo, mientras discutían

Estanislao Zuleta y el psiquiatra Socarrás.

 

Lo ví una tarde en la Biblioteca Nacional,

Con una joven rubia. Lo ví después

Con otra muchachita en una exposición.

 

Lo vi junto a Eduardo Cote y a Alejandro Obregón

En el Teatro “El Búho”, callado y expectante,

Rojo, sonriente y contenido, frente a una riña

De brasas de todos los colores verbales

Entre Marta Traba y Oswaldo Guayasamín.

 

Y lo vi un mediodía caminando de prisa

Por la Carrera Séptima, con su gabán azul

Y unas gafas oscuras pequeñas y cuadradas.

Iba con su elegancia descuidada

Repartiendo fulgores invisibles.

 

Era el emperador de la poesía. Era el rey,

Era el as, era el relámpago

De la eternidad cruzando la ciudad.

 

Meses después, un día, una tarde,

Manuel, mi hermano, trémulo, agitado,

Me informó que el rey había caído

De una nave sin dios al mar eterno.

 

En ese instante helado también murió mi infancia.

 

 

 

 

El viejo

Pero viejo: te has tragado

tantos lunes y martes en tu vida

y tantos miércoles

bebidos con los jueves,

te has comido los viernes

tirando hasta los sábados,

devorando los domingos,

pero tantos tantos

durmiendo, derrochando,

fumando,

viendo campeonatos de fútbol

o echando cháchara con el vecino

o junto a tu mujer,

haciendo que el amor los haga

o los hiciera,

que el invisible rastro

de tantas aventuras

ha dibujado arrugas en tu rostro,

canas, caries,

pelos de menos, gafas,

gota, ciática, problemas en el hígado,

asma, próstata, gripas,

hasta llegar a esta tarde cualquiera

de un enero en que te miro

contemplar el mundo

—sólo—,

en un paradero de Bogotá,

mirando el infinito,

como un viejo perro ya sin dueño.


 

 

 

 

EL OTRO LADO DE LA ESTRELLA

 

Frente al mar vine a estos juegos, frente al mar

inauguré cada uno de mis cinco –o más—sentidos.

 

En ese mar donde nací, la arena crece y crece

hasta desembocar en un laberinto de enramadas,

de titanes secretos y de fosforescente arquitectura,

de trabajos ocultos y de acertijos detrás de cada hoja.

 

Y arriba, más arriba, bien arriba, hay una horqueta

de picos blancos como senos que enseñan sus diamantes al cielo.

 

Y mire usted que esa Sierra Nevada de Santa Marta

es una cumbre cana sembrada al pie del mar.

Es como yo, exactamente igual a mí,

de aquí y de allá, de acá y del otro lado de la estrella,

cara o sello, señor, con anverso y reverso.

 

Y allí nací, allí morí una vez, allí amé nunca.

 

 

 

 

 

UN DÍA

 

Oyéndote contar

los episodios tragicómicos

de tu matrimonio

me pregunto

si cada día no es otra cosa

que una vida resumida.

 

Un minuto de ocio

es un año de óxido.

 

Y un instante de ausencia

es un amargo exilio.

 

Un beso es una lámpara de años

y un desamor es un par de brazos locos

en busca de las asas del ensueño.

 

Un día es una vida

con veranos y otoños

en los mediodías y tardes.

 

Y tú, buena señora quejumbrosa

goteas historias

como días dentados,

como sílabas olorosas a ropa antigua,

como brújulas locas.

 

Y terminas tu vida

sin saber que has vivido.

 

 

 

 

CONFESIÓN DE MEDIANOCHE

 

Adolescente hice tantas veces el ridículo

que por eso estoy repitiendo adolescencia.

 

Caminaba a brinquitos delante de las niñas

y pasaba las horas bajo la luz oscura,

de seis largometrajes en el Cine Escorial,

fumando, soñando novelas, viendo malas películas

de villorios texanos, idealizando Adrianas,

Elenas y Teresas, y leyendo a Gabito.

 

Sentía tantos pavores y comía tantos helados

que ahora en esta isla donde me hallo proscrito

me pasan largos días con marginales noches

comiendo helados y enterrando pánicos.

 

Santificada ánima del que las manzanas

sin masticar las sílabas, álamo que pronto huye,

hipócrita acuclillado enterraba las alas,

tradicional, quizás merecieron sus atisbos.

¡Oh sorpresa sobre las tórridas modificaciones!

 

Mi oído ávido agotó toda la música

y hoy palpo con mi oído novedosas cadencias,

carajo, esperando siempre a alguien, hinchado

de goce ante una canción que pueda abrazar mi silencio.

 

 

 

 

 

También puedes leer