Cuento mexicano actual: Eduardo R. de la Cruz

Presentamos un cuento del narrador mexicano Eduardo R. de la Cruz (Ciudad de México). Cuenta con estudios de creación literaria en el UCSJ.

 

 

 

 

Carta de recomendación

 

Para FFyP

 

–Alístese, Eduardo, este fin de semana salimos a la expoventa de Guadalajara -dijo secamente mi jefe, sin despegar su mirada de la agenda. Y yo no sabía si tomar como una promoción aquella noticia, o si por lo contrario un ardid para terminar corriéndome de una buena vez; las persianas del privado estaban casi abiertas y se apreciaba que mi día sería el de una sangrienta escena bélica.

–¿Qué espera?, vaya a poner todo en orden

Giré sobre mis talones y pidiendo permiso me retiré de inmediato. Al salir, la secretaría me lanzó una mirada de compasión, como quien mira caer sin remedio un pajarillo de su nido. 

El autobús que abordamos era de la línea Omnibus de México, y estaba dividido en dos cabinets, en el primero había una fila de cómodos asientos ergonómicos forrados en tela aterciopelada, el segundo era más bien una pequeña salita con un sillón circular en cuyo centro se encontraba una mesa de juego forrada de verde irlandés. Una vez que ocupamos nuestros asientos el jefe casi de inmediato se quedó dormido hasta el tuétano. Y yo impedido a conciliar el sueño, entre el rugido de mi patrón y el ronquido del motor, decidí levantarme y probar en la salita de juego. Allí conocí a una mujer de edad más o menos madura que buscaba entre su bolso un encendedor. Ágilmente o más bien todo lo contrario, saqué de mi chamarra un Ronson que había ganado en una rifa de cuyo certamen me enteré una vez ganado el premio. No lo encendí, simplemente le extendí la mano y ella lo tomó. En ese momento llegó el sobrecargo y nos preguntó si deseábamos café o algún juego de mesa, “tenemos naipes, ajedrez, damas chinas, bádminton…”. “Estoy seguro que quiso decir backgammon…”, recompuse al camarero, la mujer soltó una risita y el buen hombre alzando el cuello volvió a la carga: no, es una pequeña red que montamos sobre la mesa y dos paletas de madera, la pelota es de plástico ligero, bádminton señor…”. La mujer a punto de desternillarse le pidió un café exprés y el hombre dignamente se retiró. No tuve más remedio que emular a la mujer encendiendo un cigarrillo. Luego de algunas bocanadas el sobrecargo volvió con un par de vasos con agua caliente y una charola con sobres de café instantáneo y azúcar. La mujer abrió un compartimento en la mesa y en él había ensamblado un cenicero dorado, depositó las cenizas de su cigarrillo y finalmente rompió el silencio:

–¿Me acercaría una cucharilla?

Rápidamente miré hacia la bandeja pero no había nada, así que alargué el brazo para llamar al camarero con un timbre que en realidad no era ningún timbre sino una alarma luminosa.

–Están en el cajón de su izquierda –me previno la mujer, entonces abrí el cajón y en efecto allí se encontraban apiladas un grupo de blancas cucharillas, tomé una servilleta y le extendí envuelta una de ellas. Tomó la cucharilla y agradeciendo la molestia me preguntó si viajaba solo.

–Hace una noche fría –respondí.

Luego corrí las cortinas de las ventanillas, creo que habíamos cruzado la caseta de cobro de Cuautitlán y aún no cesaba mi escena bélica.

–Cuando era chica, mi padre que era comerciante me llevaba a sus viajes de negocios, así conocí el DF, él vendía todo tipo de caramelos –confesaba mientras halaba profundamente al cigarrillo y sus labios con la luz que ardía entre ellos se me figuraban un sensual obús disparándome.

-¿Y qué pasó con su padre? –interrumpí cubriéndome del proyectil.

–Se volvió loco, perdón, quiero decir que al divorciarse de mi madre perdió la razón, tuvimos que asilarlo cerca de Tepa. En una casa de muros encalados, algo pequeña pero sin embargo cálida, había un prado cercado por jazmines ¡a él le gustaban tanto! El director, es amigo de la familia, no tuvo inconveniente en recibirlo gratuitamente, porque nosotros no somos de dinero, él es un ex jesuita que huyó con una alumna del colegio donde impartía Lógica. Ella misma lo asiste ahora con sus pacientes.

Me disculpé por su penosa historia y finalmente me presenté, disculpándome por mi descortesía, ella me dijo su nombre mientras yo sorbía mi desabrido café, conteniendo un sueño cada vez más insoportable. En una pequeña pantalla de televisión transmitían una película mexicana, malísima, sobre unos rebeldes mal maquillados y un insoportable sheriff almadiano. Ella volvió a abrir su cigarrera y nuevamente le extendí el encendedor. Su nuevo cigarrillo ardía, y disculpándome por mi cansancio me retiré a dormitar a mi sillón junto a mi látigo, es decir: mi patrón.

Apenas me hube despeñado quedé profundamente dormido, soñándome en el interior de un extraño cubo. No era aquello exactamente un cubo, porque aún estado formado por cuatro paredes unidas cada par en un vértice, carecía de techo. Aunque sí tenía un piso. Una extensión del piso que rodeaba aquella construcción, un terruño nebuloso y polvoriento que extendía la luz dorada de un atardecer como un reflejo apenas manchado por extrañas líneas terracota bien delimitadas en esa áspera superficie. No cesaba la luz de golpear la cara granular del suelo estallando multitudinariamente en todas las direcciones y resquebrajándose en un espectro de redondos arcoíris minúsculos. En estos pequeños estallidos se habían concentrado mis sentidos, incluso para adivinar un calor que absorbía cada partícula de tierra que no me sostenía, porque, en ese instante me percataba que no estaba inerte sino que estaba cayendo hacia algún sitio y que los muros que me rodeaban parecían una interminable carpa de blancos lienzos que dibujaban olas de aire en sus caras y que se extendían como surcos que siguieran el paso de un viejo tractor. Concebí un vértigo y la piel de mis brazos y piernas sintió un estremecimiento por la fuerza de gravedad que me jalaba hacía el centro desconocido de alguna profundidad, pero luego reflexioné un poco acerca de este hecho y concluí que la fuerza de gravedad atraería mi cuerpo entero en una sola dirección y en un solo sentido, mientras mi cuerpo advertía aquello en una caída libre, la vellosidad de mi piel en cambio se erizaba centrífugamente en todas las direcciones posibles, incluso enterrándose en mi frágil carne. En este mismo sentido concluí que lo que otrora había supuesto como un piso, en realidad era el cielo, o la cúspide de este sitio y que el cielo era el abismo hacía el cual involuntariamente me enfilaba. Creí que un sueño lo explicaría todo y recordé haber leído que durante un sueño carecemos del sentido del gusto, es decir, que si probamos algún alimento y somos conscientes del sabor, en realidad lo que evocamos es la fragancia del mismo. Pero no funcionó porque tratando de tragar mi saliva para intentar reconocer algún sabor, la fuerza de la caída misma la arrojaba velozmente de mi paladar hacía afuera y se perdía como la débil estela de una babosa en el vacío. Entonces sí –ya con la saliva pegada en mi rostro-, pensé que estaba cayendo de verdad y que lo más grave, era que no sabía que estaba haciendo instantes previos a tal experiencia, y que entrando en esa latitud de detalles, tampoco sabía si este derrumbe en verdad lo era, o que en realidad había muerto, y esta transición era un camino que me dirigía a la famosa luz al final del túnel. Fue entonces que pensé en Dios. Es decir en el pecado. Sólo un breve tiempo de mi vida creí en el pecado, creencia que fue desvaneciéndose del mismo modo en que ahora mis recuerdos sobrevenían como un enjambre de insectos armados de amargos aguijones y zumbidos. Creía por ejemplo que mentir era un pecado y no un estado de irremediable percepción. También creía que soñar era un pecado ridículo, y que lo pagaba despertando con un ardor bíblico que en la boca del estómago me escapaba como una desembocadura de lava a lo largo del esófago. En este punto deseché la idea del pecado y mis fosas nasales intuyeron no sin molestia un próximo despertar en el que manarían flujo gástrico y yo despertaría en algún sitio y dejaría de ver estas cuatro larguísimas paredes agitándose por el efecto de una corriente invisible o aleatoria.  Pero tampoco sucedió ello. Lo que sí sucedió fue que desesperado cerré los párpados con fuerza y pude ver con absoluta claridad mi rostro cerrando los párpados y luego sentir un dulce soplido detrás de mis orejas, un canto dulcísimo como el de un ángel, así que aguce mi sentido y pude atestiguar y reconocer la involución metamórfica de dulzura en acritud del resoplo detrás de mis orejas, eran mi jefe y un poco más atrás nuestra compañera de viaje que me avisaban que habíamos llegado a la estación terminal de Tlaquepaque.

La expoventa fue un fiasco, el jefe no paraba de brindar de stand en stand de cada expositor de tequila y terminó con una borrachera que ahuyentaba a cualquier posible prospecto, se puso tan impertinente que hubo necesidad de llamar a seguridad. Una vez fuera del recinto el muy caradura convenció a un vendedor de tejuinos a seguir la guarapeta. Llegó sin zapatos al hotel El Fénix poco antes del amanecer. Más tarde nos fuimos a almorzar a una birriería del centro, la mesera nos preguntó qué ordenaríamos, el hombre en un estado lamentable, incapaz de emitir ningún sonido comprensible, se limitó a señalarle a la joven un platillo. Yo pedí chilaquiles y chocolate caliente. Antes de retirarse la joven quiso rectificar con un delicioso acento tapatío:

–La torta’a, ¿la quiere medio ahogada’a? –pero el jefe estaba ya dormitando sobre sus codos, así que me apresuré a responder: No medio, bien, bien ahogada, que a él así acostumbra.

La mesera abrió los ojos con seña de incredulidad y compasión, como quien mira lo alto que puede caer un pajarillo, pero al ver que yo le agitaba la mano, se dio media vuelta y se perdió por un pasillo oscuro que daba a una cocina revestida de antiguos azulejos, desleídos por el sarro de los años. Entonces desde el mostrador se acercó el encargado y me preguntó si todo estaba en orden, contesté afirmativamente, pidiéndole que me trajera el diario local, a lo cual accedió de muy buena gana. Al instante trajo un Diario de Occidente y lo abrí en la sección deportiva.

–Se la puso buena su padre –me señaló el buen hombre al bulto que roncaba a mi lado.

–Y que lo diga, pero por fortuna, no es mi padre, a él las borracheras le llevaban por lo menos tres días y sus recíprocas noches.

Luego de una risa seca, el hombre se retiró y yo volví a las noticias de Rafa Márquez y Zepeda que la tarde anterior en combinación afortunada habían formado la mancuerna con que el Atlas vencía al Cruz Azul dos a cero.

Estaba hojeando la cartelera cultural cuando llegó la joven trayendo nuestros platos, y un pequeño cesto con fruta “cortesía de la casa”, que naturalmente, la comiera o no, estaba ya incluida en la cuenta. Mientras mis chilaquiles rebosaban de queso y los coronaba un aromático halo que salía de una costilla de ternera, la torta de mi patrón, en cambio, no exhalaba sino una amenazante columna tóxica, que emergía de un rojizo pantano de doble salsa muy picante, cubriendo un duro pan con carne sofreída. Acto seguido erguía mi tenedor y retiraba un aro de cebolla para atacar directamente la costilla de ternera cuando algo parecido a un par de párpados se movió como un camaleón en el rostro de mi jefe.

–Señor, su plato, ya está servido, coma un poco, le hará bien –dije animándolo.

El hombre gruñó algo que entendí como aceptación. Le hice una seña al encargado para avisarle que requería una bebida.

–¿Una cerveza, señor? –pregunté, mientras masticaba con fruición mi costilla; el viejo asintió con un ademán de fastidio mientras yo soplaba la espuma a mi chocolate.

–Hija de su pinche madre… –Disparó a bocajarro mi jefe, mientras su rostro perdía su letargo, luego de dar la primera mordida a la torta ahogada, bien ahogada. Al palpar su lengua aquella impía mezcla de chiles de árbol y piquín –que superaba cualquier medida Scoville imaginada- experimentó algo parecido a mil aguijones erguidos entrando y saliendo festivamente en su paladar, encías y tracto digestivo, desgarrando no solo su sueño o su borrachera sino también, sus modales.

El encargado ahogando una risa a todas luces jubilosa, llegó con una corona bien fría que mi jefe se empinó hasta verle el fondo a la botella. Luego pagamos la cuenta y salimos a empacar el equipaje porque el hospedaje terminaba al medio día. Íbamos arrastrando nuestras maletas por la avenida Juárez y bajo un sol muy semejante al del sol de Monterrey, nos sentamos un largo rato en una banca ocre de herrería pulimentada, mirando, sin pensar en nada, hasta que frente a nosotros vendiendo dulces pasó un anciano de muy triste aspecto, empujando con enorme esfuerzo, una carretilla de madera.

No pude evitar pensar en el padre de mi compañera de viaje, tal vez se habría escapado de la clínica y volvía al negocio de los caramelos, o quizás el ex jesuita, empleaba abusivamente y a escondidas de los familiares a sus pacientes como vendedores ambulantes, para hacerse de recursos extra. En ese instante volteé a ver a mi jefe con su resaca bajo el sol y pensé que algún día todos nos convertiríamos en padres, es decir casi todos, más aún en padres molestos. Y que mientras pasaba frente a nosotros el viejo de los dulces, era posible que algún hijo en el DF esperara a mi jefe para que le leyera un cuento, mientras se quedaba dormido en su regazo. Pero el jefe ya era muy mayor para esta posibilidad, así que deseché la idea y le compré al anciano un par de palanquetas que compartí con mi acompañante, aunque él la guardó sin emoción en el bolso de su saco.

Al llegar a la ciudad de México, el patrón y yo nos despedimos en el vestíbulo del edificio donde rentaba las oficinas con un frío “hasta mañana”, pero el jefe no llegó al siguiente día, dejó tan solo algunas instrucciones a su secretaria, entre ellas la de entregarme mi liquidación y una carta de recomendación que nunca firmó.

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