Releyendo a Rilke. Texto de Adam Zagajewski

Presentamos, en versión de Gustavo Osorio, un texto del poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski, “Releyendo a Rilke”. Zagajewski es un defensor del estilo alto o sublime, que él llama fervoroso. Opone este tono, no de grandilocuencia sino de altura emotiva y búsqueda de la epifanía en la cotidianidad, a la distancia crítica, la parodia y la ironía de una época “tan poco heroica” como la que vivimos.

 

 

 

 

 

Releyendo a Rilke.

 

 

 

Si algunos otros poetas de su generación y más allá ataron tanto su inquietud espiritual como sus momentos de inspiración a la causa de su nación, a la situación histórica o a su marcadamente acentuada biografía, Rilke, lo sabemos, permaneció libre en este aspecto; mantenía su fuego creativo lejos de los hornos de las pasiones políticas o sociales. Sin embargo, hay una excepción: en agosto de 1914 compartió brevemente el entusiasmo de las multitudes alemanas por la recién comenzada Gran Guerra (se vio fortalecido en este aspecto por su reciente descubrimiento de la poesía de Friedrich Holderlin, que podía ser leída en un modo patriótico). Esto ocurrió en sus Cinco Canciones, escritas durante las primeras semanas de la guerra. Estos poemas cantaron la alabanza de un dios de la guerra como un gran renovador de la humanidad. Más tarde, Rilke nunca se unió a aquellos poetas que lloraron por el desastre de la misma guerra, que no renovó nada excepto la industria de la muerte.

            La ausencia material de la historia moderna en la obra de Rilke intrigará o hasta consternará a algunos de sus lectores. Citemos a uno de ellos, Mieczyslaw Jastrun (1903-1983), eminente poeta polaco y experimentado traductor de la poesía de Rilke (y de Hoderlin).

            Le debo a Jastrun muchas horas enriquecedoras y un momento luminoso en particular, hace muchas décadas, cuando, todavía estudiante de secundaria, compré un delgado y elegante libro, Elegías de Duino, en su traducción. De pie en la calle, lleno del ruido mediocre de una perezosa tarde comunista, leí por primera vez las frases mágicas: “¿Quién, si gritara yo, me escucharía / en los celestes coros? Y si un ángel / inopinadamente me ciñera / contra su corazón, la fuerza de su ser / me borraría; porque la belleza no es / sino el nacimiento de lo terrible; un algo / que nosotros podemos admirar y soportar / tan solo en la medida en que se aviene”[1]. La calle de repente desapareció, los sistemas políticos se evaporaron, el día se convirtió en atemporal, conocí la eternidad, la poesía despertó.

            Este libro era una joya en mi entonces todavía muy modesta biblioteca —por oposición a la biblioteca de mis padres, que estaba bastante bien provista, sobre todo con novelas y colecciones de cuentos; ¿No vivimos en una época de prosa? Me encantaba el formato del volumen de Rilke, un poco más grande que el tamaño convencional— y el hecho de que esta secuencia de diez poemas merecía una edición aparte. Esto sucedió en un momento en que yo era adicto a las gordas novelas rusas que frecuentaba en la biblioteca municipal. La esbeltez de las Elegías me hizo preguntarme sobre el peso de las palabras: si un volumen delgado puede tener tanta importancia, ¿por qué llevar las cargas épicas?

            He aquí lo que dijo Mieczyslaw Jastrun en una de las muchas ediciones de sus traducciones: “Cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, durante mi estancia en Suiza, visité el castillo de Muzot y la tumba de Rilke en Raron, ya no era aquel joven hombre que admiraba sin cesar poemas del Libro de las Horas y del Libro de las Imágenes, Rilke nunca fue tan remoto para mí como entonces, justo después de la guerra y cuando la ocupación Nazi había terminado “.

            No es difícil adivinar por qué. El diálogo de Rilke con los dioses y los ángeles, su meditación en torno a la noche y la muerte (una muerte tranquila y aristocrática, no el plebeyo que tiene que ver con ametralladoras o cámaras de gas), dejó fuera todo un territorio de sufrimientos terrenales, en absoluto sublimes y sin embargo, el deseo de reconocimiento, quizás necesitando su propia poesía. Aquellos de nosotros que hemos presenciado (o incluso leído en torno a) las varias  y terribles secuelas de la Primera Guerra Mundial y entendemos que hay dos traiciones contradictorias que esperan a todo poeta —una que consiste en olvidar el dolor de la historia moderna en pro de la vida espiritual, intacta por las noticias, y otra que tiene que ver con prestar suma atención al dolor de la historia moderna, pero sacrificando la delicada sustancia sin nombre de nuestra interioridad— probablemente estaremos más que dispuestos a exonerar a Rilke de esta crítica. Mieczyslaw Jastrun, para quien todos los días y horas de la guerra y la ocupación podrían haber sido sus últimos (él fue Judío y vivió escondido en Varsovia mientras que al mismo tiempo participaba activamente en la vida literaria subterránea), él mismo regresó más tarde a la poesía de Rilke; su rechazo de lo apolítico sublime fue sólo temporal. Una vez que la sombra del mal se desvaneció, se fascinó nuevamente por el magnetismo de esta obra.

            Si bien resulta fácil e incluso placentero el eximir a Rilke de la censura del historicista, la pregunta permanece y se cierne sobre el horizonte de los estudios en torno a Rilke. Sí, es una pregunta sin respuesta. Ningún Stalin lo arrojó a un campo. Nadie, afortunadamente, jamás envió al poeta a las zanjas fangosas. El ridículo episodio en que Rilke fue reclutado en Viena durante la guerra (después de todo, él poseía un pasaporte austriaco), la comedia del poeta de cuarenta años sometido durante un breve tiempo al absurdo ritual de un militar que tal vez le recordó dolorosamente a su infancia en la escuela de St. Polten, la estupidez de un sargento todopoderoso humillando al poeta, burlándose de él por tener un segundo nombre tan poco militar como “Maria” y finalmente la exitosa operación de rescate montada por la influyente y enérgica princesa Maria von Thurn und Taxis, que lo liberó de los cuarteles (una vez fue el caballero que liberó a la princesa, pero aquí la situación se invirtió) —todas siguen siendo partes de un evento aislado en la otrora cuidadosa y modesta existencia de nuestro artista. La sabia princesa, que admiraba al poeta pero también conocía ampliamente sus debilidades, le gustaba dirigirse a Rilke en sus cartas y en otros escritos como Dottore Serafico, ¡qué encantador e irónico sobriquet! Qué afortunado para nosotros, sus lectores, que escapó de las mazmorras del siglo XX. Sin embargo, algún tipo de mal moderno que se manifestó en la Primera Guerra Mundial y floreció en las siguientes décadas en muchas áreas de nuestro planeta nunca hizo incursiones en la meditación poética de Rilke. Esta es nuestra pérdida. Hemos aprendido que entender la naturaleza del mal moderno es algo completamente difícil, quizás imposible; tener a Rilke entre los investigadores que trabajan en este laboratorio artístico en particular habría sido de un valor inestimable.

            Para mí, el feliz propietario del elegante libro delgado comprado hace mucho tiempo, las Elegías representaban sólo el comienzo de un largo camino que conduce a un mejor conocimiento de toda la obra de Rilke. La invocación ardiente con que comienza “La Primera Elegía” —una vez más: “¿Quién, si gritara yo, me escucharía / en los celestes coros? Y si un ángel / inopinadamente me ciñera / contra su corazón, la fuerza de su ser / me borraría; porque la belleza no es / sino el nacimiento de lo terrible; un algo / que nosotros podemos admirar y soportar” — se había convertido para mí en prueba viviente de que la poesía no había perdido sus poderes encantadores. En esta etapa temprana no conocía la poesía de Czeslaw Milosz; fue exitosamente prohibido por el estado comunista en las escuelas, las bibliotecas, y las librerías —y para mí. Uno de los primeros poetas contemporáneos que leí y traté de entender fue Tadeusz Rozewicz, que entonces vivía en la misma ciudad en la que yo crecí (Gliwice) y, al menos hipotéticamente, pudo haber presenciado el momento de entusiasmo que siguió a mi compra de Las Elegías de Duino traducidas por Jastrun, pudo haber visto a un muchacho extrañamente inmóvil parado en medio de una acera, en el mismo centro de la ciudad, en su calle principal, a la hora del paseo local cuando el sol descendía y la ciudad industrial y gris se volvía carmesí durante quince minutos más o menos. Los poemas de Rozewicz nacieron de las cenizas de la otra guerra, la Segunda Guerra Mundial, y fueron éstos mismos como una ciudad de cenizas. Rozewicz evitó metáforas en su poesía, considerando cualquier excedente de imaginación un insulto a la memoria de las últimas víctimas de la guerra, una amenaza a la veracidad moral de sus poemas; se suponía que fuesen cuasi-informes de la gran catástrofe. Sus primeros poemas, escritos antes de que Adorno pronunciase su famoso dictum en torno a la incompetencia de la poesía tras Auschwitx —literalmente, dijo: “Resulta barbárico escribir poesía después de Auschwitz”— ya estaban imbuidos del espíritu de limitación y precaución.

            Yo admiraba la escasez espartana del lenguaje de Rozewicz entonces, y durante algún tiempo estuve de acuerdo en que la poesía definitivamente debía ser insípida, sin metáfora, persuasiva, ya que la historia le había dado un golpe mortal. Los vuelos de imaginación tenían que estar estrictamente prohibidos, pensaba. En comparación con la llaneza intencional de la poesía de Rozewicz, la apertura salvaje de la primera de Elegías —-pero también todo lo que precedía en ésta y en las otras elegías— fue una bienvenida, casi inesperada confirmación de que el fuego poético podía seguir vivo, de hecho estaba vivo. Por suerte, el orden cronológico (o, como les gustaba llamar a los aburridos teóricos del estructuralismo, diacrónico) no se aplica a la poesía en absoluto, de modo que un poema anterior puede contender con uno escrito mucho más tarde y así puede alentar al joven lector: no escuches los mandamientos contemporáneos que parecen representar el veredicto del propio Zeitgeist. Escucha a los grandes poetas solamente; a veces un Catulo puede salvarte de la dictadura literaria de alguien que vive a sólo cinco cuadras de distancia. Y entonces tal vez podrás ver que bajo algunas circunstancias el Zeitgeist puede llegar a ser no más convincente intelectualmente que un vulgar poltergeist.

            Éstos eran los felices comienzos de mi larga relación con la poesía de Rilke. Más tarde también me deleitaba leyendo su prosa: no tanto la historia de Cornet Christopher Rilke, que de alguna manera nunca me atrajo, sino su única novela, la difícil Malte, la cual, con la densidad de un tratado existencialista, me fascinaba. También leí con amplio placer el libro de Rilke sobre Rodin. Cada joven artista debe leerlo: este hermoso elogio de la disciplina ejerce un efecto estimulante sobre las mentes más jóvenes que pueden tender a sobrevalorar el ingrediente irracional y puramente inspirador del arte. Más tarde descubrí el océano de las cartas de Rilke. Estas cartas contienen todo, desde chismes cotidianos (¡pero cuán elegantes, cuán entretenidos!), hasta las más sublimes observaciones sobre la vida y el arte. En los últimos años he leído con el mayor de los interés sus cartas a Nanny Wunderly Volkart, una rica señora suiza. Hay dos volúmenes de la correspondencia, que contienen solamente las cartas del poeta; Wunderly Volkart decidió mantener privada su parte del intercambio. Estos dos volúmenes pertenecen al último capítulo de la vida de Rilke, hasta el momento en que salió de Munich, escapando de la inseguridad política y de la miseria de posguerra de la ciudad bávara, y se fue a Suiza, al principio con la idea de quedarse allí por poco tiempo, pero después, disfrutando de la estabilidad suiza y la falta de cualquier humor revolucionario en el país alpino, decidiendo prolongar su visita indefinidamente.

            Las cartas a Nanny Wunderly Volkart nos permiten una profunda penetración en el método de Rilke de vivir y crear. El Dottore Serafico entero está en ellas: como la dama en cuestión era muy poderosa dentro de la red política y administrativa de Suiza y el pasaporte del poeta sin hogar tendió a perder su validez con bastante frecuencia, las cartas no son a veces libres de suplicatorios clichés. Al mismo tiempo, nunca pierden el aire de una dignidad soberana y artística; Rilke recompensó a su amiga con las páginas más generosas, que reflejaron su búsqueda espiritual en el para él entonces nuevo contexto de la vida cotidiana en una villa o castillo suizo. Para Rilke, en esta etapa de su peregrinación poética, las cartas no representaban sólo una manera de comunicarse con amigos y conocidos; más bien, eran el contenido y la sustancia de su vida. En todos estos palacios suizos él era solamente un huésped, dependiendo de los caprichos de sus anfitriones. Todavía no podía comenzar a escribir sus grandes poemas, sus Elegías de Duino, sus Sonetos a Orfeo, y él lo sabía; todavía buscaba un lugar tranquilo, una torre poética que, como sabemos, encontraría más tarde en el cantón de Valais. Mientras tanto, cualquier villa que habitó de manera temporal era sólo una sala de espera. Así que —sabemos esto por sus cartas— había días, si no es que semanas, enteramente dedicados a la escritura de cartas. Aquí la relación usual entre vivir una vida y escribir cartas que diera cuenta de ello se invirtió radicalmente. Era una vida que se consumía en interminables misivas, cuyos destinatarios eran en su mayoría representantes de la nobleza europea, además de unos pocos anónimos escogidos, en su mayoría mujeres, a quienes consideraba su rebaño y del cual cuidaba.

            Por las cartas nos enteramos de los rituales que acompañaban la escritura de Rilke, qué tipo de papel era adecuado, qué tintero y qué tipo de mesa eran absolutamente necesarios. También aprendemos que muchas otras cartas tenían que ser escritas; a veces una carta a Nanny Wunderly Volkart tenía que interrumpirse porque otra debía ser urgentemente redactada y poco después ser llevada a una lejana oficina de correos. Más tarde, cuando llegó la tan esperada avalancha de inspiración, no hubo por mucho tiempo carta alguna ; su objetivo había sido cumplido, pero en esta coyuntura preliminar la correspondencia llenó su tiempo y mente. Al mismo tiempo le impidió escribir poemas que podría haber considerado como menores.

            Cualquiera que haya pasado varias décadas leyendo a un poeta mayor —por supuesto, siempre con algunas interrupciones, pues nunca nos detendremos en un poeta durante años de manera continua— estará de acuerdo en que resulta una historia muy compleja en la que la fidelidad y la inconstancia, incluso la deslealtad, cambian de lugar todo el tiempo, como en alguna elegante danza del siglo XVII —un minueto, podríamos decir. Alguien que ama el trabajo de C. P. Cavafis, por ejemplo, probablemente tendrá que admitir que, por mucho que admire a este poeta, también ha encontrado periodos en los que la pasión e interés por el bardo griego moderno se desvanecen temporalmente —como si cada acto de leer poesía consistiese en adquirir una suerte de vitaminas espirituales y en el proceso nuestra voz interior nos dijera de vez en cuando: bueno, suficiente de esto, dame un nutriente diferente ahora. Así que después de la inmensa inteligencia de los poemas históricos de Cavafis, la voz interior podría estar tentada a decir: por favor, dame un poeta como Dylan Thomas ahora. Rilke no es una excepción a la regla; quizás es incluso uno de esos grandes poetas cuyo asimiento en los lectores fluctúa más. Por un lado, casi no hay sentido del humor en su poesía, en contraste con sus cartas, que emanan un encantador entendimiento del lado gracioso de la vida: en las cartas oímos la voz de Dottore Serafico, no la de un profeta. Su poesía es casi siempre de alto impacto; en una manera en la que representa la esencia de la poesía en la pureza de su canto lírico. La obra de Rilke, especialmente en sus últimos años, también se caracteriza por una cierta “pasividad”; se trata de una poesía que recibe, que escucha, que espera una señal procedente del exterior —en contraste, por ejemplo, con muchos de los últimos poemas de W. H. Auden, en los que trabaja una retórica muscular, una retórica que gesticula, postula, inventa, niega y moraliza todo el tiempo. No así Rilke, que escucha al mundo, mira al mundo, que recibe.

 

¡Y nosotros, meros espectadores,

en todo tiempo, en todos los lugares,

vueltos siempre hacia todo y nunca más allá!

El mundo nos agobia.

Lo organizamos. Pero

se derrumba en añicos.

Lo organizamos otra vez y, entonces,

nosotros mismos

caemos rotos en menudas trizas.

(“La Octava Elegía”)

 

 

El lenguaje poético tiene que seguir la mirada, no a la inversa. Por eso declara en “La novena elegía”:

 

El viajero no trae de la vertiente de la montaña un

puñado de tierra -para todos indecible- al valle, sino

alguna palabra que conquistó -una palabra pura; la

genciana amarilla y azul

¿Acaso estamos aquí para decir tan sólo: casa, puente,

fuente, puerta, jarro, olivo, balcón -o a lo sumo, pilar,

torre…?

…Mas para decir, entiéndelo, oh, para expresar

aquello que las cosas mismas, en su intimidad,

nunca esperaron ser.

 

 

            Tengo que confesar mi propia inconstancia con respecto a la obra de Rilke. Incluso las Elegías de Duino, cumbre absoluta de esta cordillera poética —la secuencia de poemas que me fue revelada en forma de delgado libro muy tempranamente en la historia de mi lectura, en medio de una ciudad industrial en Silesia— ha, a lo largo de mi vida, conocido períodos de olvido, períodos de acumulación de polvo en un rincón distante de mi biblioteca. Sus requiems maravillosos han conocido el mismo sino. El asimiento de Rilke de un lector individual puede fluctuar fuertemente; sin embargo, su poder para cautivar nuevas generaciones de lectores no ha disminuido en lo más mínimo.

            ¿Cómo leer Las Elegías de Duino, esos diez grandes poemas que forman la cumbre del arte de Rilke? ¿Debemos intentar comprenderlos a fondo o correr a través de ellos como niños que corren a través del bosque en la noche, medio aterrorizados, medio eufóricos? La pregunta casi carece de sentido: cualquiera que se arriesgue a una expedición en una buena biblioteca, pronto encontrará un casi infinito acervo de comentarios. Los filósofos cristianos nos informarán cuán cristianas son Las Elegías de Duino; los existencialistas reclamarán a Rilke como uno de sus colegas; los discípulos de Husserl encontrarán ahí diez toneladas de fenomenología; otros historiadores de las ideas nos informarán que esto es simplemente Friedrich Nietzsche puesto en verso ¿Debemos escucharlos? Por supuesto que no. O mejor: debemos conocer estas lecturas filosóficas o ideológicas y después tratar de olvidarlas. Las elegías son como un bosque; no hay una sola línea en ellos que no haya sido escrita bajo el embrujo de la inspiración, y una verdaderamente poética, no filosófica, inspiración. Las elegías son un bosque encantado, y al cabo de un rato un lector atento no se parecerá a un niño sino a un búho de las nieves que vuela silenciosamente entre las densas ramas de piceas con suma facilidad —y también con una especie de triste felicidad que, al parecer, es una respuesta adecuada a la gran poesía. Un lector atento entenderá que se trata de un poema que se ocupa de cuestiones últimas, con preguntas sin respuesta —quiénes somos, qué es la muerte, son acaso privilegiados los amantes, qué nos puede dar el arte …

Considera esta estrofa en “La Séptima Elegía”:

 

Vivir aquí es glorioso. Vosotras lo sabéis,

muchachas, sí, también vosotras, las

ahogadas, que parecíais miserables

-rodando por las calles más inmundas

de la ciudad, infectas o abiertas al

envilecimiento.

Sí, porque cada una de vosotras tuvo

su hora, quizás menos que una hora

entera, acaso n intervalo apenas

mensurable en las medidas del tiempo;

algo, entre dos instantes, donde

cada cual tuvo una existencia.

Y que fue Todo.

Mas nosotros solemos olvidar fácilmente

lo que el vecino burlón no nos confirma

o nos envidia.

A los ojos de todos la queremos realzar

cuando al dicha más visible sólo se nos

revela si acertamos a transformarla en

nosotros.

 

            ¿Realmente necesitamos algún comentario? Sentimos que el poeta ha llegado aquí al límite de lo que se dice y se arriesga como un jugador que, poco antes de que el casino se cierre, pone en la mesa billetes de la más alta denominación: vida, existencia, felicidad. El croupier lo mira con una sonrisa condescendiente que dice: vamos, lo he visto cientos de veces. Pero el poeta gana.

            Quizás resulte más interesante ver el trabajo de Rilke no tan virginal, no tan etéreo, como parece a muchos lectores. Después de todo, como la mayoría de los modernistas literarios, es un antimoderno; uno de los principales impulsos de su obra consiste en buscar antídotos a la modernidad. Los héroes de sus poemas se mueven en un espacio espiritual, no en las calles de Nueva York o de París, sino que también, por su intensa existencia, están destinados a actuar contra la fealdad, supuesta o real, del mundo moderno. Incluso el esnobismo de Rilke, hipotético o no, puede considerarse como más correspondiente a sus ideas que a las debilidades de su carácter: los aristócratas representaban para el poeta los supervivientes de una Europa mejor, un continente caballeresco, en contraposición a la degradación causada por la lucrativa Modernidad, aquella que tiene en alta estima la producción en masa y las carreras de autos. No era el único que representaba esta posición; bastaría referirse al movimiento estético y a Walter Pater, que lo precedió por una generación. Si Rilke hubiera conocido a Marcel Proust, quien nació sólo cuatro años antes que nuestro poeta (nunca se conocieron, pero sabemos que Rilke admiraba los primeros volúmenes de A la recherche du temps perdu, publicados antes de su muerte), podemos estar seguros de que no hubieran habido entre ellos grandes desacuerdos sobre asuntos de filosofía, gusto y sociedad. Y ciertamente habría fácilmente coincidido con su amigo Paul Valery cuando el poeta francés suspiraba tristemente ante la visión de una nueva Europa eficiente, de trabajo y ejercicios militares, y cuando, lamentando la pérdida del paso calmo del trabajo intelectual y la reflexión sobre el pasado, pronunció estas hermosas palabras: “Adieu, travaux infiniment lents …”

Algunos de los eruditos más agudos han encontrado incluso una o dos frases en las cartas de Rilke en alabanza de Mussolini. Esto no es lo que quiero decir: no tengo la intención de acusar al soberbio poeta de ningún delito político. Lo que quiero es simplemente ver en su poesía una dimensión que tiene mucho que ver con la diversidad de las polémicas intelectuales, algunas de las cuales aún están en curso. Todavía estamos pensando en el valor de la modernidad, al igual que Rilke, aunque lo hagamos usando diferentes nociones y ejemplos. Hoy tenemos un nuevo dolor: después de las terribles catástrofes del siglo XX, después de los desastres que entraron en nuestra memoria e imaginación, hollamos cautelosamente por el terreno en que la poesía se encuentra con la sociedad; “No camine más allá de esta línea”, como nos advierte el letrero en cada ala del avión. Y sin embargo, el tema central para nosotros es probablemente la cuestión de si el misterio en el centro de la poesía (y del arte en general) puede mantenerse a salvo contra los asaltos de un omnipresente verborreico y desalmado periodismo y una ciencia popular —o pseudo-ciencia— igualmente omnipresente. También tiene mucho que ver con el peso de las ventajas y los vicios de la cultura de masas, con la influencia de los medios de comunicación y con una compleja búsqueda de la expresión genuina dentro de la estructura comercial que ha sustituido a las tradiciones y las instituciones más antiguas en nuestras sociedades. Con relación a esto, es verdad, los poetas tienen menos que temer que sus amigos los pintores, especialmente los exitosos, quienes, debido a los precios absurdos que sus obras pueden ahora alcanzar, nunca verán sus lienzos en las casas de sus compañeros artistas, ni en los apartamentos de gente como ellos, sólo en bóvedas pertenecientes a petroleros o magnates de la televisión que ni siquiera tienen tiempo para mirarlos. No obstante, las apuestas del debate y su seriedad no son muy diferentes, ni menos importantes, que hace cien años.

            Sabemos que el dominio principal de la poesía es la contemplación, a través de las riquezas del lenguaje, de las realidades humanas y no humanas, en su separación y en sus numerosos encuentros, trágicos o afortunados. El poderoso Ángel de Rilke, parado a las puertas de las Elegías, atemporal como es, está allí para guardar algo que la era moderna —que nos dio tanto en otros terrenos— nos quitó o simplemente ocultó: momentos de éxtasis, por ejemplo, momentos de maravilla, horas de mística ignorancia, días de ocio, dulce lentitud de lectura y meditación. Momentos extáticos, ¿no son una de las principales razones por las cuales los lectores de poesía no pueden vivir sin el trabajo de Rilke? Me refiero aquí a los lectores de la poesía contemporánea que de frecuentemente se mantienen, mayoritariamente, bajo una magra dieta de ironía. El Ángel es intemporal, y sin embargo su intemporalidad se dirige contra las deficiencias de una cierta época. Así también Rilke: atemporal y profundamente sumergido en su propio tiempo histórico. No inocente, sin embargo; sólo el silencio es inocente, y aún nos habla.

[1] En este caso y en los subsiguientes retomaremos la traducción de Elegías de Duino realizada por Juan Rulfo (Sexto Piso, México, 2015). (Nota del traductor)

 

 

 

 

 

 

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