62 voces de la poesía argentina actual: María Julia Magistratti

En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos a la poeta María Julia Magistratti. Nació en Azul, Provincia de Buenos Aires, en el año 1976. Ha publicado los libros de poesía “Alasitas” (Buenos Aires, Editorial Honorarte, 2004), “Ea” (Buenos Aires, Ediciones El Mono Armado, 2007), “El Hueso de la sombra” Ed. Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2011) Y “Pueblo” (Buenos Aires, La Gran Nilson, 2016) además de participar en varias antologías literarias de Argentina y el exterior entre las que se destacan: “Poetas Argentinas 1961-1980” (Ediciones del Doc, Argentina), “Poesía Argentina” (Aquitrave, Colombia, 2008), “Infancias” ( Festival de Poesía en la Escuela, 2011, Argentina). Asimismo, ganó el 1º Premio Internacional de Poesía “Letras de Oro”, Fundación Honorarte, Buenos Aires, 2003. En el año 2006 recibió el subsidio Fondo de Cultura BA para proyectos artísticos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Es Licenciada en Ciencias de Comunicación de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se desempeñó en diversos medios de comunicación nacionales y latinoamericanos y trabaja en Gestión Cultural coordinando proyectos institucionales, artísticos, literarios y de bibliotecas. Fue además impulsora de la Red Federal de Poesía. Es co-directora del sello editorial “La Gran Nilson”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La grieta

 

Donde yo veía una grieta

un albañil me dijo “la casa ha trabajado”.

 

Hay agujeros en las personas

sitios inhóspitos en los que no habitaría un pájaro.

Lugares sin abrigo adonde acude el lenguaje

con su instante en fuga,

su residuo desesperado.

 

“La vida ha trabajado”,  le digo,

y me observo las manos solas,

toco esta cabeza que por la madrugada escucha a los gallos

delatar la cartografía de un pueblo a oscuras.

Las ratas que hacen surcos para llegar a alguna parte.

Los alimentos que desovan en la oscuridad del estómago.

 

“El olvido ha trabajado”, me digo,

y cierro los ojos que dan a otros ojos,

reúno los caminos que nos vieron pasar.

Como si alguna vez volviera la primera vez de todo,

y yo fuera una grieta que anda por el aire y que aún no encontró  la casa.

 

 

 

 

 

Infancia en dictadura

 

No me gustan las cosas que llegan por la noche.

 

El circo que ocupaba el descampado con una sigilosa extravagancia
montaba sus destartaladas piezas.
Y a la mañana siguiente, en la panadería, unos seres animados e irreales,
ocupaban el espacio,
desorientando a los niños, los perros y las viejas
que volvían a sus casas sin el mandado.

No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una amenaza que se dice por lo bajo.

Los soldados que todos los 9 de julio esperaban a los gallos y el desfile,
hacían el chocolate en los tanques despintados,

el frio del amanecer apretaba la entrepierna de los raidos trajes verdes

y el casco enfriaba el cuero de la cabeza,

los pibes colimbas meaban la leche recién ordeñada.

 

Abanderados y escoltas aparecían en el horizonte como un sol artificial

con maestras que ya murieron de cáncer y desconsuelo.

La noche anterior, las madres almidonaban los uniformes y delantales apretando la plancha sobre los dobladillos, descargando la furia sin más de entregar a sus hijos a los ojos de interventores, generales, jueces, párrocos y altivas directoras de escuela.

 

Mi abuela decía “nunca crean en nada que tenga polleras: ni directoras ni ingleses ni sacerdotes”.

 

No me gustan las cosas que se instalan por la noche

como una verdad susurrada que se dice una sola vez

 

o una sirena

que no viene de ningún lado

pero viene hacia nosotros.

 

 

 

 

 

Rabia

 

Yo tenía una rabia.

Cultivaba como flores una rabia.

 

Es domingo a veces en el pasado.

 

En la hora de la catequesis, habla el párroco de gris

con una lengua blanca en el cogote, atragantada.

El Monte de Sinaí queda más lejos que los toboganes

de los que nunca hubiéramos querido bajar.

Filisteos, sacramento, corintios, profetas,

palabras sin sentido mientras la hostia se pega en el paladar.

Aliento a hostia nos quedaba como materia de silencio

y nada más.

Hasta que abrían la heladería de enfrente de la iglesia

que era como el cielo prometido.

 

Del otro lado de los vitrales, en las vías,

cada tanto asomaba un croto, nos hacía señales de luces con un espejo,

y era el hombre del nuevo testamento, dispuesto a una siesta de barro.

 

Una voluntad de huida tenía mi rabia. Y masticaba con mis dientes hinojos robados de los jardines.

 

Más allá, del otro lado del tejido, los toros atropellados por las moscas,

inmóviles como el mundo.

 

Y yo siempre estaba casi a punto de romperme la nariz contra una pared

para demostrar que no existen las paredes.

 

 

 

 

 

Una gota

 

Una gota cae sobre una chapa,

el ruido que escuchás es la velocidad con la que se acercan al mundo las cosas incontenibles:

el amor, una idea sobre algo,

el embrión de tu hijo.

 

Las marcas que aparecen en tu cara

son de la velocidad de la vida

sus meteoros tempranos

desatando el presente.

 

La respiración

el sonido de la velocidad con la que nos detenemos

apegados a la salida de la luz.

 

Todas las conspiraciones atacadas por las vacunas, las frazadas, los remedios.

 

El apasionado camino de las hormigas

es la línea de la vida que se mueve.

 

Ahí van las nubes que se persiguen entre sí, orientadas en la flotación

y tu lágrima que sale sola

perseguida por aguas tuyas

-la primer lágrima es la lágrima, el resto es la velocidad del pensamiento –

 

El estruendo que hacés cuando pisás

es la velocidad de la caída del tiempo,

como una gota estallando

las superficies.

 

Todo está expuesto de una vez para siempre:

las cosas vienen, embisten y se van.

 

Y en el mismo suspenso

todos los abrazos son el mismo.

 

 

 

 

 

La noche

 

Adentro de la noche están todas las noches del mundo

y  las puertas que atravesaste con la mente.

Adentro está la noche blanca en Laos, todavía;

los meteoros en Bohol, Filipinas

las promesas que nunca tocan tierra

sus delicados pedazos solos

girando hacia adelante y atrás

como un astro suelto en el aire.

Las manzanas, los suspiros, lo entredicho,

los colibríes, los dientes.

Mirar el lucero.

Todo está adentro de la noche

y a merced del despojo.

 

Cuando te miran es el encierro.

Cuando te llaman es la sospecha.

 

Todas son preguntas. Lo que tocás es una pregunta.

Lo que ves, una pregunta que recarga los objetos.

Y cada tanto hogueritas, puentes, núcleos

agujeros

y adentro

vos y yo en todas las épocas.

 

Es así el oficio de sobrevivientes.

 

Adentro de la noche está la noche y están todas las palabras,

todas las vacas que comimos,

un pájaro en el aire, la cabeza parda

de un niño nacido.

Todas las cosas mareadas,

el incontenible burbujeo de los desesperados

las manos pidiendo,

los muertos baldíos,

vos y yo

corridos por humores,

acumulando sangre, durmiendo genes

aturdidos

amaestrados

solos.

Vos y yo en todas las épocas

 

Es el mundo viejo rascándose la úlcera.

La temperatura de todos los partos.

Una hormiga sucediendo entre tréboles.

Un trozo de pan.

Un grillo.

Un país.

 

Casi que desaparecemos ya.

Carnívoros, espaciales.

Vos y yo.

 

Despedite del celo.

Armá tu misa.

Secá los secretos que una vez guardaste.

Despistá la vida que embiste ahora como un océano a tu alrededor.

 

Lámpara sola, escapá.

Puerta del universo, abrite.

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