Poesía española: Víctor A. Jiménez Jódar

Presentamos una muestra del poeta Víctor A. Jiménez Jódar nació en Granada en 1978. Es Licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literaturas Comparadas por la Universidad de Granada. Trabaja como profesor de Lengua Castellana y Literatura en un centro de secundaria en Motril. Ha colaborado con diversas publicaciones de literatura y ha participado en múltiples recitales, entre ellos el Festival Internacional de Poesía Ciudad de Granada (2015 y 2018),  Al Raso en Palacio (2014) y Poesía para Peatones (2012). En el año 2000 recibió el premio de poesía juvenil Dámaso Chicharro, en Málaga. En 2005 fundó, juntos a otros artistas de distintas disciplinas estéticas, el colectivo Grupo Nadie, un proyecto experimental de poesía audiovisual que fue expuesto en el Museo Casa de los Tiros de Granada, en 2005 y 2006. Ha publicado varios poemarios y vitolas de tirada limitada. La mujer infinita es su primer libro. Ahora mismo está terminado su segundo título que pronto será editado.

 

 

 

 

 

El Deseo Infinito

 

En La mujer infinita Víctor Jiménez Jódar traza un delicado juego de deseo y erotismo frente al poder y la impotencia de la poesía para captar esos efímeros y eternos instantes del amor. Heredero de la Otra Sentimentalidad granadina, en este su primer libro el poeta novel alterna el verso libre con elegantes heptasílabos, octosílabos, eneasílabos y alejandrinos blancos. En su discurso se intuye una considerable cultura literaria, con ecos cuando no citas directas de Alberti, Lorca, Cernuda, Baudelaire, Benjamin, Bécquer, Juan Ramón Jiménez y García Montero, entre los más destacados.

Estamos en presencia de una poesía altamente erótica, articulada siempre a través de una mirada masculina entre amorosa y lasciva, dirigida desde una distancia insalvable hacia un objeto de deseo inalcanzable. La distancia entre sujeto deseante y objeto deseado, entre el hombre que mira y la mujer mirada, abre el espacio de la poesía.

La mujer infinita está organizada en cuatro secciones, cada una con título y carácter propios. En la primera, “A una transeúnte”, el hablante poético presenta una serie de mujeres anónimas avistadas en calles, plazas y bares: “La chica del vestido rojo”, “Una punky subiendo a un bus”, “Oda a la mujer del culo exuberante”, “Una chica en un bar”. Si las chicas no tienen nombre, los lugares sí, pues forman parte de la geografía urbana y noctámbula de Granada: el Albayzín, el Realejo, la Cuesta de la Alhacaba, la calle Elvira. En esta triangulación del deseo siempre está en el vértice la mirada de voyeur del poeta. Las referencias anatómicas no dan lugar a dudas. Se trata de un deseo abiertamente sexual:

 

Tu precioso culo,

que denota por las costuras

un minúsculo tanguilla,

se tambalea a cada paso . . .

(“Oda a la mujer del culo exuberante”)

 

O esta, de “La entrepierna de Penélope”:

 

el vértigo de la carne,

el abismo insalvable

que separa

lo real

de lo humano.

 

Sin embargo, estos poemas trascienden lo puramente sexual transformándolo en erotismo por medio de distintas estrategias retóricas. Se inscribe una distancia irónica entre el hablante y las chicas que atraen su mirada: “anónima mujer, / con quien nunca he hablado / y a quien siempre amaré” (“La mujer infinita”). Por otra parte, la palabra poética, al captar un momento fugaz de hermosura y deseo, simultáneamente acorta la distancia que separa al mismo tiempo que la fosiliza en el tiempo. Esa distancia, como el deseo que genera, se vuelve eterna, íntima, infinita, al igual que la mujer.

En una suerte de mitología posmoderna transforma a las chicas que incitan su deseo en figuras míticas, en Afroditas por el Albayzín:

 

Una divinidad

cachonda y callejera.

Una mitología

suburbana y moderna.

Afrodita perdida

o cotidiana diosa.

(“La mujer infinita”)

 

Desfilan también Penélope, Nausícaa y Dánae por estos versos, domesticándolas, por una parte, y mitificando a las chicas que se mueven por plazas, bares y playas, por otra. Ese mismo impulso trasciende lo inmediato, llevando el deseo erótico a un plano más metafísico y abstracto.

“La piel de la tormenta”, la segunda parte del poemario, abunda en la función de la palabra poética para salvar el abismo del deseo irrealizado e irrealizable:

 

Mirarte es penetrar

la piel de la tormenta,

conquistar el abismo,

caer en el deseo

anónimo y fugaz.

(“Tras la hoguera”)

 

En una especie de gesto metapoético, la poesía misma asume un papel fundamental en varios poemas: “Al recordar un poema de Safo / sintió la soledad / como una bendición” (“Una pléyade en verano”); “Tu cuerpo desnudo dormita / ajeno a lo largo del poema, / semioculto por las sábanas” (“Dánae”); o “¡Qué bonita estás desnuda, / tumbada en el sofá, / leyendo poesía”) (“Un día de verano”).

Si la poesía transforma la sexualidad, por la misma regla de tres el erotismo es lo que hace posible esta poesía. En “Un día de verano”, tras la descripción de un encuentro sexual, el hablante afirma que

 

Si yo no supiera

todas estas cosas

[. . .]

lo más seguro

es que no pudiera

haber escrito

este poema,

ya pasadas las ocho.

 

“Miradas breves”, el tercer apartado, reúne un conjunto de poemas breves cuyo carácter cae entre el haiku y la copla flamenca. Ostentan un mayor nivel de abstracción que los poemas anteriores en su intento de captar la eternidad del instante. Una serie de “Percepciones” (“sonora”, “labial”, “táctil”, “auditiva”, “ocultar” e “infinita”) esbozan un retrato de la mujer deseada en fragmentos sin constituir una totalidad, como si la poesía fuera capaz de evocar su hermosura sin materializarla. Nuevamente, en “Percepción infinita”, se perfila una compleja dialéctica entre erotismo y poesía, mujer y poema:

 

Como si la poesía

le estuviera dando

nueva forma al mundo,

el mundo

se está formando

continuamente

alrededor de la mujer.

 

“La mujer infinita”, última sección del libro homónimo, se tiñe de nostalgia. La distancia física entre sujeto y objeto en las primeras partes, distancia que genera el deseo, aquí se torna distancia en el tiempo a través del recuerdo. En “Mañana de agosto”, con un guiño (¿inconsciente?) a Luis García Montero, una foto encontrada en un libro representa la inmortalidad del instante que el poema, en una suerte de prestigitación, nos pone al alcance de la mano y simultáneamente a una distancia insalvable: “Que esto nos suceda / ya parece un milagro. / Aunque tú no lo sepas / y yo lo olvide pronto”.

Jiménez Jódar entiende, como Ortega y como Cernuda, que la palabra empieza donde el cuerpo termina, que el recuerdo y la poesía son una forma de estar presente en la ausencia: “te digo adiós pero pienso que no me voy, / que estaré aquí contigo sin estar. / [. . .] / Supongo que son distancias las palabras, / maneras de medir el límite inconcluso de los cuerpos”. El lenguaje se esfuerza por inmortalizar el instante pero solo capta fragmentos, fantasmas que eluden nuestra mano. De ahí la nostalgia que tiñe estos versos:

 

Una tras otra evocan

—adolescente estío—

ese lugar donde ya nunca

el volver te espera.

(“Playa Granada”)

 

Estamos pues en presencia de una nueva, tierna y potente voz poética. No queda más que darle las gracias por este regalo que es La mujer infinita.

 

Anthony L. Geist

Seattle

febrero de 2017

 

 

 

 

LA MUJER INFINITA

 

Por Dios, que he visto esos dos ojos negros,

esas caderas anchas, esa forma

de culear andando, esas dos tetas

Rafael Alberti

 

Por la calle me digo:

“No sé por qué será”.

Y en realidad, lo sé.

Será la primavera,

o esa forma que tienes

de colocarte el pelo

tras la oreja.

Podría ser también

el tono de la voz,

las palabras exactas

que pronuncias,

la manera que tienes

de decir, de callar.

Es bastante posible

que sea “esa forma

de culear andando”,

calle arriba y abajo,

por los umbrales leves

del oculto Albayzín.

 

En el surgir probable

de una tibia sonrisa

o en el latir oscuro

de un profundo desvelo.

En el mirar ausente

por las grietas del mundo

o en el estar pendiente

a los actos, los gestos.

 

En realidad no sé.

Ciertamente parece

que hubieras devenido

consumación del tiempo,

que miles de millones

de años de evolución

te hubieran otorgado

el poder increíble

de ser la más perfecta

creación del universo.

Una divinidad

cachonda y callejera.

Una mitología

suburbana y moderna.

Afrodita perdida

o cotidiana diosa.

 

Pero todo pudiera

ser -y puede que sea

quizá- este discurrir

mundano en un paseo

por tu siempre figura.

 

Puede, también, quizá,

que me has enamorado,

tanto hoy como ayer,

anónima mujer,

con quien nunca he hablado

y a quien siempre amaré.

 

 

 

 

LA CHICA DEL VESTIDO ROJO

 

En el cruce de calles

de Plaza Damasqueros,

en la terraza en cuesta,

junto a la escalinata

que se alza al Realejo,

sobre un sillar de piedra

te sientas en la esquina.

Yo estoy sentado justo

enfrente, acompañado

de unos cuantos amigos,

en la puerta de un bar.

 

Te enciendes un cigarro

sentada en el bordillo,

la espalda en la pared.

Disimulado miro

el vestido que llevas

rojo a lunares blancos.

La sonrisa profunda

y triste. La mirada

fija en el horizonte.

La melena morena,

esparcida en los hombros.

 

¡En flor la primavera

persiste en tu hermosura!

Cierto aire sencillo

se acumula en tu ausencia.

Parece que te yergues

vívida ante la bruma,

valiente en la discordia.

Tu imagen se resuelve

revelación pagana

y te adentras conclusa,

locuaz en el misterio.

 

El caso es que hace un rato

me he cruzado contigo.

Caminando ibas cerca

de donde caminaba,

de manifestación,

junto a los anarquistas.

Durante unos segundos

me he fijado en tu porte.

Ibas radiante como

esta revolución

que inminente se forja.

Conversabas alegre,

perspicaz y atrevida.

 

Ahora, el voluble azar,

ha estimado volver

a encontrarnos ajenos

uno del otro.

Tú, allí sentada.

Yo, aquí en el bar.

Aunque no te conozco

he creído conocerte

desde toda la vida

y he querido escribir

el testimonio

de tu figura.

 

Justo en ese momento

un fotógrafo pasa,

y al quedarse prendado

de tan intensa imagen,

te pregunta si puede

hacerte algunas fotos.

Asientes ruborosa.

No posas. Sin embargo,

intuyo que te encanta.

Pareces ser consciente

de la atención secreta

-simbólica en la tarde-

que despierta la estampa.

Se despide el fotógrafo

agradeciendo el gesto.

Al rato llega un chico,

os besáis sonrientes

y os vais por la ciudad.

  

 

 

 

TRAS LA HOGUERA

 

Hoy llevas un vestido

granate con tachuelas

y un escote trasero

que la cadera realza

e  insinúa todo el culo

que queda respingón

y superando el vértigo.

 

Eres la compañera

de trabajo en un día

de cena fin de curso,

antes de Navidad,

que me abraza embriagada

cantando al Karaoke.

O mi amiga de inglés,

que se sienta a mi lado

los martes y los jueves,

y que hoy está de fiesta

y bailando en la disco.

Mirarte es penetrar

la piel de la tormenta,

conquistar el abismo,

caer en el deseo

anónimo y fugaz.

 

Ante tanta atención

pudiera parecer

que me movieran otras

oscuras intenciones,

pero solo pretendo

buscar la perspectiva

desde donde observar

el ángulo propicio

de tu espalda desnuda,

el lugar adecuado

donde la plata líquida

pertenezca al crepúsculo.

 

 

 

 

 

LOS ADIOSES

 

Supongo que se trata de no decir

lo que se quiere decir,

de callar lo que importa

-que suele ser lo que duele-

por cobardía o por temor,

o porque el amor, animal

extraño, tiene complejas

formas de diálogo.

 

Supongo que se trata de no decir

lo que se quiere decir:

te digo adiós pero piensa que no me voy,

que estaré aquí contigo sin estar.

 

Y es que los adioses que no son adioses,

tienen, si cabe, un sabor más amargo.

Algo así como el adiós de ahora

y el adiós de mañana,

juntos, entrelazados.

 

Supongo que son distancias las palabras,

maneras de medir el límite inconcluso de los cuerpos.

 

 

 

 

PLAYA GRANADA

 

La incertidumbre, lúcida, se asoma

y tú te alejas.

Parece que el olvido deviniera en palabras.

La playa rememora su canción del invierno.

Las gaviotas

tranquilas

su vestigio persiguen.

 

Hay un muro aquí cerca donde aún puedo oír

rumores de antiguo amor

que las olas aplacan.

Una tras otra evocan

-adolescente estío-

ese lugar donde ya nunca

el volver te espera.

 

 

 

 

LOS BESOS PERDIDOS DE LA MUJER INFINITA

 

Recordar de esta tarde el último suspiro

que tu boca derrama ciego sobre mi espalda.

Recordar que algún día volveremos quizá

a vivir la alegría de aquel segundo huido,

recluso en la espesura, de un tiempo que se fue.

Subvertir la rutina que impera en la memoria

y retomar sonoro el ritmo del pasado,

trayendo del olvido la verdad del instante.

Así guardar quisiera tus besos ya perdidos

desechos en la bruma de un cielo sin retorno.

Así real se yerguen tan vivos como ayer

los besos que me diste la tarde que sucede.

 

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