Nueva narrativa colombiana No. 13: Juan Esteban Constaín

juan esteban constain

En el marco del dossier Nueva narrativa colombiana, preparado por federico Díaz Granados, presentamos una crónica-ensayo de Juan Esteban Constaín (1979). Sus últimos libros son “El naufragio del imperio” y “Calcio”. Es traductor del griego y el latín y columnista del diario El Tiempo.

 

 

 

El fútbol como un acto de fe

 

El fútbol, como todas las cosas importantes de la vida, es un acto de fe. Por eso se parece tanto a la religión -la única verdadera que le queda al mundo, Dios de domingo-: porque uno cree o no cree, y punto. Borges lo odiaba, por ejemplo, y decía que era un espectáculo vulgar, violento, triste; pero Borges era ciego y tímido, y descreía de las muchedumbres, de los entusiasmos colectivos, del hombre. En cambio Henry de Montherlant, uno de los mejores prosistas de Francia y de la historia, un maestro que se quitó la vida con una píldora de cianuro y un balazo cuando ya no podía ver, lo consideraba el lugar donde mejor ocurren hoy los héroes a la manera de la Antigüedad, la cancha como templo. La palabra “fanático” viene de allí: Fana llamaban los romanos a sus templos, y fanáticos a los que los visitaban junto al fuego, mirando en el cielo el vuelo de las aves, el futuro. De manera que en cuestiones de fútbol no hay argumentos ni razones; hay delirio. Donde el hincha ve revelaciones y poesía, el escéptico ve sólo a tres tipos detrás de una pelota. Donde el primero grita y se conmueve por una gambeta o un túnel (ah), el segundo apenas si alcanza a despreciar tanta barbarie, tanta estupidez. Una metáfora de la vida y viceversa, dicen los unos extasiados; el opio del pueblo, dicen los otros. Todos están en lo cierto.

Yo pertenezco a la iglesia y no voy a hacer aquí más teorías al respecto, más teología. Pero es que hablar de fútbol es una de las mejores cosas que tiene el fútbol; después de jugarlo y de verlo, claro. Recuerdo que cuando era niño podía pasar horas enteras detrás de un balón y nada era más importante que eso. Ni el colegio, ni la vida, ni el almuerzo, nada. Y cada partido era un Mundial (en el parque, en el potrero) y todos éramos Maradona o Zico corriendo durante horas, por el honor. Eso tiene el fútbol también: que no importa dónde se juegue, porque siempre, en lo más profundo de su ser, se juega en el barrio. Lo dijo alguna vez Javier Marías: el fútbol es la recuperación semanal de la infancia. La de todos, los hinchas y los jugadores, y aun la de quienes lo odian. Uno iba y corría y jugaba, y después llegaba lo mejor: comentar, en la tienda, cada proeza y cada grito, las peleas, los goles, los taquitos. Narrar con detalle la magia, porque no era más. 

Creo que allí está, querido Montherlant, el parentesco del fútbol con la literatura, con la vida: en que al final todo gran partido, sea en Wembley o en el potrero, debe ser un gran relato. El arte ocurre, sí, las gambetas y los taquitos y todo eso, pero sólo la memoria lo salva de su condición mortal. La memoria, las palabras. Cuando yo era niño (esto también lo recuerdo) mi papá tenía una costumbre cuyo sentido misterioso yo no descifré sino hasta mucho después: veía por la televisión un partido y le bajaba todo el volumen a la transmisión. Entonces prendía la radio y lo oía por allí, y yo no entendía por qué ni para qué. De hecho me indignaba. Hasta que un día, no hace tanto, hice lo mismo, y entonces por fin lo supe: una cosa era ver el partido, y otra muy distinta escucharlo; una cosa era el juego y otra el relato, a veces mejor. Casi como si uno pudiera reconocer al mismo tiempo las dos versiones, las dos caras que llevan consigo todas las cosas del mundo, la de la realidad y la ficción, la del olvido y la memoria.

Y ya se sabe que nunca sabemos bien cuál es cuál; de eso se trata el arte. Se lo leí a Valdano en una anécdota preciosa. Decía él que cuando vio el segundo gol de Maradona a los ingleses en el 86 -el gol en que se saca a todo el mundo, el verdadero gol con la mano de Dios- no le pareció tan importante ni tan bueno. Y él estaba allí al lado, esperando el pase que nunca llegó. Pero un día, años después, Valdano puso en su carro la narración de ese gol por Víctor Hugo Morales, casi tan famosa como el gol mismo. La acababa de recibir en un CD conmemorativo. Y oyéndola se le escurrieron las lágrimas como a un niño. Así entendí, creo que dijo Valdano en esa entrevista, que a mí lo que me gustaba no era el fútbol sino la literatura. La memoria, las palabras. 

 

 

 

Datos vitales

Juan Esteban Constaín Croce (1979) estudió historia especializándose en lenguas clásicas y en 2003 publicó “Librorum”; una obra sobre los textos antiguos del Colegio Mayor del Rosario.  Siguió en el 2007 “El naufragio del imperio” y por último “Calcio”, su obra más reciente. Además de su rol de escritor es profesor de relaciones internacionales en la Universidad del Rosario, traduce libros en griego y en latín de su archivo histórico. Es columnista del diario El Tiempo.

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