Cuento venezolano actual 05: Leo Felipe Campos

Leo Felipe CamposLeo Felipe Campos trabajó en teatro como actor, en cine como asistente de dirección y en televisión como periodista deportivo. Su primera novela se llama Sexo en mi pueblo. Actualmente es columnista de la revista Exceso.

 

15 Vs 28 (apropiar es invadir o viceversa)

 

Se hacía el dormido, o trataba de dormirse, pero es que las nalgas de su prima, una prima que venía no sabía a cuenta de qué, que era más bien algo así como prima de su papá o una amiga de la infancia de su papá, pero que en todo caso era lejana, estaba de vacaciones en casa porque ella era de Upata y él de Guri, pero ahora vivía en Ciudad Bolívar, donde hace más calor y las cosas son más cercanas, más pobres, más feas. Y era época de vacaciones o ella se acababa de divorciar de su marido que la maltrataba, le pegaba en público y le daba nalgadas delante de sus amigos y una vez hasta se atrevió a arrancarle la blusa delante de todos los que bebían en su casa y después se echó a reír y le gritó que se fuera al cuarto inmediatamente y se pusiera otra maldita blusa y que si no le gustaba que se largara y eso fue lo que hizo y por eso estaba ahora durmiendo a su lado, con las dos nalgotas lisas y tibias casi envolviéndolo, quitándole el sueño que, generalmente, no le faltaba.

            Lo primero que hizo fue abrazarla. Y tocar, poco a poco, porque no veía nada, pero sí escuchaba: escuchaba su respiración y sentía cómo su pecho se levantaba cada vez más, un poco más alto, con más fuerza y con mayor rapidez, y eso era sinónimo de algo que podía percibir como unas ganas. Luego la besó, o la olió primero y después la besó, por la cabeza: ella estaba de espaldas a él y se volteó y lo colocó sobre sí y comenzó a hablarle tan bajito que él no entendía la mitad de sus palabras, pero extrañamente se encontraba allí, sobre esas tetas desnudas, unos senos más bien pequeños, pero consistentes y llenos de pecas, aunque él, con la luz apagada, no podía verlas bien.

            Ninguno descubría la edad del otro, pero era evidente que había una gran diferencia, quizá fue esa la razón de que su abuela decidiera que Carlita, la prima, dormiría con él y no con el tío: no mijo, qué va, yo sé cómo terminan esos cuentos, y mi casa no es hotel de naiden, no, no, no me jodan, coño, no señor. Y ahora él encima absorbiéndole los pezones marrón claro, elevados, porosos, cilíndricos y gordos, y esa aureola enorme y un poco más oscura que era casi todo el seno y los presentaba como el pináculo de una noche calurosa –el ventilador estaba dañado– pero estremecedora. Literalmente estremecedora. Y tocando sus muslos, sus nalgas, su espalda, sus pies, su abdomen flácido, como de gelatina blanca, su cuello, sus orejas, la rayita del culo, la pepita del culo o esa vaina que está allí y que él siempre había llamado el nies, o el niéjel, porque ni es el culo ni es la cuca; esa zona donde están los músculos del suelo de la pelvis, donde el esfínter es capaz de apretar si se le activa violentamente. Y lo hacía como si nada, como si estuviera acostumbrado, o era eso lo que quería creer, porque para ella era evidente su inexperiencia en todo, aunque sentía algo que la encantaba.

            Carlita se sacudió con ímpetu, estaba ardiendo, arrancó la franela con la que dormía, también sus pantaletas y abrió sus piernas en tijera para que el primito chupara lo que quisiera. Era como un pequinés faldero y correlón al que no terminan de salirle los dientes. Y él no sólo chupó lo que quiso, sino que evaluó la situación con su mirada y esperó el tiempo justo para metérselo adentro, bien adentro, y comenzar a bailar un calipso afortunado que recordó de una fiesta de la noche anterior, lo que pareció enloquecer a su prima, que comenzó a gritar y a revolverse sobre las sábanas, apretando sus manos –él podía jurar que le vio brotadas las venas– sin importar que su abuela durmiera en el cuarto contiguo y que su tío, seguramente, estuviera espiando desde la ventana.

            La cuca de Carlita era la vaina más recargada que hubiese podido imaginar. Tenía pelos por todos lados, un pelambre negro oscuro, denso, abundante, incluso desde el nies, o el niéjel, casi hasta el abdomen, y un olor como a ácido de batería que salpicaba a veces sobre su rostro. Estaban en lo que ella le llamó vuelta canela (un nombre tan ridículo como innecesario) que no era otra cosa que sexo oral mutuo, simultáneo. Él se cansaba, ya le había metido la almohada en la boca al menos tres veces. Ahora se hacía paso entre esa especie de crin enorme con sus dientes, abría los labios de la vulva con los dedos medio e índice, e introducía su lengua e imaginaba que era otra vez un calipso de furia el que sonaba y se ponía a moverla tratando de imitar la mecha de un taladro, y ella no aguantaba, quería gritar pero se frenaba, sentía que el ácido de batería era el de la boca de su primito, que la estaba quemando por dentro y que su cuerpo debía andar por los 44 o 45 grados centígrados y por eso estaba a punto del delirio, y los muslos le temblaban, y veía o sentía cómo ahora él le daba nalgadas, pero no como las de su ex marido, que le pegaba en público, sino unas nalgadas que le sacudían hasta las pantorrillas y eso también le gustaba.  Tomaba su pene con unas manos débiles y jugaba a las formas, una horqueta, un caño, lo sacudía hasta quince o veinte veces mientras veía luces o estrellas o neuronas incendiadas, y lo sobaba y decía, primito, primito, qué rico, ay, ay…

            Él se cansaba y comenzaba a hacerse preguntas, pero seguía. Recordaba algunas fotos de unas revistas pornográficas que tenía su tío sobre la nevera, pero no podía recordar los consejos que daban para un mejor sexo, porque maldita sea la flojera, nunca le interesó leer, sólo ver a las mujeres desnudas y, eventualmente, cuando lo dejaban solo en casa, hacerse la paja. Ahora se preguntaba cuáles serían esos consejos, quién escribiría esos artículos, qué haría su tío en esa situación, qué habría hecho su papá en esa situación, si su mamá habría hecho eso mismo con su padre, qué le diría a sus amigos del liceo cuando terminaran las vacaciones, qué diría la abuela al día siguiente si se enterara.

            La acción seguía debajo de sus pensamientos, un roce constante, intenso, que iría ya por la hora y media o la hora y cuarentaicinco minutos, y ese movimiento de cintura que unía ambas pelvis con una presión dolorosa, tanto que los hizo resbalar un poco y terminó por partir una de las patas de la cama: un sonido seco y sorpresivo que los llevó más abajo, entre risas de dientes apretados, sus senos pecosos, su pecho adolescente y huesudo, y se le salió el pipí y brincó y ella rápidamente lo sujetó con su mano izquierda, mientras la derecha la llevó a la boca de él, y lo introdujo otra vez en su vagina abierta, tan abierta que era casi un hueco enorme, como una caverna llena de piedras con pequeños pozos de agua blanca, amarilla, rosada.

            Finalmente la prima Carla se puso a hablar, no paraba de hacer preguntas estúpidas y eso terminó por confundirlo un poco, ¿por qué coño tenía que preguntarle si era la primera vez que lo hacía? ¿Acaso esa vaina era su problema? ¿Por qué se ponía a llorar mientras él se sentaba debajo de ella (o, más bien, ella lo sentaba debajo de sí) y se movía y la tomaba por la cintura con ambas manos, y entonces por decir algo le pedía que brincara y ella gritaba que le dolía, que ya no podía más, y el le volvía a meter la almohada en la boca, no sin cierta confusión y decidía voltearla boca abajo y metérselo desde otra posición, más parecida a la que comenzó todo el asunto: con sus dos nalgas lisas y tibias –ahora sudadas y con muchos puntos rojos– que había descubierto ocultaban un secreto lleno de pelos, envolviendo su pequeño pene que esta noche se había portado como todo un varón. Y Carlita, con la cara contra la almohada, mordiendo la almohada, salivando una catarata, le decía a su pequeño primo: ay primito, ay primito, pero coño, vale, si tú eres todo un hombre, ay, ay, ay, dios mío, dios mío, qué rico primito, pero me duele, vale, ay ¿y tú nunca acabas, ah, y es que tú no piensas acabar nunca, ah?, ya, ya, para, por favor, qué rico, ay, para, para, ¡para coño! Él, que no quería detenerse, sonreía pues ya tenía cierta malicia, pero no sabía bien qué hacer, esta era apenas su segunda vez en la cama con una mujer y no quería echarlo a perder, así que le hizo caso. Se detuvo de repente, se bajó de su espalda, le dio un beso en la cabeza, sobre el cabello, a la altura de la nuca, y se acostó a dormir aún con el pene erecto.

 

 

Datos vitales

Leo Felipe Campos nació en San Félix, un pueblo feo y caluroso del sur de Venezuela. A los cuatro años ya se destacaba jugando fútbol y a los siete aprendió a bailar calipso. No era el rey del ritmo, pero tampoco lo hacía tan mal. En su adolescencia fue amenazado por el novio de una mulata y decidió esconderse en Caracas, donde estudió la carrera más fácil del mundo, según él: Comunicación Social. Gracias a sus estudios dejó el fútbol y leyó algunos poemas. Trabajó en teatro como actor, en cine como asistente de dirección y en televisión como periodista deportivo. También fundó dos revistas: plátanoverde y 2021 Pura Ficción. Tenía apenas 23 años cuando empezó, por eso le salieron tan mal. Actualmente es columnista de la revista Exceso y del portal codigodevenezuela.com. Campos colabora con distintas publicaciones de su país: Complot, Contrabando, Marcapasos, Ojo Cultura Universitaria, y tiene un blog con miles de visitas mensuales: www.mijaragual.com. Su oficio como narrador y periodista lo ha llevado a realizar trabajos especiales en Colombia, Brasil, Argentina, Italia y España. Ha publicado cuentos y crónicas en antologías de editoriales nacionales y extranjeras. Su primera novela se llama Sexo en mi pueblo.

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