Reseña sobre Ruta Dos, de Daniel Calabrese

Presentamos una reseña de la poeta cubana Margarita Blanco Zaldívar sobre Ruta Dos, de Daniel Calabrese (Dolores, 1962). Es fundador y director de Ærea, Revista Hispanoamericana de Poesía. Su libro Ruta Dos ha sido reeditado por tercera vez, la última edición es de 2017, por la editorial española Visor.

 

 

 

Ruta Dos: un turbión de inquietantes paradojas

 

Ruta Dos, del poeta argentino Daniel Calabrese, ha sido publicado en su tercera edición por la prestigiosa Colección Visor de Poesía en Madrid. Su autor, que está radicado desde hace muchos años en Santiago de Chile, ha publicado otras obras como La faz errante, Futura ceniza, Escritura en un ladrillo, Singladuras y Oxidario. La obra de referencia obtuvo como inédito, por votación unánime, el Premio Revista de Libros en Chile.

Este es un libro merecidamente elogiado por la crítica que, desde su aparición inaugural bajo el sello Aguilar, en Santiago de Chile (abril de 2013), ha apreciado con justeza las virtudes de un cuerpo poético de firme unidad e ilación, de aproximadamente un centenar de piezas, todas de cuerpo y figura propios, que al cabo se levantan en la imagen de una lograda totalidad. Su discurso apela a la gran metáfora del viaje existencial, un camino derivado por el decurso de la contemporaneidad, con las ganancias de una expresión literaria que decanta la savia popular para encaminarse por los cauces de la mejor poesía del momento.

Pedro Gandolfo, en su crítica “Poesía en la ruta”, describe con precisión el tono general que recorre este poemario como “una oscura melancolía que se alza a partir de ese ir y venir incesante por la ruta, un tono de desencanto, lucidez y delicada observación”.

Pero yo quiero detenerme un momento en el concepto espacial que domina el libro. Mientras leía Ruta Dos, el escenario evocado en el tránsito de sus páginas me recordó a otros pueblos, como los del sur de los Estados Unidos, o algunos escenarios del inmenso México. Sitios envejecidos o polvorientos, sumergidos en aparente inmovilidad, otrora visitados por la narrativa de Carson McCullers (pienso en La balada del café triste) y por Toni Morrison (en su novela Sula), o eternizados en los parajes de Juan Rulfo. En ellos la geografía, los ambientes, los espacios, se ubican nunca como simple o mero telón de fondo de sus historias, sino casi sujetos, actuantes, locutores de un estado de ánimo o personajes prójimos de las pasiones y manías de los protagonistas. El polvo de estos pueblos y escenarios flota sobre las cosas y las conforma, actúa como un hacedor, como lo ha sido en algunas culturas el maíz, de la carne y los instintos del hombre. Pensé en Pedro Páramo y su estar sentado en el portal de madera mirando hacia delante, hacia el terraplén seco, caliente, que el sol castiga con demasiada luz.

Me vi a mí misma en el barrio donde crecí, sentada en el borde de una calle de asfalto, mirando apenas una cuadra más allá el comienzo del terraplén. Me recuerdo de niña parada en el portal de la casa, con la vista fija hacia ese lugar donde se acaba la calle, absorta en las andanzas de los perros por aquel terreno baldío.

En mi pueblo, en Sula, en La balada del café triste o en Pedro Páramo, nada parece moverse, las vidas transcurren sumidas en el sopor… Pero no es eso precisamente lo que ocurre en Ruta Dos. Sus páginas, sus poemas, sus versos, están ilados e imantados por un perpetuo movimiento. El libro, metáfora de viaje mediante, puede entenderse como un enorme puente, un camino o una larga carretera cuya primera lectura nos va representando su propia construcción. Su movimiento, más o menos inquieto, es un desplazamiento geográfico y un tránsito de río interior a la vez; es el discurso pronunciado por dos hombres, dos amigos o voces en diálogo que caminan muchas veces a contraluz, como dice en uno de los textos.

Estos poemas han desfilado frente a mí, y ya son ellos mismos los viajeros que pasan, se asoman a mi vacío me arrojan sus piedras oscuras y se marchan dejándome sus ecos melancólicos para volver, un tiempo después, a vaciar del peso de sus piedras este, mi absoluto vacío, que es para entonces un vacío irremediablemente enamorado. Cada poema, cada voz, cada tramo del libro, tiene sus propias orillas, y el mundo aparece enlazado página a página, poema a poema, confluyendo todo cauce, toda agua, toda orilla en lo secreto, permanente y misterioso, profundidad insomne donde los mayores (cuando evocan su infancia) no te dejan ir. Es que Daniel Calabrese ha conocido y pensado el eterno asunto del río heracliteano, y para responder a quienes se hacen las preguntas de siempre, ha advertido, primero que todo, que no se ha ahogado en esas aguas sino en su propia y vieja tierra, y ha dicho de su cauce de polvo que es también su propia ruta: “¿Podrías entrar dos veces a la misma ruta? La ruta sería la misma, pero vos no”.

El terruño de Dolores, pueblo natal ahora arrancado de la memoria de Calabrese, me ha sustituido la propia imagen de mi pueblo Guáimaro. Tal como afirma el escritor cubano Diusmel Machado: “al cabo de esos pocos miles de años de camino que la memoria del hombre contemporáneo, a duras penas, consigue sobrellevar, Calabrese nos sacude en los ojos, ante nuestros pies impávidos, un turbión de inquietantes paradojas.

Dos secciones que rebasan cada una los cuarenta poemas, tituladas “Primer tramo: Kilómetro 207” y “Segundo tramo: Maquinaria pesada”, componen el cuerpo del libro. Hermosa y cuidada edición de un centenar de textos que dan evidencia firme de una de las voces maduras, inquietas y lúcidas de las que se precia hoy mismo la poesía en América Latina.

 

La Habana, febrero de 2018.

También puedes leer