En medio de las aguas, palabras lezamianas o el vuelo de las preguntas

Alberto Paredes, poeta y crítico, escribe sobre la poesía de José Lezama Lima, sobre su inteligencia de construcción. Nos explica que en Lezama “ya no la lógica estricta sino la imagen guía el discurrir textual. Construir con las leyes de la retórica y la poética y no con las del razonar causal ni las del acontecer rasamente prosaico. Es un logos de deslizamientos, asociaciones y estelas metafóricas y metonimias”.El texto que aquí publicamos pertenece al volumen de ensayos Y todo es lengua -diez preguntas literarias- que apareció recientemente gracias a una condición de Siglo XXI y la UNAM.

 

 

 

 

 

En medio de las aguas,
palabras lezamianas
o
el vuelo de las preguntas

 

 

 

 

Nota bene: Este ensayo pertenece al libro Y todo es lengua –diez preguntas literarias–, México, Siglo XXI Editores-UNAM; el cual empieza a circular en el segundo semestre del presente 2016. Lo publicamos como primicia y con la autorización de los editores.

 

 

 

Para Salvador Mendiola

 

Sólo los poetas escriben poesía; sólo los poetas leen poesía. A sus 31 años, Lezama cierra su primer libro propiamente dicho, Enemigo rumor, con el violento, inasible rumor continuo de “Un puente, un gran puente”. El extraño tríptico que es un libro cierra con el mascullado forte de lo que Álvarez Bravo llama “una de las más violentas confesiones de nuestra literatura”. El tríptico presenta un primer panel neoclásico, casi parnasiano, “Filosofía del clavel”; pero el cúmulo de imágenes plásticas apenas tiene la marca artificiosa de aquellas imaginerías, pues en realidad los poemas –que en su mayoría tratan sobre huidas y melancólicos asedios a lo huidizo– acaban por escaparse de esa taxonomía debido, a todas luces, a que el poeta está fabricando un orbe inédito, fugado.

            Podríamos hablar del mejor Rubén Darío. Lezama también huye a su escondida pradera a costa de una recargada ornamentación un tanto extraída de Fragonard.

 

 

Tu transparencia intocable muda las frondas
y deshace en las ventanas un jardín
habitado por mansos hombres cautos
con ojos de interminable túnel.

(“Queda de ceniza, IV”)

 

            Pasamos al panel central: ¡sonetos religiosos (“A la Virgen”) en tono profano! Lezama hace ver que el poeta encuentra su catolicismo huyendo por entre sorprendentes y excesivas metáforas religiosas. Sus “Sonetos infieles” lo son por la “surrealista” fuerza con que saluda a María: “Deípara, paridora de Dios”. Este rumor (“invisible rumor”) padece una batalla formal. Los endecasílabos transcurren embridados, mordiendo su bocado mientras están a la caza inmóvil de un alma o forma que corporice su esqueleto ortodoxo de rimas y metros, flecha y distancia sueñan su rumor… secretamente, pues el tal esqueleto es sordina de bronce para atrapar el rumor  y volverlo escultura, inmovilidad rimada. Un discurso bifronte donde la “filosofía” del soneto esplende, pues cada nuevo goteo verbal es un verso más que tiende lazos hacia su espalda, gracias a la rima, tropos comunes y demás artesanías retóricas, y empuja hacia adelante el hipotético silogismo que, como fondo semántico, anima todo soneto:

 

No es lo que pasa y que sin  voz resuena.
No es lo que cae sin trampa y sin figura,
sino lo que cae atrás, a propia sombra.

(“Invisible rumor”, II)

 

            Por momentos, el controlado  frenesí de los “Sonetos infieles” logra su mágica cacería. El arte es una violencia, la forma encarcela el continuum.

 

Que cuanto más las voces se destruyen,
ondas de vihuelas restituyen
y el extraño silbo se mantiene.

(Íbid, III )

 

Dolorosamente, la mayor falsedad del artífice será decir, fementidamente, que la prisión acuna de manera permanente el furor de lo inefable expresivo. El panel final acaba con la emisión de la sustancia…

 

ya que con luz violada desafía
el sonido miniado en las nevadas
y el rostro huido en frío rumor.

(Íbid, VI)

 

            ¿Qué hacer entonces ante el indómito único rumor, según se titula la tercera sección? Panel derecho: aceptemos el reinado de la “fiesta callada” del poeta ante el hermoso jardín de sombras y liebres huidas. “Es el secreto poner dos dedos en la bola de cristal.” Cada verso sabe que es un eslabón derrotado en la intentada cadena que, por supuesto, deja pasar intacto el fantasma perpetuo –extenso– de la energía poética. Los  versos facturan sus triquiñuelas, afinan sus mecanismos, robustecen el metal de sus trampas y argollas, todo para sacrificarse al dios del continuum invencionable, inaudible:

 

Sortijas que se derriten porque los oidores
clavan juncos para apuntalar la monarquía
destruida por el granizo indivisible, golpeado por el bambú
suspirado, franjas de frentes destacan sus graciosas elegías.

(“Fiesta callada”)

 

Los ocho poemas se presentan anómalos en el tríptico: son más extensos y han renunciado a esqueletos formales canónicos, sus versos tienden a lo versicular; parecen narrar algo y no logran (no quieren o no pueden) la continuidad anecdótica; mezclan extrañamente una sensación de lo coloquial con un enrarecimiento lingüístico basado no tanto en  palabras inusuales, sino en aseveraciones imposibles de “entender”.

 

Solimán piensa en la sombrilla abandonada en una planicie,
pero el chopo se abría en un sombrero o en un jardín
y el sabio saludaba con una gran mariposa blanca.

(Íbidem)

 

            ¿Sibilinos, oraculares versos? ¿Tomaduras de pelo en séptimo día de poeta engolosinado? De forma tal que, si algo, los poemas cuentan un cuento de fantasmas y rumores enemigos huidos del insuficiente cautiverio formal. Cuentan el desmoronamiento de las sortijas -versos- de los oidores -poetas- ante el granizo indivisible que es la sustancia poética. Y entre todos ellos, la hermosa víspera de “San Juan de Patmos ante la Puerta Latina”. Ahí parece ser el momento de flujo poemático en que el poeta empieza a entender las razones del rumor… y toma ese partido “enemigo”. ¿No había que fracasar antes para entender que las sustancias sobrenaturales no se parcelan en insulsas obleas digeribles?  No hay comunión sino con lo que nos excede y nos contagia de inconmensurabilidad.

 

¿Qué hay que probar cuando llega la noche
y el sueño con su rocío y el rumor que vuelve y abate,
o un rumor satisfecho escondido en las grutas, después en la mañana?

 

            El poeta alza su voz contra los mezquinos de espíritu y su ridícula petición de pruebas. San Juan es el personaje  por excelencia del libro: el único claro y comprensible de cabo a rabo. Tiene historia y anécdota narrada en el poema. Espiritualmente pertenece al único rumor: lo mágico o sobrenatural; nobleza, bondad. Recapitulemos que a lo largo de su martirio y éxtasis (el cuerpo del poema) ostenta una lejana ecuanimidad, es la sabiduría del silencio. Pertenece, pues, al partido existencialmente superior del tan huidizo rumor que, por ahora, no desespera al poeta sino que comparece majestuoso. Ya no se trata de dolerse e increparlo. “Ah que tú escapes”, ya no se trata de sentirse impotente ante su excesiva “suma de secretos”. Se trata de contemplar la católica majestad de la sustancia poética. El aceite hirviendo lo robustece, San Juan está fuerte, ha pasado días en el calabozo, el poeta intuye la valía de la inasibilidad, el mérito de que todo lo espiritual (santos, encarnación del Verbo y sustancia poética) sea huraño, oscuro, al ser humano común y la oscuridad engrandece su frente y las formas del Crucificado. El delicioso silencio de San Juan –personificación del único rumor– se interrumpe brevemente cuando acaba el poema y ocupa los dos últimos veros para despedirse, el poema de Lezama está viendo a San Juan el Evangelista, el Revelador, en esa prodigiosa y sencilla epifanía mediterránea: “San Juan no tiembla, apenas mira, pero dice:/ Haced en este sitio una pequeña iglesia católica”. Ya levita en el poema, ya deja que su voz sea audible en la tierra que abandona; sorjuanescamente, rotula el silencio, y entonces, con el crescendo espiritual de “Suma de secretos” y el bañado en santidad “Noche insular: jardines invisibles”, ya que nacer es aquí una fiesta innombrable. Entonces, digo, volteamos la página, cerramos el libro y nos desbarrancamos en el muro tenaz de “Un puente, un gran puente”. Trato de leer, de no perder el paso impulsado por la voz de San Juan y  paseo y veo mi cabeza golpeada. No hay modo. La sorpresa duele, el libro se acaba y me deja contra la última pared defensiva/ y raptan la testa y la única voz/ vuelve a pasar…

 

 

II

Las alianzas del rumor

 

Tal vez ahora, después de 15 años de mi encontronazo con la antología de Álvarez Bravo, puedo empezar a hacerme preguntas sobre “Un puente, un gran puente”. No hay remedio, el poema cierra el libro recuperando toda la fuerza del enemigo rumor. Tomar el primer verso es estar ya sobre su propia obra manuscrita. ¿Cómo (o qué) es este puente o poema que discurre (anda) sobre su propia obra (textualidad) evidentemente escrita a mano? Veo que parte de la esquivez del poema ante los lectores es la exasperante incomprensión del tema escrito. ¿De qué trata el poema? Más que andar el poema pareciera que una cauda de bichos o partículas inestables bulleran intermitentemente en la superficie tendida de los 108 versos. Todo lo cual es ver llanamente que la mayor fluidez de un texto –poemas incluidos– la ofrece la lectura cimentada en una anécdota continua y uniforme. “El Golem” y “Nocturno de San Ildefonso” no dejan de ser grandes poemas por el hecho de desarrollar una historia. Entonces, ¿de qué trata “Un puente…”? Lo cual es tanto como preguntar qué cuenta el águila pétrea de Magritte, qué un  allegro de Mozart.

            El arte no tiene por qué satisfacer una historia –lo sabemos–. Aun la novela ha viajado al interior y conquista su noche sin pruebas de continuidad anecdótica. Prácticamente todos los grandes maestros son paradójicos monumentos a la dinamitación de la historia. Joyce, Proust, Kafka, Faulkner…Woolf, Musil. Destácase una tendencia lírica en narrativa, en ella Paradiso tiene amplia cabida. Si del romanticismo en adelante no nos  sobresalta el estatuto de que un poema pueda eximirse de relatar algo consecuente, Lezama construye su propia obra manuscrita sobre tal acuerdo entre poetas y lectores. Explota que la anécdota explote, y camine sobre su propia desconfianza de poderse apropiar de un mundo novelado. Conocer un poema debe tener más de lance amoroso que de una operación de razón positiva. Mayor fertilidad si el lector deviene crítico por el giro de preguntarse cuestiones culturalmente interesantes y medulares al poema. Entonces, ¿cómo saber lo que sabe un poema y armonizar una teoría, un desfile de peces o preguntas –según recordaba el propio Lezama el étimo de la palabra?

            Noches hay más propicias a la oscuridad audible que levita ante la ridícula petición de pruebas del senado consulto; poemas que exigen desnudarnos de razón positiva y su llave áurea: la deducción por exclusión. ¿Cómo entender que algo acontezca “En medio de las aguas congeladas o hirvientes”? ¿Con qué medir que algo sea tan grande que no se le vea más? ¿Podremos no invocar el violento humor de Lewis Carrol para dinamitar las proporciones (aquella mañana que se levantó tan cansado que regresó a la cama antes de salir de ella)?, ¿se mira con otra cosa ese puente invisible por enorme que con imágenes plásticas de un Magritte?

            El primer verso reclama despojarnos de una lectura lógico-formal. Lo que en términos literarios encuentra carne en la anécdota. Dejemos que el puente de Lezama, pues es él quien anda sobre su propia manuscripción, sea “un motivo caminando hacia nosotros”. Que la literatura sea el vuelo de las preguntas y no la plomada de las respuestas cebadas en su  ridícula petición de pruebas. “Lleva la metáfora su epístola sin respuesta y en la espera se preludia el rapto”. Dejemos fuera la pesquisa de anécdota e indaguemos cómo, sin esa carnaza estructural, puede tener sentido. ¿Qué puede pretender un poema si la olvida y niega? ¿Qué construye?, ¿cómo? ¿Es un todo?, ¿en qué nivel de sentido? Todas éstas resuenan como preguntas de poeta. Repito: sólo un poeta lee poemas.

            Pareciera que el joven Lezama se lanza a fondo, sin el amarraje narrativo, a la querella de expresión/sentido. Congeladas o hirvientes son las aguas donde se construye el texto. Delirio de las anomalías: construir contra la bíblica condena y aún más: no sobre roca ni arena, sobre aguas “mediterráneas” (en medio de las aguas); que esas aguas (por qué el plural?, ¿cuándo el agua es singular y cuándo el múltiple torbellino de Caribdis?) adquieran uno de los dos o tres estados inusuales: congeladas o hirvientes (pues falta la evaporación). Así pues, ¿en qué mundo-texto estamos donde el puente existe y anda en sí mismo entre aguas que no pueden discernir si son témpanos o incandescencia? Preguntarse lo que se pregunta un poema. ¿Es casual o concomitante o principalísimo objetivo el que este poema vaya contracorriente del sentido pasivo, inmóvil, dado, de la “obra de arte” y reclame mentalidades analíticas cuyo lenguaje post-estructuralista incluya “texto”, “hecho estético”, “escritura” y todo aquello que relativice su conocimiento positivo? Lo hemos aceptado: un poema no transcribe, crea. ¿Qué es crear? ¿Una figuración, una invención, la personificación de una imaginación? Si tal es el rumbo de la creación poética, leamos la indagación de las formas, el espíritu de búsqueda.

            En nuestro caso presente, los dos primeros versos ejecutan una drástica operación, la disposición del espacio propiamente creativo o poético. Lo hacen por desmesura y bloqueo de contrarios. En medio de las aguas congeladas o hirvientes,/un puente, un gran puente que no se le ve. El poema empieza, puede empezar, porque ha logrado estar en medio de sí mismo y de las cuestiones que lo abrumarán. El primer libro de poesía de Lezama se prepara a terminar con esta gran pregunta. Es el enemigo rumor quien no permite al joven poeta ser tan pronto parte suya, como el sereno silencio de San Juan, quien: “Se ha amigado con el agua, se ha transfundido en la amistad omnicomprensiva”.

            Paremos mientes en la impresión de primera lectura. ¡Con cuánto peso van las palabras de la primera estrofa! Son fardos. Torpes, redundantes, repetitivas, con pausas y encabalgamientos nada fluidos. Palabras torcidas en su sentido. Confusas, aceptémoslo, más que complejas o sutiles. El lector debe aceptar esta molestia y hacerse una de las pocas preguntas con respuesta clara. ¿Puede ser espontánea la torpe pesantez de quien años antes ya entregó la endiablada malla verbal de Muerte de Narciso y en este mismo rumor la fineza apolínea de los “Sonetos a la Virgen”?

            Vayamos pues con pesado tiento a la primera andanada de versos, larga y enmarañada oración que acaba con la última lámpara de seguridad de Edison. La cual,  felizmente, revienta tan pronto aparecía (“Ah, que tú escapes”). En dos versos (números 3 y s.) tres veces la palabra propia. ¡Que hablan de inseguridad en la factura!, “pero que anda sobre su propia obra manuscrita,/sobre su propia desconfianza de poderse apropiar…” Podríamos esperar un predicado –si bien envuelto en lengua metafórica– relativamente descifrable. Algo que sirva como ejemplo de lo que uno o alguien batalla por apropiarse (pero ¿ese uno sería el sujeto aún ausente del puente, el puente mismo, las palabras del poema?). Y el poema, como ya sospecharíamos, entrega otro par de versos incómodos por semipleonásticos y que no ejemplifican lo que hubiéramos esperado sino que continúan esta marcha de la desconfianza: “de las sombrillas de las mujeres embarazadas,/ con el embarazo de una pregunta transportada a lomo de mula…”.

            Ejemplos preclaros entre los griegos de perfección: círculo y triángulo. Etimología: lo cerrado. El poema asienta su exasperante imperfección en los círculos truncos del embarazo, la sombrilla y el lomo de la mula. Cada uno de esos gajos inconclusos –abiertos– propicia el discurso no de una respuesta o convicción sino de una pregunta transportada a lomo de mula/ que tiene que realizar la misión/ de convertir o alargar los jardines en nichos. Nueva ruptura de la exclusión: poema donde convertir y alargar se han neutralizado. Y lo hacen en honras de un inexplicable nicho, ¿pues qué dimensión y forma requiere para atrapar su jardín?

Con todo, las curvas de los semicírculos eran claras y nítidas, casi apolíneas. Mas desembocan en volutas menos dóciles, “donde los niños prestan sus rizos a las olas,/pues las olas son tan artificiales como el bostezo de Dios”. Detengamos el frenesí para aceptarlo. El poema es un delirio. No lo rige la base anecdótica sino una violenta sintaxis semántica basada en la torpeza y redundancia, y una especie de montaje visual de corte surrealista (pienso en Un perro andaluz). Si cada poema ha de intentar ser hijo de sí mismo y leerse en medio de sus propias aguas no importa si congeladas o hirvientes, rehuyamos el facilismo de eludirlo name-droping engendrado por la desconfianza de (no) poderse apropiar de su embarazo. En fin, si nuestra mejor ambición es habitar el poema en él mismo, ¿puedo no pedir a Buñuel su concepto de montaje visual; al Aduanero (que tanto amó Lezama) su “ingenua” crisis del perspectivismo renacentista y aun más su serena mujer silenciosa “extraviada” en un bosque oscuro con todo y su cándido/mágico paraguas; a Lautréamont su frase famosa que cautivara a Breton y hablar de Lezama surreal porque provoca el encuentro de un paraguas, un gran puente que no se le ve y un embarazo de pregunta transportado a lomo de mula? Y unos versos abajo el reojo se vuelca incontinente por aquel su rabillo mallarmeano con una voz (¿recordamos su “potencia susurrada”?) rodadora de dados

            ¿Qué ley gobierna nuestro delirio, en este punto en que ya nos es imposible morar fuera del puente levadizo? ¿Cuál es el método de su locura? Mundo violentísimo, percibimos, donde lo artificial, que todo artista podría defender (“Es más natural el artificio del arte fictivo, como es más artificial lo natural nacido sustituyendo” –dice la única nota que Lezama impone a su Paradiso), es el repulsivo latigazo concluyente de un mundo tan mutilado que los niños deben prestar sus rizos a las olas,/ pues las olas son tan artificiales como el bostezo de Dios. Leyes, siento, del caos, la asimetría, lo nocturno indistinto, ¿lo “dionisiaco” como reverso del sensato día apolíneo? Ctónico: otro vocablo fetiche dentro del logos lezamiano. La pérdida de la anécdota en nombre de que el poema sea una experiencia caótica. Pues así como el allegro de Mozart o el forte soterrado de Beethoven no cuentan sino que, como toda música, expresan, este poema es la experiencia verbal del caos y sus nocturnos embarazos. El poema no trata sobre la lucha o agonía del poeta por crear su poema; es un trozo de 108 líneas donde se resuelve, tuerce o atormenta la sustancia verbal lezamiana. El poema o puente no lleva de ninguna parte a otra: no es una novela ortodoxa con capítulo inicial y desenlace; es él mismo –puente, poema– quien anda… sobre su propia desconfianza de poderse apropiar. El poema es el acontecimiento mismo, no su relato. “Un motivo caminando hacia nosotros”, en palabras suyas.

            Entre deux pascaliano y reverso abruman el texto. ¿No son estos conceptos quienes lo construyen en vez de la inexistente ilación de las peripecias del obrero o el rey destronado o el tiburón de plata? Acontece el poema: es una voz rodadora viviendo su romance, haciendo su querella, tendiendo su posibilitado mundo. Figura, en retórica, es el amante haciendo su trabajo. Así declara Barthes. Y Lezama: “En toda metáfora hay como la suprema intención de lograr una analogía, de tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes, con un parecido…”.

Doy la voz, el rumor, al capítulo inexplicable o intersticial de la novela:

–Ha destruido el sutil distingo escolástico entre causa, causación y causalidad, o entre nacimiento, lo que engendra el nacimiento, y el nacimiento y su finalidad, pero su acto naciente transcurre en una infinitud recorrida por el durmiente en ese punto que vuela. Ha vencido también el tiempo como entre, según la acepción de algunos contemporáneos, pues en su sueño es imposible separar el tiempo que fue del que se está elaborando. Ese entre que parece ser el último refugio dialéctico de los mortales, penetración de un ciego en la fugacidad que cree duración, porque ese entre es la negación de toda penetración, quedando como un acto que se dirige a una roca, pero al llegar a ella ese acto se ha trocado en espuma, sólo que desde el punto de vista de la temporalidad, el hombre no es esa roca sino una roca de utilería que parece regalada por las Danaidas o por Sísifo, por los dioses malditos de un designio estéril.

            Andando el poema –a la mitad de sus aguas nocturnamente genésicas– algunos motivos visuales aparecen y hasta cierto grado retornan semirreconocibles. Leer el poema como un desarrollo musical de temas expresivos lo falsearía. Pero otras pistas son más insuficientes. Hay un pespunte de semimotivos, un balbuceo plástico desplegado con cuatro o cinco máscaras móviles. ¿Cuáles? Su ondular es de cemento desmoronado. ¿Hacen rostro?, ¿el tal rostro diría algo?; ¿podemos atarle la voz rodadora cuyo oleaje envuelve al poema? Precisamente rostros que estallan y voces inasibles configuran el poema conforme al aparecer se fragmentan, seguramente orgullosos de su inestabilidad. La medida para que tales semimotivos tejan el texto es precaria y en medio de las aguas-puente un hipnótico tiburón pasando entre su cortejo de flautas helénicas y lo único que tenemos en las manos es la nostalgia de aquella música de flautas de la que todavía queda hoy un eco.

 

 

III

El gran puente, el asunto de mi cabeza

 

Esos pequeños figurantes –pues opera una ley de lo liliputiense que “ofrecía sus riquezas de miniatura”– son inestables en su identidad taxonómica. Medio comparecen en un verso desfilando por el puente y no sabemos exactamente cuándo atribuir una reaparición a ellos mismos o a la muda de otra máscara fugaz. Hablo de los siguientes motivos: cabezas, pared, animales varios, el rey, un yo; también las nociones de hambre, agua. Y por sobre todo, el motivo del puente, tan grande, tan extendido por todo el poema que en su enorme diseminación plástica desaparece. Cabezas: “la cara del obrero” a quien ese yo se entretiene “en colocar alfileres” con secreta envidia. Y luego el inusitado “lebrel de microcefalia reiterada” y el desfile sigue “porque saben que yo estoy allí,/ y paseo y veo mi cabeza golpeada”. La cabeza, pues, dice, conforme padece, una alta violentación por golpes, estallamiento, monstruosidades. Lo mismo esa “gran pared que se desmorona”, contrincante “natural” en este mundo-puente del lebrel en la “última partida de ajedrez”.

            El desmoronarse de los versos está entonado con el bestiario anómalo: el lebrel, un esqueleto de vaca impuesto a una visión cubista (“un tragaluz geométrico y mediterráneo”), las “sólo tres millones de hormigas” y el “camello de humo” transportadores del enigma nocturno de “un gran tiburón de plata” (que acaso será saludado por Foción en los capítulos finales de Oppiano Licario); tiburón que al alimentar al sujeto le permite fabricar innumerables flautas argentinas para que “chivos de regia estirpe helénica” puedan exhibirlas… El inquieto zoológico concluye con murciélagos quemados en su “muestrario de pipas” y sobre todo con aves que reblandecen el puente construido sobre “cemento aguado”… “besos indisculpables” cuya saliva se vuelve “marisco barnizado”. Ya nos tiene el poema o Lezama o el puente (esas tres máscaras de la fuerza creativa o poiesis) en el fondo de su turbión. Si lográramos la calma para escuchar con los ojos y el alma una, cada una, de estas imágenes-sentencia descubriríamos que este poema de Lezama sabe cosas que la humanidad ignora usualmente. Sí, por ejemplo, ciertos besos “indisculpados” mueren petrificándose en una playa yerta de “marisco barnizado”. Y así sucesivamente: imagen tras imagen, el sinsentido del puente lezamiano es un oráculo excesivo.

Pero todo se nos viene encima y apenas nuestra cabeza alcanza a contemplar una errancia fustigante entre lo singular (el tiburón, el lebrel ajedrecista) y la proliferación múltiple de orden confuso e innumerable (murciélagos, chivos, tres millones de hormigas). Ya no sé si preguntarme si algún secreto se esconde en ese rejuego delirante entre lo uno hipnótico y regio y el bullicio de mil cabezas. Pero el poema ya no para, arroja todo su cortejo al mortero ensalivado del “marisco barnizado”: individuos o legión –locura de Noé ebrio–, murciélagos, aves y marisco participan de lo desmoronante, crujidos de sorda pulverización.

            Enfaticemos el estado literario de tal zoología: bestiario. Pensemos en el medioevo y su animalia real-onírica. Bestiario o el cuenco en que los animales se acumulan en la noche poética y diabólica anterior a la mañana darwiniana. Imaginemos a los primeros europeos, españoles o flamencos, católicos o protestantes, tanto da, asomándose por primera vez a lo que nuestra cartografía llama río Mississippi o Archipiélago Caribe, y ver, por ejemplo, manatíes: “sirenas, a fe mía”. Recuperemos el placer del mismo Darwin en una mañana virginal de las Islas Galápagos viendo discurrir ante sí seres tan fascinantes (¿mamíferos, ovíparos, insectos, vegetales, hongos, reptiles?) como los que le habrán cautivado de los viejos libros medievales ilustrados que conocieran en las bibliotecas londinenses.

            El rey, aquí, es un símil. Una equivalencia: no sólo la regia estirpe helénica de los chivos, sino la forma en que el camello y las hormigas “pasan el tiburón/ otro rey destronado”; para desembocar en el forte de los últimos versos, donde las aguas, siempre “hirvientes, congeladas” nos dicen que “vuelve a pasar el puente como el rey ciego…”. Estado donde el yo, al principio un tanto sólido (alfilereaba al obrero; “veo mi cabeza golpeada”; percibe “lo que mi corazón siente como un gran puente”; elude el hambre fabricando flautas…) en fin ese yo se va a la porra como sujeto unitario, así sea “onírico” o “poético”, estalla y es el antecedente hipotético de “la testa y la única voz” adonde todo el desfile de monstruos increados (y teoría es “desfile de peces” allá en las catacumbas romanas) desemboca. El yo y la voz no se salvan, según creo –según resiente mi cabeza–, de la única molienda primordial, “el peligro de la saliva trocada en marisco barnizado”.

            Los motivos, al no ser identidades sólidas, no pueden leerse como una armonía musical. ¿Posible el tejido armónico si sus propias mónadas van de la desconfianza de poderse apropiar  de su ser al abismo de papel “en la aspillera dental del marisco barnizado”? El desfile de criaturas, su errar o delirio, es, animalejo a animalejo, el lenguaje que expresa el desquiciamiento de lo metafórico en el poema. Esas semicriaturas, el bestiario onírico-real-surrealista-lingüístico-naïf (y nunca anecdótico, insisto por última vez), son la expresión del poema; no lo relatan: lo son.

            ¿Y qué son?, el reverso, lo metamorfoseante; el tránsito. Es la agonía de un yo (la mano-mente del poeta), un Lezama sufriente a quien le estalla la unidad nunca lograda del “poema”. “Otras veces era el ejemplo, el fatídico ejemplo, el que volvía para destrozarnos las más suntuosas tesis. Para mi mal, al reconocer la cartesiana sustancia que piensa, saltaba el personaje para trabar conmigo un diálogo banal, pero suficiente para destruirme un desarrollo acostumbrado, una acomodación en el pensamiento sustantivizado”.

            El texto, entonces, padece una experiencia: poema escrito en tanto derrota del mundo cartesiano supuestamente anhelado por “la obra de arte”. Cada criatura estalla y se difumina y con ellas el poema nunca logra unidad visual-narrativa-temática. No pasa nada consecuente; pasa una serie de desmoronamientos de la imagen. El poema no cuenta; es la crisis de luchar por él. Κρίσις (‘crisis’) “decisión” derivado de –y esto importa ahora– χρίνειν (‘crínein’) también “decidir” pero sobre todo juzgar y separar. El poema existe por su paradoja; leemos y gozamos su oscuro llamado gracias a que Lezama tuvo, a todas luces tácitas, la intención de escribir la separación (crisis, ‘escis’) de los supuestos constituyentes de un poema “cartesiano”. Es reverso de la lucidez y control literarios “normales”; espacio y tiempo de lo metamorfoseante como revés de las criaturas sólitas; es un tránsito tal cual y no la finalidad del tránsito como causalidad y direccionalidad de un trayecto lógico que vale en tanto se parte de A y se llega a B.

            Tal es el puente, tan grande que devora el poema, que no se le ve. El puente es –lo que dice el poema– un sentimiento del corazón por el que el poeta atraviesa… y se atasca en esa travesía, deriva, delira. Es, también, el reverso maléfico del sentimiento oceánico de ya no tener hambre y ser en cambio una criatura de regia musicalidad helénica. Es la experiencia de que le estalle “la última lámpara de seguridad de Edison”. Es –en un tercer giro de sí mismo sobre esas espaldas sordas– no un tránsito acaso intenso, sino el estado en sí de transitar.

Puente o poema de aguas hirvientes, congeladas; imágenes caóticas, ordenadas; tropos inexactos, inconclusos, exactos y exitosos: no un poema, por supuesto, tampoco todavía la experiencia de escribirlo, no, no. Más aún: poiesis. Agonía, crisis, caos, noche, génesis… todo esto como en sí.

            Una a una las palabras de “Un puente, un gran puente” son la congelada ebullición del hombre en estado –dolorosísimo embarazo de una pregunta transportada a lomo de mula–, pues, de poiesis. No pasa nada, no, en este poema, apenas tres millones de hormigas como tropos estallados; es la febril tortura ritmada del poeta en su trabajo. Un trance que no llega a ninguna parte y que no surgió de ninguna causalidad racional. Poiesis es las palabras que transitan sobre sí mismas –se juzgan, se separan– y sólo configuran su breve incendio. Si a lo largo del libro se ha intentado embridar el enemigo rumor y que produzca las rodelas perfectas de sonetos y otros moldes “apolíneos”, aquí Lezama parece aceptar la derrota del poema para que la enorme energía de la poiesis extienda el imperio y caos de su única voz. Poeta es aquel que conoce estas derrotas. Gloria e Inferno de los hijos del poema: en el reverso de la cara del obrero asesinado, en la reconstrucción de un tiburón de plata, el poeta atrapa la seguramente luciferina iluminación de su suerte, lo que significa su fidelidad nocturna. El poema concluye, o para decirlo mejor, nos arroja la múltiple embestida de una imagen final antes de su silencio o de volverse sobre sí mismo para empezar nuevamente. No podemos no descubrirnos como si estuviéramos dentro del hermoso obrero que la voz del poema secretamente envidia pues nos alfilerea insidiosamente con su vértigo…

 

Un puente, un gran puente, no se le ve,
sus aguas hirvientes, congeladas,
rebotan contra la última pared defensiva
y raptan la testa y la única voz
vuelve a pasar el puente, como el rey ciego
que ignora que ha sido destronado
y muere cosido suavemente a la fidelidad nocturna.

 

            Montaigne, un prosista tan sensato, lo sabía. « J’ayme l’alleure poetique, à sauts et à gambades. C’est une art, comme dict Platon, legere, volage, demoniacle. » (III : 9, « De la vanité »). Es decir : “Amo el paso poético, a saltos y brincos. Es un arte, como dice Platón, ligero, volátil, demoniaco.” (El piropo platónico a la cadencia del verso, en el Ión.) Por cierto que otro gran prosista, de extremado oído, marcó con su lápiz esta frase en su recurrente ejemplar de los Essais: Gustave Flaubert.

Terminemos regresando, naciendo como lectores. Sólo los poetas escriben poesía; sólo los poetas leen poesía. Un poema, y cualquier obra de arte en la medida que conquista su estado poético tal como anhelaran los románticos alemanes, tiene su propio régimen y quizás la fuente de nuestro azoro sea la resistencia a este postulado. La poesía tiene su propia lógica, que lo es por asociación y no por la secuencia y consecuencia del desarrollo racional  de premisas y asertos. La asociación es su matriz y desdobla su fertilidad de diversas índoles, como la vida que es capaz de reproducirse en los aires, bajo los océanos y sobre todos los climas terrestres. Pero siempre por afinidad y deslizamiento de naturaleza plástica: una imagen lleva a la otra, “pues las olas son tan artificiales como el bostezo de Dios”. Afinidad y deslizamiento por recursos metonímicos y metafóricos. La relación –el gran puente que no se le ve– que sustente el enlace puede ser una convención, un hábito cultural (“chivos de regia estirpe helénica”, que nos guiñan el ojo para que recordemos nostálgicamente las explicaciones escolares del estilo jónico previo al florecimiento calcáreo del corintio). Asociación por metáfora: cemento y león, que en nuestra primera estrofa dan un fruto lezamiano: “el pobre cemento con alma de león”. Por metonimia sucede de manera compleja, a la segunda potencia, pues el deslizamiento del atributo a la cosa, el pars pro parte, o el pars pro toto de la sinécdoque, acontece usualmente ya dentro del “sello de semejanza” lezamiano, y así naturalmente, el tiburón del poema reaparece como “un gran tiburón de plata, / al que arranco minuciosamente fragmentos / que moldeo en forma de flauta”, flauta que desemboca en el enroscamiento óseo de la cornamenta de nuestros “chivos de regia estirpe helénica”… Es decir que en efecto acontece el vals de la metonimia pero no a partir de nuestros paradigmas y categorías sino de los renacidos en el orbe lezámico. El logos visual es otro motor inmóvil de grandes potencias. Atendamos el desarrollo de la curva, su gajo abombado: “… de poderse apropiar / de las sombrillas de las mujeres embarazadas, / con el embarazo de una pregunta transportada a lomo de mula…”; esta curvatura deliciosa, que ha pasado ya de la sombrilla delicadamente empuñada al propio vientre femenino, después al lomo de mula (que transporta el hueco curvo de un ‘embarazo de pregunta’) inmediatamente hace señas desde el espacio receptivo de “nichos / donde los niños prestan sus rizos a las olas, / pues las olas son tan artificiales como el bostezo de Dios”. Así, el motivo de la curvatura de la primera estrofa es no contradictoriamente sino empáticamente la imagen de lo vacío y de lo fértil. Por supuesto que también opera en este mundo la lógica de las convenciones culturales y hasta sus lugares e imágenes comunes (como rey-león-tiburón). Un logos poético de esta dimensión no podría dejar de avanzar por explotación de la propia lengua, como por ejemplo, algo es lógico pues la aliteración es una forma de razonar y desarrollar el cuento del poema: “como la caracola que cubre la aldea / con una voz rodadora de dados”. Y la lógica del contrasentido: el puente es tan grande que desaparece: “un puente, un gran puente que no se le ve”.

            En suma: lo usual en hablantes y escritores, lo que nos espera en la mayoría de los libros que abrimos y cuando los cerramos para comunicarnos con nuestros próximos, es que el logos, el raciocinio causal produzca el avance del discurso. A lleva a B que, como implica C… etc. En ciertos artistas, y aquí estamos, es la imagen quien conduce los pasos. Lezama reconoce entre imago, súbito y sobrenaturaleza, pero todos ellos construyen el mismo mundo aparte. No caminar sino danzar, diría Paul Valéry: el echar a andar los pasos no para llegar a un punto final sino para trazar una figura con el cuerpo animado. Digámoslo rotundamente: Lezama Lima pertenece a los artistas “puros” o natos que no proceden por la lógica sino por la retórica y la poética. Fragmentos a su imán –como dejó dicho que se titulara su libro póstumo de poesía; en efecto, imantación, coalescencia. Una buena manera de visualizar el discurso lezamiano es la imantación, y también lo es recordar las fuerzas gravitacionales que Galileo, Newton, los astrónomos y los físicos y matemáticos nos explican, para que alcemos el cuello a medianoche (pues claro que se trata de acatar la fidelidad nocturna) hacia la cavidad vacía y plena de la bóveda infinita y comprendamos que natural y espontáneamente esos astros dispersos erran poéticamente concertados y galaxias habemos.

            Deberíamos empezar por comprender esto como punto de partida sine qua non Lezama Lima y ciertos otros artistas se vuelven incomprensibles o absurdos o caprichosos. Ya no la lógica estricta sino la imagen guía el discurrir textual. Construir con las leyes de la retórica y la poética y no con las del razonar causal ni las del acontecer rasamente prosaico. Es un logos de deslizamientos, asociaciones y estelas metafóricas y metonímicas. Ni en la narrativa ni en la ensayística ni en la poesía lezamianas puede salir la marquesa a las cinco a tomar el té. ¿Es tan difícil entender esto? Tal vez sí. Estamos ante un “sistema poético del universo”, como él mismo se jactó en proclamar… cuando vio que en su obra es así o no es nada. ¿Qué hay que probar cuando llega la noche? descubre el poema que gloria a “San Juan de Patmos ante la puerta latina”. Seamos poetas al momento de leer a Lezama. Digamos con él, dentro de su extravío causado por el enemigo rumor (título del libro, no olvidemos) que lo doblega, digamos como si nos fundiéramos con el poeta: “Puedo mirar” (título del penúltimo poema de su “Filosofía del clavel”) y aceptemos por fin y para empezar el verso-estrofa con que cierra dicha filosofía:

 

Estoy mirando tu pregunta preferida.

 

 

 

 

 

 

 

 

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