El monte nativo (fragmento), de Roberto Echavarren

Presentamos un fragmento de “El monte nativo” del poeta uruguayo Roberto Echavarren (Montevideo, 1944). Roberto Echavarren es una de las figuras centrales del movimiento neobarroco hispanoamericano, así como un ensayista brillante. Ha dedicado profundos estudios a la figura de Felisberto Hernández y es traductor de, entre otros, del poeta norteamericano John Ashbury. En 1996, junto con José Kozer y Jacobo Sefamí, editó la influyente antología de poesía neobarroca de América Latina titulada Medusario.
 

 

 

 

El monte nativo
(fragmento)
Por Roberto Echavarren

Una muñeca de madera cruda
tallada a cuchillo,
vestido azul celeste,
flores rojas de centro amarillo
y amarillas de centro rojo
y hasta bombacha, un cuadrículo de tela
pegado al perineo,
una vincha naranja
hoja verde de rama verde,
estrellas que son flores,
chal de pespuntes,
sobre la banda
líneas en zigzag, equis, Y griegas;
a su cuello y el del hijo
un ribete fino verde luz,
un pie en el aire,
la pierna levantada
da un paso.

El arco iris ¿es un signo?
preguntó embelesada
al verlo la viajera inglesa.
Sí, respondió la mujer
tarahumara: es un signo
de que puede llover, o no llover.

La órbita elíptica
estira lo que se ve, distorsiona
hacia el lejano oblicuo
el cerca de un Apolo alejandrino,
gana lo lejano,
esa extrañeza salvaje
que también está aquí,
una hebra de pinocha
resquebraja el hielo,
una luz ciega al mediodía
ensancha las orlas,
circunferencias crecientes
aparecen al serrar el tronco,
el águila vuela en oblongos,
la voluta, el motivo,
un torbellino nos revuelve y nos aparta,
nos devora el maelstrom
u ondea el feeling suave,
el juego manso de un ampo.
La forma se deforma,
estira, encorva,
una elipse apaisada
chorrea tangente
una lluvia de átomos.
Un termómetro
en el remolino, eso somos,
caras que el viento rompe.

Duermen abrazados
Marte y Venus.
Marte organiza el conflicto,
sitúa los contendientes,
practica a diario el lanzamiento
de la jabalina; estratega
tiene en cuenta los factores
y actúa en consecuencia,
un juez justo
tónico de las facultades
resuelve el conflicto.
Venus en cambio olvida todo.
Esos momentos “Venus”
nos sacan de la competencia:
tomamos el tiempo
para nosotros de estar en el suelo,
pasar por un agujero
a través de la camiseta.

Los remolinos de la barra,
las volutas, los recorridos
de los flujos, la casa ladeada
del navegante en aguas crecidas,
las crestas de duna,
el paisaje lunar
es en conjunto un arenario.
El viento deposita
oleadas de arena
sobre los macizos donde crecen plantas
que aguantan la sudestada,
se afirman contra el soplo
que quema lo que toca,
el castigo del mar
contra un diente pelado
erecto sobre el promontorio.

La línea de la mano
baja gruesa desde el cielorraso
y se abisma delgadísima
contra el zócalo.
Pájaros supernumerarios
se han posado en cada rama
desglosada de la línea principal,
cada pájaro lleva un nombre,
conceptos singulares
agarrados a cada nervadura,
el viento levanta las plumas
y escapa por todos lados.
La línea de vida continúa,
desfibra las nervaduras,
se afina en el abismo del zócalo
y ya no sabemos cuál color,
si amarillo encarnado punzó
fuimos en aquel momento.

Un intercambio de aliento,
un teclear parecido a un jadeo,
una vibración lenticular,
un silencio escandido por el tecleo,
este calor, este verde
no dice su nombre ni lo tiene,
una vibración auricular
al borbor de las gotas.

El helicóptero sube por el cielo limpio,
todo está en calma,
un cachorro es levantado de la nuca
caliente al resuello de la madre.
Hocico tierno, orejas largas
el conejo es el rey de la pascua,
la cabeza quemada gira arriba,
ojos tranquilos de un lago
en la arena allá abajo,
ojos tranquilos mirándome,
un entorno globular
en el globo del ojo,
tú mirabas en dos direcciones opuestas,
abarcando la circunferencia alrededor
a la manera del pez martillo
sacado esta mañana en la playa
con boquerones, lachas,
“angelitos”, pichones de tiburón,
boca de tragedia inmisericorde,
dientes prácticos en varias filas.

Venus excita el pezón
continúa la especie
con roces de esfínteres, roces de clítoris,
contagio de olores
aluvión de afectos;
una nota persistente
y todo lo demás
es la carpintería de los roles.
Roces de esfínteres, roces de clítoris,
contagio de olores,
el pez pone huevos y se perpetúa,
le atrae el olor de la pervivencia,
esa persistente nota
y todo lo demás se iguala,
todas las olas se funden en una,
el mundo se va por el caño.
Un sonido nos pulsa,
sus ramificaciones nos distraen,
transitamos como extranjeros
nuestra propia duración.

Un pleroma de mantarraya
en el fondo arcilloso
lanza golpes furibundos
con su cola de lanza,
destello azul sobre la arena
levanta un caos
alrededor de sí,
un precipitado browniano,
confunde la presa
desatenta a la sorpresa
de la boca de ventosa.

Las plantas reflexionaron
absorbiendo los cambios.
La garúa empapaba
gratebus, caracoles,
desprolijas barbas de liquen
inocentes de la duración
rebarbativas absorbían
el espectro de la continuidad.
De barbas desprolijas
la duración se enrula de repente:
tres muchachos surgen de la esquina ,
arrebatan el bolso ¿de quién?
La duración se enrula de repente
en un parpadeo, una devoración,
un arrebato insospechado,
el tránsito de la distracción al terror,
del sueño a la vigilia,
del dormir a la muerte.
Vine a saber eso
al despertar al otro día.

Y qué estocada fina, el espíritu,
a pesar de todo: voy en tranvía
por las calles de Lisboa
estrechas y retorcidas
en el silencio de la madrugada.
Las casas siguen allí,
frente a la mirada
ciega del Atlántico
aunque los habitantes
hayan variado tanto.
Un espasmo de mar,
un espíritu deshabitado
tremola, deforma
todo lo que toca,
trapos al viento
en el embuche de esta boca.

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