Manuel Jurado escribe sobre la poesía de Rafael Soler

Presentamos un texto de Manuel Jurado sobre el libro Leer después de quemar, del poeta Rafael Soler (Valencia, 1947). Poeta y novelista. Ha participado en festivales de poesía en Europa, América y Asia. También su obra ha sido traducido al francés, italiano, inglés, húngaro y japonés.

 

 

 

 

DESPUÉS DEL FUEGO QUEDA LA POESÍA

(Sobre el libro Leer después de quemar de Rafael Soler, El Ángel Editor, Quito)

 

Hay un punto de partida que se debe tener presente a la hora de adentrarse en la lectura de Leer después de quemar (El Ángel Editor. Quito, 2018) del poeta español Rafael Soler: que no es una antología al uso, siguiendo un orden cronológico con indicación de los libros de los que proceden los poemas y sus correspondientes fechas de publicación. No es ese el método seguido en esta ocasión porque hay un marcado y pretendido intento de construir nuevo orden, un armónico conjunto de poemas tan estructurado que, por un lado, potencie cada uno de los textos elegidos en su valor intrínseco y, por otro, se complementen entre sí y que, en consecuencia, el resultado final sea un libro nuevo. De tal modo, que el lector, al no tener referencia concreta de la procedencia de los poemas, se encuentre ante un todo orgánico y redondo. Ahora bien, lo que no se elude en estas páginas es la organización de ese todo en seis apartados que son nucleares con identidad propia pero interrelacionados entre sí: unidad en la aparente diversidad de una muestra eficazmente seleccionada y ponderada de la poesía de Rafael Soler. Tal vez no todas las partes tengan una proporcionalidad en el número de poemas representados, pero, aun teniendo, digamos, personalidad propia cada una de ellas, el resultado último es un compendio de la intensidad de la palabra en el hacer poético de este autor. No hay rémora de fechas, condicionantes u orientaciones que distraigan de núcleo redentor de los poemas. Por una razón muy clara: el tiempo en esta antología queda preterido, no es lineal, ni histórico, ni objetivo: el tiempo es el discurrir del poema en el propio poema amparado en el tiempo subjetivo, el tiempo íntimo. Y cuando aparece una indicación temporal lo es de una manera genérica pero indicativa: verano, la lluvia, el frío, el otoño…; un incentivo de connotación poética, no histórica, a lo sumo de indicación espaciotemporal. Este modelo ayuda, como decía antes, a que Leer después de quemar (con su juego de palabras en el propio título) resulte una incursión en un todo exacto y vivo, nacido no para regresar al pasado como refugio y nostalgia, que también sería lícito, sino para anunciar un presente eficaz y palpitante, para decir que la palabra no tiene edad sino la fuerza del fuego, tanto destructivo como vivificador. Proporcionando al lector con este recurso la perturbación del nacimiento, la sorpresa de la aparición de una nueva vida, el núcleo nutricio y reflexivo de lo inesperado. El poema sorprende. Es esta una de las líneas creativas de Rafael Soler. El poema golpea, incluso, hablando en términos pugilístico, el poema noquea al lector. ¿Qué más da que el texto proceda un libro o de otro, de una época o de otra? En esta antología, el valor temporal no es lo central, sino la fuerza ígnea de la palabra.

En algunos momentos tenemos la sensación leyendo estos textos que nos ofrecen la apariencia de ser poemas para andar por casa, tan familiares y cercanos, con expresiones coloquiales incluso; en apariencia, digo, porque en realidad nos proponen un acercamiento al secreto y tentador mundo de lo incierto. Como si nos dijeran: “Todo empieza ahora; ahora vas a ver lo que es bueno, muchacho”. Porque nos incitan a que asistamos al milagro del fuego que surge de las propias palabras que se autodestruyen, y renacen de las cenizas gloriosas de los huesos invulnerables de la voz que resulta indemne tras el incendio. De ahí nacen las potentes imágenes, muchas de ellas cinematográficas, las visualizaciones que montan y desmontan el edificio del poema como si se tratara de un alzamiento arquitectónico de origen digital o infantil, con piezas de madera o gráficos en una pantalla de computadora. Con el lenguaje del fuego del lenguaje, el uso destructivo de antiguas estructuras poemáticas para edificar lo que por su naturaleza parece inedificable: el pensamiento profundo. Rafael Soler, ata y desata las palabras, las coloca en el ámbito no previsible, en el significado sorprendente, se sale por la tangente de la expresión poética con el cuchillo entre los dientes, como un pirata del verso, un bucanero osado que arriesga la vida poética a sabiendas de lo que se juega, porque lo obvio y presumible se desmonta con el giro imprevisible del lenguaje: el riesgo.  O como el mago que guarda no en su chistera sino en los labios palabras como mordiscos o besos que no quieren acabar siendo arenilla en los renglones de un poema, sino auténticos castillos firmes que aguanten la furia de los vientos y el constante asedio de las olas.

Leer después de quemar seduce, embauca y golpea al mismo tiempo porque de lo que habla es de lo que nos duele, de lo que duele al hombre en cualquier parte: un amor que se bandea entre el deseo y el desencanto, entre lo visible y lo invisible, entre la duda y la incerteza cierta de lo que es inalcanzable en la utópica concepción del amor, apoyándose en dos tópicos clásicos carpe diem y tempus fugit, muy hábilmente combinados, con deslenguada expresiones bien controladas pero bajo la premisa de imágenes surrealistas: zapato hambriento, un labio pasado por el sueño, acéptame Cartier, niña swaroski. El juego del amor, el desastre del amor, la grandeza y la pobreza del amor. La sensualidad de la carne, pero también de los vestidos, el calzado o los complementos; o la desnudez real o adivinada, ansiada y temida por lo vulnerabilidad del deseo, que tanto puede recordarnos elegantes escenas de películas italianas o más los más crueles del cine de movie road americano. Llegando a aparecer en algún momento la dualidad de voces (hombre/mujer) en un mismo poema. El amado y la amada. El yo y el tú: el uno. Pero, aun siendo el amor el tema central de muchos de los poemas, sobre todo en el apartado segundo (Perdidos en la misma cama), no hay que dejar a un lado la voz profunda a la hora de enfrentarse a la naturaleza del hombre. Con una base existencialista, aunque no trágica, nos adentra Rafael Soler en un territorio conmovedor: la visión de lo mundano como refugio ¿cobarde? del hombre ante la insólita indecisión de lo perdido, lo derrotado, lo inaccesible. Es un existencialismo el que aparece en este libro con una variante casi moral, en ocasiones. Mejor sería decir una variante ética. El hombre frente al hombre, con el hombre. El poeta frente a sí mismo, en un espejo turbio, indagando en su esencia y en su condición humana a través de los otros, esos otros seres tan parecidos a él, contrarios a él, si se quiere, pero con la misma raíz de la inconsistencia, el desasimiento de la caducidad. Con nostálgicos recuerdos a veces, con búsquedas infructuosas del tiempo pasado, de los lugares perdidos, de los seres queridos que no están, pero fueron piezas claves en la construcción del hombre-poeta que escribe su propia biografía apócrifa.

Quedaría por hablar del dominio del verso, de las estructuras poemáticas casi geométricas, del ritmo musical, con esas repeticiones como estribillos de una canción esencial y pegadiza. Pero son aspectos adyacentes que acompañan a la rotundidez de este viaje interior que nos propone Rafael Soler en esta antología. Un viaje interior en el umbral de la edad vencida.

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