Cuento venezolano actual 11: Salvador Fleján

Salvador FlejánSalvador Fleján (Caracas, 1966) obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Cuentos SACVEN y recibió la mención de honor del Primer Concurso de la Bienal de Literatura Colombo-Venezolana. Recibió el premio del Concurso Nacional de Cuentos de FUNDALITA. En 2008, ganador del primer premio del concurso “Sexo para leer”, auspiciado por la revista Urbe Bikini.

 

Intriga en el Car Wash

 

 

A Yrisalvi Marín, con todo mi amor

 

Ya Mohamed comenzaba a decir correctamente la palabra “manguangua” cuando vi su foto en el noticiero de CNN. Era una foto antigua (usaba barba y turbante), y parecía tomada con una de esas cámaras instantáneas Polaroid que ya no se consiguen en el mercado.

            Al autolavado llegué por Susana. Antes yo había trabajado en un Don Pan en Riverside, pero me fui por problemas con el encargado. Ese fue mi primer empleo cuando llegué a Boca Ratón. Susana era la novia de Tony y los tres habíamos estudiado juntos en la Católica. De esa época es que nos conocemos. Después de graduarnos, Tony y Susana se fueron a vivir a los Estados Unidos y no tuve noticias de ellos hasta que otro ex compañero de la universidad me dio un correo electrónico y les escribí.

            Al principio la correspondencia giró en torno a las estupideces de siempre: la situación del país, los amigos y ese tipo de cosas. Después, en uno de sus correos, Tony me asomó la posibilidad de apoyarme si algún día yo me decidía a emigrar. Si soy franco, en aquel momento no me lo planteé con seriedad. Entre otras razones, Florida no era un sitio que me quitara el sueño. Pero las cosas en Venezuela comenzaron a torcerse y la tentación de irme poco a poco se  fue convirtiendo en una necesidad.  

            Un día me decidí y compré mi boleto. Cometí el error de no aceptar en primera instancia la invitación de Tony. Mis sueños apuntaban a Nueva York, donde tenía otros amigos que a larga resultaron no serlo tanto. Apenas aguanté tres meses: suficientes para que se me esfumaran cinco mil dólares de los quince mil que me llevé.

            Fue entonces  que me dejé de exquisiteces y volví a escribirle a Tony.

           

            Tony vivía con Susana en un condominio de renta en las afueras de Boca Ratón. Mis amigos habían pasado por todos los oficios que suelen desempeñar los latinos recién llegados a la Florida. Ahora estaban más o menos “cómodos”: Tony repartía arreglos florales para una compañía especializada y Susana era manager de un car wash en el Town Center.

            El trabajo en Don Pan me lo había conseguido el propio Tony. Conocía al gerente y no le fue difícil colocarme allí. Pero el gerente resultó ser uno de esos peruanos con ínfulas de californiano que tanto abundan por acá y desde el primer día comencé a tener diferencias con él. Me lo calé dos semanas. Una tarde, mientras limpiaba la barra, el tipo me reclamó no sé que asunto con unos pedidos y lo mandé a bañar.

            Providencialmente, en el autolavado donde trabajaba Susana se habían abierto unas vacantes. Luego me enteré de que la franquicia había cambiado de manos y el nuevo dueño quería arrancar de cero. Mohamed, el nuevo dueño, era un tipo extraño. Hablaba inglés como si estuviera a punto de venderte unas pantaletas y tenía la mirada esquinada de los que no aceptan una negativa. Nadie en el Town Center  había oído hablar de él. Susana me contó que el hombre llegó un día con un maletín lleno de billetes, conversó con los antiguos dueños y a la semana siguiente ya era el flamante propietario de Rapid Wash.

            Sin querer, fui el pionero de lo que después llamamos el “venezolanato” dentro del autolavado. Mohamed, puede que impresionado por la eficiencia de Susana, tenía en buen concepto a los venezolanos. Aquella falsa impresión facilitó la avanzada de compatriotas que vendría poco después. Eso, como era lógico suponer, traería sus consecuencias.

            Kiko y Jorge llegaron a la semana. Habían trabajado en un restaurante chino del que huyeron acosados por la migra y el bajo sueldo. Los dos tenían más de un año de ilegales y estaban a punto de morirse de hambre. Marcelo y el señor Martínez aterrizaron poco después. El señor Martínez era el más veterano de todos nosotros. Tenía quince años sobreviviendo en los Estados Unidos y se había venido en una época en que los venezolanos sólo emigraban a los casinos de Aruba.

            Marcelo, por el contrario, estaba recién bajado del avión. Era de Caricuao, pero parecía salido de una penitenciaría. Gracias a su ingenio carcelario, el dueño del car wash pasó de Mohamed a “Mojónmed”.

             Lo primero que hice al llegar al autolavado fue preguntar por las máquinas.

            – ¿Cuáles máquinas? –se sorprendió Susana.

            – ¡Las máquinas! –respondí con la pretensión de que Susana se imaginara cepillos gigantes y duchas industriales.

            –Ya eso no se usa. Ahora se lava al “seco” –me dijo, como si aquello fuera una tintorería. Acto seguido me condujo hasta un depósito donde se alineaban una docena de carritos. Se parecían a los de helados que en Caracas empujan los haitianos, sólo que éstos tenían un diseño futurista y carecían de campanitas.

            Susana escogió un Mercedes LX para mostrarme su versión particular del lavado al seco. Nunca imaginé que algo tan pequeño como aquel carrito de helados pudiera albergar tantas maravillas antisépticas. Susana se veía rara manipulando la manguera del carrito; parecía un bebé atrapado en un cordón umbilical asesino. También empuñaba un trapo amarillo. A los diez minutos entendí el énfasis que Susana le daba a la palabra “seco”.

            “En Florida los carros no se ensucian”, me dijo, como si estuviera revelándome un secreto gerencial.

            Tenía razón. Florida es un yermo sin gracia al que pareciera que todos los días le pasan una aspiradora.

            El trapo amarillo resultó a la postre ser más competente que el mezquino chorro de agua que escupía la manguera. “Mientras menos agua, mejor”, repetía como un mantra. El cursillo relámpago de Susana incluyó tarifas, otros “trucos” y hasta sentencias filosóficas: “dependemos del tiempo”, dijo oteando con aires de meteoróloga el cielo despejado del sur de la Florida.

             El Town Center tenía tres parqueaderos VIP. Un difuso convenio entre el autolavado y el mall permitía apostarnos en los alrededores y cazar a los posibles clientes. Kiko y Jorge rápidamente tomaron posesión del sector más rentable: la entrada del Fridays. El señor Martínez  ocupó un lugar impreciso entre Burdines y Sears, al que bautizamos la “dimensión desconocida” y en donde le fue insólitamente bien.

            Susana me asignó como pareja a Marcelo y nuestro coto iba desde la frontera del Fridays hasta la entrada de una farmacia donde vendían de todo menos medicinas.

            –Tenemos que inventarnos “algo”, viejo –me dijo Lucky Marcelo, después de evaluar las posibilidades económicas del improductivo sector que nos tocó.

 

           

            El condominio donde vivían mis anfitriones parecía un campo de refugiados brasileños. Extrañamente no había mujeres en tanga al borde de la piscina ni samba a todo volumen. Se les reconocía, básicamente, por los “grupos de oración” que armaban en torno a una enervante parrilla dominical, como si le rindieran culto a un dios bovino. “Son una ladilla”, me había dicho Tony el primer domingo que pasé entre olores de costilla asada y rezos en portugués.  

            En realidad los brasileños no iban a ser lo único fastidioso con lo que me encontraría en Boca Ratón. Tony y Susana estaban lejos de ser la pareja dinámica que había conocido en la universidad. Después de cenar, se echaban en un sofá despellejado a comer montañas de helados y a reírse con un dudoso programa cómico. Al principio yo solía acompañarlos en aquel tedio calórico, pero al cabo de unos días la rutina comenzó a desesperarme y a engordarme. Por otra parte, casi siempre el centro de sus conversaciones era un tal “Bil”. Por los gestos ceñudos que ponían al mencionarlo pensé que se trataba de un vecino fastidioso. Un día no aguanté la curiosidad y pregunté quién diablos era “Bil”. Tony sacó de un cajón un montón de facturas atrasadas. En ese momento supe que las deudas en Norteamérica tenían nombre de pistolero adolescente.

           

            Una mañana, Susana y yo llegamos más temprano de lo normal a la oficina del autolavado. Desde afuera se escuchaban unos gritos llenos de consonantes ensalivadas. Mohamed discutía a decibeles alarmantes con un tipo igualito a Omar Sharif. Mi amiga me hizo un gesto de silencio y nos quedamos en la entrada aguardando a que sucediera algo. A los diez minutos el doble de Sharif se despidió y le dejó una carpeta rosada en el escritorio a Mohamed. Cuando finalmente decidimos entrar, Mohamed se apresuró a guardar la carpeta en una caja fuerte que tenía debajo del escritorio.

            “Han pasado cosas extrañas desde que ese tipo compró el autolavado”, me dijo Susana apenas salimos de la oficina. “Extrañas como qué”, me interesé. “En las noches, cuando ustedes se van y yo me quedo cuadrando caja, Mohamed se mete en Internet a ver páginas rarísimas”. No sé por qué, pero me imaginé al turco fisgoneando páginas de niñitos desnudos. Se lo dije a Susana. “No, ojalá fuera  eso. La cosa tiene que ver con aviones”, dijo como si la aeronáutica fuera más grave que la pedofilia. “Yo te digo, vale: a mí lo árabe sólo me gusta para comer”, remató sentenciosa.  

             Le iba a preguntar qué podía haber de extraño en que alguien  le gustara los aviones, pero en ese momento llegaron Kiko y Jorge y no pudimos seguir con el tema.

            No le hubiera prestado mayor atención a las sospechas de Susana a no ser por el comentario que me soltó Marcelo mientras le sacábamos hollín a un Minicooper:

            –Chico, yo creo que “Mojámelo” es medio marico –era impresionante la cantidad de combinaciones que podía lograr Marcelo con aquel nombre–: me ofreció dos mil dólares para que lo acompañara el mes que viene a Nueva York.  ¿A cuenta de qué?, me pregunto yo. Ahora, si me da tres mil puede que lo piense –dijo y siguió enfrascado en los rines del Minicooper.

           

            Por regla general, suelo desconfiar de las personas que no le guardan respeto al dinero.  No era que Mohamed lo derrochara a manos llenas, pero sí me llamaban la atención algunas señales que indicaban a las claras el poco apego que le tenía. Lo de la invitación a Nueva York era tan sólo una muestra. También las clases de “castellano” que le pidió a Kiko y a Jorge y por las que  pagó una suma escalofriante. Todo eso sin contar las comisiones que devengábamos y que eran la envidia del Town Center. Demasiado bueno para ser verdad. El señor Martínez  decía que con Mohamed estábamos viviendo el “sueño arabicano”. Sin embargo, todo aquello me daba muy mala espina. Yo intuía que algo estaba a punto de caerse. Algo gordo.

 

            Marcelo no tardó demasiado en inventar ese “algo” que nivelaría nuestros menguados ingresos. La verdadera ganancia de la franquicia no estaba en las lavadas al “seco” sino en una trampa cazabobos llamada full detailing, el servicio Premium del  autolavado. “Detallar” un carro podía montar fácilmente los doscientos dólares e incluía, además de la lavada, limpieza de tapicería y pulitura general. La idea era hacer muchos full detailing para poder verle el queso a la tostada. Pero eso no era fácil. Dos servicios completos podían consumir casi todo el día y te dejaban los brazos como una marioneta. Fue entonces que Marcelo hizo la jugada que lo llevaría directo al “salón de la fama del car wash”, como él decía: “Si los carros en Florida no se ensucian, tampoco hace falta pulirlos”, razonó. Fue así como comenzó a implementar lo que él denominó “fantasy wax”.

            Susana no se explicaba cómo Marcelo y yo podíamos hacer hasta diez full detailing al día. En realidad era muy sencillo: no lo hacíamos. Una mezcla de ingenuidad gringa con carros último modelo permitía el milagro. Sólo si pasabas el dedo por la carrocería se advertía el timo. Pero eso nunca sucedió. O al menos no en el tiempo que duró la zafra.

            Nuestras comisiones a partir de entonces comenzaron a sufrir un ascenso vertiginoso. Dicen que todo enriquecimiento repentino trae consigo efectos colaterales perversos. A Marcelo ese dinero extra sencillamente lo indigestó. No sólo la ropa que comenzó a lucir alumbraba (parecía uno de los malos de Miami Vice), también la motoneta, el corte de pelo y hasta el perfume lo denunciaban. El asunto empezó a inquietarme cuando una tarde habló de “personalizar tarifas”. Aquello sí que me pareció el colmo y se lo reclamé. “Esto nos cayó del cielo, brothel”, repuso frotándose las manos y exagerando la  L como un cantante de hip-hop.

            Lo que estaba lejos de saber mi socio es que también del cielo vendría el fin de sus delirios corporativos.

            Sin embargo, el factor decisivo, el crash point que enturbiaría nuestro crecimiento económico, vendría por vía de ese mal tan asesino como criollo: la envidia.

            Kiko y Jorge tampoco lograban explicarse cómo podíamos despachar tantos carros al día sin que nos hospitalizaran al final de la jornada. Eso, al parecer, no los dejaba dormir. Pasaban todas las mañanas por nuestro territorio intentando descifrar el enigma. Pero Marcelo estaba muy claro en aquello de que “el silencio de los envidiosos está lleno de ruidos” y tenía  sobornado a un vigilante dominicano que le servía de radar. La alarma era un silbido en ritmo de merengue que nos alertaba de posibles hostilidades. La cosa al principio nos pareció divertida pero después se puso pesada y estresante. Hasta el señor Martínez de vez en cuando salía de su quinta dimensión con oscuras intenciones.

            Visto en perspectiva, ahora sé que debimos haber compartido el “secreto” con los compatriotas; estoy seguro de que nos hubiésemos ahorrado un sin fin de molestias. Incluso hasta llegué a planteárselo a Marcelo, pero su respuesta no fue ni menos criolla ni menos brutal que el complot: “Que se jodan”.

 

            Por esos días Mohamed me llamó aparte a su oficina. Confieso que fui aterrado: dudaba si la competencia nos había delatado o si el árabe me haría una oferta “que no podría rechazar” con respecto a Nueva York. Sin embargo el motivo era otro: me pedía un favor.  

            Cada vez que le hago un favor a alguien todo sale mal y esa vez no sería la excepción.  Mohamed sacó un paquete de la caja fuerte. Yo pensé que sacaría la carpeta rosada con fotos bochornosas, pero el paquete tenía un peso que descartaba esa posibilidad. Me dio ciento cincuenta dólares y una dirección en Miami. La encomienda tenía que llegar ese mismo día a un intrincado sector del South West. De Miami apenas conocía el aeropuerto y el Aventura mall, pero por esa tontería no iba a dejar que se me escaparan ciento cincuenta dólares. Aparte, yo era el único que tenía los puntos bajos con el jefe y ya era hora de que eso cambiara.

            Susana me prestó su carro como si estuviera entregándome su virginidad. Más que recomendaciones me hacía amenazas. En Florida no sólo no se ensuciaban los carros: tampoco se prestaban. Hacerlo era un arriesgado acto de fe y me entregó las llaves como si me confiara un objeto sagrado.  

            El viaje por la Turnpike fue de rutina pero al  llegar al Downtown, como era de esperarse, me perdí. Cada cuadra se parecía a la anterior y tuve la impresión de hallarme en medio de un laberinto de tablopán adornado con luces de neón. Luego de hora y media de city tour forzado desemboqué en la calle 8. La reconocí por las transmisiones televisivas del carnaval. En vivo aquello se parecía más bien a una avenida del centro de Caracas pero con grama. Entonces ocurrió algo parecido a una desgracia, sobre todo si sucede en una avenida norteamericana: me quedé sin gasolina. Entre las recomendaciones de Susana no figuraba reabastecer el tanque. Para los gringos, quedarse varado por falta de combustible constituye una felonía tan grave como atropellar a una viejita. En eso pensé cuando vi llegar a dos policías motorizados. Esos tipos sólo resultan simpáticos en las series de televisión. Con acento vagamente habanero uno de ellos me pidió la licencia y comenzó a llenar un talonario con sádica eficiencia. Cuando terminó, pensé que me esperaban tres cadenas perpetuas seguidas. La lista de infracciones era larga: lo del combustible apenas era una excusa para que el policía se pusiera al día con su cuota mensual de multas. En los registros policiales, el Honda de Susana era un reincidente contumaz. Problemas con las luces, con el seguro, con la emisión de gases. Parece que la Transit Authority de Florida lo tenía fichado como el más buscado.

            En un descuido de los policías me metí en un Burguer King. Yo les había dejado una licencia de conducir venezolana que tenía un error en el apellido y me sentía tranquilo. A los cinco minutos llegó una grúa y se llevó el carro. Media hora después me acordé del paquete de Mohamed.

            En vez de ir a Boca Ratón me provocó retornar a Caracas. Lo que me esperaba no iba a ser fácil. Regresé en un tren con tantas estaciones que tuve tiempo de ensamblar una historia más o menos creíble. Susana no me creyó ni las partes que eran ciertas. Repitió “¡te lo dije!” unas doscientas veces como si eso fuera a devolverle el carro. Tony la serenó un poco y se la llevó al cuarto. Entonces me puse a pensar en qué le diría al turco. Pero aquí las cosas se complicaban; lo que dijera no iba a satisfacerle, además ni siquiera tenía el paquete. En el desespero decidí llamar a Marcelo.

            –Déjame eso a mí –dijo como si se tratara de un ajuste de cuentas en Sing Sing.

 

            Al siguiente día Susana viajó a Miami a recuperar el carro. A mí me preocupaba el paquete dejado en la maleta y del cual nada había comentado a Susana. Cuando llegué al autolavado, Marcelo me recibió con una noticia sorpresa: Mohamed se había ido  a Nueva York sin decirle  nada a nadie. Mi amigo lucía desconsolado por la promesa rota de los dos mil dólares. Sin embargo, aquella noticia fue un alivio para mí. Faltaba únicamente que el bendito paquete continuara en la maleta y todo estaría resuelto.

            A mediodía Susana llegó acompañada de Tony, lo cual era una pésima señal. No me dirigió la palabra en el resto de la tarde pero sus ojos me enviaban mensajes del tipo “esto lo arreglamos en la casa”.

            Cuando finalmente llegamos a la casa, Susana sólo me dijo “recoge tus cosas”. Le iba a contar lo del paquete pero me dejó con la palabra en la boca.

             Me sorprendió descubrir que “mis cosas” cupieran con holgura en una bolsa de GAP. Llamé a Marcelo pero no lo encontré. Marcelo vivía con seis mexicanos en un eficient de cuarenta metros cuadrados y supuse que donde cabían siete tendrían que caber ocho. Para hacer tiempo, decidí devolverme al Town Center. Yo tenía una copia de la llave de la oficina del autolavado y pensé que de no aparecer Marcelo al menos tendría un sitio para pasar la noche. El sofá de dos puestos que Mohamed tenía en su oficina resultaba mejor que una banqueta en el parque. Cuando me recosté en el sofá comencé a añorar la banqueta del parque. El sofá olía a cebolla morada, a ácido de batería, a gorila bebé. Volví a llamar a Marcelo y me respondió un mexicano al que sólo le entendí “órale, cuate”. Le dejé un mensaje. La hediondez del mueble hizo que me decidiera por el escritorio, sorprendentemente grande e inodoro.

 

            El ring del teléfono me sacó de un sueño del que no debí salir. Era Marcelo y estaba borracho. Mientras le escuchaba un chiste de gallegos mi pie tropezó con la caja fuerte.  Más que la intuición, tuve la repentina certeza de que la caja estaba abierta. El chiste de Marcelo era una especie de acertijo profético: “¿cuántos gallegos se necesitan para descubrir un tesoro?”.

            –Dos  –respondí en una postura incómoda.

 

            Ochenta y cinco mil dólares en billetes de cincuenta hacen un bulto escandaloso. Eso sólo se advierte cuando tienes que guardártelos en la ropa. Viajar con ellos en una motoneta es un acto que requiere si no de valentía, sí de pequeñas dosis de sangre fría. Me martirizaba imaginar que todas las patrullas que nos cruzábamos en el camino sabían de nuestra carga. En el trayecto, a Marcelo le dio por hablar de fugas, de películas de Steve Mc Queen, de “mexicans” amigos que nos ayudarían a cruzar en Mc Alister. De pronto, todo lo que comenzara por “Mc” empezaba a llenarme de pánico. Sin embargo, era la carpeta rosada lo que no podía sacarme de la mente.

            Marcelo había tardado quince minutos en llegar a la oficina del autolavado. Me encontró rodeado por un fabuloso desorden de billetes, pasaportes, planos, manuales, una bella colección de dagas. El conjunto parecía más bien el kit básico de supervivencia del Chacal. En ese momento yo tenía la fulana carpeta en las manos y he debido de estar muy pálido a juzgar por el comentario de Marcelo:

            –Y eso qué es, mi pana: ¿El libro gay de los muertos?

             Ciertamente el color de la carpeta no le hacía honor a la gravedad del contenido. Un contenido que, a diferencia de los demás papeles, no creo que valga la pena pormenorizar. Todavía lo pasan por televisión.

            Cuando nos tocó decidir qué hacer con todo aquello nos volvimos un lío. No era para menos. Marcelo quería quedarse con las dagas y con un mapa a colores de Manhattan, amén de “su parte” del botín. Yo le dije que dejáramos todo eso como estaba y saliéramos corriendo de allí. Me parece que hasta mencioné al FBI en un intento por imprimirle seriedad a la situación. Pero era como hablarle a las paredes. Marcelo sudaba y tenía los ojos saltones. En su excitación, no paraba de repetir: “¡Carne en el gancho, negro!

 

            Como siempre, mi amigo blandía la metáfora adecuada, la imagen punzante que atravesaba mi moral de cartón. Después de deliberar unos minutos, Marcelo propuso una solución que arbitrariamente llamó “bíblica”:

          –Vamos a quemar ese vainero.

 

            El eficient donde vivía Marcelo con los mexicanos era un triunfo del diseño interior, un alegato en contra del hacinamiento. Yo esperaba encontrarme con una especie de camarote de submarino, pero resultó todo lo contrario. Los  jarritos de barro adosados a las paredes, cuya utilidad (más tarde me enteré), era más práctica que decorativa, hacían un maridaje perfecto con las hamacas guindadas en serie por toda la sala. Un extemporáneo póster de Pipino Cuevas, secuestrado de la revista Ringside, y otro de Lucerito aportaban la iconografía patria al recinto. Lo que sí me incomodó un poco fue el terco olor a sobaco y a tortilla asada que flotaba en los escasos metros cuadrados. Pero uno a todo en esta vida se acostumbra y al poco rato me fue difícil distinguir un olor de otro.

            Mi intención no era aguarle la fiesta a Marcelo, que ya destapaba una botella de José Cuervo, pero me pareció prudente recordarle la magnitud del problema en que estábamos metidos. Su reacción fue un tanto desmesurada:

            –¿En Florida hay silla eléctrica?

            Tardé en explicarle que el Estado había suavizado sus métodos de ejecución. Que ahora las cosas se hacían de un modo light, al seco (ensayé una analogía): “sin sangre, algo así como la comida kosher, ¿entiendes? Te aplican seis inyecciones y te ponen a dormir, como hacen con los perritos finos”.

            Más vale que no le hubiera dicho nada a Marcelo. En fracciones de segundos, sus sueños de hacendado en Apure se transformaron en la pesadilla de un evangélico contrito. Quería hasta quemar el dinero.  Se puso a caminar en círculos desesperados, como si ya estuviera esperando turno en el “Corredor de la Muerte”.

             En el apartamento sólo estaban dos de los mexicanos que vivían con Marcelo, el resto no tardaría en llegar. Así que contaba con poco tiempo para resolver la situación antes de que al Converso le diera por arrodillarse en la sala a gritar su mea culpa. 

            Se me ocurrió, entonces, inventarle un cuento en donde Tony era propietario de una lancha rápida (Marcelo me preguntó cuántos motores tenía y yo en aras de su tranquilidad exageré el número), amigos en las Bahamas, una cabaña en Saint Marteen. Si hubiese contado con más tiempo le habría agregado locaciones en Ibiza y Gstaad, pero consideré suficiente que nuestra singladura terminara en un ferry rumbo a la Vela de Coro.

            Mi guión le devolvió cierto brillo aventurero a los ojos de Marcelo. Quería saber más detalles. Le dije que se los contaría camino a casa de Tony. Entretanto yo pensaría en mi plan personal de contingencia, en el que a diferencia de la superproducción que le había pintado a Marcelo, me lo figuraba con un aburrido viaje en Greyhound hasta San Diego, unas pésimas comidas, un coyote que me cobraría tres mil dólares por hacer su trabajo al revés.

            Pero primero tenía que cerciorarme sobre la suerte del paquete que dejé en el Honda de Susana, y que a juzgar por la carpeta rosada, lo más probable era que contuviera uranio. Al llegar al condominio no vi la camioneta de Tony, pero en un exceso de buena suerte el Honda sí estaba frente al apartamento. Tenía los dos cauchos traseros espichados y una calcomanía verde en el parabrisas. Le dije a Marcelo que necesitaba sacar unos Nike que se me habían olvidado en la maleta del carro. También le dije que Susana había extraviado las llaves y que más bien le haríamos un favor en abrírsela. Pero mi compañero seguía fantaseando con el espléndido escape que le había improvisado media hora atrás y exigía más información. Tuve que sacar a flote un arsenal de lugares comunes para animarlo. Lo puse a comer langostas y a tomar Gin Fizz en un catamarán. Estaba a punto de meterle un poco de sexo al asunto cuando me echó a un lado con actitud profesional. Yo pensé que sacaría una ganzúa o algo parecido para abrir la maleta, pero me sorprendió cuando en lugar de eso se cuadró como si fuera a pelear con alguien y  le propinó una patada de Kung Fu a la cerradura. “Un toque técnico”, intentó explicarme.

            La forma cómo se abrió la maleta me dio algunas nociones sobre el antiguo modus vivendi de mi amigo. Cuando Marcelo vio el paquete, me preguntó si aquellos eran los Nikes de Shaquille Oneill. Era evidente que había llegado el momento de sincerarse. Aunque, conociendo al personaje, eso no iba ser fácil. Era como decirle: “mira, viejo, el Club Med está full, pero hice reservaciones en la Isla del Diablo”.

            Sin embargo, en un giro imprevisto, Marcelo mostró una capacidad de adaptación que ya quisiera yo para mí. Volvió a mencionarme a sus “panas” en Mc Alister y aquello sí que me pareció las puertas del cielo. El único problema, como le apunté, era que Mc Alister quedaba a siete días de camino de la Florida.

            –Y tú qué quieres, mugre, ¿que le sirvamos de práctica al SWAT de Hialeah?, dijo y me lo imaginé con un chuzo en la mano.

 

          La estación de autobuses tenía la iluminación de un consultorio odontológico. Yo sentía que aquella luz de alguna manera nos ponía en evidencia. Además, la caja de Mohamed no era algo que pudiera catalogarse de discreta. Hasta ese momento yo me había negado a abrir el paquete a pesar de la insistencia  de Marcelo. Mi temor era que a Marcelo le diera por otra de sus soluciones “bíblicas” y nos convirtiera a todos en versiones facsimilares del paciente inglés. Entre el sinfín de soluciones que propuso, destacaban las que llevaban una  fuerte carga de gentilicio nacional: “lo abrimos y dependiendo de lo que haya, vamos viendo”, o “tenemos que salir del paquete”, decía con alarde metafórico. 

            Desgraciadamente era ese “dependiendo de lo que haya” lo me ponía nervioso. El trasnocho ya me estaba pegando y no me encontraba en condiciones de tomar una decisión sensata. Le dije que dejáramos ese asunto para más tarde y que nos concentráramos en salir de Florida primero, que ya era bastante. “Pero y si lo abrimos rapidito…”, fue lo último que le escuché antes de dejarlo hablando solo.

            Lo que contuviera aquel paquete podía o ser un bono extra o una desgracia, según como estaban las cosas. Para mí, en cambio, sólo era un lastre peligroso del que había que deshacerse con mucho cuidado. Ya con los cuarenta mil dólares que tenía en remojo dentro de los calzoncillos me era más que suficiente. Puede que no fuera una fortuna, pero a mí me bastaban. Lo que sí tenía por seguro era que Marcelo no se conformaría hasta obtener lo que él se imaginaba como el jackpot de todo esto. Por eso pensé en enterrar el paquete en algún lugar desértico cuando estuviéramos en Mc Alister  y esperar “a ver qué pasaba”. Pero eso también me pareció inútil: yo por un lado lo enterraría y Marcelo volvería con una pala al día siguiente a desenterrarlo. Tenía que idearme algo más elaborado, más fino para despistarlo. El único problema es que no se me ocurría nada.

            Por el momento mi principal preocupación era montarme en un autobús y llegar a Texas. Dejé a Marcelo sentado en un banco y me fui a comprar los boletos. Cuando estaba frente a la taquilla caí en cuenta de la imprudencia que acababa de cometer. Ahora lamento no tanto el lapsus de haber dejado el paquete con Marcelo sino todo lo que permití que ocurriera después.

 

            Las cosas pasaron más o menos así: cuando regresé, lo encontré sentado en el mismo banco donde lo había dejado esperándome. Obviamente el paquete no estaba. Antes de que yo dijera una palabra, abrió la palma de la mano donde relucían dos llaves cromadas. Tomó una y me la entregó. Me explicó que “enfriaríamos” el paquete en un casillero de la estación mientras decidíamos qué hacer. En ese momento debí reaccionar enérgicamente, pero su idea me pareció tan profesional que no logré advertir el trasfondo de todo aquello.  Si algo no se le podía reprochar a Marcelo era no ser congruente consigo mismo. Lo era hasta en su cultura cinematográfica: no existe película de estafa que se respete donde no aparezca el viejo truco del casillero. ¡Cómo pude haber caído! Lo que más rabia me dio fue que no se me ocurriera a mí primero.

            Fuimos al bar de la estación a “celebrar” nuestra buena suerte.  El bar se llamaba Machstick Men, cosa que me dio mala vibra. Ese fue otro de mis errores. Aunque en este punto debo añadir que yo tuve algo de responsabilidad en que a Marcelo se le facilitaran aún más las cosas. En otras palabras: no debí beber como lo hice. Fue una mezcla de estrés con estupidez, más no puedo decir. El autobús salía a las cuatro de la tarde y teníamos muchas horas muertas por delante. Marcelo pidió un servicio de Whisky como si estuviéramos en una discoteca y nos esperara una noche muy animada. El único detalle es que eran las nueve la mañana. Adentro, la penumbra del sitio apenas era rota por los reflejos de los monitores de televisión diseminados por todas partes. Me pareció un abuso que en cada mesa también hubiera una pequeña pantalla. Quise comentar esa aberración con Marcelo, pero estaba claro que el hombre andaba en otra cosa. Se puso a hablar de “inversiones” mientras veía un documental sobre extraterrestres.

            Al quinto trago, ya me había hecho socio de un criadero de camarones en Güiria, ¿o era en Paria? Hablamos de posadas ecológicas, un night club en Margarita, una línea de taxis. Si no me hubiera quedado dormido, puede que hasta hubiésemos comprado a los Leones del Caracas.

            Cuando desperté, lo único que seguía allí era el monitor.

            Decir que sentí un vacío en mi interior no tiene nada de poético o romántico, no al menos en el contexto en que lo digo: eso fue exactamente lo que sentí cuando instintivamente me palpé en la cintura. Miré el reloj y eran casi las doce del mediodía. Un simple cálculo me indicó que mi dinero ya debería andar por Nueva Orleáns. A la vista estaba que Marcelo no tenía intenciones de compartir nada con nadie; ni siquiera la cuenta del bar que yacía sobre la mesa como testigo de mi ingenuidad.

            Las cosas malas, cuando van a pasar, pasan todas juntas.  Esto lo entendí cuando me fijé en el monitor de la mesa. El logo de CNN me advirtió que lo que estaba en pantalla no era una película del género de desastres. Era más bien la versión en video y con efectos especiales carísimos de la parte más loca que contenía la carpeta rosada. Fue entonces que vi la foto de Mohamed y el mundo se me vino encima. 

            En ese momento comencé a ver a agentes de la CIA por todas partes. Pensé que el barman de un momento a otro sacaría un fusil de asalto y realizaría un arresto histórico.  Milagrosamente aún tenía en la cartera los ciento cincuenta dólares que me había dado el árabe por lo del paquete. Pagué la cuenta como si estuviera deshaciéndome de una evidencia sangrienta.

            Cuando salí del bar no tenía  la más mínima idea de lo que iba a hacer. Por no dejar, me revisé en los bolsillos en busca de la llave del casillero. Aunque más que la llave lo que buscaba era un milagro. Junto con la llave hallé una nota. Con ortografía atroz, Marcelo me daba las gracias por todo y me invitaba a revisar el casillero: “puede que haya un regalito”.

            Pasé media hora probando la llave en el centenar de casilleros que había en la estación. Marcelo le había quitado la etiqueta con el número, supongo que para darle un toque burlón a mi desgracia. Sobre los humillantes mil dólares que me dejó de “regalo” dentro del casillero, hallé otra nota. En ésta me deseaba suerte y se despedía con una frase que revelaba su amplitud en materia de cine: “Nos vemos en el infierno”, decía como un sargento suicida que se interna en un arrozal full de vietnamitas.

            Lo que siguió a continuación fue el peor septiembre de mi vida.

 

            El único lugar “seguro” que tenía para refugiarme era la casa de los mexicanos. Hasta allí me devolví en un taxi que me cobró tarifa de limusina. Los mexicanos aceptaron recibirme siempre y cuando les cancelara los tres meses que adeudaba “mi primo” por concepto de renta. En los días siguientes me enteraría de otros pasivos que mi familiar dejó sin honrar. Con justicia, los mexicanos habían bautizado a Marcelo con apodo de luchador de catch as catch can. Nunca un sobrenombre estuvo mejor puesto. El “Huracán” Marcelo había dejado a su paso una profunda huella en los bolsillos de los mexicans. Ignoro cómo se las arregló para que lo nombraran tesorero de un pequeño fondo de emergencia que tenían en la casa. Tampoco cómo hizo para desfalcarlos sin que no lo lincharan en el acto. Eso sin tomar en cuenta algunas remesas que jamás llegaron a Monterrey y de las que Marcelo, casualmente, era responsable de depositar en Western Union. Me parece que hubo otros delitos menores, pequeñas pillerías que los mexicanos recordaban con más asombro que coraje, pero que en este momento sería ocioso relatar. Sin embargo, los mexicanos fueron justos conmigo: no me cargaron esas vagabunderías a mi cuenta e incluso hasta me ofrecieron empleo. Aunque más vale que no les hubiera aceptado el favor.

            Llegaba todas las tardes arrastrándome luego de las jornadas de catorce horas diarias que hacía en promedio. Los mexicanos tenían una cuadrilla de demolición, cosa que en mi caso era un chiste cruel. Pero peor que eso eran las dosis de paranoia que los noticieros se encargaban de inyectarme cada noche. Un día decidí dejar de ver televisión y el problema fue amainando. También tenía que dejar de trabajar o de lo contrario iba a morir.

            Fue entonces que el gobierno norteamericano tomó cartas en el asunto: me deportaron.

            En realidad nos deportaron a todos, aunque en el caso de los mexicanos eso también era un chiste. La migra andaba haciendo redadas de rutina cuando nos pescaron mientras echábamos abajo un centro comercial. Lo demás fue más o menos como aparece en las pesadillas recurrentes de los ilegales. Tres semanas con una  braga anaranjada puesta, calabozos blancos, fotos, reseñas. El paseíllo final a la vista de todo el mundo en la aduana del aeropuerto.

 

            A los dos meses ya me había olvidado casi del asunto. Sólo algo seguía martillándome en algún lugar del cerebro. Más que la suerte de Marcelo, lo que me intrigaba era la suerte de mi dinero. Particularmente qué uso le había dado al mismo. Pero con el tiempo eso también se fue diluyendo hasta quedar en una anécdota borrosa que mis amigos se aburrieron de escuchar.

            Un domingo una amiga me invitó a un restaurante de carnes. Uno de esos sitios con churuatas art decó y mesoneros fastidiosos. Mi primera pista la hallé en la entrada del local: Mc Alister Grill, se anunciaba en el lomo de un toro cebú. Quise creer que se trataba de una casualidad, pero al abrir la carta me encontré con una de esas fotos de mal gusto donde el dueño da la bienvenida en compañía de su atento personal. Marcelo había llegado al colmo de bautizar una sangría con el nombre de “Marcelitro”.

            Me paré y fui al baño. Al lado de la cocina había una puerta de caoba con un rótulo que decía oficina. Recordé una frase de Marcelo: “Carne en el gancho”. No pude evitar sonreír. Entonces entré.   

 

                         

Datos vitales

Salvador Fleján (Caracas, 1966) es escritor, Licenciado en Letras por la UCV. Sus trabajos literarios han sido publicados en las antologías: “Las voces secretas. El nuevo relato venezolano”, Alfaguara (2006); “De la urbe para el orbe: nueva narrativa urbana”, Alfadil (2006); “El cuento sin fin”, revista Zona Tórrida de la Universidad de Carabobo (2005); “Tatuajes de ciudad”,Fondo Editorial SACVEN. Es articulista del diario El Nacional  y de la revista Todo en domingo del mismo diario.  Mantiene una columna literaria en el diario El Mundo Economía y Negocios. En 2003 obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Cuentos SACVEN y recibió la mención de honor del Primer Concurso de la Bienal de Literatura Colombo-Venezolana. En 2004 recibió el premio único en el Concurso Nacional de Cuentos de FUNDALITA. En 2008, resultó ganador del primer premio del concurso de cuentos “Sexo para leer”, auspiciado por la revista Urbe Bikini. Tiene publicado “Intriga en el Car Wash”, bajo el sello  editorial  Random House Mondadori. En 2010 aparecerá bajo el sello Alfaguara su segundo libro de relatos Televisión confidencial  y el libro de crónicas Ruedalibre: crónicas inoxidables, bajo el sello Puntocero.

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