Cuatro poemas de Dime dónde, en qué país, de Marco Antonio Campos

Círculo de Poesía y Visor México presentarán el próximo jueves 16 de noviembre a las 19:30 horas en el auditorio de la librería gandhi de Miguel Ángel de Quevedo el poemario Dime dónde, en qué país de Marco Antonio Campos. Presentamos cuatro poemas del poeta Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949), que aparecen en Dime dónde, en qué país, libro que inaugura la colección Visor Libros México y que, en 2009, mereció el Premio Ciudad de Melilla. Marco Antonio Campos es un poeta fundamental de la poesía mexicana, autor ya de una extensa obra como poeta, ensayista, narrador, traductor, entre otros géneros. Ha recibido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992), Nezahualcóyotl (2005) y Ramón López Velarde (2010) y en España el Premio Casa de América (2005) y el Premio del Tren Antonio Machado (2008). En 2004 se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile.

 

 

 

 

 

Nocturno en Mazatlán

 

Dices: “Vamos”. El cielo en llamas lo apaga el viento. Lo veo irse sobre las altas palmeras. El pájaro que despide el atardecer es una muchacha blanca, de cabello negro y de cuerpo oscilante, que apenas parece tocar la arena y se la lleva una oleada de miradas. Bajo el oro de las estrellas la bahía parece un anillo quebrado por el lado de atrás.

Al caminar a la orilla de la playa cada sombra de tu sombra la borra otra sombra más antigua. Te detienes y miras a lo alto. Oyes el amarillo de la estrella en el cielo oscuro de la noche. Oyes. Los rumores de las olas te hablan de los mares del sur que no navegaste ni navegarás.

¿Estuviste aquí el otoño del ’86 como te dice Juan José? Sólo recuerdas, entre el baile desequilibrado y la ventana quemada del alcohol, los rostros de dos muchachas, una más hermosa que otra, una tan alondra y otra, y una estrofa de canción que te repercutía en las sienes: “Cuando el hombre/ toma sus licores/ es que sus amores/ lo van a olvidar”.

Haces la cuenta de los años y te sorprende que debas pensar que te hallas más cerca de la ceniza de la rosa que de la rosa joven que segó el francés para que no se arrepintiera al llegar a vieja. Pero debes ir adelante que para días difíciles el tiempo te ha sobrado y aún te queda y te quedará más. Por voluntad o sin ella has caminado desde muy joven de montaña a montaña sobre un cable eléctrico no queriendo bajar la vista para no distinguir la profundidad del abismo.

No lejos, detrás de la niebla azul, ves de manera borrosa las isletas de Pájaros, de Lobos y Venados e imaginas que las gaviotas se quedaron a dormir allí. Oyendo el titilar de oro de las estrellas te dices que es la misma emoción la belleza de un verso, que una noche azul en el mar, que la pasmosa solución de una ecuación matemática.

Te preguntas de nuevo: ¿pero cuántos y qué pájaros parten de manera cotidiana desde las rocas de la Hermana Norte y de la Hermana Sur? Mientras sales de la playa y oyes a lo largo del Paseo el murmullo del aire sobre los conos y las hojas ásperas de las palmeras, piensas en islas que ya no podrás ver y en ciudades de las que sólo te quedará decir: “Me hubiera gustado conocerlas”.

Te encaminas hacia el centro. Pasas a un lado de catedral. Caminas dos calles, y en plaza Machado recoges las máscaras desechas del carnaval reciente, y resuenan en los muros las líneas de una canción que te recuerda la fugaz hermosura de las mujeres: “Se murió la flor de mayo,/ se secó la flor de abril”. Largamente permaneces en una mesa del café Altazor. Lees el periódico que te ofrece el dueño. Pero qué clase de mundo inmundo —me dices— recibimos como herencia y mañana heredaremos. El mundo, estoy seguro, será de los más pero no de los mejores.

Las muchachas ligeras y de largas piernas se sientan en las bancas, se van, nos van dejando la respiración del deseo que se vuelve un suspiro inútil. La plaza se vacía. Vacías el fuego del tequila en la garganta hecha fuego. Se vacía la vida. Se vació.

Y de una manera casi imperceptible los dedos de la aurora empiezan a alargarse en las arcadas de la plaza y en las ventanas del teatro.

 

2007

 

 

 

 

 

Noviembre en Madrid

 

Por una sobredosis de cianuro, Manuel Acuña murió, entre la miseria y el desorden psíquico, en su breve cuarto de la Escuela de Medicina,

En el cuarto de su casa de avenida Jalisco, bebiéndose en sus propias manos las lágrimas de su madre, Ramón López Velarde se fue a los 33 años del Cristo a otra casa donde roto el reloj no se oyen ni pájaros ni campanas,

En la cama de un hospital parisiense, después de una extraña agonía, César Vallejo dijo en adiós republicano palabras fugadas del pensamiento en quiebra,

Bajo tierra de Viznar, al lado de compañeros que jamás esperó, Federico García Lorca siente el viento frío que baja desde la sierra o mira la luz alegre de Granada alegre.

Cuando muere joven un poeta se desala el ruiseñor y ya no se oye la canción del mirlo. Pero ¿qué permanece y dura a los 59 años? ¿Qué acto de intrepidez o magia podría salvarnos? ¿Qué sabiduría tener para creernos superiores a la media? ¿Qué sombra da el árbol si follaje no hay?

Cuando uno cree haber escrito imaginativas páginas para el LibroMundo, de súbito encuentra en su cuerpo y en su ropa salpicaduras de grasa que arrojó el zoilo enloquecido, gargajos de gente ínfima cuyo fracaso se mira en su cara de odio, y al interrogar con ira el alma, nos damos cuenta de que somos capaces de dañar como nos dañan, que no aprendimos bien a perdonar y que a veces con cálculo disparamos sin misericordia.

Como nosotros, las hojas verdes de la adelfa que miro desde mi ventana esconden el veneno que no tiene la flor. Los pájaros volverán a Madrid en primavera y la flor a la adelfa, pero nada consolará en suma no haber vivido ni la acción heroica ni dejar en el hoy que es ya mañana el libro inolvidable.

 

2008

 

 

 

 

 

Los fusilamientos

 

A Chus

 

No tengas ninguna ilusión ni delirio que después de herir o matar te perdone el invasor. Serás tirado a cordel, te darán una tunda inmisericorde, y entre la humedad y el frío, en la mazmorra infecta, podrás pensar, entre los ayes de las llagas y el dolor del alma, hasta dónde y cómo la bandera en alto y el himno que te impele. ¿De qué sirven honor y furia?, te dirás, con el pensamiento en el hijo que tal vez duerma o llore.

Todavía no raya el amanecer, pero han venido por ti y los compañeros. Ya se avista el perfil de La Moncloa. Mejor morir en descampado y que no vean tu cara de asombro ni tu cuerpo en cruz en el instante previo al fusilamiento, mientras otros, los que esperan, se cubren los ojos o se vuelven para no creer que son ellos.

Podrías llamarte Pedro, Juan, José o Raúl, ser español hasta la ronca, soñar al Manzanares como arroyo o río, y haber puesto en el límite del tránsito cara de coraje o de serenidad. No importa, vamos. Será lo mismo. Ni Dios sabrá que tú viviste.

Pero si otra vez tu país es invadido, si vuelve en la misma noche del pájaro el disparo, la presa lista para el tigre, los cuervos en el luto, sin titubeos repite lo que has hecho: como fiera herida, sal a la calle —en Madrid o Varsovia, en Santiago o México—, y con la camisa aún manchada de comida, deja atrás en tu casa al hijo pequeñito, a la mujer fregona, el gusto bueno por el vino malo, la cebolla que llora por llorar, el solomillo a medias, y con lo que haya a la vista —pistola, daga, lanceta—, encamínate a la plaza, forcejea, lucha, dispara, apuñala al enemigo, para que una vez sepan, por una sola vez, por una sola noche, que defendiste el país, eso, eso que suave, entrañablemente corazona el sentimiento, aunque tus restos se pudran debajo de la tierra y no tengas a un Goya que te pinte.

 

2008

 

 

 

 

 

La joven del arete

 

¿Qué hiciste, Muy Señor? Muchos creemos que cada siglo por una vez te apropias del alma y los ojos de un pintor o viceversa. En el siglo XVII fue en Delft. Puedo imaginar ahora, desde mi cuarto de Amberes, mirando plaza Bolívar, cómo tomas su mano, esparces los pigmentos, y con pincel sorpresivo converges líneas, combinas amarillos y azules de milagro, la luz que da más luz porque es el alma. Cualquiera y donde quiera y como quiera habla del cuadro con puntos de admiración: tres cuartos de la cara de la niña mariana de 20 años perfilada hacia atrás: labios entreabiertos, nariz recta, mirada gris azul, el arete platea lo que no miro…

Aquí entre nos, en ese tiempo ¿a quien no le gustaba la muchacha? Pero Señor ¿el afán tuyo o el de Vermeer fue cortar de hoja en ramajes de hayas los pájaros parados de un disparo? ¿Por qué esa perfección que hiere la mirada y nos hace pensar en Delft en esos años, ah esos años del ’64 y del ’65, ah en esos años?

Me gusta evocar aquí en Amberes cuando tú y yo la nombrábamos y nos íbamos bebiendo la ginebra por bares y tabernas de La Haya, o multiplicábamos pasos a orillas del Schie en el verano pálido de Delft, o mirábamos tus manos en las manos de la niña desde el reflejo de oro de las obras maestras de la basílica de Maastricht.

Y al salir de la basílica, volvía la vista hacia arriba para mirar a la niña del arete, la mariana niña de veinte años, y frente a ella, miraba pintándola a Vermeer.

 

2007

 

 

 

 

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