Poesía mexicana actual: Eduardo Saravia

Presentamos una muestra del poeta Eduardo Saravia (Ciudad de México, 1977). Ha publicado en diversas revistas del país. Su trabajo aparece en antologías como el Anuario de poesía mexicana (2006), publicado por el Fondo de cultura económica, y Vientos del siglo, Poetas mexicanos 1950-1982, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, y del Fondo Especial para la Cultura y las Artes del Estado de México. Fue ganador de los Juegos Trigales del Valle del Yaqui “Bartolomé Delgado De León” en el 2008 y del premio nacional de poesía “Clemencia Isaura” en el 2009; obtuvo el tercer lugar en el certamen “Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz 2011”, el premio nacional de poesía “Efraín Huerta 2012”, convocado por el Estado de Guanajuato, y el premio hispanoamericano de poesía San Román 2016.

 

 

 

Coordenadas para trazar un mapa

(Fragmentos)

 

 

 

 

19°26’3.48″N, 99° 5’4.02″W

 

Dalí tenía razón: es sorprendente que a nadie antes de él se le haya ocurrido pintar relojes blandos. O monedas blandas, mapas, libros, carreteras; personas alarmantemente blandas, personas de cera, expuestas ante el gran pabilo de la rutina diaria. “Es un poco extraño, doctor, lo que me pasa. Una sensación extraña en la lengua, un leve retraso al parpadear”. Esto sucedió hace cuatro días. No sentía dolor, no estaba preocupado, al contrario, me resultaba interesante. Como al personaje de Poe que observaba con curiosidad científica su propia autopsia. En un lapso de 24 horas la parálisis facial será completa, dijo, ¿hace ejercicio?, ¿viaja?, ¿va al cine?; distráigase, salga de la monotonía. Me sentí Garrick, quiero decir muy triste. Al reverso de la receta decía: inflar globos y masticar chicles Trident. Me sentí Garrick. Y solo ahora me doy cuenta, Dalí tenía razón: es sorprendente que a nadie antes de él se le haya ocurrido representar en toda su fidelidad una parálisis.

 

 

 

 

51°31’13.03″N, 0° 7’28.17″W

 

Poco recuerdo de mi estadía en Prufrock. Recuerdo sus bares y sus restaurantes, sus cafeterías, sus hoteles. Nunca me sentí tan solo como cuando estuve en Prufrock. Alguien me dijo que Rodolfo Wilcock vivió ahí, me contó que Pound, que Berryman. En fin, que empacara de inmediato. En todos los viajes hay visitas obligadas, rutas mágicas, guías, sugerencias. Prufrock no es una de ellas. El turista promedio no soporta el aire isabelino de sus calles y lo asustan los monólogos y quejas de sus contados habitantes. Todos los caminos llevan a Prufrock, me dijo. Si partes, por ejemplo, de las islas jónicas de Homêros, cansado de espadas y bravuras, a través de mares, bosques y montañas, indudablemente llegarás a Prufrock. Te advierto que el viaje es largo, más largo cada vez, pero asegura recompensa. No tomes atajos. No corras. Ignora la ruta de Belerofonte, tan rica en precipicios. Los habitantes de Prufrock son desconfiados y reconocen a los tristes y a los timadores. Y si lo que quieres es presenciar la niebla, o escuchar a las sirenas y sus mutuas canciones, no vayas a Prufrock. Viaja a Boston. O dirígete al 28 de Bedford Place, un día de agosto del 14. Pregunta por el “viejo oso australiano”.

 

 

 

55°46′35″N, 37°39′26″E

 

Hoy amanecí lleno de hijo, saturado de mujer el esqueleto. Sucede que hay Días y días, horas en que Connolly tenía razón y primero haces una concesión y luego otra, luego veinte, y de ahí a desaparecer ya no hay distancia.

Hoy amanecí con el corazón en desbandada, con unas ganas locas de rumor y orquesta, de impartirle noches a mi noche. Cendrars tenía razón, lo mejor es salir por la ventana cierto día antes de que te endilguen la cadena.

Voy a caminar por Yaroslavsky. Quiero ver mujeres en la plaza. Me quedo de Moscú con sus banquetas.

 

 

 

 

48°11’29″N, 16°22’48″E

 

Soy la mueca jamás imaginada por Messerschmidt. No sé a dónde me llevará esta frase, pero no dejo de decirla cuando me miro en el espejo. Le siguen otras: Soy la pieza desconocida de Messerschmidt, su busto de latón, el gesto inacabado del artista. Y es verdad, haciendo una revisión de su obra, de sus 69 bustos, no hay ninguno cuyo gesto sea parecido al que miro cada mañana en el espejo. La parálisis facial periférica idiopática, conocida como parálisis de Bell, es el límite de la obsesión de Messerschmidt. Estoy, no cabe duda, un paso más allá. Frente a su pieza El ahorcado mi improbable busto se está riendo.

 

 

 

 

31°11’52.72″N, 29°54’3.02″E

 

En el restaurante del hotel Cecil, después del desayuno, tomamos café y hablamos de la ciudad. Ninguno de los dos atina a despedirse. Un hasta pronto será suficiente y será mentira. La ciudad nos olvidará en cuanto partamos; para entonces ya será otra. En lo profundo de sus ojos, en cada pliegue de su cara está Clea, su mano, atrapada entre el arpón y el barco hundido. Lo sé. Me callo. Luego lo miro caminar hacia la puerta y pienso no sin tristeza en lo que nos trajo aquí, en Calímaco, en aquella horda de cristianos que siglos atrás justificaron al califa, en el jardín francés, y en aquella casa ubicada en el número 4 de la calle Lepsius que bien valdría el regreso. No. Ninguno de los dos fuimos Antonio. Dejo la taza a medias.

 

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