Un cuento de Alfredo Loera: Polvo de ángel

Alfredo Loera

Alfredo Loera, actual becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, teje un relato en el que las dilaciones y la descripción detallada apuntan hacia el trágico final de una historia sobre el mundo sórdido de los adictos al “polvo de ángel”.

 

 

 

Ya tenía mucho sin saber de Alán, no sabía dónde estaba metido. Esta noche tal vez pudiera encontrarlo.

             Siempre regresaba a las 5 de la mañana, bajaba de su taxi, para deslizarse por la calle abandonada hasta entrar a su casa. Las veces anteriores había regresado jadeante, no podía saber si era por miedo o por alegría. Le sudaban las manos, la camisa estaba húmeda a pesar de la noche helada. Temblaba tal vez porque su sudor hacía que el frío se sintiera más en su cuerpo delgado, o porque se moría de nervios. Anteriormente había metido la llave en la cerradura, esperando que por primera vez en varios meses no estuviera cerrada, sin embargo, era necesario dar tres vueltas al pasador para abrir la puerta. Extrañamente (a pesar de que la prueba más clara de la ausencia de Alán, era precisamente la chapa con llave), entraba en la penumbra preguntando si había alguien en casa. Nadie contestaba. Conteniendo la respiración, tanteando entre los muebles caminaba hasta llegar al switch; prendía la luz: únicamente la sala y el comedor tal como los había dejado, vacíos y en completo orden. Iba a su recámara para ver su cama perfectamente tendida. Tomaba un baño para después dormir con desencanto. Por alguna razón, nunca esperaba que Alán llegase durante el día. Realizaba sus actividades normales, limpiaba el taxi, hacía las cuentas de la jornada anterior. Si necesitaba efectuar alguna reparación la hacía. Ponía música. Algo de los setenta o los ochenta. Cocinaba y comía pulcramente, en completo silencio. A veces recibía alguna llamada de amigas o amigos. Le hacían invitaciones  para salir, pero siempre decía que no porque iba a trabajar en su taxi.  

            La noche le agradaba porque las calles se abrían a su paso, los movimientos se notaban fácilmente, movimientos premeditados. Los carros pasaban con sus luces brillantes; parecía que los conductores no querían ser vistos, como si voltearan atrás para ver que nadie los siguiera. En ciertas ocasiones miraba por el retrovisor, solamente la calle reflejando la luz de los arbotantes y más atrás la penumbra como madera oscura.

            Los transeúntes hacían la parada, subían en silencio, sabiendo a donde deseaban dirigirse, únicamente pisaba el acelerador hacia el destino indicado. Los viajes eran silenciosos, como si estuvieran dormitando todas las cosas, nadie quería saber nada que no fuera llegar a donde se dirigía. Había una expectativa constante, todo se movía lentamente, y las miradas eran hechas siempre desde un estado de contemplación. Como si existiera una presencia de la cual todos eran parte. Sabía que Alán únicamente vendría bajo ese halo, de otra manera no tendría ningún sentido. Pero tardaba demasiado; ya habían pasado cuatro meses desde la última ocasión  que se vieron, lo más desconcertante era que nunca se sabía si volvería a repetirse, se exasperaba porque su vida de pronto estaba llena de angustia. A sus cuarenta años ya estaba cansado.

            Otra vez, al igual que las noches anteriores, bajó de su taxi y dando pasos calmados cruzó la calle. Lo cierto era que no quería volver, sabía que lo que buscaba andaba por ahí entre las hojas negras, no en la brillantez de la lámpara del buró. Tendría que quedarse dibujando círculos, para dar con él. Pero siempre llegaba el alba que tapaba con su gran losa la cúpula nocturna, con su luz que no dejaba ver a la distancia.

            Tuvo que dar tres vueltas al pasador. Miró la casa estática y no pudo evitar hacer la pregunta: nadie contestó. Ciertamente ya no esperaba nada. Faltaban dos horas para el amanecer, y no quería perderse ningún soplo de penumbra, como si se diera una última oportunidad de encontrar eso que se veía perdido para siempre.

            Quién sabe cómo de pronto empezó a escuchar algo que daba vueltas, y tardó un poco en comprender qué era; tal vez se asustó, tal vez le daba terror que nunca pudiera encontrarlo, pero que Alán sí lo hiciera tan fácilmente. O que sin importar cuanto observara siempre se le escabullía, y más aún, posiblemente el hecho de haberlo esperado todo ese tiempo le molestaba más; no podía irse y pagarle con la misma moneda, con su ausencia, porque no podía darse el lujo de no verlo. Era un juego de azar, quién sabe cuando se toparían otra vez.

            Daba la impresión de que el sonido dando vueltas no provenía de la puerta. No era posible. Dudaba que fuera verdad, así que no hizo por levantarse a abrirle. Pero las vueltas seguían su curso y cada una hacía que se preguntara ¿quién es? Ya sabía quien era, pero de pronto pensó que no sería Alán. Se desconocía quién o qué era: un asesino, un extraño, un intruso, pero no él, no podía ser él. Se llenó de miedo. ¿Quién es? Continuaba preguntándose, se levantó con exaltación, quiso gritar ¡Quién es!

            La puerta empezó a abrirse haciendo un ruido agudo arrastrando su filo en el suelo; ya tenía tanto tiempo de no escuchar eso que le sorprendió cómo sus oídos recordaban aquella ocasión cuando se vieron por última ocasión. Y algo era diferente, ese deslizar de la puerta no se presentaba igual, extraño resultaba que los retumbos le mostraran ciertos movimientos misteriosos. Algo completamente desconocido.

            Después de todo ahí estaba, lo miraba fijamente, al fin había vuelto, y le dieron ganas de estrechar su cuerpo varonil y joven, le dieron ganas de tomar su espalda, y besar su cuello. Sin embargo, había cambiado mucho desde la última vez. Se asustó porque él llevaba 15 años siendo de la misma manera, teniendo la misma mirada, la misma expresión, la misma experiencia. Sin embargo, Alán era otro. ¡Cuánto había crecido! Su cara se presentaba más imponente, más vieja, no tenía la misma ingenuidad; parecía que no le bastaría con nada que le pudiera dar, como si ya nunca pudiera comprenderlo. De pronto quiso asirlo, seguía siendo hermoso.

            Le asustaba que Alán hubiera cambiado tanto, le molestaba la fatiga permanente y verlo a él tan entero. Pero tal vez lo que más le exasperaba era que no hubiera tenido la consideración de haberse aparecido, sino después de cuatro meses, pero no nada más era eso, porque sabía que era fútil reprochárselo, pedirle que dejara su sigilo sería una estupidez. Qué envidia no poder ser como él.

            ¿Por qué había regresado? Su mirada no buscaba lo mismo que las ocasiones anteriores, parecía querer encontrar algo que olvidó, que según él le pertenecía pero que no estaba a la vista, como si se lo hubieran escondido.

            –¿Por qué tardaste tanto? –.

            –Vengo de paso  – pronunció Alán secamente.

            –¿De qué hablas?

            –Sabes lo que busco, solamente eso.

            –¿Por qué primero no te sientas? –. Respondió, con un tono de reproche. Ven siéntate– continuó– ¿Por qué no te sientas?

Alán permaneció estancado en una mirada fría. Ninguna luz podría revelar su interior; y menos para quien lo llamaba en ese momento.

            –Siéntate– dijo exaltando la voz.

No osciló entre la noche ningún ruido. Un momento después ya no tenía ningún caso que se sentara, se había perdido el instante en el cual ellos se abrazaban; quién sabe dónde estaría ahora, no lo atraparon cuando pasó a su lado. Existía un vacío, así que no había forma de que lograran unirse, el conducto por donde circularían no se realizó. Únicamente quedaba otra línea monótona que se dirigía constante y contundentemente hacia la soledad mutua. En un abandono a la tortura de sus monólogos nocturnos.

     Se levantó:

            –¿Por qué no dices nada?– dijo gritando.

            – ¿Por qué no contestas? –.

      Pero Alán no se movió.

            –Abrázame– dijo arrepentido.

            Los brazos de Alán no se levantaron; los tomó y se los puso en la espalda, y miró su cara.

            –¿Tienes ángel? – dijo al fin Alán.

      ¿Qué esperaba? Sólo quería el polvo. ¿Qué esperaba?, pensó.

–¿Lo quieres? ¿Quieres eso? ¿Después de todo este tiempo sólo me buscas para eso? – dijo.

            Lo odiaba, pero quería que fuera de otra manera. Trataba de no delatar su resentimiento, pretendía no empezar una riña porque entonces la espera no habría valido la pena.

–¿Dónde está? – dijo Alán mientras se adelantaba a un librero que estaba al fondo de la sala.

            –Ya no tengo, te lo acabaste la última vez–.

      Empezó a abrir los cajones, sacando lo que había en su interior.

            –Te dije que te lo acabaste–.

            Alán sabía que los polvos nunca se terminaban. Solamente era que necesitaba hacer todo el numerito, cumplirle con favores para que le diera una miseria. No volvería a hacerlo. Se había prometido jamás volver a estar con él. Ahora se preguntaba porqué había ido. Necesitaba la droga eso era todo. Y ahí estaba de nuevo. Extrañamente de pronto recordó la razón por la que paró de hacer sus visitas nocturnas, no podía seguir. Tarde o temprano todo terminaría mal.

            Alán volteó mirando con desprecio; vio la anochecida casa arreglada, miró todas las pertenencias, la cuales mantenían la misma forma de siempre. Las sillas en el mismo lugar, los adornos en la mesa de la sala, continuaban ahí tal como hacía cuatro meses, en completo orden. Miró la delgada cara, de la que únicamente brillaban los ojos negros en la penumbra. “¿Tan desesperado estás?” pensó.

            Después de eso, se sintió culpable. Tal vez tenía razón, tal vez había sido muy desconsiderado por no haberse aparecido hasta esa noche; sin embargo, el otro no entendía; nunca lo había buscado por alguna razón personal, ni siquiera la última vez. Pero ahí estaba.

            Se sentó a corta distancia, posiblemente lo hizo porque aquel hombre estaba muy desesperado, lo había esperado durante largo tiempo, y ahora lo que más deseaba era estar con él. O tal vez se sentó pensando en el PCP, por la ansiedad, porque ya no tenía otra cosa en la mente. Era un adicto. El sillón era muy suave, cómodo, daba reposo a cada parte del cuerpo, ese podría ser otro motivo para sentarse, irónicamente, en ningún otro lugar encontraría tanta comodidad como en esa casa. Y sin embargo, no sabía por qué se estaba sentado junto a aquel hombre, no entendía por qué regresó. Era repugnante.

            Se deslizaron los brazos por los lisos pectorales, por el abdomen inalcanzable, por la entrepierna abultada, por la droga. –No– pensaba Alán. Reclinó la cabeza en el respaldo mientras trataban de besarlo y cada vez intentaba hacerse para atrás. Y sin embargo había un tope. Le caía un peso enorme. Una lengua ajena y húmeda caldeaba sobre su rostro. Se asfixiaba. Había vellos inmundos. Un pubis abismal. Y un rictus en las gesticulaciones. Había muerte.

            Alán hubiera dejado que lo penetraran, otra vez. Pero se descubrió ahí, rompiendo su promesa de no volver. Lo que era ya no quería serlo, porque se lo había prometido, sólo por eso. No valía nada. Todo era asqueroso. Tenía miedo porque él ya era algo que no conocía; todo se le escapaba de las manos, perdía el control de sus acciones, asumiendo las consecuencias de las estupideces cometidas por un desconocido.

Alán giró el cuerpo; los dos cayeron. Sin darle oportunidad de nada, lo golpeó brutalmente. Sus puños trozaron el cráneo, lo deformaron hasta hacerlo desaparecer en un cadáver. El cuerpo permanecía inerte, sin embargo recibió una patada honda. ¿Cómo saber si estaba muerto?, ¿cómo saberlo?, ¿cómo aceptaría Alán que era capaz de tener ese poder?, matar a alguien, ¿Cómo aceptaría que ese poder no le servía de nada?, solamente lo llenaba de incertidumbre. Tuvo más miedo. Fue a la cocina y tomó aceite, le roció la cabeza deforme, y después fue añadiendo el combustible a todo el cuerpo. El polvo de ángel en estos momentos ya no importaba.

 

Datos vitales

Alfredo Loera (Torreón, Coah., 1983). Licenciado en Contaduría Pública y Finanzas. Ha publicado textos en diversas revistas. Tiene un libro de cuentos inédito, y actualmente trabaja en su primera novela. Es becario en narrativa de la séptima generación de la Fundación para las Letras Mexicanas.

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