Pedro Silva: Aquí Estoy Yo

Un cuento del narrador y ensayista portugués Pedro Silva en traducción de Jorge Mendoza Romero. Ofrecemos ambas versiones y agradecemos a Pedro su generosidad con el público lector de Círculo de Poesía.

Pedro Silva nació en Tomar, Portugal, en 1977. Desde joven su principal interés ha sido la literatura, primero como ávido lector y más tarde al dar sus primeros pasos como autor. Publica su primer libro en el año 2000 (el libro de ensayo Ordem do Templo: Em Nome da Fé Cristã) y desde entonces se ha dedicado a escribir, aventurándose en diversos géneros, desde el cuento a la crónica pero destacando, principalmente, el ensayo literario. En los últimos años ha publicado más de treinta títulos en Portugal, Brasil, España y Chile. Entre su obra encontramos títulos como História e Mistérios dos Templários no Brasil (2001), Escritos Errantes (histórias leves como o vento mas tocantes como a tempestade) (2002), Símbolos e Mitos Templários (2006), História dos Lusitanos (2006) o A Magia das Palavras (2008).

El cuento después del salto.

Aquí estoy yo

Si me hubieran preguntado, hace media docena de meses atrás, si estaría en esta situación, me hubiera reído y burlado en la cara de otro, que era un chiste de muy mal gusto.
Es increíble cómo era tan joven hasta hace poco tiempo. Tenía vida, fuerza, me sentía superior. Superior, ¿lo creen?
¡Increíble… imbatible… inmortal!
Qué voluntad de reír en medio de las lágrimas. Inmortal. Cuán necio era… Nadie es inmortal. Hasta hay quien dice que Dios está muerto.
Dios…
Dios…
¿Dónde estás?
¿Por qué huiste de mí?
Volví a pensar en Dios, después de tantos años pensando que nadie necesita a Dios. Que me sentía ateo. Una invención de media docena de fanáticos, pensaba desde la altura.
Dios no existe gritaba con fuerza en reuniones de café, junto al olor bien perfumado del tabaco mezclado con la cafeína.
Y gritaba bien alto para que todo mundo escuchara: ¡Dios es una invención!
Y ahora, Dios mío, qué falta me haces.
¿Por qué me abandonaste?
¿Por aquello que decía?
¿No es voluntad de Dios perdonar? ¿No es un mandamiento divino?
¿Por qué no fui perdonado?
Aquí estoy yo.
Sentado. La mirada hacia el cielo. Allá abajo los coches pasan, las personas deambulan, quizá de forma errante. Parecen hormigas.
(Nunca entendí por qué se habla de hormigas para referir pequeños seres. ¿Y las moscas? ¿Los mosquitos? ¿Seres repugnantes? Tal vez. Sin embargo, ¿no es el ser humano igualmente repugnante?)
Parecen hormigas, insectos vulgares, desconociendo que, como yo, no son inmortales. Y que, tal como yo, pueden decir lo que quisieran, pero van a darse cuenta que Dios existe. Es real y no perdona, al contrario de los mandamientos sagrados.
¿Por qué tanto bullicio? ¿Hacia dónde van las personas? ¿Qué quieren? ¿O qué hacen? ¿Por qué no se detienen? ¿Por qué no se detienen? Grito: ¿por qué no se detienen?
Nadie me oye. Estoy demasiado lejos, demasiado lejos de todo y de todos.
Esperen: ¿estaré vivo? Me interrogo. Recurro al tradicional pellizco en una parte de mi cuerpo. Me duele. No es un sueño, ni estoy muerto, estoy vivo.
Aquí estoy yo.
¿Pero estaré vivo? ¿Esto es vivir?
Aquí estoy yo.
Vislumbro, en pocos instantes, toda mi vida, todo mi pasado. Al final de cuentas, ¿qué hice? Nací, crecí, estudié casi dos decenas de años. Obtuve un título superior. (Felicidades, me dijeron todos los familiares más próximos. Es un Señor Doctor). Me enamoré de tres personas diferentes. No me gustó ninguna. Me gustó otra persona, pero a ésa nunca le gusté. Sí, nunca quiso, fue falta de voluntad tan sólo. Porque pudo muy bien haber sentido amor por mí. Si yo lo sentía por esa persona, ¿por qué no era correspondido?
La verdad, el fruto prohibido es precisamente el más apetecido. Siempre me gustaba alguien a quien no le gustaba. Siempre quise tener aquello, que no podía. Siempre quise hacer cosas para las cuales no estaba capacitado.
Y ahora también percibo que no soy inmortal, lo que creía piamente hace tan poco tiempo.
Nunca estaba resfriado. Fui al médico media docena de veces a lo largo de mi vida. Muy pocas veces me vacuné. ¿Para qué? Era fuerte que ni un toro. Vigoroso, atlético y saludable. Inmortal, tal vez… En aquel día se me ocurrió hacer un análisis sanguíneo. Curiosidad.
Podía tener diabetes, colesterol, algo por el estilo. No me importaba, son dolencias comunes que, bien cuidadas, no hacen mucho mal, pensaba en mi ingenuidad.
Hasta lo encontraba divertido poder decírselo a mis amigos: ¿sabían que tengo el colesterol alto? Luego allí arrancaríamos un tema de conversación y tendríamos oportunidad de bromear un poco sobre la vida. Para nosotros, que somos inmortales, bromear sobre las enfermedades es normal y aceptable. Son apenas un mero accidente en el recorrido de un viaje interminable e imperturbable.
Pero en aquel día el viento no sopló a mi favor.
¿SIDA? Pregunté al sujeto de bata blanca que estaba frente a mí. ¿Cómo? No tengo síntomas, me siento listo para correr tres veces la maratón y aún jugar un partido de futbol con mis amigos. ¿SIDA? Está bromeando conmigo, ¿no? No, respondió secamente.
En ese día deje de tener ganas de bromear. Me di cuenta que no era inmortal. Me di cuenta que Dios existía -en caso contrario yo tendría la oportunidad de decidir mi propio destino. También me di cuenta que mi vida, al contrario de lo que siempre pensaba, no estaba en mis manos.
Una vez únicamente… Sólo una sin condón. ¿Cuántas probabilidades de que eso suceda? ¿Una en un billón? Pues, sucede.
Aquí estoy yo.
Allá abajo el mundo continúa en su ritmo perfectamente natural. Nadie se detuvo para escucharme. Nadie está preocupado si tengo un minuto, un año o una década más de vida.
Soy perfectamente insignificante. No existo para nadie. Por eso, precisamente aquí, a treinta y tantos pisos del suelo, en la cumbre de un vulgar edificio, de una vulgar calle, de cualquier ciudad, sólo estoy yo y Dios, que escucha, que me condena, que me hace pensar en todo lo que no hice y debí haber hecho.
No merecía esto… Aún soy joven. Treinta años. Tres décadas apenas. Todavía no comenzaba a vivir realmente.
Y ahora, ¿cuánto tiempo me restará? ¿Un día, un mes, un año? El médico no quiso dar fechas. Apenas dijo que, con la medicación correcta, cumplida de forma rigurosa, puedo estar muy bien durante mucho tiempo y que puedo llevar una vida casi normal.
Ah, y refirió, que lo peor no es el virus que tanto se teme, sino las complicaciones por él causadas, como la entrada de otros virus en el sistema debilitado. ¡Mentira! Morimos de SIDA y nada más.
Simplemente se muere.
Y yo quería ser inmortal. Juro que quería… y mucho.
Paso los días pensando, desde aquella fatídica consulta médica, que no iré a morir de SIDA: juro que no lo haré.
No conté esto a nadie, sólo en conversaciones con Dios. Y Él se ríe en mi cara. Dice que nadie es inmortal y que esa enfermedad no tiene una fuga posible. ¿Será? Respondo.
Aquí estoy yo.
Finalmente todos van a darse cuenta que soy inmortal. Y no lo seré si esa fuera mi voluntad. Voy a contrariar al destino.
Y voy a demostrarle a Dios que quien manda en mí soy yo.
Los meses pasaron y nunca tuve coraje de demostrarle que soy inmortal.
Por eso estoy aquí, sentado a muchos metros del suelo, para mirar allá abajo.
Leí alguna vez que un suicidio era una actitud cobarde. Desde la altura, yo defendía la misma teoría. Es más fácil matarse que enfrentar los problemas.
Ahora, aquí, mirando allá abajo, me doy cuenta que la teoría estaba totalmente errada. Crean que cuesta mucho más suicidarnos. Más fácil es dejar que las cosas sucedan, sin participar activamente en nada, ser un peón del destino.
Por lo tanto, llego a la altura para demostrar quién manda en mí: ¡yo!
Me levanto. Veo a la cima y digo: Ves, Dios, ves que soy yo quien manda en mí. Y soy inmortal. Inmortal, ¿escuchaste?
Miro hacia abajo.
El momento llegó. El mundo no paró de girar. Las personas continúan con sus tristes vidas a un ritmo normal, de siempre, como si no supieran que yo soy inmortal.
Estoy de pie. Siento el viento batir fuertemente contra mi cara. Dios parece querer empujarme hacia atrás. No, ni pensarlo.
Yo soy inmortal.
Di un paso al frente.
Aquí estaba yo.

Traducción: Jorge Mendoza Romero

Aqui estou eu

Se me perguntassem, há meia dúzia de meses atrás, se estaria nesta situação, ter-me-ia rido a bom rir e jogado na face de outrem que era uma piada de muito mau gosto.
É incrível como era tão jovem há pouco tempo atrás. Tinha vida, força, sentia-me o maior. O maior, acreditam?
Invencível… imbatível… imortal!
Que vontade de sorrir, no meio das lágrimas. Imortal. Quão néscio era… Ninguém é imortal. Até há quem diga que Deus está a morrer.

Deus…
Deus…

Onde estás?
Porque fugiste de mim?
Voltei a pensar em Deus, após tantos anos pensando que ninguém precisa de Deus. Que me sentia ateu. Uma invenção de meia dúzia de fanáticos, pensava na altura.
Deus não existe, gritava pujante em reuniões de café, junto ao cheiro do tabaco misturado com a cafeína, bem apaladado.
E gritava bem alto, para todo o mundo ouvir: Deus é uma invenção!
E agora… meu Deus… que falta sinto de Ti!
Porque me abandonaste? Por aquilo que eu dizia?
Não é vontade de Deus perdoar? Não é um mandamento divino?
Porque não fui perdoado?

Aqui estou eu.

Sentado. A olhar para o Céu. Lá em baixo os carros passam, as pessoas deambulam, quiçá de forma errante. Parecem formigas.

(Nunca entendi porque se fala em formigas ao referir pequenos seres. E as moscas? Os mosquitos? Seres repugnantes? Talvez. Mas o ser humano não é igualmente repugnante?)

Parecem formigas, insectos vulgares, desconhecendo que, tal como eu, não são imortais. E que, tal como eu, podem dizer o que quiserem, mas vão perceber que Deus existe. È real e não perdoa, ao contrário dos mandamentos sagrados.
Porque tanto bulício? Para onde as pessoas? O que querem? O que fazem?
Porque não param? Porque não param?
Grito: porque não param?
Ninguém me ouve. Estou demasiado longe, demasiado longe de tudo e de todos.

Esperem: estarei vivo?
Interrogo-me. Faço o tradicional truque de beliscar uma parte do corpo. Dói-me. Não é sonho, nem sono da morte, estou vivo.
Mas estarei mesmo vivo? Isto é viver?

Aqui estou eu.

Vislumbro, em poucos instantes, toda a minha vida, todo o meu passado. Afinal de contas, o que fiz? Nasci, cresci, estudei quase duas dezenas de anos. Tirei um curso superior. (Parabéns, disseram-me todos os familiares mais próximo. És um Senhor Doutor.) Namorei com três pessoas diferentes. Não gostei de nenhuma. Gostei de uma outra pessoa, mas essa nunca quis gostar de mim. Sim, nunca quis, foi falta de vontade mesmo. Pois podia muito bem ter sentido amor por mim. Se eu sentia por essa pessoa, porque não era retribuído?
Na verdade, o fruto proibido é mesmo o mais apetecido.
Sempre gostei de quem de mim não gostava.
Sempre quis ter aquilo que não podia.
Sempre quis fazer coisas para as quais não estava habilitado.
E agora também percebo que não sou imortal, o que acreditava piamente há tão pouco tempo.

Aqui estou eu.

Nunca estava engripado. Fui ao médico meia dúzia de vezes ao longo da vida. Raramente era vacinado. Para quê? Era forte que nem um touro. Rijo, atlético e saudável. Imortal, talvez… Naquele dia apeteceu-me fazer uma análise sanguínea. Curiosidade.
Podia ter diabetes, colesterol, algo do género. Não me importava, são doenças comuns, que, bem cuidadas, não fazem muito mal, pensava eu na minha ingenuidade.
Até achava engraçado poder dizer aos amigos: sabiam que tenho o colesterol em alta? Logo ali arranjaríamos tema de conversa e oportunidade de brincar um pouco com a vida. Para nós, que somos imortais, brincar com a doença é normal e aceitável. É apenas um mero acidente de percurso numa viagem interminável e imperturbável.
Pois… mas naquele dia os ventos não me correram de feição.
AIDS? Perguntei eu ao sujeito de bata branca na minha frente. Como?
Não tenho sintomas, sinto-me pronto a correr três vezes a maratona e ainda jogar uma partida de futebol com os amigos.
AIDS? Está a brincar comigo, não?
Não… respondeu ele secamente.
Nesse dia deixei de ter vontade de brincar. Percebi que não era imortal. Percebi que Deus existia – caso contrário eu teria a oportunidade de decidir o meu próprio destino. Também percebi que a minha vida, ao contrário do que eu sempre pensara, não estava nas minhas mãos.
Uma vez só… Uma única! Sem preservativo. Quais as probabilidades disso acontecer? Uma em um bilião? Pois, acontece.

Aqui estou eu.

Lá em baixo o mundo prossegue o seu ritmo perfeitamente natural.
Ninguém parou para olhar para mim. Ninguém está preocupado se tenho mais um minuto, um ano ou uma década de vida.
Sou perfeitamente insignificante. Não existo para ninguém. Por isso, mesmo estando aqui, a trinta e tal andares do solo, no topo de um vulgar prédio, de uma vulgar rua, de uma qualquer cidade, sou apenas eu e Deus, que me olha, que me condena, que me faz pensar em tudo o que não fiz e devia ter feito.
Não merecia isto… Ainda sou jovem. Trinta anos. Três décadas apenas.
Ainda nem comecei a viver realmente.
E agora, quanto tempo me restará? Um dia, um mês, um ano? O médico não quis avançar com datas. Apenas falou que, com a medicação certa, cumprida de forma rigorosa, posso estar muito bem durante muito tempo e que posso levar uma vida quase normal.
Ah, e frisou, que o pior não é o vírus que tanto se teme, mas as complicações por ele permitidas, como a entrada de outros vírus num sistema enfraquecido. Tretas! Morremos de AIDS e nada mais.
Simplesmente morre-se.
E eu queria ser imortal. Juro que queria…e muito.
Passo os dias a pensar, desde aquela fatídica consulta médica, que eu não irei morrer de AIDS: juro que não vou.
Não contei isto a ninguém, apenas em conversas com Deus. E Ele ri-se na minha cara. Diz que ninguém é imortal e que essa doença não tem fuga possível.
Será? Retribuo…

Aqui estou eu.

Finalmente todos vão perceber que sou imortal. E não o serei se essa for a minha vontade. Vou contrariar o destino.
E vou mostrar a Deus que quem manda em mim sou eu.
Os meses passaram e nunca tive coragem de Lhe mostrar que sou imortal.
Por isso estou aqui, sentado a muitos metros do solo, a olhar lá para baixo.
Li certo dia que um suicídio era uma atitude cobarde. Na altura, eu defendia a mesma teoria. É mais fácil matar-se do que enfrentar os problemas.
Agora, aqui, a olhar lá para baixo, percebo que a teoria estava totalmente errada.
Acreditem que custa muito mais suicidarmo-nos. Mais fácil é deixar as coisas acontecer, sem participar activamente em nada, ser um peão do destino.
Portanto, chegou a altura de mostrar quem manda em mim: eu!
Levanto-me. Olho para cima e digo: vês Deus, vês que sou eu que mando em mim.
E sou imortal. Imortal, ouviste?
Olho para baixo.
O momento chegou. O mundo não parou de girar. As pessoas prosseguem as suas tristes vidas a um ritmo normal, de sempre, como se não soubessem que eu sou imortal.
Vou ser o primeiro a vencer a AIDS.
Estou de pé. Sinto o vento bater forte na minha face. Deus parece querer empurrar-me para trás.
Não, nem pensar.
Eu sou imortal.
Dei um passo em frente.

Aqui estava eu.

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